jueves, 28 de mayo de 2009

:el tebeo mamotreto [3 de 3]

En episodios anteriores de Tebeo Mamotreto nos poníamos exquisitos y tontos con disquisiciones meramente formales. Por eso comenzaremos esta tercera y última entrega con un intento de definición de Novela Gráfica: dícese del ejemplar de cómic, con un mínimo de extensión, que se vale de los recursos propios de la narrativa gráfica para plasmar una única trama, o varias entrelazadas y/o consecutivas que conforman un único arco argumental. Un tomo con Lo mejor de Batman 1939-1960 no es una novela gráfica, como no es una novela los Relatos completos de Julio Cortázar Vol. II. O sea, una novela (gráfica o no gráfica) es un formato narrativo, no un formato de encuadernación. Los arcos argumentales de los Ultimates de Millar o de los X-Men de Joss Whedon pueden considerarse novelas gráficas, incluso antes de su publicación en tomos recopilatorios. Hoy nadie duda de que El sabueso de los Baskerville sea una novela, aunque su publicación original fuese por entregas en el periódico The Strand.
La legitimación también se consigue, que duda cabe, a base de ventas; echemos un vistazo: para vender a lo grande hoy en día hay que ofrecer un producto que interese a un público general (sin olvidar a la mujer, ninguneada en buena parte de la historia del cómic como receptora, y sin embargo un público muy proclive a pasar por caja cuando se le habla de lo que le interesa). Bestsellers hoy en día son Persépolis, Maus, Arrugas, María y yo, La Parejita, las obras de Juanjo Sáez y sí, obras de género que han reverdecido sus laureles en las listas de ventas gracias a esas campañas publicitarias imbatibles que son las adaptaciones hollywoodienses (algo que también ocurre con la literatura), como Watchmen, V de Vendetta, 300, etc. Las primeras son obras (más o menos logradas) adultas, que se alejan de los géneros que uno en principio asocia a las viñetas, que hablan de forma compleja y lejos de maniqueísmos sobre temáticas diversas utilizando las herramientas que ofrece la narrativa secuencial ilustrada, y que en algunos casos serían intransferibles a otros campos. Están a la altura en cuanto a pretensiones y resultados de obras parejas desarrolladas en otros medios, y si su repercusión social y mediática no es comparable es debido al papel secundario del cómic en la familia de las artes reproducidas industrialmente. Poco a poco se va superando este escollo, pero mientras, los autores están dando lo mejor de sí mismos, vivan o no de las viñetas, y los lectores estamos disfrutando del viaje como enanos.
El grosor de una obra literaria, la longitud de una película, la superficie de un cuadro, el volumen de una escultura... cuando hablamos de obras de arte, el tamaño importa. Algo pequeño y magistral es, en el mejor de los casos, una “pequeña obra maestra”. Mantener el pulso, la perspectiva, el equilibrio, la gracia, la simetría, la tensión, la unidad durante un espacio o tiempo extensos nos parece una proeza, y por eso lo premiamos cuando alguien lo consigue. Una obra extensa, cuando es redonda, es doblemente satisfactoria. Pero, por supuesto, la extensión debe jugar un papel activo, no accesorio: una obra inflada artificialmente siempre resulta insatisfactoria. La escala grandiosa le sienta bien a la épica, aunque sea una épica cargada de ironía desde el Ulises de Joyce. Por eso resulta curioso, y sintomático, que dos de las obras más extensas que podemos encontrar en las estanterías de la sección de cómic, Blankets y Ombligo sin fondo, nos hablen de cotidianeidad, de remolinos internos, de dramas mínimos narrados a gran escala. Son obras de dos veinteañeros, quizás porque crecieron y se educaron en el convencimiento de que un objeto así es posible. No tuvieron que romper ningún molde, sólo darlo un poco de sí.
Esta nueva hornada de jóvenes autores huyen de la teatralidad, de la literalidad de la mayoría del cómic precedente. Una novela gráfica no es novela por incluir más texto (verbigracia: Blake y Mortimer), sino por hacer gala de unos recursos propios e intransferibles que le otorguen un ritmo y una expresividad únicos y, con ellos, una parcela privada en el campo de la narrativa (o del showbiz).
Blankets, de Craig Thompson, es el relato autobiográfico del primer amor. Una trama de madurez y de pérdida narrada con una sinceridad hiriente, y con una fuerza expresiva heredada del maestro Will Eisner. De la escala social de éste, Thompson pasa a la escala íntima, al ensimismamiento si me apuran. Pero de esa autorreflexión Thompson extrae enseñanzas valiosas para cualquier lector: es una obra curativa y redentora, para él y para nosotros.
Más interesante todavía se nos antoja Ombligo sin fondo, de Dash Shaw, otro veinteañero talentoso, andrógino y de aspecto frágil. Su obra tensa los límites de la narrativa gráfica, experimentado con todos los recursos que uno (él) se pueda imaginar, dando como resultado una obra imperfecta, como de alumno aventajado: voluntariosa y atrevida, pero desequilibrada, con las costuras a la vista. Es su Ciudadano Kane.
Más que de novela gráfica casi podríamos hablar de atlas, de cartografía sentimental. El hombre y la naturaleza aparecen descritos al mismo nivel, equiparados en cuanto a su valor dramático. Los planos cenitales funcionan como mapas donde se desarrollan las coreografías y entrecruzamientos de los protagonistas. Los personajes, los huecos que dejan al ausentarse, sus trayectorias, las palabras... todo aparece enfocado con la misma nitidez, conformando un diagrama de apasionante lectura. Hay una multiplicidad de formatos que, paradójicamente, se intercalan de tal forma que nunca dejan de ser cómic; encontramos cartas, agendas, gráficos, mapas, claves cifradas. El cómic, parece decirnos Shaw, es en sí un lenguaje en clave.
El grosor del tomo no es anecdótico ni un capricho para decorar el lomo: es fundamental, es el sentido mismo de la obra. Lo épico, lo grandioso de esta historia no son los elementos utilizados, sino la visión que de ellos nos da el autor. Y para ello necesita tiempo (en el caso del cómic: espacio), necesita páginas para mostrar todas las capas, todas las facetas de este extraño objeto. La originalidad está en los detalles, y Shaw lo sabe. El tempo se acelera y se detiene, como un corazón arrítmico: se percibe un dominio tanto la elipsis como el tiempo continuo, casi un flipbook en algunas secuencias. Es un tempo subjetivo, rumiado por los personajes.
La originalidad de Shaw no nace de la nada. Tiene influencias claras y marcadas, de las que tendrá que ir alejándose a medida que madure su talento (tiene 26 años, por favor). Destacamos dos: Chris Ware, en su composición exhaustiva, en su búsqueda de recursos narrativos que rompan los modelos clásico; en un distanciamiento que otorga cierta frialdad al conjunto; en su gusto por el diseño, por la consecución de un objeto hermoso en sí mismo; y, si me apuran, en lo paradójico de unir una pretenciosidad maníaca con la disolución del autor en la maraña de mensajes cifrados que es la obra (en ambos casos la firma del autor aparece en el lugar más insospechado). De Chester Brown la asunción de la página como elemento expresivo y estructural: importa el número y forma de las viñetas, pero también el espacio en blanco que las rodea, que sirve para enmarcar, resaltar, suspender, acelerar, reflexionar. El blanco de la página, con Shaw, se vuelve más expresivo que nunca.
Lo que cuenta Shaw, en difinitiva, puede sonarnos a conocido; cómo lo cuenta, no. Dramas familiares junto a la playa podemos encontrarlos hasta en Woody Allen (Interiores), pero la plasmación de los silencios, de los espacios, de las ausencias, de las sensaciones, de los cambios que aporta Shaw son territorio virgen como el cómic sólo lo fue a principios del XX. Congratulémonos porque no viene solo.

lunes, 25 de mayo de 2009

:postres

Hay gente, me consta, que vive la vida con bulimia, como si cada bocado fuese el último. Otros, como yo, vamos dejando las mejores porciones, las que, a priori, creemos que vamos a disfrutar más, para después, retrasamos lo que más nos gusta todo lo que podemos, quizás porque la vida no nos da esa opción. La vida no depara un postre para el final, nadie termina su vida en lo mejor, a no ser que te fulmine un infarto cerebral en pleno polvo a los 35 años. Pues no, lo normal es una decadencia de décadas en las que vas perdiendo facultades y amistades paulatinamente. Por eso, algunos de nosotros, nos regalamos postres a la menor oportunidad, nos concedemos instantes de espera y de felicidad. Como hoy: en un lapsus del trabajo me acerco a hacer unos recados y me paso por mi quiosco favorito y allí veo, oh sorpresa, el Catálogo de novedades ACME, la nueva y flamante obra de Chris Ware publicada en nuestro país. Y digo sorpresa porque llevo días paseándome por las librerías del ramo y sólo me dan largas. Así que me hago con un ejemplar y me lo meto en una bolsa para que no se moje con el chispeo de afuera y para no verlo, y me paso el resto de la jornada laboral (ésta a la que le estoy robando minutos sueltos para escribir esto: ustedes perdonarán la inconsistencia y lo atropellado del discurso) deseando y esperando el momento en que llegaré a casa y le podré hincar el diente: darle una hojeada a fondo que en algunos casos es más disfrutable que la lectura completa.
Como a los que nos gustan los postres, reales y figurados, probablemente moriré viejo y dejaré un cadáver gordo, arrugado y varicoso. Está bien ser consciente de ello. Un saludo.

jueves, 21 de mayo de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [64 ]

En mi casa el orden y la limpieza brillan por su ausencia. Estoy convencido, tras años de prueba, de que cierto grado de caos hace más cálido y confortable una espacio, de que el polvo y los ángulos descuadrados son los que convierten una casa en un hogar. Sin embargo, en las casas de los demás eso mismo me pone nervioso al nivel en que sólo lo hace la cafeína: me sudan las palmas de las manos y mis pupilas se contraen hasta que mi vista parece un láser que disecciona y saja todo lo accesorio. Así que me pongo, a las cinco de la mañana, a lavar las dos pilas de cacharros que se amontonan en el fregadero, tratando, además, de no hacer demasiado ruido. Alguna roña está dura y pegada como cemento que llevase semanas resecándose sobre los platos. Pide agua caliente, por lo que intento encender el calentador, un aparato viejo, pesado y romo como una bomba nuclear soviética. De una cuerda cuelga un mechero, que imagino debe de tener su papel en algún punto del proceso de encendido, pero me pierdo entre roscas, botones y válvulas. Sigo lavando con agua fría y espuma del fondo de la botella de Fairy.
Cuando acabo tengo las manos resecas y con la piel tirante; necesito lavármelas. Me voy al baño y encuentro un jabón hidratante. Huele como Rafaela por la mañana, no como después de trabajar diez horas de pie y de haberse bebido dos litros de vino tinto. Recreo pasajes del polvo mientras me enjabono las manos; el resultado es previsible: me pongo cachondo. Como no tengo que reservarme para el polvo matutino decido cascármela. Antes paso el cerrojo, ya me ha llegado por hoy de apariciones sorpresa. No puedo decir que sea una paja deslumbrante. Tampoco es una paja sucedáneo; es una paja rutinaria, una paja pasatiempo. Como siempre, Z se inmiscuye en mis fantasías: a veces íntegra, a veces fragmentada, un ángulo, un olor, un pliegue, una teta. Se mezcla y se diluye en Rafaela, más presente aunque sólo sea por la proximidad espacio-temporal. Me doy cuenta de que no tengo el menor interés en volver a acostarme con Rafaela, que prefiero pajearme con su recuerdo a acumular recuerdos nuevos. Como si mi glándula seminal lo comprendiese, la corrida resultante es escasa y sin brío. Limpio un par de gotas de la taza y tiro de la cadena.
Después de volver a lavarme las manos me recuesto en el sofá del salón, viejo y lleno de bultos y de tablas que se me clavan por todas partes y que mandan al traste mi plan de conciliar el sueño. Enciendo la tele. Cuarenta canales de estática para elegir, por cortesía del temporal que ha debido de mandar la antena al carajo. Bajo el volumen y me quedo un rato viendo la nieve en la pantalla, y después el salón iluminado por la pantalla, con las sombras temblando por las paredes y por el techo. Es un piso viejo, sólo un piso de estudiantes en su superficie, en su desorden y en las pilas de revistas para chicas por toda la mesa, y en la tarrina de dvds vírgenes, y en el aparato para fundir la cera depilatoria. Pero sigue oliendo a piso de anciano, y las paredes están encaladas y el techo es absurdamente alto. Si pudiesen vender este piso por metros cúbicos en vez de por metros cuadrados se harían de oro. Cabe otro salón encima de éste de paredes llenas de cuadros y espejos sólo hasta la mitad. Cabe otro piso encima de éste, un piso idéntico pero de paredes desnudas y frías. Un piso vacío y silencioso.
Tengo un cuaderno titulado “Cosas que debería saber” en el que apunto datos que me gustaría recordar pero que sólo recuerdo cuando hojeo el cuaderno. Por ejemplo, el texto latino de la navaja de Occan (Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem), o que la parte de dentro de los codos se llama sangradura de los brazos y la parte posterior de la rodilla hueco poplíteo, o que la gorra de cazador de Sherlock Holmes es un invento del ilustrador Sydney Paget y no de Conan Doyle, o que el 1% de la estática de los canales vacíos en la televisión son residuos del Big Bang captados por la antena. Vale, de esto último sí que suelo acordarme, aunque no el porcentaje exacto, que suelo exagerar. De todas formas nadie me cree y no tengo los conocimientos científicos necesarios para convencerlos. La cuestión es que esta vez me quedo absorto con la lluvia del televisor mientras oigo la lluvia real de afuera, intentando discernir ese 1% relevante del 99% vulgar, mientras espero un Big Bang particular que ponga mi vida en movimiento. Pienso en dormir y en despertarme al lado de Rafaela, aunque ya no es Rafaela, sino Z (bueno, con algún rasgo robado a Trini, pero básicamente es Z), y me la quedo mirando mientras se despereza: debe de ser fin de semana porque se lo toma con calma, sacándose las legañas y la mierdecilla de las comisuras de los labios, respira profundamente y sólo entonces enfoca sus ojos y ve que la estoy mirando. Y pensando en despertarme a su lado me quedo dormido por primera vez en nosecuantos días.
El despertar no fue especialmente placentero: Rafaela gritándome como una energúmena en la cara.

jueves, 14 de mayo de 2009

:eructos de coliflor [7]

1. De un tiempo a esta parte, para ganarme las habichuelas he estado trabajando en un lugar de cara al público (cómo odio esa expresión). Y menos mal que el éxito de la empresa no depende de mi don de gentes (otra expresión que odio), porque íbamos apañados. Pero no, este tinglado se mantiene por sí sólo, y mis compañeros y yo somos meros receptáculos de los alegrías y desdichas de los que hasta allí se acercan. Y se acerca gente de todo el mundo, con lo cual uno puede jugar al antropólogo inocente (y aficionado) y dedicar el tiempo, además de a trabajar, a categorizar la fauna humana. Un pasatiempo tan válido como cualquier otro.
De lo que más abunda en oficios, a parte de la generalidad “empleado” que, de una u otra forma, nos incluye al 99,99% de los humanos, son las categorías de administrativo e ingeniero; oficios que sólo existen para mantener en pie dos estructuras artificiales: una burocrática y otra técnica; dos entramados de normas y leyes que parecen tener una única función: autosustentarse.

2. O lo que es lo mismo: “Tengo que crear un sistema, o seré controlado por el sistema de otro hombre”, William Blake.
3. Hablando de citas, un tipo que suelta perlas como melocotones es Michel Houellebecq. No puedo evitar que me caigan bien este tipo de intelectuales de derechas, como David Mamet, aunque sólo sea porque son unos toca cojones y dicen cosas que duelen y que te hacen replantearte aspectos vitales que prefieres obviar. Aquí van unas cuantas frases lapidarias de monsieur Houellebecq: “Cada uno tiene los sueños de los que es capaz”; “Uno cobra conciencia de sí mismos en su relación con el prójimo; y por eso la relación con el prójimo es insoportable”; “Vivir sin leer es peligroso, obliga a conformarse con la vida, y uno puede sentir la tentación de correr riesgos”; “Acumulamos recuerdos para sentirnos menos solos en el momento de la muerte”; “Hay cosas que se pueden hacer, y otras que parecen demasiado difíciles. Con el tiempo, todo parece demasiado difícil; la vida se reduce a eso”; “La falta de ganas de vivir no basta para tener ganas de morir”; “La primera ventaja de un origen popular es que uno carece de respeto por el pueblo; la segunda, no teme a la opinión de la izquierda; la tercera, tampoco te fascinan los pobres”.
4. Ya tenemos entradas para Wilco: el día 1 de junio, a las 21:00. Me enteré tarde de que venían, y las entradas ya se habían agotado (buena señal). Pero gracias a la red encontré a un tipo al que le sobraban un par de entradas y el equilibrio se ha restablecido. Hoy me he visto el DVD Ashes of American Flags para ir calentando motores. Las ganas son muchas, aunque un auditorio con asientos no parece el lugar más indicado para ver a estos tipos en acción (ni a ningún otro que no se dedique al ajedrez profesional). Ya les contaré.
(Aquí les dejo una vieja canción)

miércoles, 13 de mayo de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [63]

Me meto en la cocina a toda prisa y escucho conteniendo la respiración. Oigo a alguien caminando sin casi hacer ruido. Me parece que se está acercando a la cocina, así que miro a mi alrededor buscando algo con lo que taparme y lo único que encuentro es un delantal. Espero unos segundos y nadie entra en la cocina, así que abro un poco la puerta y pregunto “hola” a media voz. La palabra suena absurdamente corta y sin eco, como un graznido agudo que se pierde por los rincones del salón. Pero desde alguna parte alguien contesta con otro “hola” interrogativo, un “hola” femenino. Saco la cabeza al salón y veo otra cabeza saliendo de otra habitación. Nos volvemos a decir “hola”. La cabeza y el resto de la chica se acercan con unas botas de cowboy en las manos hasta donde yo estoy y me da dos besos y se presenta: Trini, la compañera de piso de Rafaela. Me mira a los ojos como si yo no existiese de cuello para abajo, lo cual desearía que fuese cierto. Me presento, aunque no sé que coletilla añadir a mi nombre y me limito a tres puntos suspensivos. Se saca la capucha de su impermeable azul: Trini es rubia con el pelo sujeto con una orquilla en el centro de la coronilla que le deja despejada la frente, las cejas pobladas y una mirada como de niña pequeña. Yo tampoco soy capaz de mirarla de cuello para abajo por temor a que cree en ella una reacción refleja. Me disculpo y me voy al dormitorio de Rafaela a ponerme algo por encima, como en una comedia de enredos con puertas abriéndose y cerrándose, sólo que en esas comedias no se suelen ver testículos y estoy seguro de que a mi se me ven los míos colgándome entre las piernas. Así que camino como si me estuviera cagando y me pongo el pantalón y la camisa y vuelvo a la cocina. Rafaela sigue durmiendo profundamente.
Trini está cenando algo (a las cuatro de la mañana): una ensaladilla preenvasada y dos rebanadas de pan de molde. No sé muy bien por qué me siento enfrente de ella y le doy conversación mientras me acabo el yogurt. Está estudiando biología y lleva un taller para arreglar la alameda con unos tipos con problemas mentales: esquizofrénicos altamente medicados, retrasados profundos y autistas no demasiado graves. Un trabajo enriquecedor salvo cuando deben usar podadoras eléctricas. Cómo no sé que puedo añadir a eso, le digo que me gustan sus botas, que ha dejado sobre la encimera, unas botas de cowboy con unas niñas con trenzas bordadas formando una cenefa. Ella me dice que las ha hecho ella; no las botas, se explica, los bordados. Compra calzado a un mayorista y lo decora (la palabra exacta que usa es “mejora”). Ya tiene género en un par de tiendas, y está pensando en vender a través de una web. Por ahora la cosa está un poco parada, pero los dos convenimos en que estas cosas tardan un tiempo en ponerse en marcha y un par de lugares comunes más sobre la perseverancia. Luego viene un monólogo sobre cierta tendencia filosófica oriental acerca del uso de los zapatos, su relación con ciertas corrientes telúricas y unos puntos de energía que todos tenemos, y que por eso, concluye, siempre se descalza cuando entra dentro de un edificio. Y yo que pensaba que no quería molestarnos mientras follábamos.
De repente me mira fijamente y me dice que parezco del tipo pisamierdas, me pregunta que número de pie gasto y desaparece. Vuelve al minuto con unos pisamierdas de color malva con unos ositos de ganchillo cosidos en los laterales. Me cuesta no soltar un grito de pánico. En vez de eso me los pruebo y me encajan como guantes, exclamo con estúpido entusiasmo. Me dice que son para mí y me los mete en una caja decorada con una nube roja en la que leo Zapatinys. Los acepto, no puedo hacer otra cosa. Entonces me dice que cuestan cincuenta euros (sesenta en tienda), pero que no tiene prisa y que ya se los pagaré. Me da dos besos y se va para cama.
Yo sigo desvelado. Consigo que la tele se vea casi en color, en un blanco y negro turbio con rastros verdosos en los ángulos redondeados de la pantalla. Al dejar la cucharilla en el fregadero veo dos pilas de trastos sucios y decido lavarlos. Maldita la hora.

jueves, 7 de mayo de 2009

:el tebeo mamotreto [2 de 3]

En episodios anteriores de Tebeo Mamotreto decíamos que el cómic actual está experimentando un proceso de engordamiento que le lleva a:
1. Perder parte de su especificidad narrativa. Explicábamos que el cine también perdió parte de su idiosincrasia cuando se pasó al sonoro. Cineastas tan dispares, en principio, como Chaplin o Eisenstein, abominaron del cine sonoro, tachándolo de ser teatro filmado, de convertirse en un espectáculo burgués y complaciente. Algo atávico hay en el drama clásico, en la estructura de introducción, nudo y desenlace, para que todas las artes narrativas acaben sucumbiendo a su influjo.
2. Legitimarse a base de nomenclaturas extraídas de otras disciplinas más respetadas; verbigracia: Novela Gráfica. De hecho, la expresión novela gráfica está sustituyendo, como si de un sinónimo se tratase, a términos que de pronto parecen inadecuados para un arte serio, maduro y con número propio (el 9), tales como cómic (anglicismo), o historieta o tebeo (reduccionistas, despectivos y/o pueriles). Por ejemplo, así describen a Neil Gaiman en la breve biografía que aparece en la recopilación de relatos (no novela) Objetos Frágiles: “Es conocido en especial por la exitosa serie de novela gráfica The Sandman”. Fíjense en el uso del singular “novela gráfica”: no está aludiendo a un formato físico, sino a un modelo narrativo; Neil Gaiman hace novela gráfica, lo mismo que John Ford hacía cine o Miles Davis música.
Desde aquí rechazamos el concepto de Novela Gráfica como sinónimo de cómic; el término novela alude a un formato, no a un sistema narrativo. Un relato breve está escrito en prosa y su fin también puede ser “causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres” (definición de novela de la R.A.E.), pero no es una novela. Puestos a buscar el amparo de hermanos mayores, elegiríamos antes Narrativa Gráfica.
En la literatura, primero se saca una edición lujosa en tapa dura con sobrecubiertas y después, cuando el producto se ha mostrado rentable y su carrera comercial ya ha superado una primera etapa, toma el relevo la edición económica de bolsillo; primero se satisface al lector sibarita, al especializado, y después, cuando ya se ha explotado a este público, se pasa al general, al circunstancial. En los comics, por el contrario, primero se saca el producto en grapa, después en tapa blanda y sólo al final, si el producto se ha mostrado rentable, se saca la edición en tapa dura y, si las ventas ya son el delirio, hasta se puede continuar con la versión lujosa XXL con extras (Watchmen, Dark Knight...). Con esta práctica se demuestra que los comics están accediendo a un mercado generalista, y que algunos elegidos están desbordando el raquítico mercado interno del fan del tebeo y entrando en el del consumidor cultural estándar. Y este consumidor no tiene cajas de cartón bajo en ácido para atesorar sus comic-books; tiene estanterías con libros, y pretende que los comics luzcan bien entre las novelas y los libros de fotografía. No quiere que su salón parezca un almacén, que es a lo que se asemeja la casa de cualquier acumulador de tebeos (como la de servidor).
También demuestra que, como ya indicamos, el público está envejeciendo y reclama un producto con un acabado decente sin tener que renunciar a sus aficiones. Esto hace unos años suponía un mercado tangencial: padres de familia pudientes que se compraban facsímiles de tebeos de la era franquista con acabados como de enciclopedia. Pues ahora todos somos esos padres. Pero en todo caso, estamos hablando de formatos, no de la calidad intrínseca del producto. Hablamos del continente, no del contenido; hablamos de la forma, no del fondo; pero para poder legitimar al segundo es necesario dar un empaque aparente a la primera. O sea, que los tebeos no sólo tienen que ser un producto cultural aceptable y maduro, también tienen que parecerlo.
Para que se tome en serio a un producto, éste ha de tomarse primero en serio a sí mismo; es decir, debe presentarse en un formato duradero, trascendente. Si se aspira a que el mensaje sea perdurable, también lo ha de ser la materia en la que se asienta. Una página de periódico no es perdurable, un comic-book no es perdurable; un tomo de papel de alto gramage encuadernado en cartoné sí lo es (hasta dónde el papel pueda serlo).
Por estas y otras razones se ha hecho habitual encontrar en las estanterías de nuestras librerías favoritas unos tomos de considerable grosor donde antes sólo había tebeos de grapa y, si me apura, Tintines. Este engrosamiento presenta varias vertientes, siendo una de las que está más en boga el llamado “Integral”, esto es: la agrupación de lo que antes eran varios comics sueltos, pero que conformaban una única serie (pero no siempre una misma historia), en un formato más o menos lujoso y con un precio más bien alto. Esta fiebre ataca a todos los estilos y corrientes, desde los clásicos europeos a los modernos europeos, desde los superhéroes americanos a los indies americanos. No se queda fuera ni el tebeo patrio, desde clásicos como Paracuellos (con un juego formal con los tebeos apaisados de posguerra) o Roco Vargas, a modernos como el Mondo Lirondo. Cualquier obra con un mínimo de enjundia se cubre con una tapa de cartoné y se distribuye por las estanterías del mundo en busca de lectores pudientes. Estamos dejando conscientemente de lado al manga, pionero en el formato tipo libro, pero en este caso debido a su particular narrativa, “estirada” y “lenta” para nuestros estándares; necesitan cientos de páginas para desarrollar minimamente una acción. El formato, por lo tanto, nace de una necesidad narrativa, no de una necesidad de legitimación; allí ésta se consigue, de forma más coherente según nuestra opinión, mediante el tratamiento de todas las temáticas imaginables, como en cualquier otro medio.
El epítome de este engrosamiento es el que llamamos Tebeo de atril, denominado así por necesitar la ayuda de este artilugio antediluviano para el disfrute de su lectura sin secuelas físicas irreversibles. Hasta hace unos pocos años, esta modalidad destroza-tríceps no existía en nuestro país, pero ahora se están multiplicando los ejemplos: recopilatorios e integrales varios como Bone, Malas Ventas o el de la muerte de Superman, y verdaderos ejemplos de Novela Gráfica como Blankets o el reciente Ombligo sin fondo. Pero de estos dos ejemplos trataremos en nuestro último episodio.

martes, 5 de mayo de 2009

:Chris Ware animado

Aquí les dejo una maravilla del gran, enorme Chris Ware, autor reverenciado en esta casa (y en muchas otras). He dado con este corto gracias a Comicopia, molona web sobre tebeos enlazada aquí al lado. Que ustedes lo disfruten.

Quimby The Mouse from This American Life on Vimeo.

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [62]

Nos enfrascamos en los prolegómenos con descoordinación, mucho codo y poca teta. A medida que nos vamos deshaciendo de la ropa me asalta mi eterno dilema: las gafas a la hora de follar. Ambas opciones, con o sin gafas, tienen sus pros y sus contras: desnudo con gafas me siento ridículo; si al ir vestido, las gafas son un poco como un antifaz, desnudo son un elemento artificial innecesario, un resquicio de civilización que me impide entregarme a la lujuria salvaje. Peor que follar con calcetines. Sin olvidar que me frenan a la hora de restregar mi cara por su cuerpo como un hidroavión amerizando. ¡Qué placer sentir unas tetas por toda la cara!
En el otro lado de la balanza: sin gafas tengo cara de patata vieja. Además, me pierdo la parte visual del asunto, que en una primera vez no sólo resulta apetecible, sino justo y necesario.
La decisión es salomónica: me dejo las gafas puestas mientras haya algún jirón de ropa por en medio. Aprovecho para recrearme en su cuerpo, mucho más pos-adolescente que vestida: las pecas del escote, el agujero sin cerrar de un piercing del ombligo, pelillos mal depilados en las rodillas, la marca del sujetador en la espalda... todo lo que me distraería en una fotografía me hipnotiza en carne y hueso. Me lleva hasta la cama de la mano; meto barriga. Saca un condón de algún cajón y me lo pone después de jugar un poco con mi polla y yo de acariciarle un pliegue de la entrepierna que no estoy seguro de que sea el coño. Bueno, me monta y yo aprovecho para quitarme las gafas, un poco en penumbra y ya con el trabajo medio hecho; sólo queda la parte hidráulica del asunto. Desde el principio demuestra ser de grito fácil, algo que nunca me ha gustado: hace que se pierdan sutilezas, y nunca me entero de cuando se han corrido, si es que lo llegan a hacer.
A pesar de los chillidos y suspiros melodramáticos, y de que se ha convertido en una silueta roma y desdibujada, no me cuesta mantenerme enhiesto, con una calentura de meses acumulada en la entrepierna. Sus pechos son dos masas blancas y difusas bamboleándose como locas, amenazando con salir disparadas. Las sujeto con fuerza y noto que eso le hace meter una marcha más en su maquinaria interna: sus gemidos se hacen más intensos y graves, nacidos de un lugar mucho más profundo, menos impostado. Algo se mueve en el interior de su vagina y aumenta el rozamiento. Tengo que abstraerme para no correrme en ese instante, y por primera vez oigo como crujen las persianas con el viento y me pongo a pensar en que no he cerrado las contras de casa y a saber cómo me lo encontraré todo al llegar.
De repente, ella alcanza algún tipo de clímax, rimbombante y exagerado, sin duda (sujetar los barrotes del cabecero de la cama y golpearlos contra la pared al grito de me muero, me muero, es sin duda excesivo para lo que un servidor ha aportado). De todas formas, exonerado de todo cargo, me dejo ir y me corro en silencio, con un suspiro y una mueca, agarrado a sus caderas y con un par de embestidas que parecen los últimos estertores de un conejillo de indias. Poca cosa, pero que a gusto me quedo, joder.
Noto chorros de esperma bajándome por la polla, enfriándose como el sudor que me cubre todo el cuerpo. Ella me desmonta y vemos que el condón está manchado de sangre como en un ritual de vudú. Le acaba de bajar la regla, me explica como si fuese tonto. Normalmente es precisa como un metrónomo; de hecho podrían poner en hora los relojes atómicos según sus flujos periódicos, pero el estrés del congreso ha hecho que este mes se le retrase. Eso hace inviable el polvo de por la mañana, lo que le quita la mayor parte de la gracia a pasar la noche con ella.
Nos vamos al servicio por turnos a limpiarnos. Cuando me acuesto junto a ella en la cama, ya se ha dormido. Una de las peores cosas que le puede suceder a un insomne es compartir cama con alguien que duerme como un tronco. Si no estuviese lloviendo tanto probablemente me escabulliría en ese momento, pero el temporal estaba en su máximo apogeo y golpeaba con fuerza las ventanas.
Cuento sus ronquidos saltando una valla para intentar conciliar el sueño, pero al rato me aburro de mirar el dormitorio en penumbra y me voy a la cocina a ver la tele, un pequeño aparato tan antiguo que pone “Color” en letras arcoiris porque es de una era donde las teles en blanco y negro todavía existían. Me tomo un yogurt y muevo los cuernos de la antena intentando discernir algo entre la nieve y la estática. Sólo intuyo a unos tipos de la teletienda, en blanco y negro, manejando algún misterioso aparato sobre un mostrador. Empieza a refrescar: toco el radiador y compruebo que se está destemplando. Justo cuando decido ir al dormitorio a por algo con que taparme, aunque sean unos calzoncillo, oigo un ruido en la entrada. Echo un vistazo y veo que el cerrojo se abre, la puerta se entorna y entra una silueta.