Me acerco a la casa del vecino a hurtadillas, como un ladrón de frutas, aunque en su huerta sólo hay muñones de plantas y hojas secas para robar. Oigo una radio encendida pero no veo a nadie. No encuentro valor para entrar ni una razón convincente para llamar a la puerta. ¿Se acordará de lo que pasó ayer? Creo que trataré de hacer averiguaciones por otro lado, pero no sé por dónde empezar. De pequeño quise ser detective privado; hasta convertí mi dormitorio en mi despacho, con una placa (un rectángulo de cartulina) pegada en la puerta y mis propias tarjetas personales manufacturadas. Mi mayor logro fué encontrar la tuerca de un pendiente que mi hermana había perdido y que encontré debajo del taquillón del pasillo, donde estaba el espejo frente al que se arreglaba mi hermana antes de salir. Fue una mezcla entre trabajo deductivo y de campo que me llenó de orgullo. Mi madre se hizo cargo de los gastos: cien pesetas.
Este es mi segundo trabajo como detective privado, y creo que va a ser un poco más complicado. No puedo tantear a las vecinas en busca de información, porque quiero mantener discrección sobre el asunto hasta que sepa la gravedad real. Sólo se me ocurre el cura de la parroquia (¿don Eugenio?), que sé que se preocupa por los ancianos del barrio y me lo he cruzado un par de veces saliendo de casa del vecino.
Me acerco hasta la iglesia. Parece vacía. La puerta principal está cerrada, pero al apoyar mi peso para intetar abrirla oigo un ruído en el interior, como un objeto cayendo al suelo y su eco. Llamo a la puerta pero no obtengo respuesta. Doy la vuelta al edificio, salto unos setos buscando otra puerta. La encuentro en la parte de atrás, una puerta pequeña de cristal esmerilado y barrotes. Está entreabierta, pero antes de que pueda abrirla sale un tipo y los dos nos llevamos un susto. Es un señor de unos sesenta años, rechoncho, con una nariz violácea llena de venas. Me pregunta si estoy buscando a don Eufemio (¿o dice Eugenio?) y le digo que sí. Me dice que hoy le toca turno en el hospital, que se pasará sólo para la misa de las ocho. Le digo que gracias y me largo. Tendré que dejar esta vía de investigación para otro día. La idea de ir a misa me pone los pelos de punta.
En casa de nuevo. La comida del gato sigue intacta. Decido ponerme con mi otro asunto: Z. Rebusco entre mis papeles como un arqueólogo. Busco el estrato perteneciente a mi vida junto a ella, busco esa beta de información como si fuese crucial para entender todo lo que ha pasado después. Voy descartando papeles, facturas, cartas, hasta que llego a un cuaderno azul en el que hay un número de teléfono escrito en la portada. El número de teléfono no me interesa, lo que me interesa es la letra con el que está escrito: es la letra de Z.
Abro la libreta, escrita a medias. Por en medio, entradas de cine, tiquets, etiquetas... Hay una foto de Z, una polaroid que nos sacó una amiga el día de su cumpleaños. Nos iba sacando fotos a todos en cuanto entrábamos en su casa, y nos pidió que le escribiéramos todos una dedicatoria en la parte de atrás. En la nuestra Z escribió: “Te queremos mucho, Cristina. ¿Viste como todo salió bien?” y firmamos los dos. Luego, cuando nos fuimos, medio borrachos, Z robó la foto del montón encima de la mesa, porque los dos salíamos muy guapos y nunca salimos los dos guapos en la misma foto. Ella está preciosa, con el pelo recién cortado, como un niño, engominado y con una diadema, la nariz llena de pecas del sol. Yo tengo un poco de cara de susto pero el ángulo me favorece ciertamente, y tengo la longitud de barba que mejor me sienta y por una vez mi sonrisa parece una sonrisa. Es cierto que salimos bien. Leo el cuaderno por la página donde está la foto:
“Me mandan por correo publicidad con un terrón de un edulcorante sin calorías de regalo, panfletos electorales y una postal de una compañía de teléfonos felicitándole el cumpleaños al anterior inquilino del piso. Llaman cuatro veces al telefonillo pero no contesto. Hay cierta voluptuosidad en no hacer nada, cierto encanto erótico en estar aislado, escondido, como un agente secreto doble, o triple, siempre desconfiando, siempre alerta, mirando a la calle entre las láminas de la persiana.
Entorno los ojos; la luz blanca que entra por la ventana, tamizada por las nubes, resalta los contornos y achata los volúmenes. Si cierro un ojo la mitad de mi cerebro que se encarga de la visión se apaga. Supongo que estar ciego es como tener cada uno de los dos ojos cerrados, a la vez pero por separado. Pero vaya, hay mil tipos de ceguera y no debería de perder el tiempo pensando en cosas de las que no sé nada. Todo es una pérdida de tiempo, y ya no es gracioso como hace diez años, ahora es raro.
Hay montones de nísperos en la cocina. Como cinco quilos, muchos nísperos pequeños, poniéndose marrones en el frutero. Hay muchísima comida en la nevera, hay brécol y berenjenas, hay filetes, hay coliflor, hay lechugas de hoja de roble, hay yogures, hay queso fresco, hay cecina, hay jamón cocido, hay dos latas de tomate triturado abiertas. Hay mucha comida y yo tengo mucha hambre pero no como. No me levanto y como, no cocino y como, y no porque no tenga hambre ni porque me de pereza cocinar. Simplemente no como. Toda esa comida, setas, dos clases de champiñones, jamón serrano, huevos, pechugas de pollo, toda esa comida se está pudriendo poco a poco, imperceptiblemente, como una persona acercándose a su muerte segundo a segundo. En un segundo estás vivo, y al siguiente estás muerto.
Llevamos juntos, ella y yo, siete meses. Aunque soy de natural reservado, me explayo mucho los primeros días, le hablo de mi pasado, de lo que quiero, de lo que busco, de lo que necesito, de lo que odio. Le hablo mucho de mí al principio, antes de que me conozca lo suficiente para saber cuando le estoy mintiendo. Construyo unos cimientos de mentiras bien firmes, que sobrevivirán intactos a cualquier envite, a cualquier terremoto. Y un buen día me callo, porque ya no puedo seguir mintiendo.
Estoy mirando la televisión, más su marco que las imágenes brillantes que hay en la pantalla. Estoy así un buen rato, una hora, y después la miro a ella sentada al otro lado del sofá y sólo siento extrañeza: extrañeza por ver esa cara que sólo parece un montón aleatorio de rasgos, extrañeza por estar “compartiendo la vida” con esa persona, con ese cuerpo que se mueve según unos patrones propios y repetitivos, un sonido, un olor, una forma familiar. Extrañeza por su familiaridad.”
Miro la foto otra vez y sólo ansío su familiaridad. Sigo leyendo el cuaderno saltando de una página a otra, sistemáticamente inconsistente.
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