lunes, 31 de diciembre de 2012

:no se fíen de nada ni de nadie

"Imaginemos que estamos corrigiendo una traducción de una biografía de Soren Kierkegaard.  Es plausible suponer que la palabra Copenhague aparecerá en ella, cuando menos, cada dos o tres páginas, lo que en un volumen de 500 páginas nos da un total de ciento setenta o ciento ochenta entradas (entradas que podrían elevarse de forma exponencial si tenemos en cuenta que la palabra Copenhague se repetirá en algunas páginas dos, tres o más veces, por no hablar de su presencia en las notas y en la bibliografía).


La primera vez que aparezca la palabra Copenhague la miraremos con especial atención, casi con ojo de entomólogo, e incluso sonriéndonos dudaremos un poco (nos preguntaremos, sobre todo, dónde demonios hay que colocar la letra "h"), aunque sepamos con certeza cómo se escribe.  De hecho, para calmar a nuestro demonio interior, que ya se habrá posado encima de nuestro hombro para contemplarnos en plena acción correctora, consultaremos en la enciclopedia Monitor el topónimo de marras, nos acercaremos hasta nuestro manoseado ejemplar de El concepto de la angustia o entraremos en la página web de la embajada danesa en España.  Calmada esta levísima inquietud, fruto de un atavismo antes que de una vacilación sincera, nos mantendremos alerta durante las veinte o treinta páginas siguientes, y detectaremos con orgullo algún infecto Copenaghue, algún corrupto Copenhage e incluso algún insidioso Copehnague.  Pero pronto, al filo del primer café matutino, nuestra atención comenzará a vacilar.  Y comenzaremos a leer la palabra incompleta, sólo hasta Copen, a leer sólo sílabas sueltas, Co, gue, o, sencillamente, a no leerla en absoluto, "Kierkegaard visitó a Regina Olsen aquel verano en... al menos en tres ocasiones".
Como en los textos, también en la vida a menudo nos "saltamos" lo que sucede.  y no sólo, por ejemplo, al volar, cuando nos "saltamos" el paisaje, o al follar, cuando nos "saltamos" las caricias, o al comer, cuando nos "saltamos" los sabores.  En cada línea -esto es, en cada minuto del día- se esconde una pequeña errata que aspira a no ser vista.  Puede que, desde ese punto de vista, la corrección constituya una excelente metáfora de la existencia.
Pero entonces, preguntarán ustedes, de qué podemos fiarnos.
Y yo les respondo gustosamente: no se fíen de nada ni de nadie.  Sospechen siempre.  Incluso de su nombre escrito  sobre un papel."
                                                    El corrector (2009), Ricardo Menéndez Salmón.

viernes, 21 de diciembre de 2012

:Amour, de Michael Haneke.


Amour es la película de amor de Haneke, como Funny Games fue su sit com.  Haneke sitúa siempre a sus personajes en situaciones extremas, incómodas tanto para ellos como para el espectador.  Si en Funny Games unos intrusos hacían la vida imposible a una familia, en Amour el intruso es interno: es la enfermedad, la decadencia del cuerpo lo que penetra en el piso de la anciana pareja protagonista.  Salvo una breve escena inicial, toda la película se desarrolla en ese piso, un espacio claustrofóbico y sin salida, como la vida misma. 


Haneke no se refocila en la miseria de los personajes, que mantienen su dignidad sin la ayuda de subrayados.  Dirección sutil, precisa, inteligente, elíptica, analítica, como viene siendo habitual en Haneke; que en este caso se permite un par de ensoñaciones, un par de imágenes subjetivas, y un sueño magistralmente rodado (quizás el mejor que he visto desde la apertura de Fresas Salvajes).  Pero nada es demasiado evidente, ni esas subjetividades ni los planos poéticos de la paloma atrapada.  Todo funciona calladamente, como una corriente subterránea, horadando nuestra resistencia ante la belleza y la realidad de esta historia.  Sin demorarse en detalles macabros (hay cosas que no es necesario ver, dice el personaje interpretado por Jean-Louis Trintignant).
Belleza y terror: el terror de saber que, si tenemos la suerte de llegar a ancianos al lado de la persona que amamos, probablemente acabaremos así.  No nos asesinará un alienígena beligerante ni un psicópata vengativo, pero quizás sí veamos la mirada de nuestra pareja vaciándose de recuerdos, o sentiremos el pánico de la pérdida de nuestra persona reflejada en sus ojos.
Mención especial para los protagonistas de esta historia, el ya mencionado Trintgnant y una sobrecogedora Emmanuelle Riva: dos interpretaciones simplemente PERFECTAS.
Una película esencial y necesaria.  Una obra maestra en su sentido estricto: es decir, una obra hecha por maestros.
(Si el trago no es suficiente amargo para usted, querido lector, pruebe a combinarlo con la lectura de Un adiós especial, de Joyce Farmer).

martes, 11 de diciembre de 2012

:la cápsula del tiempo



Últimamente he tenido la suerte o la buena puntería de ver películas y leer libros realmente interesantes, pero poco tiempo para comentarlos por aquí.  Intentaré subsanarlo, aunque sea con textos breves.  Recalco lo de “intentaré”.
¿Os acordáis de estos libros?


Si estáis en la treintena, seguramente sí: la colección de Elige tu propia aventura, una especie de libros interactivos, a medio camino de la literatura de evasión y el juego de rol.  Para entendernos, en algunos puntos de la trama se te daba la posibilidad de tomar TÚ, lector, la decisión de por dónde seguir (si quieres robar los diamantes de la zarina vete a la página 34, si quieres tomarte un chocolate con churros vete a la página 62, por ejemplo).  El target al que iban destinados era chavalada preadolescente, así que las tramas eran tirando a básicas, y el libre albedrío, bastante más limitado de lo que podíamos intuir.
Una actualización de estos presupuestos (no lo digo yo, lo dicen ellos), pero para adultos (es decir, los críos que nos leímos los originales en su momento), es lo que supone La cápsula del tiempo, de Miqui Otero (fantástica edición de Blackie Books).  Con la excusa de una quedada de antiguos compañeros de instituto para abrir una cápsula del tiempo que enterraron veinte años atrás, el protagonista (TÚ), pasará una noche de reyes de lo más ajetreada, a poco que le eches un poco de ganas y entres en el juego. 
Las condiciones no serán favorables: tormenta de nieve que colapsa el metro, TÚ has perdido la cartera, las ganas de quedar con los antiguos compañeros son pocas… y cuando te das cuenta te verás inmerso en los vericuetos más inesperados con la ciudad de Barcelona como escenario. 


Qué más… Hay un libro dentro del libro, hay juegos metalingüísticos, hay historias de detectives, hay conspiraciones, viajes en el tiempo, restaurantes chinos, tipos con parche, chantaje, alcohol y drogas y hay, sobre todo, mucho humor.  El estilo de Otero, barroco pero ágil, lleno de recovecos y meandros, se recrea donde es preciso y nunca se hace aburrido.  Parece escrito con una media sonrisa y se lee igual.
Lleva hasta las últimas consecuencias la idea de la interactividad del lector, con múltiples recursos y formas de explotarlo, a veces para dejarte en evidencia, a veces para ponerte en un compromiso moral, pero siempre para tu disfrute.
Si toda lectura es parcial, esta lo es más todavía.  De los 37 finales que promete la contraportada, yo sólo he llegado a 4 (tres satisfactorios y uno de bajón), así que lo que os puedo decir es proporcionalmente poco.  Pero lo poco que os puedo decir es que este libro vale realmente la pena.  Yo estoy seguro de que volveré a él más de una vez.  Quizás esta noche de reyes, para cerrar el círculo.  (Ah, por si a alguien le queda la duda, la cápsula del tiempo es el propio libro, como todos los libros).

viernes, 2 de noviembre de 2012

:crónicas


Con Stone Arabia (Blackie Books, 2012) Dana Spiotta nos habla de la memoria, de esa recreación que la mente hace de lo que hemos vivido y que acaba convirtiéndose en un artificio que tiene tanto de real como de ficticio.  Para ello se ha servido, subtramas aparte, de una poderosa y acertadísima metáfora: las Crónicas que un músico de rock cuya carrera hacia el estrellato se truncó justo antes de comenzar. 
Todo el mundillo del rock, o de cualquier otro ámbito de celebridad fútil y basada, mayormente, en elementos pueriles, puede entenderse así como una historia apócrifa donde todo parece más intenso y significativo de lo que realmente fue; pero como todos los integrantes prefieren mantener la leyenda por encima de la realidad, la primera acaba por sustituir a la segunda.  Y “los que no estuvimos allí” tenemos que simular que todo es cierto, porque sino las estrellas serían como nosotros, y eso sí que no podemos soportarlo.  Un libro divertido por momentos, desmitificador y de lectura ágil.  Y sin embargo, muy triste. 
Un fragmento:
(…) las fotos han acabado con nuestros recuerdos.  Cada vez que hacemos una foto, nos olvidamos de grabar ese momento en la memoria, en nuestras neuronas.  Cuando hacemos una foto nos libramos en cierto modo de tener que recordar.  “Voy a sacar una foto para recordar este momento.”  Pero lo que haces en realidad es dejar ese momento fuera de la jurisdicción del cerebro y relegarlo a una Polaroid, o a un papel Kodak, pequeños recuadros medio desintegrados, pegados en álbumes.  Tan fáciles de perder, olvidados en cajas amontonadas en un garaje húmedo.  O sepultarlo en alguna carpeta de un dispositivo digital enorme, a la espera de que alguien la abra.  Lo que has hecho es posponer el acto de mirar y, con ello, la conexión real con el momento; lo único que re queda es un recuerdo de segunda generación, el recuerdo de un hecho que en realidad no es más que el recuerdo de una fotografía de ese hecho.  No se trata de un recuerdo auténtico y profundo, sino de uno falso y fugaz, y tu cerebro ni siquiera nota la diferencia.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

:memorias (desordenadas) de un lector de tebeos [4]


Tardé unos años en tener otro Cimoc en mi poder, y éste lo tuve que pagar.  Fue en una tienda de segunda mano (eso explica la doblez de la portada; yo soy más cuidadoso con mis posesiones) que por aquel entonces (sobre 1992) frecuentaba porque había bastante movimiento de tebeos. 
Ya estaba un poco harto de los superhéroes, pero a diferencia de otros amigos míos que tras abandonar a los tipos de los pijamas abandonaban también los comics, yo comprendí que el medio me podía ofrecer más cosas que batallas épicas y hostias como panes.  No creáis que era un visionario: en el momento no lo entendí como una cuestión de madurez o falta de ella, simplemente había ido tanteando otras posibilidades y me estaban resultando más atractivas y estimulantes que los superhéroes.  No es que éstos me pareciesen infantiles o inmaduros o impropios de mi edad, simplemente me resultaban aburridos.  No sé si fue una cuestión personal mía, que estaba entrando en mi adolescencia plena, o fue una crisis de los propios tebeos de superhéroes, ya que aún ahora le echo un vistazo a lo que se producía por aquel entonces (la era plena del grim and gritty) y me sigue pareciendo aburridísimo.
Bueno, fuese como fuese y por lo que fuese, desde hacía un tiempo estaba echando vistazos en las pilas y estanterías dedicadas a otros tipos de cómic.  Comics más “adultos”.  Un nuevo mundo, qué duda cabe.  Sé que hay gente a la que le pone nerviosa meterse en un nuevo medio, donde de pronto todo es desconocido y no sabes como asimilar toda la información, todas las referencias estéticas novedosas, no sabes dónde situar en tu mapa mental tantos descubrimientos.  A mí me encanta.  Me encanta esa primera etapa en que todo parece nuevo, en que todo te gusta por el simple hecho de que te sorprende (después se irá formando el criterio y retroactivamente descubrirás que te has tragado mucha mierda).  Me pasó cuando me metí en el cine francés, o en el free-jazz, o en el manga, o en el rock psicodélico, o en el cómic alternativo, o en el krautrock… Hay un período de enamoramiento en que la razón queda aplazada y sólo funcionas a base de sentimientos e impulsos.  Es un período de mucha inversión (de tiempo y de dinero), pero muy gratificante. 
No puedo concretar cuando me metí en serio en el cómic “adulto” porque todo esto funciona, ya lo sabéis, de forma paulatina.  Pero sin duda la adquisición del Cimoc nº134 fue un paso importante. 


¿Por qué me compré este número en concreto y no otros de los que había visto desde que ya conocía la revista?  Supongo, porque no lo recuerdo, que ya venía rumiando la idea de comprarme un Cimoc desde hacía tiempo, sin atreverme a pedirle una primera cita.  Razones para echarse para atrás:
el precio, un asunto nada baladí cuando se es un crío con semanada.  Las 450 pesetas que marca en portada me daban por entonces para tres tebeos de Forum.
Los continuarás: echabas un vistazo al interior y comprobabas que la mitad de las historias eran capítulos de historias mayores, con lo cual la mitad de la lectura sería, en el mejor de los casos, incompleta, y en el peor, pura paja.
Miedo a la Traición a tu clan y Pérdida de la Inocencia (o algo así): los coleccionistas de tebeos (¿o todos?) somos muy sectarios, y es complicado salirse de los límites autoimpuestos.  Cuando comprendes la gran variedad que existe, es fácil asustarse y centrarse en una parcela concreta que dominas.  Da tranquilidad (emocional y económica), y te ayuda a integrarte en un grupo (abstracto) y por tanto a sentirte menos solo con tu afición de pobre tipo solitario (de ahí esos famosos correos de los lectores).  Cuando tienes trece años y te reconoces como un marvel-zombie, el sólo hecho de plantearte comprar un cómic de DC supone una lucha interna de índole moral que sólo puede acarrearte cargos de conciencia, a menos que uno se deje de tonterías.  El pasar de los superhéroes al cómic “adulto” suma además la sensación de “fin de etapa”, que da un poco de miedito.   
¿Por qué (repito) este Cimoc sí y otros no?  Aventurando: pues porque al ser de segunda mano era más barato (en lápiz, en la contraportada, pone 250 pesetas), porque el balance entre historias autoconclusivas y con continuará era favorable a las primeras, porque salía la nueva obra de Frank Miller y eso suponía un puente con los superhéroes, y porque ya iba tocando, supongo. 
El caso es que me lo compré, y ahora echémosle un vistazo (prometo que no dedicaré un capítulo de estas “memorias” a cada uno de los Cimoc que tengo).
Otra espantosa portada de Luis Royo (no sé si ha quedado claro, pero este estilo no es lo mío) con señora enseñando teta y lo que no es teta, con la peregrina excusa de la fantasía y la ciencia ficción.

El principio de Trazo de tiza, la obra cumbre de Miguelanxo Prado.  Aunque ya conocía a Miguelanxo de alguna historieta en viejos Zona 84, esto era diferente, esto era “otra cosa”.  La técnica, la temática, el color, el ritmo, el paisaje… todo eclosiona aquí de una manera magistral para conformar ese Miguelanxo que deslumbró a medio mundo, y de cuyos réditos, no nos engañemos, sigue viviendo.  Y leyéndolo me embargaba un orgullo patrio, al sentir que era un cómic eminentemente gallego: a excepción del idioma, todo en esas viñetas respiraba aire gallego.  Simplificando mucho, era el equivalente en cómic de esa literatura gallega llena de soledad, morriña y océano atlántico.  Miguelanxo, escapando del tópico, crea una historia llena de tensión y suspense, con unos elementos dramáticos mínimos, una escenografía premeditadamente reducida, y una carga poética que, sin eludir la metáfora, no cae en el sonrojo ni en la vergüenza ajena (el llamado Síndrome Médem). 
Una de las viñetas mostraba claramente (una vez has leído la historia completa) que la historia es más compleja de lo que parece, con una isla-cinta de moebius que anticipa a la isla de Lost.  Yo me di cuenta del detalle y, creyéndome más listo que nadie, incluso le mandé una carta al correo de la revista contándoselo.  La contestación, unos números después, fue uno de los momentos cumbres de mi historia como aficionado por aquellos tiempos.  Venían a decirme que, efectivamente, Trazo de Tiza era más complejo de lo que parecía a simple vista, y que tenía muchas lecturas.  Pues eso.

La otra historia gancho de este número era el primer capítulo del Sin City de Miller.  Era otro de los pocos autores que conocía, y que aquí, como Prado, mostraba una cara muy distinta de la habitual.  Visto ahora, este Sin City parece autoparódico, pero en su momento a mí me pareció superintenso, tía.  Con esos diálogos tan hard boiled, con esa iluminación tan contrastada.  Todo muy serie-b.  El blanco y negro parecía alejar a Miller de su etapa mainstream superheroica, pero visto ahora, no me parece, gráficamente hablando, muy distante de su Ronin o su Elektra Lives Again.  Me gustaba, y me sigue gustando, su mezcla entre línea fina y masa de negro, su narrativa vehemente y su falta de pudor. 
En las antípodas de Miller está Vicente Segrelles, que en este Cimoc presentaba una historia autoconclusiva de ambientación histórica.  Segrelles es un autor bastante denostado en ciertos círculos, pero como nunca he sido lector habitual de su Mercenario, su obra más conocida, pues tampoco me acerco a esta historia con ningún prejuicio.  Recuerdo que en su momento me gustó: es una historia clásica de aventuras, de tintes realistas y cuidada ambientación.  Vale, visto ahora la falta de garra es evidente, y cromáticamente es bastante monótona (nada que ver con la sutileza de Prado).  Segrelles, al no usar aquí su célebre técnica al óleo, tampoco es tan estático como en otros casos, y he de reconocer que me gusta como dibuja el mar.  Y ya.
Otro autor que conocía de mis días de superhéroes, vino y rosas era Brian Bolland, que aquí se destapaba con su Mr. Mamoulian como un autor cómico muy personal y efectivo.  La historia de este número me parece especialmente buena, y no sé por qué me viene de vez en cuando a la mente.  


¿Alguna cosita más? Una bonita historia de Cabanes con acabado de acuarela que me confirmaba que era un autor a seguir; y otra de Mattotti, que en su momento no entendí del todo, pero que me pareció de una fuerza visual insultante, y que todavía hoy, con mucho más bagaje que entonces, me lo sigue pareciendo.
 El invento me convenció lo suficiente como para ir al quiosco a comprarme el Cimoc de ese mes, concretamente el 139.  Y desde ese, todos los que le siguieron hasta el traumático final, más los que se me habían quedado entre medias, más muchos de los anteriores… Ay, señor, cuánto vicio… [continuará]