1. Acerca de
Lost Highway, Andrés Hispano apuntaba en su magnífico libro sobre David Lynch (
“David Lynch, claroscuro americano”), un dato que ilumina una de las múltiples facetas de esa inabarcable película, aportando una (otra) posible interpretación; y digo posible porque esta película, como el grueso del corpus lynchiano, bordea la abstracción, se resiste terca a cualquier teoría formal que la englobe en su totalidad.
Hispano recordaba un episodio de
Twilight Zone,
An Ocurrence at Owl Creek Bridge (Suceso en el puente sobre el río Owl), basado en un relato de
Ambrose Bierce. La historia, ambientada en la Guerra de Secesión, comienza cuando un joven confederado es condenado a muerte por espionaje. Cuando lo ahorcan sobre el puente que da título al episodio, la cuerda se rompe en el momento de tensarse y él cae al río. Sin otra idea en mente que la de volver junto a su familia, el joven huye durante todo el episodio hasta que llega al porche de su casa. Allí, justo cuando ve a su esposa, oye el chasquido de su propio cuello rompiéndose. Efectivamente, todo el episodio no ha sido más que la ensoñación que la mente del protagonista ha construido en esa fracción infinitesimal de segundo en que su vida expiraba.
Andrés Hispano superpone esta plantilla sobre
Lost Highway, ofreciendo sorprendentes resultados: ¿Y si, en la obra de Lynch, la metamorfosis del protagonista no es más que una fantasía escapista en ese último instante antes de que la silla eléctrica le fría el cerebro? (Eso explicaría las caídas de tensión eléctrica durante las transformaciones).
Si la entendemos así, resulta quizás más terrorífica que la historia de
Bierce: mientras en el relato realidad y ensoñación discurren por caminos perpendiculares (se cortan en un punto, pero siguen trayectorias divergentes), en la obra de Lynch esa
Carretera Perdida del título, ese purgatorio que sólo habita la mente desquiciada del protagonista, se superpone a la realidad objetiva (si tal cosa existe) haciendo imposible distinguirlas: realidad y locura son lo mismo. Por encima de
“el mito de la incomprensibilidad",
Lost Highway nos muestra la realidad a través de un filtro distorsionado: la mente de
“el otro”, llevado hasta sus últimas consecuencias, sin medias tintas ni concesiones. En la obra de Bierce la muerte aparece como un mazazo, truncando toda esperanza con un final negrísimo y pesimista; en Lynch, el infierno es un bucle eterno en el que el protagonista no hace más que escapar.
2. Es de sobras conocido el modus operandi hollywoodiense de estrenar las películas de dos en dos. Si esta temporada toca Meteorito contra la tierra, pues dos; si toca Western crepuscular, pues dos; si Volcán en erupción, pues etc. Eso es lo que pasa cuando se hacen películas para rellenar metros cuadrados de marquesina (o de estantería de videoclub).
A priori no parece tan común encontrarse con tres películas iguales (por iguales entiéndase: variaciones de un mismo argumento, de una misma intención, de unas mismas reglas, de una misma atmósfera, de un mismo tema) separadas por cinco años:
El despertar (2003),
Tránsito (2005) y
Passengers (2008).
Tres producciones, más o menos costosas, con sus circunstancias y particularidades, para contarnos tres veces las misma historia: una variante literal del relato de
Ambrose Bierce. Pero, mientras en el caso del relato breve o del episodio de
Twilight Zone (25 minutos de metraje) la cosa se sostiene y el final sorprende, en un largometraje uno acaba con la sensación de que le han tomado un poco el pelo. La cosa funciona si la estructura es la de una
fuga musical, pero no si es la de una
ópera: un corpus demasiado complejo y elaborado que sólo sirve para evidenciar su propia falta de rigor interno. El final, superada la
“sorpresa”, sólo sirve para airear la incoherencia y falsedad del conjunto.
En otras palabras: los sueños, incluso los de
Jerry Bruckheimer, no tienen la estructura de un
blockbuster.
Más o menos en tercero de EGB comprendes que terminar una historia con
“y todo era un sueño” no es una genialidad, sino un lugar común. Hay que tener mucho talento, o mucha mala leche, para terminar así una historia y que el espectador no se sienta timado.
Bierce, a parte de que este final en el siglo XIX aún podía resultar sorprendente y novedoso, lo hace con la sequedad y contundencia de un hachazo de verdugo.
Lynch, si de verdad nos está contando esta historia, lo hace dándole una vuelta de tuerca: no nos descubre que al final todo es un sueño... simplemente porque no hay final.
Bierce nos habla desde una perspectiva social, desde la misantropía;
Lynch nos habla desde una perspectiva psicológica. Bierce, como Sartre, nos dice que el infierno son los demás; para
Lynch, el infierno está dentro de nosotros.
3. ¿Qué sentido tiene que haya dos (o tres, o cuatro...) películas iguales? Sólo uno: pecuniario. Se crea una dicotomía que funciona como simulacro de libre albedrío: más donde elegir, aunque siempre sea lo mismo. No hay ningún ingrediente secreto que haga que la
Coca-Cola sea mejor que la
Pepsi. El secreto está bien a la vista: la etiqueta roja frente a la etiqueta azul.
Intercambien a los actores de
El despertar, Tránsito y Passengers; intercambien los decorados, y verán que son la misma película con distintas carátulas.
Lynch, como el vino, no puede reproducirse industrialmente. Por eso no hay fábricas de vino, ni películas de
Lynch de dos en dos. Porque no hay ninguna película igual a una de
Lynch; ni siquiera otra de
Lynch.