sábado, 3 de diciembre de 2011

:tres libros

Una entrada relámpago, robando minutos en el trabajo (tranquilos, estos días están siendo muy laxos, casi de tarde de domingo de sofá y película, así que no estoy desatendiendo mis quehaceres). Estoy un poquillo nervioso, o un poco nerviosillo, porque esta tarde tenemos rodaje, así que nada mejor para pasar la mañana que rememorar alguna lectura reciente que me ha dejado buen sabor de boca. No va a haber un trabajo crítico de peso, ni un análisis pormenorizado, simplemente un listado (o casi).

Fargo Rock City, de Chuck Klosterman (Es Pop Ediciones): el señor Klosterman nos cuenta su personal, y divertidísima, epopeya metalera ochentera, su travesía por el desierto de la adolescencia en el medio-oeste norteamericano en un pueblo de 500 habitantes. El glam metal salvó su vida y su cordura (?), y marcó su gusto como crítico musical, bebedor impenitente y sociólogo de salón. Aunque no seas fan de Mötley Crüe ni de Warrant, es un librillo muy disfrutable (aunque seguro que lo es más si te sabes de memoria los videoclips de Poison), porque esto es más una historia de crecimiento personal que de crítica musical, aunque de todo hay. Si estas apreciaciones parecen confusas es porque a) el libro en sí es tirando a tótum revolútum, y b) porque no estoy para mucho análisis (ya lo advertí). Muy recomendable.

(Un adelanto, aquí)

Pagando por ello, de Chester Brown (Ediciones la Cúpula): cada trabajo de Chester Brown es esperado en esta casa como maná caído del cielo. No sólo es uno de los autores de cómic más personal de las últimas décadas, también es uno de los mejores, de los más importantes. Ya sean obras autobiográficas (donde para un servidor es el Puto Amo), como en obras históricas, o bizarradas como su payaso Ed, la sensibilidad del autor está presente en cada trazo; trazo que ha ido perdiendo el temblor flamígero de los primeros tiempos por una mayor concreción, a medida que sus obras se van haciendo más analíticas (casi bordeando la obsesión). En este pequeño (en formato) tomito, Brown nos narra pormenorizadamente (esta es la clave) su trayectoria como cliente de prostitutas, con unos dibujos pequeñitos y sintéticos, como vistos a través de un microscopio. Hay una frialdad y un autoanálisis casi clínico en toda la obra, que parece brotar de la personalidad fría y desapasionada del autor, que se pasea por estas páginas con su rostro impertérrito como una máscara, como si su vida no estuviera, como así lo está, en una encrucijada vital. Lectura apasionante que hace pensar y meditar sobre la cuestión del sexo de pago, que se complementa con unos apéndices donde Brown profundiza más en las raíces históricas y las connotaciones sociológicas de esto del pagar por follar.

Todo esto que digo puede hacer parecer que es un tocho denso e infumable. Densidad hay: no es una cosita ligera para pasar el rato; pero hay humor si uno lo busca, y una postura tan sincera del autor, uno de los más talentosos del mundo, que hace que no sólo sea un cómic muy bueno, sino que es un cómic Grande.

(Una crítica magistral, aquí).

Pero ¿qué coño estás haciendo?, de David Shrigley (Blackie Books): si de libros difíciles de catalogar estamos hablando (que no, pero bueno), éste se lleva la palma. El señor Shrigley es un artista multimedia, fotógrafo, músico, escultor, cineasta… pero donde más fama ha cogido es en el ámbito de la ilustración. Con su estilo feista, expresivo y concreto, Shrigley crea ilustraciones comentadas con un gran valor icónico, con un humor muy muy especial (que algunos llamarán post-humor, y otros no llamarían humor), obras gráficas que parecen a medio camino entre eslóganes para camisetas cool y delirios de una mente ligeramente enferma, una especie de pop en estado de descomposición. La maravillosa edición de Blackie Books incluye cienes y cienes de ilustraciones, fotografías e instalaciones para hacerse una buena idea de por donde tira Shrigley, con el bonito detalle de que los textos están reescritos por el propio autor de su puño y letra, lo cual no es baladí, pues la tipografía es parte fundamental de su estilo. Si todavía tienen dudas para soltar los 30 napos, pueden echarle un vistazo a la página del autor para ver si es de su cuerda, tal que aquí.

Atentamente: T.

martes, 15 de noviembre de 2011

:chistes de enanos


Ricky Gervais es un cómico especializado en buscar los límites de lo políticamente correcto (menudo revuelo montó en los Globos de Oro con cuatro chistes) y en retratar la vergüenza ajena hasta sus últimas consecuencias. Normalmente se usa a sí mismo para explorar esta vergüenza ajena, en producciones como The Office o Extras.

Life’s Too Short , el nuevo producto de Gervais y Stephen Merchant, su habitual socio, sin embargo, usa otro cuerpo como campo de experimentación: el del menudo actor Warwick Davis. Parece ser que la idea de la serie, un falso documental sobre la vida de Davis como estrella del showbiz enano, surgió cuando el pequeño actor entró en contacto con Gervais y Merchant en un episodio de Extras. El resto es historia.

Habiendo visto sólo el piloto la cosa pinta bien: lo políticamente correcto se lo pasan por el forro desde el primer minuto; al tener a un actor enano pueden hacer chistes de enanos, según esa lógica hipócrita que dice que sólo los negros pueden hacer chistes de negros, o los judíos sobre el holocausto. Otro experto en dar por culo a lo correcto y lo establecido, Larry David, ya demostró en un episodio de la última temporada de Curb Your Enthusiam que hasta es posible hacer chistes sobre la enfermedad de Parkinson… siempre que tengas a Michael J. Fox como estrella invitada.

Además de chistes de enanos, en el piloto de Life’s Too Short, encontramos gracietas sobre el sida, el cáncer y las estrellas de segunda caídas en el olvido. El tono es inmisericorde con todos los personajes, que aparecen ante las cámaras del falso documental como miserables que se autoengañan y justifican continuamente a sí mismos.

Como cima de la vergüenza ajena destaca la secuencia en la que Liam Neeson se prueba a sí mismo como actor cómico, con unos resultados hilarantes. Estas escenas son clásicas en las producciones Gervais/Merchant: uno está deseando que halla un corte y se pase a la siguiente escena, pero la cámara permanece grabando la miseria de los personajes hasta que casi se hace insoportable. Gervais es el Haneke de la vergüenza ajena.

La serie promete muchos cameos, como en Extras, y muchas más caídas en las simas de la bajeza humana. Y ahí estaremos para echarnos unas risas.

martes, 8 de noviembre de 2011

:lo japonés

Tengo un problema con lo japonés. Bueno, no sé si es un problema o todo lo contrario; quizás sea las dos cosas a la vez. Me explico: no entiendo lo japonés (no me refiero al idioma, que tampoco, sino a su cultura, a su idiosincrasia); y como normalmente me siento atraído por lo que no entiendo, el resultado es que me siento atraído por lo japonés, así, en general.

La cultura japonesa es, para mí, como el teatro kabuki, con su estilización, su maquillaje, su hieratismo, su rigidez… me resulta atractivo, pero hermético. Como el cine mudo, parece que me falta algo, una pequeña clave, no ya para entender el artificio, sino simplemente para saber si lo estoy entendiendo o no.

Con un viaje al país del sol naciente (fíjense que forma más elegante e inédita de decir Japón, para no estar repitiendo constantemente Japón) en preparación, me lanzo a todo objeto cultural nipón que se me ponga a tiro. Los manga, los animes y el cine ya los tengo más o menos ubicados, la literatura todavía muy parcialmente. Así que me atreví con La devoción del sospechoso X, de Keigo Higoshino. Está en todos los escaparates y parece una obra de género policíaco; tiene pinta de best seller, y tenía curiosidad por leer un best seller japonés (esto ya no sé si es curiosidad o cierto paternalismo, ustedes juzgarán).

Vamos con la información tipo Wikipedia: el señor Higoshiro es un autor de mucho éxito en su país; además de arrastrar a millones de lectores, al parecer ha ganado los más prestigiosos premios del ramo negro, y algunas de sus novelas han sido adaptadas al cine. Este libro en concreto parece que es su mayor éxito, y con él han decidido comenzar a exportarlo a nuestro país. Vale.

La trama es sencilla y canónica: desde el comienzo sabemos el autor del crimen, luego hay un pequeño salto temporal, y el resto de la novela nos sirve para intentar averiguar lo que se nos ha escamoteado en esa elipsis.

El protagonista es un matemático de mente analítica, y el antagonista (un tal Profesor Galileo, que parece ser es un personaje recurrente en la obra de Higoshino) es un físico que ayuda a la policía en casos difíciles gracias a sus sorprendentes dotes deductivas. Vale: la cosa ya está en marcha y va así: dos mentes privilegiadas frente a frente, un juego de coartadas y de motivaciones, el gato y el ratón. Todo muy desapasionado, muy aséptico. El intríngulis de la trama lo explicita el autor en repetidas ocasiones: las ecuaciones matemáticas P?NP, que consisten en averiguar qué es más sencillo: hallar la respuesta a un problema o comprobar si es cierta la que ha hallado otro. Ésta es la plantilla sobre la que se monta la novela, la hipótesis de trabajo. ¿La solución? Obviamente, para eso se tendrán que leer la novela.

Como en las redacciones del colegio: opinión personal: pues yo pienso de que no está mal; se lee con interés y engancha a poco que uno le ponga ganas. Desconcierta por lo japonés: sigo sin saber si los personajes son hieráticos porque tienen alguna tara afectiva, o es parte de la idiosincrasia nacional. El autor va desenredando la madeja de la trama poco a poco, sin prisa pero sin tiempos muertos ni veleidades estilísticas. Aquí no sobra nada: lo que parecen pasajes de situación, acaban por convertirse en claves del misterio. Apoyándose en las mentes científicas de los antagonistas, la trama se parece más a un rompecabezas que a un noir de sentimientos desatados (aunque también los hay, y son el desencadenante de la acción). Los personajes tienen cierta complejidad (o quizás es que no acabo de entenderlos, perdonen que me ponga pesado), menos el del exmarido, que por motivos evidentes, tiene que resultar repelente desde el primer momento.

Peros: a ver, los tiene, no es una obra maestra. Ya sé que no es culpa del libro, sino de cómo lo publicitan, pero el final no me parece tan sorprendente como lo loan, y no tiene nada que ver (gracias a dios) con Stieg Larson, que me temo que se ha convertido en el estándar con el que medir toda obra de género negro no anglosajona que llegue a nuestras librerías. Peros reales, de la obra: pues me parece un poco inverosímil, un juego de ingenio montado como diversión para el lector, pero sin un anclaje en la realidad.

Recomendable, de todas formas; entretenido. Y ahora perdonen que les deje, pero me voy a leer un libro de Murakami mientras me veo una película del estudio Ghibli y me escucho un disco de Thee Michelle Gun Elephant. Ah, y adelanto con las obras completas de Taniguchi. Me falta tanto para ponerme al día…

Afectuosos saludos: T.

martes, 18 de octubre de 2011

:adaptación

A veces me apetece leer algo de Nick Hornby.

Es así, como a veces me apetece comer arroz con leche, o leer una novela del inspector Maigret. Con la obra de Simenon no tengo que racionarlo tanto, porque tiene más libros que años voy a vivir, pero con el señor Hornby, menos prolífico, tengo que buscar el momento. Sus obras son cómodas de leer: sabes más o menos de qué van a tratar, que recursos estilísticos va a poner en juego, qué referencias musicales va a desplegar... Las novelas de Hornby conforman un lugar conocido, familiar; no resulta peligroso entrar en ellas. Unas veces se pone más introspectivo, otras más ligero, pero siempre hay una lucha entre el optimismo y el derrotismo que al final se queda... bueno, un poco en tierra de nadie pero más cerca de la felicidad que de la desdicha. Por eso, y por su estilo chispeante, sus obras son calificadas de comedias.

Me acerqué a su universo indirectamente, supongo que como mucha otra gente, a través de la adaptación de su Alta fidelidad. Después me leí la novela, que me pareció tan maravillosa como la película. Después me leí más novelas suyas... y estaban bien, aunque ya no era lo mismo. Y no era lo mismo porque, paradógicamente, todo era igual, pero sin el universo musical, que era una de las cosas que más me había atraído de Alta fidelidad. La música no debe de interesar al común de los mortales, porque en la adaptación cinematográfica se reduce el nivel de referencias, de diálogos sobre discos y artistas, para centrar la historia más en las relaciones amorosas. Y lo entiendo: no todo el mundo disfrutaría de casi dos horas con unos tipos hablando sobre vinilos de hace varias décadas. Yo sí, huelga decirlo, pero la mayoría de la gente (y el cine de medio presupuesto se hace para “la mayoría de la gente”) no se identifica con unos tipos cuya vida gira en torno a un giradiscos. “La mayoría de la gente” necesita una causa mayor, un sentimiento unificador, uno de esos “temas” universales, que en el caso de Hornby suele ser “la madurez”. Lo puede aliñar con un entorno deportivo o con uno musical, y estructurarlo mediante una trama amorosa, pero básicamente sus historias tratan sobre “la madurez”.

Los libros tienen más espacio, más “tiempo” para detenerse en el aliño, para disimular la trama en medio de una maraña de referencias musicales, chistes para entendidos y diálogos interminables que sólo entenderán en toda su complejidad los fans de Nirvana o de Bob Dylan. Sus novelas son pop: un reflejo de una época concreta, que no serán entendidas por completo dentro de cien años, pero que les servirán dentro de cien años para entendernos.

En mi plan maestro de leer a Hornby con calma, le llegó el turno a About a boy (Un niño grande en su traducción española). Leerlo es como volver a reunirte con la familia: las mismas personas contándote las mismas anécdotas como si fuera la primera vez que te las cuentan. Pero al contrario que en una reunión familiar, esta novela sí es graciosa. No quiero profundizar demasiado en el tema ni spoilear, sólo decir que uno de los protagonistas vuelve a ser un gran melómano. En la adaptación al cine, que me vi inmediatamente después de acabar la novela, esta melomanía se modera: está ahí, de fondo, en las estantería llenas de cd's y lp's del protagonista, y en un par de alusiones. Pero todo está como más desvaído, sin concretar. Le recomiendo a todo el que quiera vivir de escribir, ya sea guiones o narrativa, que haga de vez en cuando este ejercicio: leer un libro y ver su adaptación cinematográfica (no necesariamente en ese orden). Se aprende mucho sobre narración, ya que, al fin y al cabo, estás “leyendo” dos veces la misma historia, pero contada de dos formas diferentes. Es muy interesante ver qué recursos se usan en uno y en otro caso, que decisiones se toman, que partes se resaltan y cuales se obvian, que tramos difieren y cuales son calcados...

En definitiva, uno aprende que narrar es, por encima de todo, tomar decisiones. Por eso es tan complicado: todo el mundo es capaz de inventar una historia; de hecho, todo el mundo estamos inventando una historia continuamente, filtrando la realidad a través de nuestra percepción. Pero entre inventar una historia, entre tener una idea, y plasmarla, construirla, ser capaces de narrarla, hay un gran salto que conlleva más técnica, trabajo y oficio que inspiración y genialidad.

Partimos del hecho de que esta película es una “buena” adaptación. Y con “buena” me refiero a: aplaudida por la propia industria, consensuadamente aceptada por los propios integrantes del gremio cinematográfico, con nominaciones y premios en su haber.

La adaptación, a primera vista, y como ya hemos dicho, deja en segundo término mucho del trasfondo musical. Vale, lo aceptamos como precio que debe de pagarse por la universalización de la historia: hay que quitar paja de en medio, dejar la trama en el hueso: es una trama de madurez, no la historia de un melómano. Con ello se pierde mucha de la gracia, mucho de la especifidad de la historia, mucho de su valor pop. Por ejemplo: la novela está ambientada entre 1993 y 1994, años que marcan el cénit de la fama de Nirvana y Kurt Cobain, y su posterior suicidio. Esto permite crear un correlato con la situación de la madre con tendencias suicidas de Marcus (el chaval coprotagonista), así como ayudarle a crear una amistad con Elie, la adolescente problemática de la que se enamora, gran fan del ídolo grunge. En la película todo esto desaparece, al trasladarse la acción a principios del siglo XXI. El estallido grunge se sustituye aquí por el hip-hop, que sirve simplemente de ejemplificación de la distancia generacional, perdidendo así matices la historia. De hecho, de todas las subtramas de la novela, la que más desaparece en su traslación fílmica es la historia entre Marcus y Elie. Supongo que resulta redundante: ya tenemos a Hugh Grant y su historia de amor, no necesitamos insistir sobre el tema.

Perdemos, decíamos, especifidad. Ganamos, en cambio, concreción narrativa. La trama, al simplificarse, se vuelve más evidente, todo está más a la vista. Los episodios del libro se reorganizan para crear un crescendo climático, para llegar a un final por todo lo alto en el que todo esté en juego. Es aquí donde más distancia encontramos entre libro y película: mientras en el primero cada coprotagonista puede tener su epifanía personal, su punto culminante, en la película todo debe de coincidir en el tiempo y en el espacio para que sea dramáticamente satisfactorio. El resultado es menos convincente, menos verosímil, pero sin duda más emocionalmente poderoso, si uno es de carácter melifluo.

En general, la traslación de la palabra a la imagen y sonido, convierte la historia en una papilla fácil de digerir (y no es que Hornby sea precisamente Thomas Bernhard): la música ayuda a engarzar los episodios y todo adquiere un mismo carácter, una misma altura emocional. Decepciona que hayan tenido que recurrir a la voz en off en primera persona para explicarnos la historia, como si un libro necesitase ilustraciones para poder describir a los personajes. Es un atajo curioso, además, cuando la novela utiliza la tercera persona.

La diferencia básica y primordial entre una película y una novela es que la primera constituye una unidad dramática única: mientras una novela se lee en distintos tiempos con sus pausas entre medias, una película se “lee” del tirón, lo que ayuda a que su estructura refuerce la idea de unidad; la forma y el contenido tienden a simplificarse, a dejar de lado las ramificaciones y las derivas y a centrarse en una única trama principal (las secundarías sólo ayudan a reforzar a la principal), y jugar con una serie de ecos y resonancias, de rimas y repeticiones que acentúen esa unidad.

En su estructura básica, una película se compone de un planteamiento, un desarrollo en el que se exponen una serie de vicisitudes que ponen en entredicho lo expuesto en el planteamiento, y una vuelta a la situación primera, a la que se le han sumado los contratiempos del desarrollo. Es como una canción pop: estrofa, estribillo, variación, estribillo: al tema recurrente se le van sumando instrumentos y coros para añadir dramatismo y énfasis; la última repetición del estribillo ha de constituir un clímax, una intensidad que sólo puede llevarnos al final de la canción, porque no se puede ir más allá.

Una película también es un artefacto pop, una miniatura dramática: en el planteamiento se nos introduce el tema y los personajes; al final del primer acto escuchamos por primera vez el estribillo, al que sigue el segundo acto, variaciones sobre el mismo tema, hasta que llegamos al tercer acto, la vuelta al tema conocido, ese que ya todos en la sala sabemos tararear; pero a lo largo del segundo acto a ese tema se le han ido añadiendo “instrumentos” y “voces”, lo que hace que esta segunda repetición esté más cargada de intensidad.

Se asemeja más a una obra teatral, de la que hereda la división en tres actos, o a un relato breve (como apuntaba Hitchcock a Truffautt), por su unidad dramática, que a una novela, con sus recovecos, sus callejones sin salida y su asimetría.

El primer y el tercer acto son gemelos, siendo el tercero una repetición del primero, pero añadiéndole un ultimátum. Frente a esta simetría especular, las novelas, en contraposición, parecen dirigirse hacia un punto de fuga permanente.

Quizás la única forma honesta de adaptar una novela al cine es la que intentó Charlie Kaufman en Adaptation con la novela El ladrón de orquídeas, de Susan Orlean: una adaptación, al final, sólo puede ser la historia de un tipo al que le pagan por trasladar una historia de un medio a otro. Si la película es fallida es porque es fiel a los principios del cine comercial: ha de tener un crescendo dramático y un clímax, aunque estos sean forzados e impostados. La película pierde su integridad y su posible valía per se, para convertirse en una tesis de por qué la mayoría de las películas de Hollywood no valen un cuerno. Y como tesis, sin duda, es incuestionable.

Otra cosa que se pierde con About a boy, la película: pasar de un genérico “Will”, un tipo del que sólo sabemos que va vestido y peinado a la moda y que no es un adefesio, a tener que verle el careto a Hugh Grant durante una hora y media.

jueves, 22 de septiembre de 2011

:adiós a R.E.M.

El rock es autoafirmación: música ruidosa, amplificada, fálica, sexual, exhibicionista. Pasa de ser una música de baile, un ritmo trotón que te hace mover los pies cuando eres niño, a ser en la adolescencia una forma de identificación, una forma de estar ante los demás y contra los demás, aunque sea mediante el subterfugio de estar “frente” a los demás. Si uno tiene paciencia puede aprender a tocar un instrumento. Sino puede escuchar discos y simular que uno interpreta esa música. Los grupos que te gustan son los grupos de los cuales te gustaría formar parte, de los cuales formas parte en tu cabeza, cada vez que pulsas play. Así de sencillo.

R.E.M. llegaron a mí, o yo a ellos, en el momento justo, en plena floración (ejem), en plena debacle y construcción de mi persona. Sí, en mi adolescencia. Eran finales de los ochenta y principios de los noventa, momento en que alcanzaron la cima de su fama (de otra forma un chaval de provincias como yo nunca los hubiera llegado a conocer), pasando de lo alternativo a lo mainstream sin cambiar demasiado sus postulados, quizás perdiendo un poco de hermetismo, pero sin “venderse”. Por eso siempre tuvieron el respeto de sus cohetáneos: porque a pesar de vender millones de discos, parecían seguir yendo a lo suyo, como si las circunstancias se adaptasen a su idiosincracia, y no al revés. Parecía que simplemente habían tenido suerte, que los astros se habían alineado para que su música resultase cool para millones de personas cuando antes sólo lo era para miles. Así de sencillo.

Sigo con mi historia, porque la de ellos sólo la conozco tangencialmente: por lo que he escuchado en sus discos y leído en alguna entrevista. Llega el momento en que debo definirme, y ahí están mis primeros cómics para adultos, mis primeras lecturas “serias” (pasar de Stephen King a James Joyce supone un gran salto en según que momento de tu vida), mis primeras películas independientes... y la música. La música forjó mi cerebro a martillazos, le dió forma a base de guitarrazos. Con los ojos cerrados en mi cabeza había un teatrillo como el de la mujer del radiador de Lynch: un espacio donde yo era el protagonista, el guitarra solista, el vocalista y el compositor. Y R.E.M. estuvieron ahí desde el primer momento. Recuerdo como una epifanía el encontrar un casette del Murmur en la Biblioteca Pública (!), y hacer una copia que escuché miles de veces. Recuerdo el recopilatorio de su etapa en IRS que sacaron aprovechando el tirón mediático del Out Of Time y que parecía anunciar un universo infinito: aquello sólo era una parte del todo, una parte minúscula de la enormidad que era su discografía. Con mi primer sueldo (haciendo unos extras en la fábrica de Donuts), entre otras cosas me compré el Green en cd. Y después, cuando reeditaron en ese formato sus viejos discos, me los compré todos y seguí una carrera inversa hasta los orígenes de su música, mientras ellos seguían hacia adelante. Sus discos posteriores los he ido comprando, más o menos religiosamente. Comprendía que su mejor momento, o su esplendor, ya había pasado. Ya no eran cabeza de cartel en el festival de mi cerebro, pero seguían teniendo un puesto destacado. Eran mis viejos amigos: no los veía todos los días, pero cuando nos cruzábamos nos bastaba una mirada, un mínimo gesto para comprender todo lo que nos había pasado desde la última vez.

Que ahora se hayan separado sólo supone que no tendré un disco nuevo de ellos cada tres o cuatro años. Supone que ahora ya sólo tendré recuerdos, nunca nuevas experiencias. Supone un final en nuestro matrimonio, pero no en nuestra historia de amor. Por suerte o por desgracia, R.E.M. siempre formarán parte de mí, siempre serán parte de lo que soy.

Leo por encima las causas de la separación. No quiero profundizar demasiado porque la historia de un grupo de rock es una sucesión de escenificaciones y lugares comunes. A ellos les ha tocado escenificar el final amigable, y no me interesa ver que hay debajo de esa imagen. Si ellos dicen que todo ha sido de común acuerdo, como el final natural de una etapa de sus vidas, yo doy la explicación por buena. Me imagino que no todo es tan sencillo, como tampoco lo debió de ser la marcha en su momento de Bill Berry, y que imperativos contractuales quizás ha mantenido esta etapa de sus vidas más allá de su ciclo natural. Quizás. Pero gracias a ello hemos podido disfrutar de un gran final de fiesta, con un penúltimo disco lleno de energía y una coda que suena a recopilación de todas sus etapas. Habrá, supongo, más material para sacarnos los cuartos: sesiones de grabación, directos, rarezas y demás estaciones donde siempre para el circo del rock. Seguro que bien diseñado y hecho con cariño, como todo lo que lleva su nombre (su club del single es modélico con sus fans desde hace décadas).

Salvo reunión para recordar los viejos tiempos de gloria frente a las masas, este es el final de R.E.M. Uno de los pocos grupos contemporáneos que podía mirar de tú a tú a los clásicos (un Greatets Hits suyo estaría a la altura del de cualquiera), porque supongo que ya se habían convertido en unos clásicos. Eso significa que ya eran atemporales, o sea, irrelevantes. Y sin embargo, seguían siendo importantes para muchos de nosotros.

viernes, 9 de septiembre de 2011

:the Pinkerton solution

Hay fiesta en la cafetería del camping. Han traído a un grupo de bailarines para amenizar la noche. Es una especie de fiesta, aunque no hay ningún motivo especial para que la haya. Afuera comienza a lloviznar y la gente se amontona en el local, entre las mesas que han apartado del centro para improvisar un escenario. Alguna niña se une al grupo: se quedan mirando durante unos minutos la coreografía, hasta que pillan el ritmo y los cambios, y se zambullen como jugando a la comba. El público ovaciona, les aplaude mucho más fuerte que a los propios bailarines.

Doy un par de vueltas al camping, con la capucha del impermeable bajada, sintiendo la lluvia en la cara como un pulverizador. A la tercera vuelta se ha vaciado la cafetería; los bailarines han recogido y se han ido, y sólo queda un camarero recolocando las mesas y dos clientes acodados al fondo, en la barra.

Entro y llamo la atención del camarero; no me dice ni hola, sólo que van a cerrar. Yo le digo que sólo me quiero tomar un café rápido y me voy. Me dice que ya han apagado la máquina, pero sale un señor de detrás de una cortina de cuentas, creo que el dueño de la concesión del bar, y le dice que me ponga el café. La máquina no está apagada pero no comento nada: he ganado esta batalla. Tengo que permanecer despierto toda la noche. Un café doble, oscuro. Siento el corazón palpitando arrítmicamente como un solo de Thelonious Monk. El camarero se toma su pequeña revancha y me dice que me lo tendré que tomar allí en la barra. No pongo pegas, ni el señor que ha desaparecido detrás de la cortina.

Me guardo los dos sobres de azúcar porque tengo la sensación de que el café solo, amargo, hace más efecto. Los dos tipos de la barra suben el tono de voz de su conversación. Uno, el que tengo de frente, dice que existen los demonios: Buda, Alá, el de los mormones... son todos demonios. Tienen el corazón de color negro; literalmente. Sólo Cristo es el Dios verdadero, y su corazón es blanco como una pechuga de pollo a la plancha.

Lo miro de reojo y no parece borracho. En la barra tienen un par de cervezas. El que tengo de espaldas le dice que todos los corazones son del mismo color. Da la casualidad de que el tipo es cirujano y ha visto muchos corazones. No es carnicero, es cirujano. Ha visto muchos corazones humanos, ha tenido corazones en sus manos, y todos son iguales. Por dentro, dice, el cuerpo humano huele a mierda y a descomposición, huele peor que una alcantarilla, peor que un cerdo abierto en canal, porque su alimentación es mejor. De hecho, dice, los cirujanos no llevan mascarilla por una cuestión de higiene, sino para mitigar el olor. Las bacterias y los demás microorganismos pasan con toda facilidad a través de la mascarilla, no les supone ningún problema. Habría el mismo porcentaje de infecciones aunque operasen a los pacientes en una porqueriza, aunque les escupiesen dentro (por la forma en que lo dice, parece dar a entender que es una práctica habitual). Las mascarillas están única y exclusivamente para que el equipo quirúrgico no vomite dentro de la cavidad abierta en mitad del pecho de la gente debido a la peste que desprendemos. Somos eméticos, dice.

Dudo un momento con mi café en la mano y al final me lo tomo de un trago. Dejo una moneda de dos euros encima de la barra, y la conversación de los dos tipos a medias. Cuando estoy casi en la puerta el camarero me dice que son dos euros veinte. No sé si se está vengando o han subido los precios para compensar el flojo verano. Le doy los veinte céntimos y me voy. Son casi las dos y ha escampado.

Entro en el avance de mi caravana y me siento en una silla. Me cubro las piernas con una toalla y espero en la oscuridad. Imágenes de cuerpos abiertos en canal, como pinturas de Bacon, se forman ante mí a cada parpadeo, como una fina telilla que me cubriese los ojos. La penumbra me juega malas pasadas, se arremolina y flamea, volviéndome loco. Nada de lo que veo tiene un sentido inmediato, sólo a posteriori. Por eso tardo unos segundos en comprender que la sombra que se acerca por la izquierda no es una mancha en mi retina ni una visión producida por la cafeína: es una persona. Agudizo la vista y la reconozco: es mi sospechosa principal, casi mi única sospechosa, la mujer de Pomisa. Entra en mi parcela y se va hasta el rincón, entre las malas hiervas y las calas medio quemadas por el salitre. Se agacha con las piernas separadas y hace sus necesidades. No sé si hace aguas menores o también mayores, pero está ahí un buen rato empujando, tensos sus muslos blancos como la luna. Hay un destello en uno de sus ojos, sólo visible desde este preciso ángulo. Se sube las bragas sin limpiarse y se va por dónde ha venido. Yo estoy clavado en mi asiento: llevo tres noches esperando este instante, y ahora el cuerpo no me responde.

El momento ha pasado, ya sólo me queda mi palabra, ahora basada en una realidad en lugar de en una suposición, es cierto, pero sólo mi palabra. Y nadie me creerá.

Me meto en la caravana y me acuesto. Siento una gran ligereza, como un viento tibio que me arrulla y me quedo dormido. Por fin me quedo dormido.

miércoles, 24 de agosto de 2011

:en busca de la trama perfecta

Como guionista, o al menos como analista de guiones (analista por cuenta propia, no remunerado), tengo una especial predilección por las películas con recursos narrativos limitados: pocos personajes y un escenario reducido. Cuanto menos, mejor. Mejor, se entiende, si la cosa funciona.

Me encanta disfrutar de películas en que un par de personajes mantienen un tour de force en una sola localización, un guión bien ensamblado, bien engarzado, unas buenas interpretaciones... y no necesito nada más. De hecho, según el humor que tenga ese día, lo demás hasta me puede sobrar.

No abundan este tipo de películas (supongo que la más paradigmática, para que me entiendan, sería La huella), y que sean realmente buenas, que logren mantener el artificio en pie durante todo el metraje sin hacer trampas, son realmente escasas.

La mayoría suelen ser de suspense, thrillers donde la búsqueda de respuestas por parte del espectador hace que la trama enganche y el interés no decaiga. Pero mantener las respuestas ocultas hasta el último momento sin que uno se lo huela o sin que sean descabelladas, no es sencillo. Pienso en Wrecked, donde un Adrien Brody sustenta toda la trama: un tipo accidentado, amnésico en mitad de un bosque, un par de cadáveres en el asiento de atrás del coche, una radio que habla de un atraco, un perro para que Adrien tenga alguien con quien hablar, y poco más... hasta que unos flashbacks hacia el final nos aclaran que había ocurrido antes del accidente. La pregunta que yo me hago es, no qué pasó antes del accidente, sino: ¿por qué el amnésico lo recuerda justo ahora? La respuesta complicada: ni puta idea. La respuesta sencilla: porque quedan cinco minutos para que acabe la película y necesitamos un clímax. Un deus ex machina en toda regla. No es una pena, porque el resto de la película tampoco es gran cosa. Ustedes deciden.

The Perfect Host me atrajo por su cartel y porque lo protagoniza un actor por el que siento debilidad, David Hyde Pierce. Me entero un poco de qué va, lo justo, no quiero saber demasiado, y me lanzo a por ella: un par de tipos en una casa, el dueño y un ladrón en fuga. Pinta bien: ¿un Funny Games a la inversa? La cosa tiene un poco de trampa: flashbacks aclarando detalles del pasado (en este tipo de películas, los flashbacks me parecen un poco tramposos, un poco como tomar atajos; soy así de purista), un comienzo y un final fuera de la casa, personajes secundarios que son mero atrezzo... pero bueno, podemos decir que básicamente hay dos antagonistas y un par de secundarios, y que tres cuartas partes del metraje están concentrados en una casa. El principio es potente, el desarrollo trae consigo giros más o menos inesperados (a mí personalmente me interesaba más lo que parecía apuntarse en el inicio), jugando con todas las permutaciones posibles de luchas de poder... pero el tramo final, practicamente el tercer acto, me resulta demasiado rocambolesto, demasiado rizar el rizo. Los flashbacks, de nuevo, me sobran, pero ya les digo que esto es algo personal.

La película, pese a todos estos peros, me parece más que disfrutable. Tiene momentos de guión muy buenos, una interpretación de David Hyde Pierce memorable, y en general se gana al espectador con su abundante humor negro y su modesta puesta en escena, a medio camino entre lo indie y la tv-movie. No esperen una gran revelación estética, pero sí una horita y media entretenida.

viernes, 19 de agosto de 2011

:un paquete de clavos


Viajo en el tiempo con mis pecados. Primero me confieso: invento sobre la marcha faltas que no he cometido, y que después cometo al pie de la letra. Viajo al pasado a través de los pecados que ya he purgado, ya he redimido, a través de mis faltas que ya han sido perdonadas. Rezo lo que el Padre me ha ordenado rezar, medito sobre lo que él me ha pedido que medite. Todos mis pecados son perdonados menos uno: la mentira. Le miento porque mis faltas todavía no han sido cometidas. Serán cometidas después; es decir: antes.

Le cuento al Padre como robo un paquete de clavos en la ferretería. Me pregunta por qué lo hago, qué necesidad tengo yo de los clavos, como si la necesidad fuese un atenuante. Yo me muestro soberbio: no tengo ninguna necesidad de robar los clavos, no tengo ningún motivo para querer tenerlos. Pero le cuento como escondo el paquete de papel marrón en mi mano, el peso metálico en mi bolsillo, descuadrándome la cintura del pantalón. Le cuento como simulo curiosear en la sección de pesca y le pregunto al ferretero por unas cucharillas para pescar truchas. El precio se me va del presupuesto, le digo, y lo recalco con un golpe en los bolsillos, tentando mi suerte al atraer su atención hacia el bulto de mi pantalón. No parece sospechar nada: uso saludos arcaizantes y frases llenas de barroquismos, bolutas y adornos, por lo que me cree lo suficientemente educado como para no robar en su tienda. No sabe exactamente quién soy: cree que soy el hijo de mi tía, el hijo de la hermana de mi madre. Me recreo un rato en los carretes de sedales y me marcho cuando entran un par de paisanos que más que a comprar pasan a charlar.

Me voy hasta el río, justo a antes de los rápidos, donde el caudal se ensancha calmo como un animal aguantando la respiración. Zapateros rompen la telilla verde del agua. Abro el paquete de clavos cerrado con un lazo de tremilla. Desenvuelvo el papel doble y cojo uno de los clavos en la mano, con su punta piramidal, las ondulaciones del metal, la cabeza con las muescas cuadriculadas. Lo tiro al agua con un pequeño chapoteo, sólo una gota que salta donde cae el clavo, y después las ondas extendiendose por la superficie del río. El clavo se hunde en el agua y llega hasta el fondo de limo fino, tamizado, y levanta una pequeña boluta de polvo. Tiro todos los clavos, uno a uno, hasta que mucho tiempo después, el paquete está vacío. Hago una bola con el papel, lo ato cuidadosamente con la tremilla y lo entierro debajo del musgo, entre las raices llenas de insectos negros y brillantes solo cuando les da la luz.

Cumplo la penitencia que me ordena el Padre y voy hasta la ferretería. Al fondo del pasillo de las herramientas me acuclillo y cojo un paquete de clavos de la balda más baja y me lo guardo en el bolsillo. Le pregunto al ferretero sobre las cucharillas para pescar truchas y me explica pacientemente los tipos, los modelos, las variedades y los precios. Con una mueca, un chasquido de la lengua y un gesto de tocarme los bolsillos, le digo que el precio se escapa un poco de mi presupuesto. El ferretero me pregunta si por el contrario tengo pensado pagar eso que llevo en el bolsillo. Me pongo rojo como un tomate, saco el paquete de clavos del bolsillo y lo dejo sobre el mostrador. No soy capaz de mirarle a la cara mientras salgo de la ferretería, en silencio.

Desde entonces, nada a vuelto a ser igual. Lo advierte bien claro en mi Manual de viajes en el tiempo: nunca cambies el pasado.


jueves, 18 de agosto de 2011

:no nos confiemos

Pequeños contratiempos aleatorios, no mortales por necesidad (aunque puedan llegar a serlo), solo para ponérnoslo un poco difícil, para que no nos confiemos. Unos hierros saliendo de aquí y allá en las aceras, hierros que normalmente forman parte de la estructura interna del hormigón, pero que de pronto salen hacia afuera, como hiervas que crecen en una grieta del pavimento.

No están afilados, y se van oxidando con el tiempo; no hay una premeditación ni un ensañamiento en su naturaleza.

Puedes tropezar en ellos si vas despistado, o clavártelos si tropiezas antes y te caes encima. Pueden darse casos de heridas sin importancia, pero habrá heridos de gravedad. Morirá gente; no la suficiente como para que se convierta en un problema candente, un tema de debate en el Congreso; pero sí un tema para comentar por la calle, o en las noticias, de relleno, en el apartado de sucesos.

Nadie se plantea cortar los hierros, o doblarlos, o taparlos con algo para que sean un objeto romo e inofensivo. Simplemente están.

sábado, 30 de julio de 2011

:lo contrario de la nostalgia

1.Van pasando los años y mi película favorita de Miyazaki sigue siendo Nicky, la aprendiz de bruja. Hay en su aparente simplicidad y falta de pretensiones, en su ligereza, algo que me fascina, que me hace volver a ella (real o mentalmente) más que al resto de la producción de genio nipón. La ciudad imaginaria donde se desarrolla la acción es una suerte de mezcla de los distintos “encantos” europeos, una especie de recuerdo falso que recrea Miyazaki, un ideal irreal, como todos los ideales. Quizás por esa condición de ideal resulte tan familiar y parezca aludir al inconsciente de cada uno de los espectadores, como si todos hubiésemos estado en esa ciudad en algún momento de nuestras vidas, de visita, de vacaciones, de paso; o simplemente hallamos soñado en ella o con ella. Parece anclado en un pasado idílico, un ayer donde la tecnología es practicamente la nuestra pero los entramados sociales parecen un poco más sencillos. Los personajes participan de una bondad que siempre parece de otra época, nunca de la nuestra. Seguramente el hombre nunca ha sido tan “bueno” como en esta película; en ningún momento ni en ningún lugar.

La nostalgia es ese falso recuerdo, esa tibieza que uno asocia a todo lo pasado. Quiero ser antinostálgico: mi cerebro envía esos impulsos y lo verbalizo una y otra vez, para mí mismo, porque no me lo acabo de creer y lo sé.

2. Ojeo libros y webs de juguetes de hace dos décadas, intentando recordar qué era ser niño, y si se parece al recuerdo que tengo de ser niño. Tente reinaba por aquí, haciendo la competencia al gigante Lego, que al menos a mi vida llegó después, y por lo tanto siempre creí que era una copia. Tente, de Exin, además de bordear el peligro de plagio por su sistema de construcción de piezas de plástico, también se la jugó sacando la línea Roblock, a todas luces inspirada en la franquicia Transformers.

Yo tuve un Transformer que se convertía en una especie de F-14 deforme, un reloj de pulsera con forma de robot que se convertía en reloj de pulsera, y un Roblock. Por aquel entonces no entendía de franquicias ni marcas, y aunque no todo parecía tener el mismo acabado, la misma calidad, sí que todo parecía legítimo. Por eso entiendo que a un niño de ahora le pueda parecer igual de justificable y de disfrutable Transformers (la película) y Transmorphers (la película).

No me dí cuenta hasta mucho más tarde, como todo el mundo, de que en casa no éramos ricos. Así que esa Navidad, aunque el Roblock que más me gustaba era uno azul que (creo recordar) se convertía en un avión o en un helicóptero, me conformé con otro más pequeño y barato. Era amarillo y feo. En su versión vehículo era una especie de camioneta extraña, como las que utilizan en el ayuntamiento para arreglar el tendido eléctrico. El color amarillo ayudaba a dar esa sensación de vehículo de construcción, alejándolo de otra posible inspiración en un vehículo de exploración lunar. En su versión robot era una especie de tiranosaurio de brazos raquíticos que dejaba muy poco margen para la aventura, limitaba demasiado la imaginación al estar tan poco diseñado para la acción. Parecía un señor con un traje tres piezas, treinta quilos de sobrepeso y sombrero. Un señor con bigote y gota. Era la antítesis de la figura de acción. Así que duró poco montado (es lo bueno de los juguetes de bloques) y fué muchas cosas, siempre cosas nuevas. Era lo contrario de la nostalgia.

sábado, 23 de julio de 2011

:D.H. Lawrence parte 3

Aquí tienen la tercera entrega de las, a veces hilarantes, la mayoría de las veces anodinas y derivativas, Aventuras de D.H. Lawrence. Como una imagen vala más que mil palabras, y aquí tienen básicamente la misma imagen repetida 225 veces, pues tampoco me voy a extender mucho más. De hecho, lo dejó justo aquí.



























miércoles, 20 de julio de 2011

:Metamorfosis en Coruña

Si os pasais por A Coruña entre el 22 de Julio y el 14 de Agosto (por ejemplo podeis acercaros al Salón del Cómic), no dejeis de echarle un vistazo a la exposición de dos artistas dinámicos y llenos de alegría de vivir llamados José María Picón y Víctor Carro Tojo. La expo lleva el título de Metamorfosis, y podeis encontrarla aquí, es decir, en la Sala de Exposiciones de Los Cantones Village. El horario es de 11 a 23, y ya no sé qué más hacer para que vayais como no sea prepararos unos bocadillos.
Por mediación de José María Picón he tenido el "dudoso" honor de escribirles un texto de presentación comentando la jugada (pobres incautos). Con el dinero que me he sacado del timo, un corta y pega de los diarios de Jacques Derrida y unas cartas de Jacques Lacan a Jean Cocteau, me he pegado una escapada de relax y en estos momentos les estoy escribiendo esto desde un spa en la isla de la Toja (los llaveros con caracolas siguen siendo tendencia, por cierto). El texto es el que sigue, y las imágenes son, las dos primeras de Picón, y las dos siguientes de Carro Tojo. Como ven, este post se lo he dejado bien masticadito, todo muy fácil de entender. No se acostumbren.

"Tiene algo de heroico titular Metamorfosis tu obra, con las pesadas resonancias que conlleva. Víctor Carro Tojo y José María Picón obvian los poemas mitológicos del clásico de Ovidio y se aproximan, premeditadamente de forma tangencial, a la obra homónima de Kafka, aunque sólo sea por su papel como representante de la Nueva Carne avant la lettre, y la presencia obsesiva de insectos en la obra de estos dos artistas.

Aunque a primera vista pueda parecer una paradoja plasmar los cambios en imágenes estáticas, cuando el cambio es precisamente movimiento, observando detenidamente las piezas de esta exposición, uno comprende que en una época como la nuestra de impresiones huidizas, de realidad difícil de apresar, quizás lo que tenga sentido sea el estatismo para resetear nuestras miradas, para restablecer unas coordenadas. Plasmar la mutación en una imagen única admite dos posibilidades: capturar el cambio in medias res, en el estadio intermedio entre ser una cosa y ser otra (como Bernini capturó en mármol a Dafne en mitad de su transformación entre mujer y laurel), o dejar meridianamente claro cuales son los dos polos entre los que bascula nuestra creación mutante.

José María Picón crea una realidad fragmentada que él mismo reconstruye como un collage. Sus imágenes son nudos gordianos en busca de significados nuevos, como si la realidad fuese un puzzle que admitiese más de una solución. Juega con la dualidad, en la forma y en el fondo: sus obras son metáforas visuales, con un significado muy claro que se alimenta de dos polos sin que eso divida su poder evocador, sino que lo multiplica exponencialmente. Quizás la pieza clave sea Tolemia: la ironía de que el artista/taur nos muestre su naipe, el Joker, la carta con valor cero. Quizás todo ha sido un juego.

Las metáforas visuales también están en la raíz de la obra de Víctor Carro Tojo: la mutación, el cuerpo como lugar de exploración, de dolor, como espacio para el hallazgo, para la sorpresa. Utiliza una técnica pictórica, con el valor distanciador del blanco y negro, pero elaborada, precisamente para cristalizar sus imágenes en el tiempo, detenerlas y convertirlas en iconos inmutables de la corrupción del cuerpo, para convertir lo transitorio en eterno.

La filosofía oriental entiende la realidad como un cambio continuo, entiende que la naturaleza última del ser es la mutación. Quizás las obras de estos dos artistas, Víctor Carro Tojo y José María Picón, puedan entenderse como imágenes inmutables del cambio, como instantáneas aisladas de un continuo imposible de detener."

Por si quieren saber algo más de los artistas, aquí les dejo un par de reseñas biográficas. Para una relación más intima, el día de la inauguración estarán por ahí derrochando joi de vivre y comiendo pinchos como si los hubiesen pagado ellos (que de hecho es así).

Víctor Carro Tojo: Nació un día muy ingrato si lo que uno ambiciona es acumular bienes (un 26 de diciembre). Su casa siempre estuvo llena de papeles, así que se dedicó a emborronarlos desde muy pequeño y desde entonces en ello sigue. La televisión y los comics se inmiscuyeron en su vida y truncaron una carrera prometedora y una vida sana convirtiéndolo en un ilustrador de mal vivir. Reconoce que le queda todo por aprender, lo cual dice mucho de él y poco de sus profesores.

José María Picón: Vive en el mejor barrio de Santiago D.C. (o eso cree él), y complementa su abultado sueldo con timbas de póker. Nacido en una familia con tradición artística, signifique lo que signifique eso. Desde pequeño quiso ser dibujante, pero con los años fue perdiendo habilidades manuales y ganando en pragmatismo: comprendió que la fotografía y el diseño manchaban menos. Un día tuvo una epifanía en el supermercado al comprender que las portadas de los discos y libros las diseñaba alguien, y encima cobraba por ello. Decidió que él también podía hacerlo (cobrar, lo otro ya lo sabía) y en eso anda, pobre diablo. Está perfeccionando su inglés para escribir su autobiografía, ya apalabrada con Random House. Además está pensando en hacer cosas más interesantes, pero todavía no se le han ocurrido.

Actualización: reseña, en plan corta y pega de mi texto original, en El Ideal Gallego.

lunes, 4 de julio de 2011

:el bueno, el feo y el malo

Tres teleseries, tres, son las que vamos a comentar hoy por aquí, brevemente.

El bueno es Luther, o Neil Cross, su guionista y creador, o Idris Elba, el actorazo (en todos los sentidos del aumentativo) que le da cuerpo. Luther ya va por la segunda temporada y es una serie que nadie que disfrute del buen género policíaco debería perderse. Tiene una buena base en unas tramas autoconclusivas muy bien construídas, más una subtrama que unifica cada temporada y que te mantiene enganchado. Tiene unos malos malísimos y tiene, sobre todo, a un protagonista carismático: atormentado, con luchas internas que lo mantienen siempre al límite, a punto de romperse, siempre en el abismo (en ocasiones, literalmente). Es un personaje extraordinariamente complejo, demasiado inteligente para su propio bien, y violento. Esta violencia, que apenas puede contener, es uno de sus puntos fuertes, y uno de los grandes logros de Neil Cross: lograr que empaticemos con Luther porque sabemos que tras sus juegos con los límites de la legalidad, en él hay un código férreo que compartimos (algo así como lo que hacen al otro lado del Atlántico con Dexter). Sabemos que, tras la superficie erizada y cortante, Luther es un buen hombre.

El feo es Louis C.K.: actor, guionista, cómico, productor, director... todas esas cosas y supongo que alguna más, y no sé en que orden o prioridad. En su abultado currículo destaca una serie que hizo hace unos años para la HBO, en un intento extraño de crear una “sitcom para adultos”. El invento se llamó Lucky Louie, y parece que no cuajó del todo y por eso sólo duró una temporada. La cosa, sin estar del todo mal, ciertamente cojeaba: lo de sitcom para adultos iba porque el lenguaje era soez (bueno, un lenguaje normal), había algún desnudo integral ocasional (sólo masculinos, lo siento), y una temática más bien descorazonadora. El “Lucky” del título era, quedaba claro desde el primer minuto del piloto, irónico: Louie es un pobre cabeza de familia que vive en un apartamente misérrimo, tiene un trabajo de mierda, unos amigos de mierda y un cuñado como para darle de comer aparte. Su matrimonio no es desdichado, ni se regodean en la miseria; de ahí viene gran parte de la desazón que provoca la serie: Louis es un tipo normal, como muchos otros millones de norteamericanos (y europeos), un tipo con una vida corriente con preocupaciones corrientes, como las nuestras, que sólo nos parecen desdichadas cuando las vemos en la pantalla. El tono es el que hace que esta serie sea diferente a otras sitcoms. El tono es inmisericorde con nosotros.


En esta serie Louis C.K. introduce todos los temas que le interesan, y que luego explotará en su siguiente proyecto, cuya segunda temporada acaba de empezar y que se titula simplemente Louie. Aquí Louis parece interpretarse a sí mismo mediante un reflejo, supongo, distorsionado (como Larry David en Curb Your Enthusiasm): Louie es un cómico de stand up, divorciado, con un par de hijas a las que ve cuando le toca, que trata de entablar relaciones de vez en cuando y que, bueno, vive su vida. Seingfield (la serie), ya resultó revolucionaria en su momento (de nuevo Larry David de por medio) por tener como premisa crear una sitcom sobre la nada. Louie parece una versión podrida de Seingfield: es la versión punk, la versión lado oscuro, es como Seingfield a medio descomponer en un cubo de basura.


Louie no trata sobre la nada, no es un mecanismo tan abstracto ni preciso. Louie trata sobre Louie, sobre ser un cómico de segunda en una gran ciudad, sobre tener cuarenta y tantos y no tener pareja, sobre la paternidad, sobre ser pelirrojo, feo, calvo y gordo. Su estructura también es similar a la de Seingfield, con esos recursos del comediante ante su público monologando y acotando el tema central del capítulo. Por lo demás, cada episodio discurre con libertad: a veces trata dos pequeñas historias relacionadas, otras veces una, otras veces dos anécdotas aparentemente inconexas... Louie, la serie, trata sobre lo que le pasa a Louie, la persona; y no le suelen pasar grandes cosas. Es la libertad, la falta de premeditación con la que nos lo cuentan lo que lo hace todo interesante.

La música de jazz que suele acompañar la serie lo emparenta con ese otro ícono cómico que es Woody Allen, pero Louie se acerca más al free y al boop que al swing. El ritmo es entrecortado, como una maquinaria defectuosa. Pero milagrosamente, todo está en su lugar en el momento preciso, y Louie, la serie, es de lo mejor que se puede ver ahora mismo en antena. Un consejo: la cosa va cogiendo cuerpo a partir del tercer episodio; si los dos primeros no te convencen o incluso te parecen infames, por favor, dale otra oportunidad. Personalmente creo que merece la pena.

Otro consejo: también hay algunos especiales por ahí de Louis C.K. en su vertiente standup que merecen mucho la pena, si te quedas con ganas.

El malo, pero malo de mediocre, no malo de malvado, es Falling Skies. Sin haber visto premiers ni anticipos ni trailers ni nada, sólo sabiendo que la temática era de resistencia frente a una invasión alien, y que por ahí rondaba Spielberg (que me temo que a estas alturas es como no decir nada) le tenía ganas. Un tanto a su favor: la promoción fue buena, tanto como para atraer a los que no la habíamos “visto”, tanto como para ser invisible y por tanto efectiva. Pero por muy buena que sea una promoción, si el producto no cumple unas espectativas mínimas, se diluye en el torrente de teleseries y demás ficciones que nos inundan en la actualidad. Nuestro tiempo es limitado, nuestra vida breve, y tras el super-boom de las teleseries de los últimos años, una vez asentado el polvo radioactivo, se puede ver con claridad meridiana que no es oro todo lo que reluce; no sólo eso, sino que la veta es mucho más pequeña de lo que creíamos. Sí hay un puñado de series que son obras maestras, pero la gran mayoría se mueven entre la mediocridad y un mínimo exigible. Cada espectador ocupará su tiempo con las que sean más de su cuerda, con las que se sienta más afín por las circunstancias que sean, algunas de lo más peregrinas. No sólo de Shakespeare puede uno vivir, así como no sólo de The Wire. Lo asumimos entre el entusiasmo y la resignación: ocupamos mucho de nuestro tiempo con pasatiempos, con entretenimiento liviano. Pero a este, igual que a las “obras maestras”, les exigimos unos requisitos, les exigimos unos mínimos. Y Falling Skies, para mí, a pesar de que la temática me atraiga, no cumple esos mínimos.

Sufridos los tres primeros episodios, se ve que la serie es muy básica, muy predecible. Hay unos personajes que tienen que ir de un punto A a un punto B, y en ese desplazamiento van a sufrir una serie de vicisitudes. Es una serie televisiba en el sentido peyorativo de la palabra, lo que se podía atribuir en los ochenta y noventa al 99% de los productos que salían de la pequeña pantalla: es maniquea, simple y barata. Le podría seguir dando vueltas y más vueltas, pero es tan simple como decir que es mala.

Lo siento por Noah Wyle, al que le tengo mucho cariño desde Urgencias y, sobre todo, Donnie Darko. Me da pena que malgaste su talento (que es mucho) en un producto tan mediocre.

Sin más, atentamente: T.