sábado, 18 de junio de 2011

jueves, 16 de junio de 2011

:el mejor episodio

Si la novela nació (y evolucionó) para tratar de capturar la complejidad del ser humano, sus múltiples y habitualmente ocultas caras, que el auge de las series de televisión esté coincidiendo con un cierto declive de la Gran Novela quizás no sea casual. En esta época de supremacía (audio)visual, quizás las palabras se estén volviendo obsoletas a la hora de (d)escribir al ser humano. La multiplicidad del hombre la leemos ahora en The Wire, en Los Soprano, en A dos metros bajo tierra, en Mad Men, en Breaking Bad y en cada vez más series televisivas. Tampoco es casual que en muchas de ellas uno de los temas de trasfondo sea la mentira, las capas bajo las que nos ocultamos frente a los demás, e incluso frente a uno mismo. Le decía Hitchcock a Truffaut que el equivalente literario de una película no era una novela, sino un relato breve. Como casi siempre, tenía razón. Ahora vemos con claridad meridiana que las series de televisión son el equivalente audiovisual de las novelas, la única forma posible de trasladar la complejidad de un texto novelesco a imágenes y sonidos sin traicionar (o mutilar hasta la médula) la esencia del texto.

Cada gran serie (las anteriormente mencionadas, y muchas otras que se os vendrán a la mente) lo que hace, y que es precisamente lo que la convierte en grande, es crear una estructura propia. Cada serie tiene su propio ritmo, su propia forma, su andamiaje distintivo. Lo demás, la historia, es básicamente intercambiable. Pero cuando nos paramos a pensar en el mejor episodio de una serie que nos apasiona, suele surgir una paradoja que explica muy bien Jorge Carrión en su recomendable libro Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011): “Los mejores capítulos de las teleseries acostumbran a ser los que se saltan las reglas que la propia ficción ha instaurado y cuentan la historia de otro modo. La alteración es eminentemente estructural y no supone un cambio de rumbo definitivo, sino una anomalía que dura menos de una hora. Un paréntesis memorable”.

Esos “mejores episodios” son como esos días de excursión, esos cumpleaños, esas tardes de playa que antes fotografiábamos (ahora se fotografía TODO) y que por tanto convertíamos en eternos: recordamos las escepciones, en nuestros álbumes de infancia parece que siempre estamos soplando velas o haciendo castillos de arena. Los días que rompen la rutina son los que reafirman la rutina, los que la asientan; las pequeñas alteraciones estructurales son las que hacen visible la estructura, que hasta ese momento se nos antojaba ausente.

No sé si The Killing será una gran serie. Todavía está en curso su primera temporada, y ni siquiera sé si tendrá más o si todos los enigmas se resolverán en una única season. El punto de partida (parece ser que es un remake americano, de la siempre fiable AMC, de una serie danesa) es similar al de Twin Peaks: en una comunidad aparece asesinada una joven adolescente, una muchacha aparentemente perfecta. Incluso en ambas series el cuerpo aparece en el agua. La posterior investigación policial va desentrañando capas de mentiras hasta dejar al descubierto toda la corrupción, toda la podredumbre que impregna a la comunidad, y de la que no se salva ni hasta la propia víctima, mucho menos inocente de lo que al principio nos parecía.

Por lo demás, no encontramos en The Killing ningún parecido con la genial serie de David Lynch y Mark Frost. La serie de AMC sustituye el barroquismo, la exuberancia, el colorido local y el extrañamiento de Twin Peaks por un retrato frío, helado, de los entramados sociales, políticos, policiales y del crimen organizado de una ciudad media (Seattle).

La lluvia constante cae sobre unos personajes que se van entrecruzando en sus carreras, todos en el mismo laberinto, todos buscando aparentemente la misma salida. Aparentemente. Seguimos la investigación policial con una veterana y un recién llegado a homicidios, seguimos la campaña política por la alcaldía de un candidato cargado de esperanzas e ideas frente a un alcalde asentado y corrupto, seguimos las vidas de los padres de la muchacha muerta, que tratan de reconstruír inútilmente su rutina.

Y de pronto, en el episodio once, nos encontramos con una sorpresa: la estructura se rompe, las reglas del juego cambian: desaparece el hijo adolescente de la policía y todo el episodio es una búsqueda angustiosa, incesante, del muchacho desaparecido. Durante un episodio no sabemos nada del político ni de los padres de la chica; sólo seguimos a nuestra agente de policía favorita y a su compañero en su búsqueda, dejando aparcada por cincuenta minutos la trama principal.

Pero los responsables de esta serie lo hacen con tanto acierto que aprovechan la coyuntura para aclararnos incógnitas sobre el pasado de la pareja de policías, plantearnos nuevas preguntas y sí, rematar la jugada con un cliffhanger. Un gran episodio, y probablemente el que vendrá a mi mente cuando piense en esta serie dentro de unos años (si tal cosa sucediera).

Como ya he dicho, no sé si The Killing acabará siendo una gran serie; pero por ahora es una buena serie, con un discurrir muy lento, con un ritmo muy pausado, con trucos en los que uno cae con gozo aún sabiendo que lo están engañando. Una serie que creo que está pasando más desapercibida que otras mucho menos logradas, y también mucho menos modestas.

_________________________

Banda sonora de esta entrada aquí.

jueves, 9 de junio de 2011

:the tunnel: baja resolución

Estamos viviendo un momento de renovación en los modos de producción y distribución de productos audiovisuales, es una evidencia. La clave, también es evidente, se debe a internet. Y no estamos hablando de producciones amateurs, coyunturales, fanfilms, chascarrillos, cortos, tropezones... estamos hablando de largometrajes hechos por profesionales, con un acabado profesional. Películas realizadas mediante crowdsourcing, con financiación colectiva.

¿Esto va a acabar con la producción y distribución estándar, en salas de cine y con grandes estrellas? Pues por ahora ni de coña; es una industria demasiado asentada, con unos pilares demasiado firmes como para venirse abajo a la primera de cambio, pero sin duda ultimamente están notado unos pequeños temblores. La insistencia en la espectacularidad de los blockbusters y la generalización del 3D parecen dos armas frente a lo único que no pueden ofrecer los productos de bajo coste. Una buena historia es tan cara de producir como una mala, pero los efectos especiales, aun con la democratización de los programas digitales, aún necesitan una fuerte inversión (sino compárense las recreaciones en 3D de una gran producción americana, pongamos por caso Game of Thrones, y los de una producción similar española). Con la llegada de la televisión el cine explotó lo que el pequeño electrodoméstico no podía ofrecer: color y tamaño, naciendo y desarrollándose así invenciones como el technicolor o el cinemascope. Hoy en día, las armas que pueden ofrecer las pequeñas producciones, además de buenas historias, es la empatía, la especialización: como no necesitan recuperar una inversión multimillonaria, pueden centrarse en un sector del mercado, en un espectador específico. La distribución vía web hará que llegue a todo el que quiera acceder a tu producto inmediatamente.

Una paradoja: en esta era de perfección tecnológica y de una definición y resolución de imagen tan alta que ya parece superar la percepción visual humana, lo que vemos con claridad meridiana ya no nos parece real. Durante años hemos esperado una foto bien enfocada de un ovni, de bigfoot, de Nessy... si ahora apareciese una, sabríamos que es falsa precisamente por su gran resolución. Antes teníamos que ver para creer, ahora tenemos que creer para ver. Resulta más creíble el pixelado y el desenfoque de un video grabado con el móvil y colgado en youtube, que cualquier superproducción de Hollywood. Y como resulta más creíble, también resulta más verosímil: la verdad ya no se ve, se intuye.

Grandes superproducciones se valen de este recurso, como adaptándose al zeitgeist. Se usa el fuera de campo, la elipsis, la textura granulada y los temblores y barridos de cámara no profesional. En Señales, de M. Night Shyamalan, durante buena parte del metraje apenas vemos a los extraterrestres, y cuando los vemos es en penumbra o a través de la grabación de un videoaficionado transmitido por un informativo televisivo, o sea, a través de un doble filtro (triple para nosotros los espectadores), y por tanto doblemente verosímil. Ya no es el viejo truco de insinuar en lugar de mostrar para que nuestra imaginación rellene los huecos; es una nueva estrategia: es mostrar claramente los huecos, y que nuestros sentidos pongan el resto. Para ello es necesario un bagaje, es necesario conocer unos códigos previos. Ya no somos espectadores vírgenes, y por lo tanto ya no aceptamos imágenes impolutas, inmaculadas, puras.

Cloverfield es más “radical”: una película de alto presupuesto que busca, intencionadamente, la baja resolución para lograr una alta credibilidad: grabada cámara “doméstica” en mano, en “tiempo real”, hasta su último acto apenas intuímos a los “monstruos”, sólo los vemos en los márgenes de la pantalla, como por el rabillo del ojo. Los personajes, al igual que los espectadores, no son protagonistas de los acontecimientos, son víctimas colaterales, son parte de la masa anónima, y eso crea más empatía que ponerse en la piel del presidente de los Estados Unidos comandando en su caza la revelión contra los invasores.

Esta técnica de oscurecer la percepción, bajar la calidad de la imagen, aumentar el grano, le viene de perlas a las pequeñas producciones, que no tienen que simularla como en Cloverfield. Hablemos de The Tunnel, una película interesante por varios motivos. Uno, su producción mediante crowdsourcing, y dos, su distribución (de Paramount, tampoco son tres colegas en un garaje) directamente a través de la red, de forma gratuíta (o también, si uno lo prefiere, en formato DVD, con sus extras correspondientes). Estos dos detalles son interesantes por sí mismos, por las posibilidades que representan, por la alternativa que ejemplifican. Uno sólo puede alegrarse de que proyectos así lleguen a buen puerto. Son iniciativas que confirman vocaciones, que crean feedback en el espectador, que crean movimiento a su paso. Y eso sólo puede ser positivo.

Hay otra tercera razón por la cual la película es interesante, y aquí ya entramos en lo subjetivo de un servidor, y es que no está nada mal. El film utiliza el recurso del falso documental para aprovechar sus carencias y convertirlas en virtudes: la baja fidelidad como herramienta y como estilo. No juegan aquí con la idea de documento encontrado (como en la Bruja de Blair o la mendionada Cloverfield); aquí nos encontramos con un documental montado a posteriori, con insertos de entrevistas a los supervivientes y una multiplicidad de puntos de vista: dos cámaras que llevan los protagonistas encima, mas imágenes televisivas y de cámaras de seguridad. Todo en baja resoludión, todo granulado, todo ambiguo. Este acabado le viene de perlas al thriller de terror, y en ese género se encuadra esta película: bajo el suelo de Sydney hay una red de túneles que se construyeron para una ampliación del metro, y que durante la segunda guerra mundial se utilizaron como búnker. En la actualidad el gobierno quiere usarlos como inmensos depósitos de agua, pero el proyecto se detiene sin dar explicaciones a los medios. Una cuadrilla de periodistas televisivos, encabezados por una reportera que ve su puesto en peligro si no logra un notición, se meten clandestinamente en los túneles a investigar... y claro, pasan cosas. Cosas nada agradables.

Hay una cuarta razón por la que resulta un visionado interesante, y es ver como el documento se crea en tiempo real, es decir, como asistimos a una especie de making off de un documental. Vemos como el cámara tiene que grabar tomas de recurso, como el sonidista tiene que grabar sonido ambiente... todo lo que después montarían para hacer el reportaje que nunca llegarán a terminar. Vemos la falsedad tras lo que normalmente damos por verdadero, vemos la impostura, los estilemas, las costuras de lo que normalmente asumimos como verdadero, y que no es más que una construcción, no es más que una convención: la forma de documental no es más que una forma más de la ficción. Y en esa aparente paradoja se mueve esta película, entre dos fotogramas, al comienzo y al final: primero se nos advierte que lo que vamos a ver ocurrió realmente, y al final, como en toda película, se nos recuerda que todo es ficción, que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Y quizás esa sea el única posibilidad que nos quede de documentar la realidad sin filtros: la coincidencia, la pura estadística, el azar.

domingo, 5 de junio de 2011

:año cero de la psicodelia:1965

Todo movimiento artístico tiene su etapa de esplendor, su era dorada, bien definida. Menos claros son los comienzos y los finales, los tanteos iniciales y los estertores, porque allí los estilemas se mezclan con impurezas: aún no están bien definidos en los comienzos, y se acaban convirtiendo en manierismos en la época de decadencia. Esto no resta interés a ninguna etapa: en todas hay hallazgos y de todas se puede aprender.

El pop rock psicodélico de los sesenta sigue esta estructura. La era de esplendor está bien clara: 1967 es el verano del amor, el epicentro de la Era de Acuario, el año en que todos los discos presentan portadas coloridas, en que todo parece empapado en L.S.D., en que las jams se hacen interminables, en que la psicodelia es lo que vende. 1968, en comparación, resulta un año de bajón, de resaca. Todo parece más serio, más circunspecto, más afilado, como agujas hipodérmicas. Los que habían iniciado el movimiento ya están a otra cosa (todo se movía muy rápido entonces), buscando de nuevo las raices. Y 1969 cierra el ciclo: el mal rollo, Vietnam como pesadilla, las guitarras distorsionándose hasta el límite conformando el proto-heavy... y la puntilla la dan los Rolling Stones con su festival de Altamont: al mismo tiempo que el mainstream exprime las últimas gotas del hippismo en Woodstock, en Altamont los Stones (muy a su pesar) y los Ángeles del Infierno finiquitan el asunto con una puñalada en el corazón. El viaje del She's like a Rainbow al Gimme Shelter apenas dura dos años.

Pero volvamos atrás. 1966 anuncia sotto voce lo que explotará de forma palmaria al año siguiente. Comparemos las portadas de los Beatles de esos años como sinécdoque: Revolver de 1966, con sus formas intrincadas, casi vegetales, representan un desplazamiento con respecto a la realidad, con esa unión de fotografias y dibujos cohabitando y parasitándose, nos hablan de una percepción alterada, nos hablan de psicodelia... pero en blanco y negro, como quien no quiere la cosa. En su interior, juegos como el Yellow Submarine o cosas tan serias como el Tomorrow Never Knows, que bien podría ser la cima de la psicodelia. En comparación, la portada colorista y florida del Sargent Pepper parece irónica, casi impostada. Su interior, con la música fluyendo de una canción a otra sin espacios en blanco entremedias, conforman una sinfonía, una suite sin descanso para los bailarines. La duración no es un tema baladí en la psicodelia (después abundaremos en ello), pero el conjunto parece demasiado calculado, demasiado engolado... quizás la época de esplendor coincida con el aburrimiento, quizás el cénit marque el principio de la decadencia, o quizás los Beatles, en aquella época verdaderamente prodigiosa, eran mainstream y vanguardia al mismo tiempo y ya tenían la cabeza puesta en el siguiente reto creativo.

Si seguimos el viaje hacia atrás podemos encontrar las raíces de la psicodelia donde buenamente queramos, porque locos experimentadores, pirados con un sintetizador prehistórico, una pandereta y un magnetofón los ha habido practicamente desde siempre, colocados como piojos o no. Pero para la música pop estableceremos el año 1965 como el año cero de la psicodelia, y para defender esta tesis pondremos como ejemplo los dos discos más importantes (en la música pop) de ese año: el Highway 61 Revisited de Dylan, y el Rubber Soul de los Beatles.

Si entendemos el meollo de la psicodelia como una superación de las limitaciones del yo, una expansión de la consciencia, un primer paso debe de ser, obligatoriamente, definir y acotar ese yo: la autoconsciencia. Dylan y los Beatles son como dos mitades de un todo, pero no parecen darse cuenta de ello hasta que se conocen personalmente en 1964. El ecuentro, tal como se documenta, es frío, los protagonistas mantienen las distancias, la pose. Pero una cosa les queda clara: los Beatles tienen el favor del público masivo, son estrellas del pop, y Dylan tiene el respeto; y ambos lo quieren todo: Dylan quiere ser una estrella, y los Beatles quieren ser respetados como artistas. En la multitudinaria gira que cada uno por su cuenta hacen en 1965, ambos se encuentran con un público vociferante: a los Beatles los (y sobre todo las) fans les obacionan a tal volumen que ellos ni se ollen tocar, y en los conciertos de Dylan parece haberse convertido en costumbre abuchearlo como al Judas que se ha vendido al demonio del pop por unas monedas de plata. Ambos, por tanto, se encuentran actuando frente a un muro, frente a un público sordo que lo único que quiere es estar frente a ellos y formar parte del rito. Ambos, Beatles y Dylan, adquieren así la autoconsciencia: no sólo frente a los demás, sino sobre todo contra los demás.

Los títulos de los discos que prensan ese año son significativos: Highway 61 es la autopista que atraviesa la tradición musical americana. Nombrarla es traer al presente a todos los espíritus del pasado. Pero mientras la Autopista 61 es una capa de hormigón sobre un camino, la modernidad aplanando y regurjitando el pasado, el revisitarla, el Revisited del título, nos habla más de un viaje interior, de una evocación desde el yo del paisaje real.

Los Beatles, asustados de su propia fama sin precedentes, piden socorro en su anterior disco (Help!, obviamente), pero en el Rubber Soul dan un paso más: conscientes de la carcel de la fama, saben que sólo son un producto (de lujo, pero un producto), son la mercancía que todo el mundo quiere, que todo el mundo compra al peso (las almas no pesan, la carne sí); son tan condenadamente famosos que por primera vez ya no necesitan ni poner su nombre en la portada del disco, pues sería redundante.

El anterior disco de Dylan, Bring it all back home, muestra ya los dientes del rock, pero tímidamente, todavía deja una cara B para el folk. En el Highway decide dejar el pasado atrás, y dar el salto definitivo: quien quiera, que le siga. Paradógicamente, muchos de los que lo consideraban un nuevo mesias, protestan ahora por la dirección en que los lleva; menudo mesias sería, si les guiase por caminos conocidos. Dylan decide que este disco tendrá ya una entidad unitaria, busca un sonido que escucha en su mente, un sonido metálico y líquido, restallante y fluído, y no cejará hasta oírlo fuera de su cabeza. Por primera vez el L.P. adquiere entidad propia, no es ya una recopilación de singles y alguna canción de relleno. Esto rompe muchas normas pop: las canciones ya no tienen que tener una duración estándar de entre dos y tres minutos (de hecho, Dylan luchó para que su single Like a Rolling Stone no se mutilara para radiarlo, sino que se emitiera íntegro, con sus casi seis minutos, algo impensable hasta ese momento; el éxito en las listas le dio la razón), y como siguiente paso lógico encontramos las composiciones interminables, las jams, los drones que imitan en su repetición o en su libertad formal el viaje psicodélico. El germen de todo eso está aquí.

Las drogas y la música popular siempre han ido de la mano, y resulta interesante cotejar la música imperante en una época con la droga de moda en esa misma época. Los ácidos hicieron mucho por la música psicodélica, por ese ensimismamiento, por esas visiones que parecen salidas de una pintura de el Bosco, por esa música que parece retroalimentarse y crecer como formas fractales. Dylan, sin necesidad de ácidos, pero puesto hasta las cejas, introduce en la música pop rasgos de estilo de la generación beat de su amigo Ginsberg: una lírica que va más allá de la canción típica de amor o de la canción protesta del folk, unas letras poderosas y apocalípticas, a medio camino entre el surrealismo y oscuros versos de una Biblia apócrifa, a los que añade la ténica del copy/paste de Burroughs. Un gran fresco de imágenes inéditas, flameantes, cambiantes, formas imposibles de aprehender como las formas amébicas de los light shows psicodélicos. Dylan no necesita parafernalia para que su público flipe: le basta con sus palabras.

La música que le acompaña, por supuesto, tiene que ir en consonancia. Tiene que ser algo nuevo, y explícitamente le pide a Mike Bloomfield, guitarra solista, que no se le ocurra tocar esa mierda de escalas blues, que haga algo inédito. Y sus punteos así lo son. El resto de músicos siguen como pueden a Dylan, que tira para adelante sin dar muchas (o ninguna) explicación. El resultado, si se escuchan los descartes de la grabación, la mayoría de las veces acababa en la pura cacofonía. La lucha de Dylan era precisamente esa: encontrar la música entre el ruído, encontrar el orden en el caos. El resultado tiene tanto del rock'n'roll de Little Richard como del free jazz de Ornette Coleman o Albert Ayler. Música libre, con un pie en la tradición y otra en el vacío.

La camisa que luce Dylan en la portada, por lo demás bastante sobria, antecede también la estética psicodélica; pero en este caso le llevan la delantera los Beatles. Según cuenta la leyenda, el fotógrafo Albert Freeman les estaba proyectando sobre una cartulina las fotos candidatas para la portada del disco a los fav four, cuando la cartulina se inclinó hacia atrás y las caras se alargaron, distorsionándose. A los chicos les encantó, y le pidieron a Freeman que consiguiese ese efecto para la portada final. Así, si nos creemos la historia, encontramos el origen de una de las marcas de estilo de la estética psicodélica: las imágenes distorsionadas con ojos de pez y demás filtros y objetivos para obtener esas imágenes amnióticas y fluídas (la era de Acuario, recuerden). La tipografía burbujeante del título, obra de Charles Front, abunda en esa sensación, y también creará escuela.

El disco de Dylan sale en agosto del 65. Los Beatles lo escuchan y se quedan anonadados. Comprenden que el de Minnesota, el solito, los ha adelantado por la derecha sin apenas despeinarse (es un decir). Los de Liverpool se ponen serios, se ajustan los machos, se dejan de giras y demás distracciones y se encierran en el estudio para parir un disco completo, por primera vez sin interrupciones, por primera vez sin canciones ajenas, por primera vez un disco con entidad propia, no una sucesión de singles y tonadillas. Como influencia de Dylan también intentan ir un paso más en lo lírico, se ponen circunspectos y tan reflexivos como un veinteañero pueda serlo.

En el sonido, introducen un par de recursos que tendrán mucha repercusión en la psicodelia plena. Paul utiliza un pedal Fuzz para distorsionar su bajo en alguna canción, y George trae al estudio un sitar para acompañar Norwegian Wood: distorsión e influencias orientales, papá y mamá de la psicodelia. Añaden, además, truquillos de estudio: al grabar en cuatro pistas pueden permitirse el lujo de añadir overdubs, y la curiosidad les anima a jugar con las cintas para acelerarlas y lograr nuevos sonidos.

El resultado es todavía discreto, todavía asumible por el oyente pop masivo, pero claramente experimental en su raiz. En sólo unos meses el público estará preparado para sonoridades más radicales, más exóticas, más avanzadas. En sólo unos meses crecerán flores por todas partes y sí, la psicodelia será la moda imperante.

sábado, 4 de junio de 2011

:sin sorpresas


Sin identidad, a parte de tener una factura demasiado correcta (resulta paradójico que esto sea un pero, pero en el arte si dos más dos son igual a cuatro, te deja frío), presenta una tesis falaz, como en A propósito de Henry o en la saga Bourne. A saber: el hombre es, por naturaleza, bueno, son las circunstancias las que lo vuelven malvado. Cuando el hombre (entiéndase "hombre" como "ser humano") regresa a su estado cero, cuando reseteas su personalidad, cuando eliminas su experiencia vital, es bondadoso.
Con esta trama, y una rubia tan hermosamente fría (o friamente hermosa) como January Jones, Hitchcock podría haber hecho una extraordinaria película. Jaume Collet-Serra hace lo que puede con el material que le dan y le queda una película de factura impecable pero sin alma. Si uno se deja sorprender o no, eso ya depende del bagaje de cada cual.

viernes, 3 de junio de 2011

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [79]

10 de diciembre - Sin noticias del gato. Dejo un poco de sobras en un platito en el patio, pegado a la puerta.

Me acerco a la casa del vecino a hurtadillas, como un ladrón de frutas, aunque en su huerta sólo hay muñones de plantas y hojas secas para robar. Oigo una radio encendida pero no veo a nadie. No encuentro valor para entrar ni una razón convincente para llamar a la puerta. ¿Se acordará de lo que pasó ayer? Creo que trataré de hacer averiguaciones por otro lado, pero no sé por dónde empezar. De pequeño quise ser detective privado; hasta convertí mi dormitorio en mi despacho, con una placa (un rectángulo de cartulina) pegada en la puerta y mis propias tarjetas personales manufacturadas. Mi mayor logro fué encontrar la tuerca de un pendiente que mi hermana había perdido y que encontré debajo del taquillón del pasillo, donde estaba el espejo frente al que se arreglaba mi hermana antes de salir. Fue una mezcla entre trabajo deductivo y de campo que me llenó de orgullo. Mi madre se hizo cargo de los gastos: cien pesetas.

Este es mi segundo trabajo como detective privado, y creo que va a ser un poco más complicado. No puedo tantear a las vecinas en busca de información, porque quiero mantener discrección sobre el asunto hasta que sepa la gravedad real. Sólo se me ocurre el cura de la parroquia (¿don Eugenio?), que sé que se preocupa por los ancianos del barrio y me lo he cruzado un par de veces saliendo de casa del vecino.

Me acerco hasta la iglesia. Parece vacía. La puerta principal está cerrada, pero al apoyar mi peso para intetar abrirla oigo un ruído en el interior, como un objeto cayendo al suelo y su eco. Llamo a la puerta pero no obtengo respuesta. Doy la vuelta al edificio, salto unos setos buscando otra puerta. La encuentro en la parte de atrás, una puerta pequeña de cristal esmerilado y barrotes. Está entreabierta, pero antes de que pueda abrirla sale un tipo y los dos nos llevamos un susto. Es un señor de unos sesenta años, rechoncho, con una nariz violácea llena de venas. Me pregunta si estoy buscando a don Eufemio (¿o dice Eugenio?) y le digo que sí. Me dice que hoy le toca turno en el hospital, que se pasará sólo para la misa de las ocho. Le digo que gracias y me largo. Tendré que dejar esta vía de investigación para otro día. La idea de ir a misa me pone los pelos de punta.

En casa de nuevo. La comida del gato sigue intacta. Decido ponerme con mi otro asunto: Z. Rebusco entre mis papeles como un arqueólogo. Busco el estrato perteneciente a mi vida junto a ella, busco esa beta de información como si fuese crucial para entender todo lo que ha pasado después. Voy descartando papeles, facturas, cartas, hasta que llego a un cuaderno azul en el que hay un número de teléfono escrito en la portada. El número de teléfono no me interesa, lo que me interesa es la letra con el que está escrito: es la letra de Z.

Abro la libreta, escrita a medias. Por en medio, entradas de cine, tiquets, etiquetas... Hay una foto de Z, una polaroid que nos sacó una amiga el día de su cumpleaños. Nos iba sacando fotos a todos en cuanto entrábamos en su casa, y nos pidió que le escribiéramos todos una dedicatoria en la parte de atrás. En la nuestra Z escribió: “Te queremos mucho, Cristina. ¿Viste como todo salió bien?” y firmamos los dos. Luego, cuando nos fuimos, medio borrachos, Z robó la foto del montón encima de la mesa, porque los dos salíamos muy guapos y nunca salimos los dos guapos en la misma foto. Ella está preciosa, con el pelo recién cortado, como un niño, engominado y con una diadema, la nariz llena de pecas del sol. Yo tengo un poco de cara de susto pero el ángulo me favorece ciertamente, y tengo la longitud de barba que mejor me sienta y por una vez mi sonrisa parece una sonrisa. Es cierto que salimos bien. Leo el cuaderno por la página donde está la foto:

“Me mandan por correo publicidad con un terrón de un edulcorante sin calorías de regalo, panfletos electorales y una postal de una compañía de teléfonos felicitándole el cumpleaños al anterior inquilino del piso. Llaman cuatro veces al telefonillo pero no contesto. Hay cierta voluptuosidad en no hacer nada, cierto encanto erótico en estar aislado, escondido, como un agente secreto doble, o triple, siempre desconfiando, siempre alerta, mirando a la calle entre las láminas de la persiana.

Entorno los ojos; la luz blanca que entra por la ventana, tamizada por las nubes, resalta los contornos y achata los volúmenes. Si cierro un ojo la mitad de mi cerebro que se encarga de la visión se apaga. Supongo que estar ciego es como tener cada uno de los dos ojos cerrados, a la vez pero por separado. Pero vaya, hay mil tipos de ceguera y no debería de perder el tiempo pensando en cosas de las que no sé nada. Todo es una pérdida de tiempo, y ya no es gracioso como hace diez años, ahora es raro.

Hay montones de nísperos en la cocina. Como cinco quilos, muchos nísperos pequeños, poniéndose marrones en el frutero. Hay muchísima comida en la nevera, hay brécol y berenjenas, hay filetes, hay coliflor, hay lechugas de hoja de roble, hay yogures, hay queso fresco, hay cecina, hay jamón cocido, hay dos latas de tomate triturado abiertas. Hay mucha comida y yo tengo mucha hambre pero no como. No me levanto y como, no cocino y como, y no porque no tenga hambre ni porque me de pereza cocinar. Simplemente no como. Toda esa comida, setas, dos clases de champiñones, jamón serrano, huevos, pechugas de pollo, toda esa comida se está pudriendo poco a poco, imperceptiblemente, como una persona acercándose a su muerte segundo a segundo. En un segundo estás vivo, y al siguiente estás muerto.

Llevamos juntos, ella y yo, siete meses. Aunque soy de natural reservado, me explayo mucho los primeros días, le hablo de mi pasado, de lo que quiero, de lo que busco, de lo que necesito, de lo que odio. Le hablo mucho de mí al principio, antes de que me conozca lo suficiente para saber cuando le estoy mintiendo. Construyo unos cimientos de mentiras bien firmes, que sobrevivirán intactos a cualquier envite, a cualquier terremoto. Y un buen día me callo, porque ya no puedo seguir mintiendo.

Estoy mirando la televisión, más su marco que las imágenes brillantes que hay en la pantalla. Estoy así un buen rato, una hora, y después la miro a ella sentada al otro lado del sofá y sólo siento extrañeza: extrañeza por ver esa cara que sólo parece un montón aleatorio de rasgos, extrañeza por estar “compartiendo la vida” con esa persona, con ese cuerpo que se mueve según unos patrones propios y repetitivos, un sonido, un olor, una forma familiar. Extrañeza por su familiaridad.”

Miro la foto otra vez y sólo ansío su familiaridad. Sigo leyendo el cuaderno saltando de una página a otra, sistemáticamente inconsistente.