sábado, 31 de mayo de 2008

:las cajas

En sus sueños sueña que una “dama” guarda sus recuerdos, y que sólo puede olvidar mediante la negligencia de la “dama”. Sueña en una siesta que ve a la “dama” y se enamora tan intensamente de ella que ya no puede dejar de pensar en ella, ni dormido ni despierto, convirtiendo su vida en una espiral dolorosa. Así que decide matar a la “dama” y destrozar sus recuerdos, guardados en 18 cajas; pero cuando llega a la 9 ya no recuerda que está haciendo allí, y llora junto al cadáver de la hermosa desconocida que yace a su lado, sabiendo que nunca podrá olvidar ese momento.

:nadie es perfecto [2]

(Suele dejar palominos en los calzoncillos)

jueves, 29 de mayo de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [31]

19 de noviembre - Hoy he pasado una mala noche. He tardado en conciliar el sueño, pensando en la otra media pastilla. No he dejado de dar vueltas en la cama, arrugando las sábanas, calentando la almohada. Cuando por fin logré dormirme tuve una pesadilla: oigo una voz en la almohada, como si hubiese alguien dentro. Al principio creo que son mis propios pensamientos, pero después concluyo que no, porque no tiene mi voz y sabe cosas que yo no sé. Me despierto sobresaltado, con el corazón palpitándome en la garganta. Ya no logro dormir más en toda la noche.
Me ducho para despejarme, pero el agua templada me atonta todavía más. Mientras me preparo el desayuno tengo el presentimiento de que alguien me va a llamar por teléfono. Voy a por el móvil y lo pongo frente a mí, sobre la mesa. No dejo de mirarlo mientras desayuno, pero no llama nadie.
Intento arrancar el coche, pero a la media hora desisto. Hace un ruido ahogado, sordo, como estertores de muerto. Y efectivamente, parece muerto. Llamo a mi hermana para decirle que no podré ir hoy, pero no contesta. Me tiro en el sofá, tratando de decidir el siguiente paso. O bien me quedo en casa y no hago nada el resto del día, o voy hasta la estación y cojo el tren hasta casa de mi hermana. Me atrae sobremanera la primera opción, pero sé que mañana tampoco me apetecerá ir, así que, en un magnánimo gesto de generosidad, decido sacrificarme por mi yo de mañana. Hago un titánico esfuerzo de voluntad para levantarme del sofá, sintiendo sobre mis hombros el peso de mis pensamientos, que como una maldición anticipan todo el camino hasta la estación, todo el viaje en tren, todo el camino desde la estación hasta casa de mi hermana... y otra vez lo mismo de vuelta. De hecho, si la fuerza de voluntad pudiese medirse mediante una escala objetiva, como la magnitud de los terremotos o la presión atmosférica, hoy probablemente he alcanzado un registro superior al que llegó Edmund Hillary para alcanzar la cima del Everest. Y sin embargo, ni mi nombre ni este día pasarán a los anales de la historia. Una pequeña epopeya como tantas otras.
Las calles son cada vez más tristes cuanto más te acercas a la estación de tren. Son más estrechas, más grises, hay más ropa en los tendales. Ya enfilando la estación me sumerjo en el repiqueteo de maletas con ruedas. No entiendo cómo puede haber siempre viajeros. Compro un billete para el primer tren, para el que aún quedan cuarenta minutos. Me siento en un banco y le echo un vistazo a un periódico gratuito que alguien ha dejado. Sin que anuncien el tren por megafonía la gente comienza a amontonarse al borde de la vía. Sin prisas, con un desinterés consciente, me uno a la multitud. Cuando se para el tren nos dividimos en grupos y corremos hasta las puertas. Nos abrimos como el Mar Rojo para dejar salir a los pasajeros, mirando furtivamente a las demás puertas, cotejando las posibilidades, y por fin entramos en tropel. Yo me demoro y acabo sentándome de espaldas a la marcha, que me parece que es lo que todo el mundo estaba intentando evitar, pero que me parece poca cosa en comparación con el ridículo de las carreras. Enfrente está sentado un muchacho que no debe de tener ni 18 años, que se levanta a por unas gominolas a la máquina de chucherías. Tiene las piernas torcidas y atrofiadas, y camina con un bastón ortopédico, balanceándose de un lado a otro. No deja de sonreír en todo el viaje. No puedo evitar sentir compasión por él, aunque sé que es un paternalismo cínico y vacío; soy feo, cegato y enclenque; estoy en el paro, mi novia me ha dejado y me he enganchado a los tranquilizantes. No soy quien para compadecerme de nadie. [Continuará]


miércoles, 28 de mayo de 2008

:nadie es perfecto [1]

( Sube el primero al tren para coger el mejor asiento)

domingo, 25 de mayo de 2008

:los parásitos [3 de 3]

Ella no llega hasta tres días después. El primer día tuve que volver a dejar las llaves en el cajetín y esconderme en el cuarto de invitados. Lo oí llegar un rato después, ducharse, preparase algo en la cocina y acercarse al cuarto donde yo estaba. Apenas tuve tiempo de esconderme debajo de la cama, donde permanecí las dos horas que se pasó escribiendo en el ordenador, intentando que las tripas no me hicieran ruido. Cuando salió me acosté en la cama y dormí un par de horas, inquieto, con un sueño ligero. El día siguiente lo pasé habituándome a la casa, mientras buscaba un juego de llaves extra. Había un olor familiar que debió de advertirme de lo que pasaría después. Encontré las llaves en un cajón de la mesilla de noche. Salí a comer algo y a comprar algunas provisiones, bollería industrial en su mayoría, que metí debajo de la cama. A las ocho llegó otra vez a casa, siguiendo el mismo ritual: salió a hacer footing, se duchó al volver, se preparó algo en la cocina, y se pasó un par de horas escribiendo en el ordenador. Desde debajo de la cama eché un vistazo furtivo, pero no logré leer nada de lo que escribía.
Al día siguiente intento entrar en su disco duro, pero tiene una clave. Pruebo palabras al azar, fechas que encuentro en sus documentos, títulos de libros que hay en las estanterías, cualquier cosa que se me ocurre, pero no hay manera. La llamo por teléfono y me contesta con desdén. Le comunico como está la situación y que la espero, pero me dice que no sabe cuando podrá venir. Le digo que le dejo una copia de la llave encima del dintel de la puerta. Salgo a hacer una copia de mi llave y la dejo donde prometí. Por la noche, la misma rutina.
Al tercer día intento de nuevo acceder a su ordenador. Creo que todo se explicará cuando lo consiga. Me desespero y me paso horas con la mente en blanco, intentando recibir la clave desde sabe Dios dónde. En la pared, detrás del ordenador, hay un corcho con papeles y fotos clavadas con chinchetas. De pronto tengo una idea, y aunque me parece una locura decido comprobarla antes de descartarla. Busco una cuerda en la cocina y la uso para unir las chinchetas, como un trazo. Poco a poco se va formando una palabra: Julia. Lo introduzco como clave y accedo al disco duro. Sé que hay muchas Julias en el mundo, que no tiene que ser la mía, pero en el disco duro hay carpetas llenas de fotos del tipo mofletudo y Julia, siempre sonrientes, siempre de vacaciones. Encuentro el texto en el que ha estado trabajando: básicamente el plan que he seguido, pero desde su punto de vista. Todo este tiempo he estado siguiendo sus órdenes sin saberlo.
Una tubería se ha roto en el piso de abajo mientras estaba ensimismado leyendo, inundando el parquet y echando a perder todos los zapatos y los sofás y las alfombras. Cierro la llave de paso cuando oigo a alguien abriendo la puerta. Me escondo detrás de un pilar hasta que veo su perfil familiar y salgo. Antes incluso de saludarme me llama imbécil. ¿Qué pensaba hacer si no fuera ella?, me pregunta. Matarte, le respondo.

sábado, 24 de mayo de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [30]

18 de noviembre - Mi hermana me vuelve a llamar para decirme que esta tarde está ocupada, y me pregunta si puedo pasarme mejor mañana. Espero un poco antes de responderle, como si tuviese que consultarlo, y le acabo respondiendo con desgana que sí. La verdad es que tengo ganas de sacármela de encima. Después de colgar me doy cuenta de que me ha llamado a las doce y media, sin preguntarme siquiera si molestaba, dando por hecho que no estaría trabajando ni haciendo nada importante. Desde que se ha separado está misteriosa, dispersa y distante. Cada vez nos parecemos más.
Me levanté con una comezón en la punta de la polla. Después de la meada matutina me he tirado del prepucio hacia atrás, descubriendo el glande. Me he llevado una desagradable sorpresa: desde la última vez que me lo vi le ha vuelto a salir una capa de una sustancia blanquecina que apesta a marisco podrido. Estoy seguro de que tiene un nombre científico, pero yo le llamo “salmonela de rabo”. Me la he lavado y he visto que tengo toda la base del glande irritada, como en carne viva. Inmerso como estoy en un ciclo de inapetencia sexual, llevo unos días sin cascármela, y por lo tanto sin pensar siquiera en ella; y por lo tanto sin limpiármela. No soy constante ni con mi polla.
Ya puestos decido hacer limpieza en la casa. Paso una aspiradora, cambio las sábanas, pongo dos lavadoras. Me hace sentir adulto y responsable, pero como parte de un simulacro: me imagino a mis antiguas profesoras del colegio asintiendo complacidas cada vez que limpio o hago la cama, de igual manera que pongo cara de inocente cada vez que me cruzo con un coche de policía. Acabo la limpieza empapado en un sudor frío, con un profundo olor químico; debe de ser por las pastillas. Cuando me voy a dar una ducha cambio de idea y pongo el tapón de la bañera. Mientras el chorro raquítico llena la bañera, poco a poco, pienso en la última vez que me di un baño. Debe de hacer un par de años. Quizás con Z, probablemente en un hotel. En casa siempre me hace sentir culpable; me hace recordar cuando era niño y mi hermana y yo compartíamos el mismo agua para ahorrar. Me meto en la bañera, con el agua hirviendo. Pero pronto se va templando, y mi cuerpo se relaja, como si fuese a ponerse a flotar en cualquier momento. Noto todas las oquedades de mi cuerpo: el estómago, el esófago, las muelas picadas, los senos frontales... de pronto me siento como una cáscara vacía. Cierro los ojos y podría estar en cualquier otra parte; en otro momento o en otro lugar, no sé, pero no aquí. Oigo los crujidos de la casa, un repiqueteo y un largo lamento en el piso de arriba, como si hubiese alguien. La ocurrencia me acaba de fastidiar el baño. Me vuelvo a descubrir el glande y dejo que se reblandezca en el agua tibia. Me sigue picando como un demonio.
Frente al espejo, de pronto, noto como si mi cabello hubiese crecido una cuarta desde la última vez que me fijé. Ayer lo tenía corto y hoy, de repente, lo tengo largo. A veces pasan este tipo de cosas.
Sólo me quedan cuatro pastillas, así que decido racionarlas. Sólo me tomaré media.

miércoles, 21 de mayo de 2008

:los parásitos [2 de 3]

Pero no lo es; nunca lo es. Esto ocurrió hace seis años, y cuando se lo conté a ella no le hizo ninguna gracia. La llamé desde una cabina; yo aún no tenía móvil. Dos tipos con bastón se cruzan por la calle, justo delante de mí, y aunque no soy supersticioso, no me queda más remedio que considerarlo un especie de presagio. El tipo del sofá, le seguí contando, se levanta con el plato de cartón en la boca y apaga el equipo de música. Se acerca a mí con un gesto torvo, somnoliento. Me seco las lágrimas con el dorso de la mano mientras él escupe el plato a un lado. Cuando se para frente a mi su expresión cambia con la velocidad de una bofetada. Me sonríe y me estruja la mano con fuerza. Me jura que hoy es el día más feliz de su vida desde que Janine Lindemulder volvió al porno. El tipo flaco me acerca solícito una de las sillas y me pide que me siente; le digo que prefiero quedarme de pié, y ellos se sientan en las otras dos sillas. Parecen dos perros amaestrados. Me dan la dirección de la nueva casa y me explican el procedimiento: el dueño vive solo; sale todos los días a hacer footing alrededor de la 20:30; como no tiene bolsillos deja las llaves escondidas en el cajetín del contador de la luz. Sólo tengo que cogerlas y entrar; así de fácil. Les pido que me repitan la dirección y la anoto en mi agenda. Les pregunto qué línea de metro me deja más cerca, pero no tienen ni idea. Tendré que averiguarlo por mi cuenta. No me cuesta mucho llegar, aunque odio parecer un turista, con la maleta de un lado a otro. En la casa hay luces y comienza a lloviznar. La calle recoge el viento y la lluvia como un embudo y me lo escupe directamente a la cara. Me resguardo en una cabina telefónica y la llamo sin esperar ninguna solución por su parte; sólo que me confirme lo que yo creo: que esto es un error. Le cuento todos los detalles, temiendo omitir justo lo esencial, justo la pieza que lo explique todo y que se le escapa a mi cerebro adormilado y estúpido. Me dice que el hombre no aprende de sus errores, que se limita a repetirlos hasta perfeccionarlos y se convence a sí mismo de que son éxitos. No sé si se refiere al hombre como especie, al hombre como género o a mí como individuo, pero no me atrevo a preguntar. Al otro lado del receptor ella guarda silencio, dándome a entender que estoy solo en esto. Veo de reojo que el tipo sale de casa. Es más mofletudo de lo que me había imaginado, si es que me lo había imaginado de alguna forma. Le digo a ella que tengo que dejarla y cuelgo con un dedo. El tipo mira al cielo, sopesando sabe Dios cuantas variables, y echa a correr hacia mí. Pasa junto a la cabina telefónica y lo sigo con la mirada, conteniendo el aliento. Cuando desaparece en la primera bocacalle me acerco hasta el portal de la forma más casual que soy capaz dadas las circunstancias. Abro el cajetín del contador y encuentro un llavero con una rana de abalorios con cuatro llaves. Abro la puerta a la primera y entro.


lunes, 19 de mayo de 2008

:muto: blu



Impresionante corto. Lo descubrí gracias a Fogonazos (enlace aquí al lado) y me dejó con la boca abierta. Sólo de pensar en el trabajo que le pudo llevar me tiemblan los huevetes. Si teneis 7 minutos libres (que sé que sí, sino no estaríais leyendo esto) no lo dudeis. Simón dice...

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [29]

17 de noviembre - ¡Cómo me cuesta levantarme por la mañana! Pongo el despertador a las once para levantarme a una hora relativamente humana, pero suelo despertarme unos minutos antes y cambio el despertador para las once y cuarto, para disfrutar unos minutos más. Son los mejores: la pastilla me adormece el perímetro del cerebro, como si estuviese acunado en un lecho mullido y cálido. Me pongo boca arriba, sintiendo la pesadez del cuerpo, sintiendo la circulación pululando como hormigas por todas mis extremidades. No existe el sexo, no existe la muerte, no existe nada. Sólo un instante que se alarga y se alarga sin principio ni fin. Si me siento especialmente remolón cambio el despertador para las once y media. Después para las doce menos cuarto, siempre jugando al límite, siempre a punto de sonar la alarma. En un pacto conmigo mismo, si suena la alarma me obligo a encender la luz y a levantarme. En ese caso es importante encender la luz rápido, sin pensarlo. Sin la penumbra, la mitad del placer desaparece y sólo parezco un mamífero encallado y me levanto por simple pudor. Lo único que me preocupa es que sólo me quedan cinco pastillas.
La mayoría de las veces, sin embargo, me levanto porque me meo. Como hoy. Justo cuando estoy meando suena el timbre de la puerta. Al principio me asusto, porque no recuerdo haber dejado la puerta de la calle abierta. Sin embargo, no hay otra explicación. Saco la cabeza al pasillo, en calzoncillos, y a través del cristal esmerilado veo una silueta oscura, menuda y encorvada que vuelve a tocar el timbre. Juraría que es la señora que me vendió el calendario del Domund. Me quedo paralizado, conteniendo la respiración. No me atrevo ni a apagar la luz del baño por miedo a que perciba un ligero cambio en la luminosidad. Vuelve a tocar el timbre, dos veces seguidas. Son segundos eternos, de una tensión extrema. De pronto la silueta comienza a agacharse, muy despacio, y mete algo por debajo de la puerta. Sea lo que sea llega al interior del pasillo y me hace comprender que nada de esto es un sueño. La vieja se va y tardo un tiempo impreciso (entre uno y cinco minutos) en atreverme a acercarme a la puerta. Recojo el papel del suelo; es un tríptico titulado “Soy amado, luego existo”. No sé en que clase de lista me han incluido, pero empieza a asustarme.
Por la tarde me llama mi hermana por teléfono. ¡Sorpresa! Me hace una consulta técnica: no logra oír nada en el ordenador. Le pregunto si ha subido el volumen del ordenador. Sí. Le pregunto si le ha subido el volumen a lo que está reproduciendo. Sí. Le pregunto si los altavoces están conectados al ordenador. Sí. Le pregunto si los altavoces están encendidos. Sí. Le pregunto si los altavoces tienen el volumen subido. Sí. Le pregunto si lo que está reproduciendo tiene sonido. Sí. Ya no sé que más preguntarle, así que claudico y quedo en ir mañana por la tarde a su casa a ver si logro solucionarlo. Hoy me es imposible, estoy liadísimo. ¡Faltaría más! Me arranco unos pelos de la nariz y no dejo de estornudar. Extraño sistema defensivo.


:los parásitos [1 de 3]

Grito sobre una música idiotizante reproducida a un volumen brutal. Al otro lado del receptor alguien contesta, alguien con una voz neutra y hastiada que bien podría considerar una alegoría de todo el tiempo que he desperdiciado en mi vida y de todas las personas que me he molestado en conocer para que un día me abandonen. Sigo gritando unos minutos hasta que desisto y cuelgo. Cojo la maleta y salgo a la calle: en la acera, cientos de personas hacen cola frente a una tienda Virgin donde alguien va a presentar un disco o a conceder una rueda de prensa o a dar un miniconcierto acústico, sino las tres cosas. Atravieso el gentío como puedo y bajo al metro y lo siguiente remarcable es que llamo a su puerta, mi antigua puerta, y sólo después de tres minutos de espera alguien abre: alguien exageradamente delgado, descalzo, con unos vaqueros desteñidos y una camiseta de los Byrds etapa Younger than Yesterday y un rostro vacío y como sin ojos. Se aparta para dejarme pasar, y veo que han tirado todos los tabiques, convirtiendo el piso en un espacio absurdamente grande. Casi me dan ganas de reírme. Hay cientos y cientos de cintas de audio amontonadas por todas partes, tres sillas plegables de color naranja, un equipo de música y un sofá de tres plazas en el que está acostado un tipo que lanza al aire una y otra vez un plato de cartón que se escora ligeramente hacia la izquierda. En el aparato suena a un volumen doloroso una canción de Rory Gallagher. Dejo la maleta en el suelo y veo que la pared está salpicada de pequeñas gotas de sangre. “¿Sabes, tío? Tienes que escuchar esto”. El tipo de la puerta se va hasta el fondo del piso, donde está el equipo de música, saca la cinta de Rory Gallagher y mete otra que parece haber cogido al azar de un montón. Pulsa play y sube aun más el volumen y suena una versión en directo, con un sonido claro y diáfano como si llegase directamente a mi cerebro, de una vieja canción de Hank Williams, sólo que no es la voz de Hank Williams. De repente una indescriptible sensación de tristeza me ahoga, los ojos se me llenan de lágrimas y por un instante pierdo la consciencia. El tipo se acerca a mi despacio, muy despacio: puedo ver como está llorando, como se sorbe los mocos y se seca los ojos con las palmas de las manos mientras sigue acercándose. Me sujeta suavemente la cara con ambas manos y me besa en los labios. Todo es dolorosamente hermoso, las lagrimas me llenan los ojos y todo se vuelve plateado y luminoso. Algo se rompe dentro de mi y una ola reconfortante se mece, se eleva y desciende en mis entrañas. “¿Te gusta?”, me pregunta, y yo sólo puedo asentir con la cabeza, sollozando. “Si esto es la muerte”, me digo, “no sé a que he estado esperando toda mi vida”. Lloro de felicidad, de absoluta y preciosa y dulce y eterna y perfecta felicidad. “Por el amor de Dios”, susurro, “por el amor de Dios, que esto sea la muerte”. [Continuará]

domingo, 18 de mayo de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [28]

16 de noviembre - En general me gusta echar cagadas largas, de las que duermen los pies, pero así es imposible. Efectivamente, hoy el cuarto de baño vuelve a estar plagado de moscas. Me voy al supermercado a toda prisa y compro un spray del tamaño de un extintor. Suelto una nube de gas mortal en el baño y cierro la puerta con una sonrisa maligna en los labios. No recuerdo si he apagado o no la luz, lo que me borra la sonrisa de un plumazo. [Fragmento ininteligible] retortijones salgo al jardín a respirar aire puro. Por desgracia, de la casa del vecino sale un vapor que apesta a perro cocido, lo que me hace huir de nuevo al refugio de mi hogar.
Escribiendo esto para hacer tiempo mientras se disipa la nube, se me ha dado por rememorar tiempos pasados. He encontrado una foto de fotomatón de X, mi primera novia. Estuvimos juntos casi dos años, desde los 16 a los 17. Era guapa, esbelta, un poco loca y extremadamente graciosa, algo de lo que pocas chicas podían presumir (al menos para los estándares de un adolescente macho). Sólo teníamos una cosa en común: nos poníamos colorados en cuanto alguien nombraba en voz alta cualquier tipo de proceso fisiológico. La mención de cualquier glándula nos hacía sonrojarnos con una risa nerviosa. Era adorable. Lo único que le podía reprochar era que yo le gustase, que me quisiese a mi de entre todos los chicos. Yo era vulgar, feo, enclenque, poco inteligente y lento en todos los sentidos. Algo tenía que fallar en su cabeza o en su instinto de conservación para sentir atracción por algo como yo. Nos pasábamos tardes enteras en silencio, con las manos entrecruzadas. Eran silencios cómplices, jocosos, para nada incómodos. La comunicación verbal está sobrevalorada; lo creía entonces y lo sigo creyendo. Los animales, y los seres humanos durante miles de años, se han comunicado con todo tipo de signos, sutiles y complejos, sin necesidad de utilizar palabras, que a fin de cuentas son reduccionistas y traicionan la realidad. Pongo por ejemplo a mis padres, anclados en una era arcaica en armonía con la naturaleza (es decir, con horario de gallina). Si mi padre está enfadado deja de afeitarse. Si mi madre está enfadada se duerme de espaldas a mi padre. Si mi padre tiene hambre, abre un par de veces la alacena del pan. Con eso ya están todas las necesidades básicas cubiertas. Lo demás son variaciones. Y ahí están, treinta y ocho años de convivencia tibia y silenciosa.
Todo se estropea cuando abres la boca.
Y X comenzó a hablar un día, como una presa desbordada. Todo lo que se había callado en dos años parecía ahora agolparse en su boca, empujando por salir en un galimatías de reproches, nimiedades, esperanzas y deseos. Era insoportable. Yo seguí terco en mi silencio, ahora autoimpuesto, rebelde. Le obligué a dejarme, que es el método que he seguido desde entonces en todas mis relaciones, y que hasta ahora me ha ido de perlas si quiero orientar mi carrera al alcoholismo a jornada completa.
Nunca llegamos a follar, pero me hizo muchas pajas y me la chupó un par de veces. Me hago una paja pensando en ella cuando un temor me corta el riego: no sé si esto es pederastia, así que decido dejarlo. El suelo del baño está otra vez lleno de cadáveres.


viernes, 16 de mayo de 2008

:fútbol

¿Recuerdan ustedes cuando las noticias deportivas eran un simple, y mínimo, apartado de las noticias genéricas? ¿Recuerdan ustedes los tiempos anteriores a la emancipación del noticiario deportivo? ¿Es cosa mía, o éramos más felices? Los telediarios se han ido alargando cual chicle Bang Bang hasta sobrepasar con holgura la hora de duración. Media hora para noticias generales (es decir: internacional, nacional, sucesos, cultura, etc.), y media hora para deportes. ¿Deportes he dicho? Bueno, “deporte”; concretamente fútbol. Como punto de partida he de posicionarme: no tengo nada en contra de los deportes en general, ni de el deporte rey en particular. Tampoco tengo nada en contra de las hortalizas, pero me parecería raro que las cadenas le dedicasen media hora de telediario todos los días. Y sin embargo, es lo que hacen, por sistema. Los presentadores de información general dan paso a los de deportes entre chascarrillos y chistes privados (aunque la noticia anterior sea cien mil muertos en Birmania). Se pasa corriendo y de puntillas por todo el espectro olímpico hasta llegar al fútbol. Así: sólo hablan de Formula 1 si gana Alonso (a no ser Tele 5), sólo hablan de tenis si gana Nadal, sólo hablan de baloncesto si España gana un campeonato del mundo, sólo hablan de golf si alguien hace un eagle, sólo hablan de hockey sobre hielo si hay una pelea, sólo hablan de baseball si alguien se carga una paloma de un pelotazo, y así sucesivamente. Es decir, entre el patrioterismo y la anécdota chorra. Lo que se dice información en profundidad. Y luego pasan al fútbol, donde los locutores ya se remangan para meterse en faena. Siendo generosos, podemos admitir que un lunes haya algo que contar como para rellenar treinta minutos de televisión. Pero... ¿un jueves de una semana sin competiciones europeas? ¿De verdad hay algo que podamos denominar “información” como para ocupar media hora? Un resumen de un día de semana normal: imágenes de los entrenamientos del Madrid, el Barça, el Sevilla y el Atlético. Guti en rueda de prensa hablando de un orzuelo que le acaba de salir pero que no le privará de jugar este sábado. Deco en rueda de prensa diciendo que no sabe lo que le pasa a Ronaldiño, pero que se merece un respeto. Una tontería de Clemente. Dos periodistas de prensa deportiva debatiendo Raúl sí / Raúl no. Unos hinchas en Argentina dándose de hostias con unas sillas. Un gol estúpido en la liga chilena. Maradona baja la ventanilla del coche y saluda... y así ad nauseam.
No voy a ser tan ingenuo como para descubrirle a estas alturas a nadie los intereses económicos que mueven estas empresas llamadas equipos de fútbol. Tampoco voy a usar este foro (limitado y modesto) para elevar mi protesta a ninguna alta instancia. Cada cual hace lo que quiere o puede con su tiempo libre, y así como a mucha gente (parados y jubilados en su mayoría) les gusta pasar la mañana en los entrenamientos de sus equipos favoritos, a mi me gusta patalear. Es lo que hay.


miércoles, 14 de mayo de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [27]

15 de noviembre - El teléfono móvil no ha hecho que estemos más cerca, sólo que se modifique ligeramente la naturaleza de las excusas. Si mi vida fuese un libro o una película, bien podría titularse “El libro (o La película) de las excusas”. Mi regla de oro: da el menor número de explicaciones posible. La gente tiende a dar más detalles cuando miente. Así que, por norma general, me limito a esbozar excusas vagas, genéricas, estándar, y la gente, por norma general, las acepta. O parece aceptarlas, que viene a ser lo mismo. Supongo, porque no lo he corroborado, que uno tiende a aceptar las excusas de los demás aunque le huelan a chamusquina porque espera recibir la misma cortesía cuando le llegue a él el momento de mentir. Las mentiras, a fin de cuentas, son muestras refinadas de socialización. Y el móvil, retomando el hilo, ha hecho mucho más sencillo el socializar. Hoy, por ejemplo, recibo una llamada de Arturo, viejo compadre, para tomar un café. En un primer momento me coge desprevenido, a pesar de que su nombre aparece en la pantalla, y cometo el error de contestarle que de acuerdo. Hora y lugar fijados. Es un par de horas después cuando la pereza y la apatía me pueden y jugueteo con el teléfono en la mano, como si fuera un revólver cargado y percutido. Me convenzo a mi mismo de que me duele la cabeza y, en el último momento, le envío un mensaje sin recapacitar, explicándole someramente que me ha surgido un contratiempo y que mejor quedamos otro día de esta semana. Lo envío sintiendo una punzada de culpabilidad en un primer momento, pero después alivio, y pongo un disco para romper el silencio. Cuanto más me aíslo del mundo más consciente soy de todos y cada uno de los habitantes del planeta. Por ejemplo, mientras escucho el disco (Hollywood Town Hall de los Jayhawks) me pregunto cuanta gente puede estar escuchando ahora mismo este mismo disco. Las posibilidades son mínimas, supongo. De los seis mil millones de personas que habitamos el planeta, no creo que lleguemos a un millón los que nos hayamos comprado, grabado o descargado este disco. Siendo optimistas. Mis matemáticas son demasiado básicas para realizar un cálculo de probabilidades, por eso puedo fantasear con una persona que no sólo ha decidido escuchar el mismo disco que yo, sino que lo ha decidido en el mismo preciso instante que yo. Al mismo tiempo lo hemos introducido en el aparato reproductor y al mismo tiempo hemos pulsado el botón de play. Escuchamos cada nota, cada inflexión de la voz, cada silencio entre canción y canción al mismo tiempo, yo aquí, tumbado en mi sofá, y él o ella en cualquier otra parte del mundo: mientras cocina en su apartamento en Claremont, Estados Unidos; mientras conduce entre su trabajo y su casa a la afueras de Bath, Gran Bretaña; mientras limpia antes de abrir el bar en Perth, Australia; o sentado en su sofá tres casas más abajo de la mía. Por supuesto, aunque llegásemos un día a conocernos, nunca sabríamos que habíamos compartido este momento de sincronía casi milagrosa. Pero así es: en cada gesto, en cada pequeña acción, en cada simple acto de mi vida, siento que hay alguien, en alguna parte, haciendo exactamente lo mismo.


:¿Sabía usted que...

... si dedicase tan sólo UN SEGUNDO a conocer a cada uno de los seis mil millones de habitantes de la tierra, necesitaría una vida de más de 190 años?

lunes, 12 de mayo de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [26]

13 de noviembre - Lo primero que hice al llegar a casa, antes incluso de vaciar el maletero, fue echar una cagada enorme. Se nota que ya me estoy habituando a esta casa, no sólo mi intestino, también mis manos: acierto con los interruptores a la primera, sin necesidad de palpar la pared en la oscuridad. Aun así, a veces, tras quedarme traspuesto en el sofá, me despierto desorientado, sin poder asimilar los ángulos y el mobiliario y las dimensiones. A veces, también, me giro en la cama y me extraña no sentir el contacto de otro cuerpo. Son segundos tontos, espaciados en días largos en los que tengo todo bajo control.
A solas no necesito disimular los pedos, y me los tiro con premeditación y alevosía. Es un placer incomparable. No digo que no haya nada mejor en el mundo, sólo que no hay nada igual: la intuición de una bola de gas desplazándose por el intestino grueso, cada vez más veloz, cada vez más cerca de la salida, y dejarlo salir, sin cortapisas morales, tal cual es. Como en un parto, sólo puedes aventurar cómo será el fruto de tus entrañas; pero una vez sale a la luz, adquiere vida propia, con su carácter y su idiosincrasia. Me ha bastado un día y medio en casa de mis padres para recordar mi técnica de pedos silenciosos, tan evolucionada que mi cuerpo parece asimilar los gases para luego exudarlos con el resto del olor corporal. Eso sólo puede conducir al dolor de barriga y a la depresión.
Hoy tiro la segunda bolsa de basura, que apesta a podrido. El contenedor está medio vacío y decido tirar la tercera. Antes de cenar me apetece hacerme un paja. Le echo un vistazo a mi archivo videográfico y elijo conscientemente a una chica lo más distinta posible de Z: morena y de pechos grandes. Pero a mitad de faena Z se inmiscuye en mi cabeza, con sus pechitos diminutos y afilados, y con el vello translúcido de su vientre, y pierdo presión y acabo mecánicamente, con una corrida ramplona e insatisfactoria.
Ceno gambas a la plancha, las favoritas de Z.

14 de noviembre - Me despierto a las doce del mediodía, cansado y aplastado por la pastilla. Si no me estuviese meando no me levantaría. En el cuarto de baño se me quita el sueño en un segundo: está lleno de moscas; unas moscas grandes, negras, que vuelan lenta y silenciosamente, siguiendo órbitas regulares. Un escalofrío me recorre la columna vertebral. Corro a ponerme el pijama y unas zapatillas, y vuelvo al cuarto de baño armado con una revista enrollada. Las moscas parecen poco inteligentes, o con el instinto de supervivencia atrofiado: vienen plácidamente hacia la revista, con un trayectoria limpia y uniforme, como pelotas de softball hacia el bate. Las mato una a una, con un desagradable chasquido. Al terminar, las barro y las cuento en el recogedor: diecisiete moscas.
Como el cuarto de baño no tiene ventanas deduzco que sólo han podido salir de un cadáver. Echo un vistazo al veneno y compruebo que el montoncito ha desaparecido. Apenas quedan un par de bolitas desperdigadas. Pero no hay ni rastro del cadáver del ratón. Vuelvo a echar un poco de veneno, por si acaso, y salgo a comprar el pan: se me han pasado las ganas de ducharme y de desayunar.
La panadería argentina está cerrada. En la puerta han pegado un cartel en el que se lee “Cerrado por defunción”. Me puedo imaginar el proceso en el que alguien lo escribió en el Word y lo imprimió y lo pegó con celo por la parte de dentro del cristal, y me entran ganas de llorar.

domingo, 11 de mayo de 2008

:decadencia

Nick Drake murió en 1974, con 26 años de edad, en una situación no del todo esclarecida. Todavía se duda si se trató de un suicidio o si se le fue la mano con las pastillas. De lo que nadie duda es de que murió, dejando tres discos impecables y varias cintas de trabajo muy reveladoras. En 26 años no tuvo tiempo de llegar a una decadencia artística, sólo vital. Pero no me cuesta imaginar una vida en la que la madre lo encontrase moribundo y lo llevasen al hospital a tiempo de salvarle. Sería así, aunque podría ser de otras mil formas: tras una larga terapia y un par de discos tristes y cada vez más desnudos de lirismo, ya totalmente limpio, es asimilado por la gran industria. Un par de canciones suyas tienen cierto éxito en voces ajenas, lo que le lleva a replantearse el rumbo de su carrera: ahora o nunca. Rompe contrato con Island y ficha por otra compañía que apuesta por él. Saca un disco producido por alguna luminaria pop que por fin le hace entrar, aunque tímidamente, en las listas. Es un Nick Drake entrado en carnes a causa de los antidepresivos, con principios de alopecia, con coristas sexis y una música sobreproducida y tarareable. Son los ochenta, y se pasa de la heroína, el hachís y los ácidos a la cocaína. Saca discos con portadas coloristas, con preeminencia de sintetizadores y ritmos de batería electrónica. Se mantiene en una digna segunda división comercial, teloneando a Elton John y colaborando con algún arpegio en discos de Phil Collins y Sting. Sale en la tercera fila de la versión inglesa de Live Aids, haciendo coros entre el saxofonista de Spandau Ballet y el negro de Culture Club. No le dedican ni un solo plano. Pasa por una etapa mística en la que no deja de hablar de ovnis y de Jesucristo en las entrevistas. Saca discos temáticos vergonzosos, coqueteando con el AOR y la New Age. A los antiguos fans cada vez les cuesta más seguir reivindicando los viejos LP’s, y los escuchan con auriculares, a solas, mirando atentamente las portadas como quien otea un universo paralelo. Toca fondo a finales de los ochenta. Entra en una clínica de desintoxicación para dejar la cocaína y el alcohol. Logra, más o menos, dejarlos. No así el tabaco: fuma tres cajetillas diarias. Se semirretira a la mansión familiar, donde profundiza en la poesía inglesa medieval y toma los primeros apuntes para una futura autobiografía. Llegan los noventa: Rick Rubin lo convence para que vuelva al estudio tras siete años de ausencia discográfica. Con un par de canciones nuevas y varias versiones bien elegidas sacan un disco decente, desnudo y austero que, sin acercarse a sus obras maestras, vuelve a ser digno. En las revistas especializadas escriben reportajes hablando de los viejos buenos tiempos, e incluso salvan alguna canción de la cosecha ochentera, lastradas sin duda por una producción inadecuada. Las nuevas generaciones descubren sus primeros discos, ahora reeditados en CD: no dan crédito. Se sacan recopilatorios, canciones inéditas, versiones alternativas. Graba un Umplugge para la MTV, que pasa sin pena ni gloria. Un par de discos más, siguiendo la estela del anterior, ya sin sorpresas. Entra en los circuitos de festivales de jazz de salón, como Van Morrison. Conciertos predecibles, inofensivos, amables, para cuarentones progres. Graba discos de duetos que se venden relativamente bien en las campañas navideñas. Finalmente, muere de cáncer en el 2007, a los 59 años. En El País, Diego Manrique le escribe una necrológica, y le dedican un par de segundos en los telediarios de Tele 5 y Cuatro. Ya ves tú.

sábado, 10 de mayo de 2008

:un sueño

Si hay algo que me repatea es que alguien me cuente un sueño. No sé por qué la gente supone que sus recuerdos y fantasías mezclados en la ponzoña química cerebral y ordenados aleatoriamente en forma de sin sentido pueden interesarle a alguien además de a ellos mismos, pero por alguna razón así es. ¿Usted cree que los psiquiatras perderían el tiempo escuchando los sueños de los demás gratis? Pues eso.
Pero, como este blog es mío, aquí les cuento mi último sueño. Si algún freudiano le encuentra el menor sentido, agradeceré cualquier pista. Sin más, allá voy:
Estoy de viaje en coche con alguien indefinido, pero de confianza. Alguna mezcla de amigo presente y pasado. Nos detenemos en un pequeño pueblo a mirar el mapa, pues tenemos dudas con respecto a la ruta a seguir. Mientras mi compañero echa un vistazo al mapa yo veo desde la ventanilla como a nuestro lado pasa otro coche. Pero no un coche normal, como podrán imaginar: es un coche absurdamente largo y sin carrocería, con toda la maquinaria al aire. En la primera fila de asientos, un hombre y una mujer; en la última, unos metros más atrás, un niño de dos años fumándose un cigarrillo con gran estilo. Alarmado y escandalizado salgo del coche gritando. La pareja detiene su extraño artefacto y me contestan con improperios. Por allí al lado pasan un par de agentes del orden, que intervienen cuando les señalo la inconcebible situación. En cuestión de un segundo todo el pueblo se ha reunido alrededor nuestra a ver que sucede. Nadie parece considerar extraño que un niño de dos años fume, ni siquiera la policía, y comienzan a increparme y a formar un corro amenazador en torno a mi. Como en un acto reflejo cojo una pequeña rama del suelo y les apunto con ella, tratando de convencerles de que es una varita mágica. Sus rostros cambian de expresión, recelosos pero con cierto temor, sopesando la verosimilitud de mi afirmación. Apunto con la varita a un energúmeno al azar y grito “Turrón”, e inmediatamente se queda hierático, congelado en una posición como si en vez de carne y hueso estuviese hecho del mencionado dulce navideño. Viendo el éxito de mi estrategia, comienzo a disparar ráfagas a discreción con mi varita: “Turrón turrón turrón turrón turrón turrón turrón...”, hasta que todo el pueblo parece un museo de cera. Reculo con cuidado hasta el coche, y conducimos despacio entre la turba congelada, intentando no atropellar a nadie. Al pasar al lado de un individuo, su máscara de hieratismo se rompe casi imperceptiblemente y comprendo que está aguantando la risa. Todo ha sido un juego.

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [25]

[Continuación] Esto pasó hace tres días, así que me cuesta escribir sin perspectiva, como si el tiempo que ha pasado desde que leí el mensaje hasta ahora que estoy escribiendo esto no hubiese pasado. Estas semanas he intentado seguir el consejo de Damián: (casi) no he escrito sobre Z, no le he llamado por teléfono, no he hablado con ni de ella... pero lo que no he podido es dejar de pensar en ella. Todo lo que está fuera de mi cabeza es más o menos controlable, pero los pensamientos se me escapan como si tuviesen vida propia y casi no me pertenecieran. Que paradoja.
Releo mi fabulación sobre la ruptura; una simplificación para hacerlo más asumible. Pero no sé que pasó realmente. Sólo sé que un día estábamos juntos y yo sólo quería estar solo, y al día siguiente estaba solo y sólo quería estar con ella. ¿Tiene algún sentido?
He ido rebajando las horas que me pasaba pensando en ella, día a día, con un esfuerzo que me dejaba sin fuerzas por la noche, tan exhausto que ya no podía ni dormir. Y cuando dormía, la mitad de las veces soñaba con ella, con momentos felices que nunca vivimos y que me dejaban destrozado al despertar; o con el instante en que la vi salir por la puerta, alargado hasta ocupar semanas de mi vida.
Y ahora este mensaje. Llevo tres días dándole vueltas, analizándolo desde todos los ángulos. Lo he leído cientos de veces, como cerciorándome de que es real. Y hasta donde una información digital codificada pueda serlo, lo es. He pasado por todas las fases que se puedan pasar en setenta y dos horas en relación a esas dichosas tres palabras, para acabar agarrándome a una pequeñísima ilusión: ahora la ventaja la tengo yo. Y la seguiré teniendo mientras no conteste al mensaje. No sé si estoy haciendo lo correcto, probablemente no, pero es la única opción que siento que equilibra lo que me pasa por dentro con lo que parece pasar afuera.
¿Qué más? Pues metí todos los trastos en el maletero; mi madre me dio la fiambrera llena de restos de la carne del sábado y una bolsa de patatas de la aldea y nos despedimos. Mi padre estaba en la sala viendo la tele y me soltó desganadamente que tuviese cuidado con el coche. En un despiste cojo la caja de Trankimazin de la cocina. No me supone una gran carga de conciencia: estaba bastante abajo en el cajón, con lo que supongo que no lo usan habitualmente; y además están jubilados y les regalan los medicamentos.
El coche tardó diez minutos en arrancar y, más o menos, así fue el fin de semana.

miércoles, 7 de mayo de 2008

:¿Sabía usted que...

...si todos los teléfonos móviles del mundo sonasen a la vez en modo vibrador, alterarían la órbita terrestre de forma ligera pero irreversible, causando la muerte de todos los habitantes del planeta en un plazo de entre 3 y 6 semanas?

:tragaperras

Fue después de un funeral de compromiso. Mi prima Begoña me dijo si podía llevar a mi tío Fernando, su padre, hasta su casa, que ella iba en otra dirección. Le dije que no me importaba, y se acercó al corro donde mi tío Fernando estaba hablando con otros hombres y le dijo algo al oído y me señaló. Esperé junto al coche hasta que mi tío Fernando terminó y se acercó. Me dio un fuerte apretón de manos mirándome a los ojos, como parte de un rito exclusivamente masculino, y subió al asiento del copiloto. Le pregunté si tenía el coche en el taller, sólo por romper el silencio. Me contestó con un lacónico no, así que hice amago de encender la radio pero acabé regulando el aire acondicionado. Todavía no se había pasado el tiempo de luto.

Haciendo el camino inverso a la comitiva funeraria, cuanto más nos alejábamos del cementerio, cuando más disperso era el tráfico, más irreales resultaban la cuatro horas anteriores, como una ficción inconsistente y falta de sentido y de ritmo. Sólo podía pensar en quitarme el traje y en que mi tío Fernando no se había puesto el cinturón de seguridad, cuando de pronto me dio un codazo y me señaló un hueco entre dos coches para aparcar y me dijo que me parase allí. Me costó un par de maniobras de más aparcar, y mi tío Fernando me dijo que me invitaba a tomar una copa. Había una taberna allí mismo, pero yo le dije que tenía prisa. Él me dijo que sólo sería un momento y no supe que contestar. Entramos en el local, oscuro y ahumado. Vacío. Una señora en bata miraba la tele sentada en una banqueta desde detrás del mostrador. Nos miró en silencio hasta que mi tío Fernando pidió dos vinos. Yo protesté pero ni mi tío Fernando ni la señora parecieron oírme. Él se bebió su vino de un trago y pidió otro. La señora le sirvió el segundo y se demoró con la jarra, esperando a ver que pasaba. Como no pasaba nada, se sentó y siguió viendo la tele. Mi tío Fernando se sonó los mocos con un pañuelo y rebuscó en el otro bolsillo. Se sacó un poco de calderilla y se acercó a la máquina tragaperras. Yo me quedé unos momentos en tierra de nadie, flotando junto a la barra, viendo como iba metiendo una moneda tras otra en la tragaperras. Mi tío Fernando metió la última moneda y accionó los botones sin ningún resultado. No mienten, me dijo, no la llaman sueltaperras. Se tomó el segundo vino de otro trago y pidió que le cobraran. Pagó con un billete que rebuscó en el bolsillo y después nos fuimos. Yo no probé mi vino, pero ni mi tío Fernando ni la señora dijeron nada.

Dejé a mi tío Fernando delante de su casa. Esa fue la última vez que lo vi. El suyo fue otro funeral de compromiso, en la misma capilla y en el mismo cementerio. Parecía una repetición del anterior; las mismas caras, las mismas conversaciones, la misma ropa. En cuanto pude me escabullí y me metí en mi coche y arranqué sin mirar atrás. Al pasar delante de la taberna no vi ningún hueco para aparcar, y eso me resultó más triste y conmovedor que la muerte de mi tío Fernando.


domingo, 4 de mayo de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [24]

[Continuación] Lo pongo todo en el suelo intentando no hacer demasiado ruido, pero no puedo asegurar que lo haya logrado. Me descalzo y me acuesto en cama, enrollándome en la manta. Me duermo al instante, profundamente, sin sueños. Sólo recuerdo un tintineo lejano, musical, en algún momento, que no logra despertarme del todo; y después, en algún otro momento, golpes que me traen a la consciencia como un empujón. Mi madre está llamando a la puerta y me dice que va a estar la comida. Le contesto que ya voy, con una voz que no parece mía, excesivamente formal y átona. Enciendo la luz atontado. Son las dos menos diez. Tardo unos segundos en comprender todo lo que acaba de pasar, como un accidente de tráfico. Al incorporarme, mi cabeza parece seguir un movimiento uniforme hasta la pared, por pura inercia. La habitación es plana como un catálogo. Salgo al pasillo y grito que me doy una ducha rápida y ya voy a comer. Nadie contesta. Me desnudo y me meto en la ducha en cuanto el chorro de agua está un poco templado. Sólo en ese momento me doy cuenta de que no sólo me he metido en la ducha con las gafas puestas, sino que he dormido toda la noche con las gafas puestas. Me las quito, las sacudo y las dejo a un lado para terminar de ducharme: es la sensación más placentera que he tenido en días. Quizás en semanas.
Tengo que usar el desodorante de mi padre, que pica en los sobacos y huele a cincuentón, y me pongo la muda que he traído. Noto el cerebro agradablemente embotado, medio amnésico, como si sólo hubiese olvidado todo lo malo. Al entrar en la cocina me siento un poco avergonzado por haberme levantado tan tarde, así que entro sin pensármelo mucho. Hace tanto calor que se me empañan las gafas. Han hecho cocido. Mi padre, como es habitual, habla conmigo a través de mi madre, como si yo no estuviese presente. Le pregunta si quiero costilla o sólo jamón, y yo le digo a mi madre que sólo costilla. Me pregunto si existirá un vocablo que designe con precisión esta acción. Si no, debería haberlo. Después de todo, existe la palabra alunizar, que nombra algo que sólo se ha hecho una docena de veces en toda la historia de la humanidad.
Comemos básicamente como animales amaestrados, en silencio, levantando de vez en cuando la cabeza hacia el televisor. Tras el plato fuerte, también en silencio y sin solución de continuidad, mi padre y mi madre desplegan sobre la mesa, como en un complejo ritual, los postres: fruta, membrillo y queso. Me como la pera más pequeña del frutero. Mi madre me pregunta si hace mucho que no hablo con mi hermana. Como puede contrastar la información, decido decirle la verdad, pero lo más imprecisamente que puedo. Le digo que no recuerdo, que hará como un mes o dos. Me dice que la hicieron fija en la empresa, y se supone que debo alegrarme, así que supongo que me alegro.
La sobremesa termina sin estridencias. En el dormitorio hago una criba de todo lo que me voy a llevar. La mayor duda me la plantean las mancuernas. Al final decido llevármelas. Debo ponerme minimamente en forma, ya que estoy de nuevo en el mercado. Sólo cuando ya voy a irme veo que tengo un mensaje en el móvil. Probablemente fue el tintineo que oí por la mañana. El mensaje es de Z, la primera noticia que tengo de ella desde que hemos roto. Sólo son tres palabras y un signo de interrogación: que tal stas? [Continuará]


jueves, 1 de mayo de 2008

:Thomas Midgley Jr.

Este ingeniero de Ohio puede considerarse como el inventor y artífice de dos de los peores avances tecnológicos del siglo XX, por lo que su nombre debería ser reconocido y reverenciado como se merece. En 1921, nuestro protagonista trabajaba para General Motors en Dayton, Ohio. Hombre curioso e inquieto, comenzó a trabajar con un compuesto llamado plomo tetraetílico, que añadido al combustible de los automóviles reducía considerablemente la desagradable vibración de los motores. Aunque ya era bien sabido que el plomo era un potentísimo veneno neurotóxico, resultaba fácil de extraer y muy rentable, con lo que, en 1923, tres importantes empresas estadounidenses (General Motors, Du Pont y Standard Oil) comenzaron a producir plomo tetraetílico en grandes cantidades y a introducirlo en el consumo público. Aunque los empleados de las fábricas comenzaron a manifestar casi de inmediato síntomas de envenenamiento y a morir por docenas, la Ethyl Corporation negó todas las evidencias durante unas rentables décadas. No se sabe con precisión cuantos empleados murieron debido a este envenenamiento, ni cuantos enfermaron de forma irreversible, pues siempre se silenció de cara al público.
Aparte de la gasolina con plomo, el bueno de Midgley tuvo una segunda oportunidad para causar él solito el Apocalipsis a nivel planetario, pues también tiene el dudoso honor de haber inventado los clorofluorocarbonos (CFC), mientras trataba de encontrar un gas no tóxico, estable, no inflamable ni corrosivo. El polivalente invento se comenzó a fabricar en grandes cantidades a principios de la década de los treinta, aplicándose a multitud de útiles (aires acondicionados, pulverizadores...). No fue hasta cinco décadas después que se descubrió el poder destructor de los clorofluorocarbonos sobre la capa de ozono (un kilo de CFC aniquila unos 70.000 kilos de ozono, a parte de que una sola molécula de CFC es unas diez mil veces más eficaz intensificando el efecto invernadero que una de dióxido de carbono. Vamos, una joyita).
Esta historia, por lo menos, tiene un final feliz: el bueno de Thomas no llegó a enterarse del poder destructivo de su segundo invento, pues murió mucho antes. Tras quedarse paralítico por la polio, inventó un artilugio a base de poleas motorizadas para levantarse y girarse en la cama sin ayuda de nadie. En 1944 se quedó enredado en los cordones de la máquina y murió estrangulado. Eso se llama justicia poética.