Hay fiesta en la cafetería del camping. Han traído a un grupo de bailarines para amenizar la noche. Es una especie de fiesta, aunque no hay ningún motivo especial para que la haya. Afuera comienza a lloviznar y la gente se amontona en el local, entre las mesas que han apartado del centro para improvisar un escenario. Alguna niña se une al grupo: se quedan mirando durante unos minutos la coreografía, hasta que pillan el ritmo y los cambios, y se zambullen como jugando a la comba. El público ovaciona, les aplaude mucho más fuerte que a los propios bailarines.
Doy un par de vueltas al camping, con la capucha del impermeable bajada, sintiendo la lluvia en la cara como un pulverizador. A la tercera vuelta se ha vaciado la cafetería; los bailarines han recogido y se han ido, y sólo queda un camarero recolocando las mesas y dos clientes acodados al fondo, en la barra.
Entro y llamo la atención del camarero; no me dice ni hola, sólo que van a cerrar. Yo le digo que sólo me quiero tomar un café rápido y me voy. Me dice que ya han apagado la máquina, pero sale un señor de detrás de una cortina de cuentas, creo que el dueño de la concesión del bar, y le dice que me ponga el café. La máquina no está apagada pero no comento nada: he ganado esta batalla. Tengo que permanecer despierto toda la noche. Un café doble, oscuro. Siento el corazón palpitando arrítmicamente como un solo de Thelonious Monk. El camarero se toma su pequeña revancha y me dice que me lo tendré que tomar allí en la barra. No pongo pegas, ni el señor que ha desaparecido detrás de la cortina.
Me guardo los dos sobres de azúcar porque tengo la sensación de que el café solo, amargo, hace más efecto. Los dos tipos de la barra suben el tono de voz de su conversación. Uno, el que tengo de frente, dice que existen los demonios: Buda, Alá, el de los mormones... son todos demonios. Tienen el corazón de color negro; literalmente. Sólo Cristo es el Dios verdadero, y su corazón es blanco como una pechuga de pollo a la plancha.
Lo miro de reojo y no parece borracho. En la barra tienen un par de cervezas. El que tengo de espaldas le dice que todos los corazones son del mismo color. Da la casualidad de que el tipo es cirujano y ha visto muchos corazones. No es carnicero, es cirujano. Ha visto muchos corazones humanos, ha tenido corazones en sus manos, y todos son iguales. Por dentro, dice, el cuerpo humano huele a mierda y a descomposición, huele peor que una alcantarilla, peor que un cerdo abierto en canal, porque su alimentación es mejor. De hecho, dice, los cirujanos no llevan mascarilla por una cuestión de higiene, sino para mitigar el olor. Las bacterias y los demás microorganismos pasan con toda facilidad a través de la mascarilla, no les supone ningún problema. Habría el mismo porcentaje de infecciones aunque operasen a los pacientes en una porqueriza, aunque les escupiesen dentro (por la forma en que lo dice, parece dar a entender que es una práctica habitual). Las mascarillas están única y exclusivamente para que el equipo quirúrgico no vomite dentro de la cavidad abierta en mitad del pecho de la gente debido a la peste que desprendemos. Somos eméticos, dice.
Dudo un momento con mi café en la mano y al final me lo tomo de un trago. Dejo una moneda de dos euros encima de la barra, y la conversación de los dos tipos a medias. Cuando estoy casi en la puerta el camarero me dice que son dos euros veinte. No sé si se está vengando o han subido los precios para compensar el flojo verano. Le doy los veinte céntimos y me voy. Son casi las dos y ha escampado.
Entro en el avance de mi caravana y me siento en una silla. Me cubro las piernas con una toalla y espero en la oscuridad. Imágenes de cuerpos abiertos en canal, como pinturas de Bacon, se forman ante mí a cada parpadeo, como una fina telilla que me cubriese los ojos. La penumbra me juega malas pasadas, se arremolina y flamea, volviéndome loco. Nada de lo que veo tiene un sentido inmediato, sólo a posteriori. Por eso tardo unos segundos en comprender que la sombra que se acerca por la izquierda no es una mancha en mi retina ni una visión producida por la cafeína: es una persona. Agudizo la vista y la reconozco: es mi sospechosa principal, casi mi única sospechosa, la mujer de Pomisa. Entra en mi parcela y se va hasta el rincón, entre las malas hiervas y las calas medio quemadas por el salitre. Se agacha con las piernas separadas y hace sus necesidades. No sé si hace aguas menores o también mayores, pero está ahí un buen rato empujando, tensos sus muslos blancos como la luna. Hay un destello en uno de sus ojos, sólo visible desde este preciso ángulo. Se sube las bragas sin limpiarse y se va por dónde ha venido. Yo estoy clavado en mi asiento: llevo tres noches esperando este instante, y ahora el cuerpo no me responde.
El momento ha pasado, ya sólo me queda mi palabra, ahora basada en una realidad en lugar de en una suposición, es cierto, pero sólo mi palabra. Y nadie me creerá.
Me meto en la caravana y me acuesto. Siento una gran ligereza, como un viento tibio que me arrulla y me quedo dormido. Por fin me quedo dormido.
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