"Imaginemos que estamos corrigiendo una traducción de una biografía de Soren Kierkegaard. Es plausible suponer que la palabra Copenhague aparecerá en ella, cuando menos, cada dos o tres páginas, lo que en un volumen de 500 páginas nos da un total de ciento setenta o ciento ochenta entradas (entradas que podrían elevarse de forma exponencial si tenemos en cuenta que la palabra Copenhague se repetirá en algunas páginas dos, tres o más veces, por no hablar de su presencia en las notas y en la bibliografía).
La primera vez que aparezca la palabra Copenhague la miraremos con especial atención, casi con ojo de entomólogo, e incluso sonriéndonos dudaremos un poco (nos preguntaremos, sobre todo, dónde demonios hay que colocar la letra "h"), aunque sepamos con certeza cómo se escribe. De hecho, para calmar a nuestro demonio interior, que ya se habrá posado encima de nuestro hombro para contemplarnos en plena acción correctora, consultaremos en la enciclopedia Monitor el topónimo de marras, nos acercaremos hasta nuestro manoseado ejemplar de El concepto de la angustia o entraremos en la página web de la embajada danesa en España. Calmada esta levísima inquietud, fruto de un atavismo antes que de una vacilación sincera, nos mantendremos alerta durante las veinte o treinta páginas siguientes, y detectaremos con orgullo algún infecto Copenaghue, algún corrupto Copenhage e incluso algún insidioso Copehnague. Pero pronto, al filo del primer café matutino, nuestra atención comenzará a vacilar. Y comenzaremos a leer la palabra incompleta, sólo hasta Copen, a leer sólo sílabas sueltas, Co, gue, o, sencillamente, a no leerla en absoluto, "Kierkegaard visitó a Regina Olsen aquel verano en... al menos en tres ocasiones".
Como en los textos, también en la vida a menudo nos "saltamos" lo que sucede. y no sólo, por ejemplo, al volar, cuando nos "saltamos" el paisaje, o al follar, cuando nos "saltamos" las caricias, o al comer, cuando nos "saltamos" los sabores. En cada línea -esto es, en cada minuto del día- se esconde una pequeña errata que aspira a no ser vista. Puede que, desde ese punto de vista, la corrección constituya una excelente metáfora de la existencia.
Pero entonces, preguntarán ustedes, de qué podemos fiarnos.
Y yo les respondo gustosamente: no se fíen de nada ni de nadie. Sospechen siempre. Incluso de su nombre escrito sobre un papel."
El corrector (2009), Ricardo Menéndez Salmón.