Tercera noche de serenata nocturna; tengo que comprarme unos tapones para los oídos.
27 de octubre - No he entrado con buen pie en el vecindario; es un hecho. Intento hacer la compra en las tiendas del barrio, donde las señoras se me cuelan por sistema y los dependientes malencarados me cobran precios desorbitados por los mismos productos de los supermercados. Empiezo a tener mis dudas en eso de la defensa del pequeño empresario.
Mi primera conversación con un vecino, fuera de un establecimiento comercial, fue con el viejo que vive en la casa de al lado. Los dos estábamos en nuestras respectivas huertas, él arrancando unas malas hiervas y yo, no sé, observando un poco el caos de mi jardín. Intento realizar un acercamiento, saludándolo con mi acento más campechano y casual. Hablamos un poco sobre el tiempo, mientras intento no mirar fijamente un ojo que tiene blanco y medio vacío. Actúa de forma desconcertante, como si ya me conociera de antes. De pronto comienzo a sospechar que cree que soy un vendedor de seguros, y me dice que él no necesita nada de eso: si alguien entra en su casa, le pega dos tiros con la escopeta y a la corte de los cerdos. En unos días no quedarían más que los dientes, que molería en la piedra del molino y tiraría como fertilizante en la huerta. Me guiña el ojo bueno.
Aunque no veo ninguna corte de cerdos ni ningún molino en su propiedad, una cosa sí tengo clara: por ninguna razón pienso entrar en la casa del vecino.
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