lunes, 26 de marzo de 2018

:Garden, de Yuichi Yokoyama


Garden no se aparta de las premisas estética y narrativas habituales de Yokoyama: personajes asexuados, inexpresivos, en constante movimiento, una extensión del Desnudo bajando una escalera nº2 de Duchamp desplegado en viñetas; pero lleva esa premisa a sus máximas cotas de precisión y maravilla. Un número indeterminado de personajes anónimos, que son multitud y, por tanto, son uno, se cuelan por una grieta del muro que cierra un jardín, el Garden titular, que bien podría ser un continente o un planeta, ya que su extensión es infinita y los prodigios que allí se tienden, innumerables.
A partir de ahí, Yokoyama deja que los personajes, ejes de coordenadas en movimiento, trayectorias, vectores mas que seres humanos, avancen con la inercia del ímpetu que les posee: la curiosidad. Solo dos propiedades los caracterizan: la curiosidad y la culpa; la primera se percibe en su deseo de ver, la segunda en el recelo a no ser vistos, por miedo al castigo: Garden, como el jardín del edén, castiga la curiosidad, las figuras han entrado ilegalmente en él, y se esconden de los vigilantes que lo recorren, o lo que ellos creen que son vigilantes, ya que ese continente parece deshabitado a pesar de estar repleto de edificaciones y estructuras complejas, que uno imaginaría llenas, si no de residentes, sí al menos de encargados de su mantenimiento. Pero el jardín parece una extraordinariamente enrevesada máquina de movimiento perpetuo que no necesita causa ni razón: existe porque sí.
No hay más argumento que este: Yokoyama libera su obra de esa necesidad de contar y se queda con la esencia: el movimiento congelado en viñetas, una especie de cubismo dinámico, en constante avance. No hay trama, no hay personajes tal cual, ya que son cambiantes y anónimos, no hay principio ni final. Comienza in medias res y termina tres veces, es decir, el fluir se divide en tres afluentes.
¿Es pues, Garden, legible? Por extraño que parezca, resulta fascinante, una lectura absorbente que, al igual que sus protagonistas, no puede detenerse. Yokoyama despliega una sucesión de espacios a cual más extraordinario, un planeta extraterreste que produce una sensación constante de maravilla, como el Cuarto Mundo de Kirby o Las ciudades oscuras de Schuiten y Peeters, pero despojado de la necesidad de contar algo. Privado del argumento, liberado del peso de la historia, el autor se recrea en la plasmación de extraordinarias mecánicas y de lugares asombrosos. Y no solo nosotros, como lectores, nos sentimos impresionados por lo inusual de lo que aparece ante nuestros ojos, los propios personajes también se ven superados por los prodigios de los que son testigos, y de hecho no dejan de reiterarlo: el asombro ante lo que ven, la maravilla de lo que perciben les impulsa a seguir en su avance, a no detenerse, a ver lo siguiente. La obra no es más que una cartografía, una descripción del mundo y sus maravillas, como un Marco Polo múltiple. En un momento dado unos aviones que sobrevuelan el jardín sueltan al aire, como pasquines, fotografías aéreas que, convenientemente reordenadas, se convierten en un mapa del territorio, una cartografía en tiempo real, donde los propios personajes se ven fotografiados, capturados en su movimiento clandestino. La obra es, pues, una cartografía de sí misma, un espejo borgiano que se retroalimenta y repite hasta el infinito.


Los diálogos, escuetos, desapasionados, casi mecánicos, no hacen más que reforzar lo que vemos: los personajes señalan lo que observan, se complacen y refocilan en su propio asombro, se recuerdan que tengan cuidado ante el eventual peligro, como una mente colmena que necesita, continuamente, reforzar sus conexiones, en lo positivo y en lo negativo. Estos subrayados, lejos de ser reiterativos, intensifican la sensación de maravilla, pues, por un lado, nos hace empatizar con los personajes, pues su asombro y el nuestro nos unen; y por otro lado hace que nos detengamos: las palabras son pequeños baches, hitos que impiden que el fluir de la narración se vuelva un paisaje borroso e indeterminado. En los cómics sin diálogo se corre el peligro de dejarse llevar, de pasar las páginas de forma automática. Yokoyama pisa el freno y nos hace avanzar al paso. Las viñetas son fotografías como las que realiza uno de los personajes, quizás el único que podemos reconocer a lo largo de toda la obra: una figura de vestimenta rallada que se parapeta tras una cámara fotográfica. Cada flash de su cámara cristaliza uno de estos momentos, los congela y hace reales, deja constancia de su existencia, y cuando esas fotografías se positivan se convierten en recordatorio de lo sucedido. Si no fuera por ellas, podríamos considerarlo todo como un elaborado sueño, pues la lógica que lo sustenta (su falta de funcionalidad, su transición de espacios cerrados, casi amnióticos, a otros inabarcables, las maquinarias sin finalidad…) parece onírica.