Me lo he pasado como un enano leyéndome "Películas clave del Cine de Animación", de Jordi Costa. Aunque se trata de un libro muy formulario, inscrito en una colección de "Películas clave" de una serie de géneros, el señor Costa pone toda su sabiduría y conocimientos (que son enciclopédicos), además de su capacidad de análisis y su prosa certera y amena, para confeccionar un tomo que contentará a los legos que quieran iniciarse en este fascinante submundo, y a los connoisseurs, que encontrarán aquí mucho grano y poca paja.
El autor traza unas líneas maestras para moverse con cierta soltura por este fascinante y heterogéneo mundo, y la información que aporta sobre cada obra se centra en lo esencial, en lo que la convierte en "clave". Porque esto no es un listado comentado de las mejores películas de animación, ni de las más bonitas ni las que le más gustaron a Jordi Costa; son las películas que han hecho evolucionar el arte de la animación por las vias que lo ha hecho, son las películas encrucijada. Con alguna trampa, eso sí, pero de eso hablaremos más tarde.
El libro se abre con un prólogo, bienintencionado pero vacuo, de Santiago Segura. Después el autor, en una declaración de intenciones, delimita el campo de su estudio: cine de animación narrativo. Esto deja fuera, en primer lugar, a toda la animación televisiva, en la que se están haciendo cosas muy interesantes, casi más que en el cine, en las últimas tres décadas; también deja fuera toda la animación experimental, abstracta o no narrativa, que conformaría un corpus paralelo al analizado por Costa, que daría para otro libro muy interesante. Una de las trampas que decíamos está en incluir largometrajes basados en series televisivas, que parecen más una excusa para hablar de personajes imponderables en esto de los dibujos animados, que no un reconocimiento al valor intrínseco del film. Vaya, que no creo que la película del Oso Yogui o la de los Simpsons sean realmente esenciales en la historia del cine, aunque sí lo sean sus creadores y sus series madre.
El meollo del asunto comienza con un órdago de campeonato: un resumen de la historia del medio en ocho páginas, en las que le da tiempo al señor Costa a moverse por todas las corrientes rectoras y a apuntar las claves principales para entender el grueso de su estudio, que es una concatenación de obras esenciales, glosadas por orden cronológico.
Al principio fue el cortometraje. Después, poco a poco, va ganando terreno el largo, y una figura clave parece infectarlo todo: Walt Disney. Independientemente de si uno comparte o no los ideales éticos y estéticos del estudio Disney, no cabe duda de que su sombra lo cubre todo, de que su influencia, por mímesis o por negación, está presente en buena parte del cine de animación de cualquier época y latitud. No se me ocurre ningún otro arte popular en donde una figura única haya condicionado tanto su desarrollo. Ni Griffith en el cine de carne y hueso, ni los Beatles en la música pop, ni Kirby en el comic-book americano...
Por último, Costa nos regala un breve pero enjundioso dosier con las figuras esenciales de la historia de la animación, donde el autor aprovecha para extenderse sobre estos cineastas y hablarnos de algunas de sus obras que, por falta de espacio, importancia o carisma, no están incluídas en la lista de las "peliculas clave", pero que bien merecen ser tenidas en cuenta.
No sé si ha quedado claro por mis palabras, pero este libro es una gozada. No podía ser menos: cuando en una obra se unen la lucidez con el sentido lúdico, es imposible dejar de disfrutar con su lectura, casi aunque no te interese el tema. Que no es el caso.
Un aliciente extra, en los tiempos que corren, es usar este libro como mapa para moverse por internet. Hace sólo una década, la mayoría de las obras indexadas por el señor Costa sólo podrías disfrutarlas en filmotecas o en casa de algún amigo fanático con una estantería y Visa bien provistas. Hoy, entre descargas y youtubes, puedes acceder a prácticamente todo lo aquí reseñado.
Y como hablar de animación no es ni la mitad de divertido que ver animación, termino este post con un par de enlaces, no sin antes enplazaros para una segunda parte en la que colgaré más cortos siguiendo las sabias indicaciones del maestro Costa. Al que, por supuesto, le dedico este post y el posterior.
Gertie, the Dinosaur (1914). Windsor McCay.
Windsor McCay, además de maestro del cómic, también fue uno de los pioneros del cine de animación. En esta su tercera película crea su obra maestra animada, en una pieza híbrida, con un prólogo de carne y hueso, en donde pone el listón muy alto a los que vendrán después. 100.000 dibujos hechos a mano, en busca de unos movimientos armoniosos y naturalistas. Pura magia, acrecentada por la convinación con las imágenes reales, como si estuviéramos atisbando un universo paralelo. Sin duda, una película "clave".
Steamboat Willie (1928) Ub Iwerks y Walt Disney.
Lo que el Cantor de Jazz supuso para le cine sonoro convencional, este corto lo hizo para el de animación. Aunque no es la primera película sonorasde dibujos, sí es la que mejor supo explotar las posibilidades del nuevo recurso: una maravilla en sincronización de audio e imagen, donde el audio no es un mero adorno, sino una parte fundamental en los gags.
miércoles, 17 de noviembre de 2010
lunes, 15 de noviembre de 2010
:stones in exile
La historia que nos cuenta Stephen Kijak en Stones in Exile ya la conocemos, pero no por ello deja de ser menos apasionante: la azarosas circunstancias que rodearon la grabación del clásico mayor de Mick, Keith y compañía: Exile on Main Street.
Tras el fallecimiento de Brian Jones en 1969 y su sustitución por el virtuoso y menos problemático Mick Taylor, los Stones entran en un período de gracia durante el que fabricarán su período clásico. Alejados del garage blues de sus inicios y tras un breve (y poco convincente) período psicodélico, se lanzan a mezclar todas sus influencias (música americana en todas sus vertientes) y plasmarlas en vinilo alcanzando la cima de la música rock. Discos como Let it Bleed o Sticky Fingers han sido igualados, pero nunca superados por ningún otro artista posterior.
Con las ventas acompañando a la excelencia artística (eran otros tiempos), con la máquina engrasada y bien conjugada, los problemas, por una vez, vienen de fuera: desde 1970 el fisco inglés les tiene echado el ojo y los está sangrando a impuestos, por lo que deciden, siguiendo el consejo del príncipe Rupert Lowenstein, asesor financiero del grupo, exiliarse a Francia. Se reparten por toda la geografía gala y se toman un impás hasta que toca el momento de ponerse manos a la obra y sacar un nuevo disco que les dé de comer. Como no encuentran un estudio de grabación que se adapte a sus exigencias, deciden montar uno en el sótano de la mansión que ha alquilado Keith Richards en la ciudad de Villefranche-sur-Mer, en la costa azul. Por no pasarse todo el día al volante, el resto del grupo acaba por instalarse en la mansión y dedicar el tiempo, entre otras hierbas, a grabar toda la música que les sale de la cabeza.
La casa, no podía ser de otra forma, se convierte en un caos, con el equipo técnico y la familia de todos los Stones pululando por allí, camellos entrando y saliendo, amigos que se pasan a saludar y se quedan unos meses... Keith, a la sazón dueño de la casa, se hace con las manijas de la banda y marca el tempo de grabación, moroso y laxo. Seis meses se tiran entre jam sessions de las que extraen hallazgos en forma de canciones que exploran las raices de sus gustos e influencias: no es casual que, al verse fuera de sus hogares, su música se enraice más que nunca para contrarrestar la morriña. Cuando todo a su alrededor se tambalea y se vuelve extraño, sólo les queda volver a su hogar común: la música. Lo que surge de los amplificadores es, debidamente tamizado y seleccionado, pura magia que suena a logro irrepetible, como las grabaciones sobre la marcha, a pelo, de sus admirados bluesmen.
El proceso, lejos de ser una balsa de aceite de concordia hippie, se ve puntuado por conflictos y problemas continuos que logran acabar con la paciencia del muy relajado Keith Richards. Primero se ve obligado a echar de la casa a su amigo del alma (y horma de su zapato) Gram Parsons, porque está intimando más de la cuenta con su esposa Anita Pallenberg; después un intruso entra en la casa mientras todos están colgados y se lleva ocho guitarras de su colección, y por último un incendio fortuíto atrae a las autoridades a la casa y, por miedo a que el alijo de drogas sobre el que están viviendo les traiga problemas legales, ponen pies en polvorosa y se largan a Los Angeles a terminar la grabación del disco. Allí sí, con un estudio profesional y menos lugar para el esparcimiento (y supongo que achuchados por la compañía para que saquen algo al mercado cuanto antes), pulen el disco y le dan su apariencia final.
El Exile on Main Street sale a la venta como disco doble en mayo de 1972. Pronto se convierte en un éxito de ventas (eran otros tiempos) a pesar de recibir unas críticas más bien tibias. No es hasta un tiempo después que será valorado en su justa medida, como uno de los compendios más inspirados de toda la historia del rock, convirtiéndose, además, en uno de sus paradigmas: un caos ordenado, un tren de mercancías (peligrosas) siempre a punto de descarrilar pero que, milagrosamente, se mantiene sobre las vías sin disminuir nunca la marcha. Muchos han sido los que han intentado recrear su sonido telúrico, sucio, orgánico y primigenio, con resultados a años luz del original porque, además de que el talento no siempre acompaña a las buenas intenciones, el caos siempre ha de ser real, nunca una impostura.
El documental de Stephen Kijak, decíamos, nos narra esta historia ya conocida, sirviéndose, eso sí, de documentos privilegiados: fotografías y grabaciones in situ, mientras todo estaba ocurriendo, complementadas con confesiones y declaraciones de los Stones y demás agentes del caos, recordando con nostalgia y desidia (no son incompatibles) aquellos meses de hace cuarenta años. Los peros son los mismos que los pros: es un producto salido de la factoría Stones, producido por ellos, por lo que sólo camina por los senderos que acrecientan la leyenda. No reniegan de ciertos excesos (sería ridículo, y contraproducente, a estas alturas), pero evita fijarse en los puntos oscuros, infidelidades o aportaciones foráneas al sonido de la banda. Se limita a sobreescribir, con letra hermosa pero muy convencional, sobre un texto que ya habíamos leído incontables veces, sin salirse del renglón en ningún momento. Y esa corrección es la que frena nuestro entusiasmo como espectadores: el peligro no puede escribirse con una caligrafía tan correcta.
Este documental es lo que es: un acompañamiento a la reedición de lujo del Exile on Main Street. Un documento menor sobre una obra mayor.
Tras el fallecimiento de Brian Jones en 1969 y su sustitución por el virtuoso y menos problemático Mick Taylor, los Stones entran en un período de gracia durante el que fabricarán su período clásico. Alejados del garage blues de sus inicios y tras un breve (y poco convincente) período psicodélico, se lanzan a mezclar todas sus influencias (música americana en todas sus vertientes) y plasmarlas en vinilo alcanzando la cima de la música rock. Discos como Let it Bleed o Sticky Fingers han sido igualados, pero nunca superados por ningún otro artista posterior.
Con las ventas acompañando a la excelencia artística (eran otros tiempos), con la máquina engrasada y bien conjugada, los problemas, por una vez, vienen de fuera: desde 1970 el fisco inglés les tiene echado el ojo y los está sangrando a impuestos, por lo que deciden, siguiendo el consejo del príncipe Rupert Lowenstein, asesor financiero del grupo, exiliarse a Francia. Se reparten por toda la geografía gala y se toman un impás hasta que toca el momento de ponerse manos a la obra y sacar un nuevo disco que les dé de comer. Como no encuentran un estudio de grabación que se adapte a sus exigencias, deciden montar uno en el sótano de la mansión que ha alquilado Keith Richards en la ciudad de Villefranche-sur-Mer, en la costa azul. Por no pasarse todo el día al volante, el resto del grupo acaba por instalarse en la mansión y dedicar el tiempo, entre otras hierbas, a grabar toda la música que les sale de la cabeza.
La casa, no podía ser de otra forma, se convierte en un caos, con el equipo técnico y la familia de todos los Stones pululando por allí, camellos entrando y saliendo, amigos que se pasan a saludar y se quedan unos meses... Keith, a la sazón dueño de la casa, se hace con las manijas de la banda y marca el tempo de grabación, moroso y laxo. Seis meses se tiran entre jam sessions de las que extraen hallazgos en forma de canciones que exploran las raices de sus gustos e influencias: no es casual que, al verse fuera de sus hogares, su música se enraice más que nunca para contrarrestar la morriña. Cuando todo a su alrededor se tambalea y se vuelve extraño, sólo les queda volver a su hogar común: la música. Lo que surge de los amplificadores es, debidamente tamizado y seleccionado, pura magia que suena a logro irrepetible, como las grabaciones sobre la marcha, a pelo, de sus admirados bluesmen.
El proceso, lejos de ser una balsa de aceite de concordia hippie, se ve puntuado por conflictos y problemas continuos que logran acabar con la paciencia del muy relajado Keith Richards. Primero se ve obligado a echar de la casa a su amigo del alma (y horma de su zapato) Gram Parsons, porque está intimando más de la cuenta con su esposa Anita Pallenberg; después un intruso entra en la casa mientras todos están colgados y se lleva ocho guitarras de su colección, y por último un incendio fortuíto atrae a las autoridades a la casa y, por miedo a que el alijo de drogas sobre el que están viviendo les traiga problemas legales, ponen pies en polvorosa y se largan a Los Angeles a terminar la grabación del disco. Allí sí, con un estudio profesional y menos lugar para el esparcimiento (y supongo que achuchados por la compañía para que saquen algo al mercado cuanto antes), pulen el disco y le dan su apariencia final.
El Exile on Main Street sale a la venta como disco doble en mayo de 1972. Pronto se convierte en un éxito de ventas (eran otros tiempos) a pesar de recibir unas críticas más bien tibias. No es hasta un tiempo después que será valorado en su justa medida, como uno de los compendios más inspirados de toda la historia del rock, convirtiéndose, además, en uno de sus paradigmas: un caos ordenado, un tren de mercancías (peligrosas) siempre a punto de descarrilar pero que, milagrosamente, se mantiene sobre las vías sin disminuir nunca la marcha. Muchos han sido los que han intentado recrear su sonido telúrico, sucio, orgánico y primigenio, con resultados a años luz del original porque, además de que el talento no siempre acompaña a las buenas intenciones, el caos siempre ha de ser real, nunca una impostura.
El documental de Stephen Kijak, decíamos, nos narra esta historia ya conocida, sirviéndose, eso sí, de documentos privilegiados: fotografías y grabaciones in situ, mientras todo estaba ocurriendo, complementadas con confesiones y declaraciones de los Stones y demás agentes del caos, recordando con nostalgia y desidia (no son incompatibles) aquellos meses de hace cuarenta años. Los peros son los mismos que los pros: es un producto salido de la factoría Stones, producido por ellos, por lo que sólo camina por los senderos que acrecientan la leyenda. No reniegan de ciertos excesos (sería ridículo, y contraproducente, a estas alturas), pero evita fijarse en los puntos oscuros, infidelidades o aportaciones foráneas al sonido de la banda. Se limita a sobreescribir, con letra hermosa pero muy convencional, sobre un texto que ya habíamos leído incontables veces, sin salirse del renglón en ningún momento. Y esa corrección es la que frena nuestro entusiasmo como espectadores: el peligro no puede escribirse con una caligrafía tan correcta.
Este documental es lo que es: un acompañamiento a la reedición de lujo del Exile on Main Street. Un documento menor sobre una obra mayor.
martes, 2 de noviembre de 2010
:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [77]
9 de diciembre - Logro conciliar un poco el sueño por la noche, es un alivio. Son como cuatro horas, todo un logro; cuatro horas que otros considerarían perdidas pero que para mí son las mejor aprovechadas de los últimos meses. Me siento entre estúpido y eufórico, como si me acabase de acordar del truco para dormir. Sueño que hago una tortilla y se me olvida echarle sal.
Me levanto pletórico. Afuera llueve, pero todo parece brillar con una luz ambarina, como si un sol extra brillase en el cielo volviendo locas a las sombras y a los animales. Mientras me ducho, mientras desayuno, mientras veo la tele, me parece vivir en un universo paralelo casi igual al nuestro de siempre, como vivir en una película americana donde comen comida china en cajas de cartón y guardan los medicamentos en botes de plástico, justo al revés que aquí.
Me llama Damián. Necesita un pequeño préstamo. Le digo que cuánto necesita y me cuelga y a los dos minutos está en la puerta. Ciento veinte euros, pero me jura por la memoria de su madre que me los devuelve en cuatro días, cuando le hagan un ingreso pendiente. Yo le digo que su madre no está muerta, pero él me dice que vive en Coruña y se acuerda mucho de ella. Yo le digo que lo de jurar por la memoria de alguien no funciona así, pero sea como sea, le presto los ciento veinte euros y se queda a desayunar.
Me dice que me envidia: aquí instalado, independiente, el dueño de mi negocio y el rey de mi castillo o algo así. Yo le digo que no es para tanto. ¿Qué diferencia hay entre estar solo o estar con, por ejemplo, Z? Puedo escupir en el fregadero, puedo masturbarme cuando y donde quiera, puedo tirarme pedos, puedo estar un par de días extra sin ducharme, puedo ver porno a todas horas... Diferencias de higiene, básicamente, nada que haga temblar los pilares de mi existencia. Ante Damián asiento significativamente y me echo más café.
Cosas que he perdido con ella: utilizarla como excusa. Puedo seguir usándola, pero sólo ante extraños y con un cargo de conciencia que hace que no sea nada disfrutable. Por ejemplo, hoy me dolía un poco el culo y busqué en internet el nombre de alguna crema para aliviar las molestias y los picores anales y cuyo nombre no indicase de forma clara e inequívoca que su finalidad fuese el alivio de las molestias y picores anales, para no dar más información de la estrictamente necesaria a los de la cola de la farmacia; nada derivado del vocablo "hemorroide", principalmente. Encuentro una y voy a la farmacia. En confidencia le digo a la farmaceutica que es para mi chica, que está embarazada y tiene algunos dolores cuando va al baño. Es la forma más caballerosa y elegante que se me ocurre de decirlo, pero es una patraña, y aunque no existe ninguna "mi chica" embarazada, mi conciencia me mortifica como si existiese.
Otra cosa que echo de menos de vivir en compañía: la imprevisibilidad. Uno mismo es tan sumamente predecible que la única sorpresa que me puedo deparar es un pedo sonoro que parecía que iba a ser silencioso. Tampoco es que vivir con Z fuese como una película de Indiana Jones, pero se las ingeniaba para crear pequeños detalles que ayudaban a diferenciar unos días de otros. Me acuerdo de los mensajes en los plátanos, frases que escribía con la uña en la piel de los plátanos y que después se hacían visibles en color marrón, como tinta mágica. Ahora mismo sólo tengo un par de mandarinas mústias y un kiwi arrugado. Ahora mismo no tengo nada.
Todo esto se queda en nada (pero en nada-nada, no en una nada automortificante y autocomplaciente, no: NADA) frente a lo que me pasa hoy por la tarde. Estoy acostado en el sofá viendo la tele cuando me parece ver una sombra de reojo en la ventana del patio. Me incorporo y veo la cola de una gato desaparecer por un lateral, como si la ventana fuera un teatrillo de marionetas. Enmudezco la tele y oigo afuera un sonido quejumbroso con un origen difícil de precisar. ¿Un bebé llorando? ¿Un gato maullando? ¿Alguien afinando una gaita? Me decanto por lo del gato y salgo al patio un poco ilusionado. El sonido se oye a lo lejos, más allá de los setos, y ahora me parece más humano. Salgo a la huerta y subo por el sendero entre los restos de maiz sin segar (o como se diga en terminología agrícola) y las malas hierbas, que están tan crecidas que ya parecen malos árboles. Tomo nota mental de que algunas hierbas parecen de la familia de los opiáceos, una especie de amapolas con gigantismo. El sonido aumenta en intensidad y es inequívocamente humano: una especie de salmodia inarticulada, un lamento que acaba por romperle la voz al que lo emite, que se pone a llorar.
Salgo al camino principal y me encuentro caminando hacia mí con los brazos abiertos a mi vecino. Llora desonsoladamente, con la ropa completamente cubierta de tierra y los pantalones meados de arriba a abajo. [Continuará...]
Me levanto pletórico. Afuera llueve, pero todo parece brillar con una luz ambarina, como si un sol extra brillase en el cielo volviendo locas a las sombras y a los animales. Mientras me ducho, mientras desayuno, mientras veo la tele, me parece vivir en un universo paralelo casi igual al nuestro de siempre, como vivir en una película americana donde comen comida china en cajas de cartón y guardan los medicamentos en botes de plástico, justo al revés que aquí.
Me llama Damián. Necesita un pequeño préstamo. Le digo que cuánto necesita y me cuelga y a los dos minutos está en la puerta. Ciento veinte euros, pero me jura por la memoria de su madre que me los devuelve en cuatro días, cuando le hagan un ingreso pendiente. Yo le digo que su madre no está muerta, pero él me dice que vive en Coruña y se acuerda mucho de ella. Yo le digo que lo de jurar por la memoria de alguien no funciona así, pero sea como sea, le presto los ciento veinte euros y se queda a desayunar.
Me dice que me envidia: aquí instalado, independiente, el dueño de mi negocio y el rey de mi castillo o algo así. Yo le digo que no es para tanto. ¿Qué diferencia hay entre estar solo o estar con, por ejemplo, Z? Puedo escupir en el fregadero, puedo masturbarme cuando y donde quiera, puedo tirarme pedos, puedo estar un par de días extra sin ducharme, puedo ver porno a todas horas... Diferencias de higiene, básicamente, nada que haga temblar los pilares de mi existencia. Ante Damián asiento significativamente y me echo más café.
Cosas que he perdido con ella: utilizarla como excusa. Puedo seguir usándola, pero sólo ante extraños y con un cargo de conciencia que hace que no sea nada disfrutable. Por ejemplo, hoy me dolía un poco el culo y busqué en internet el nombre de alguna crema para aliviar las molestias y los picores anales y cuyo nombre no indicase de forma clara e inequívoca que su finalidad fuese el alivio de las molestias y picores anales, para no dar más información de la estrictamente necesaria a los de la cola de la farmacia; nada derivado del vocablo "hemorroide", principalmente. Encuentro una y voy a la farmacia. En confidencia le digo a la farmaceutica que es para mi chica, que está embarazada y tiene algunos dolores cuando va al baño. Es la forma más caballerosa y elegante que se me ocurre de decirlo, pero es una patraña, y aunque no existe ninguna "mi chica" embarazada, mi conciencia me mortifica como si existiese.
Otra cosa que echo de menos de vivir en compañía: la imprevisibilidad. Uno mismo es tan sumamente predecible que la única sorpresa que me puedo deparar es un pedo sonoro que parecía que iba a ser silencioso. Tampoco es que vivir con Z fuese como una película de Indiana Jones, pero se las ingeniaba para crear pequeños detalles que ayudaban a diferenciar unos días de otros. Me acuerdo de los mensajes en los plátanos, frases que escribía con la uña en la piel de los plátanos y que después se hacían visibles en color marrón, como tinta mágica. Ahora mismo sólo tengo un par de mandarinas mústias y un kiwi arrugado. Ahora mismo no tengo nada.
Todo esto se queda en nada (pero en nada-nada, no en una nada automortificante y autocomplaciente, no: NADA) frente a lo que me pasa hoy por la tarde. Estoy acostado en el sofá viendo la tele cuando me parece ver una sombra de reojo en la ventana del patio. Me incorporo y veo la cola de una gato desaparecer por un lateral, como si la ventana fuera un teatrillo de marionetas. Enmudezco la tele y oigo afuera un sonido quejumbroso con un origen difícil de precisar. ¿Un bebé llorando? ¿Un gato maullando? ¿Alguien afinando una gaita? Me decanto por lo del gato y salgo al patio un poco ilusionado. El sonido se oye a lo lejos, más allá de los setos, y ahora me parece más humano. Salgo a la huerta y subo por el sendero entre los restos de maiz sin segar (o como se diga en terminología agrícola) y las malas hierbas, que están tan crecidas que ya parecen malos árboles. Tomo nota mental de que algunas hierbas parecen de la familia de los opiáceos, una especie de amapolas con gigantismo. El sonido aumenta en intensidad y es inequívocamente humano: una especie de salmodia inarticulada, un lamento que acaba por romperle la voz al que lo emite, que se pone a llorar.
Salgo al camino principal y me encuentro caminando hacia mí con los brazos abiertos a mi vecino. Llora desonsoladamente, con la ropa completamente cubierta de tierra y los pantalones meados de arriba a abajo. [Continuará...]
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