Los jefes (más o menos) negros están de moda en las series de televisión norteamericanas. A Fringe (1), Little Britain U.S.A. (2) y My Own Worst Enemy (3) se le suma ahora Obama (4), que acaba de fichar por cuatro temporadas de La Casa Blanca (blanco roto, se entiende), con posibilidad de renovación por otras cuatro si se mantiene la audiencia esperada.
domingo, 30 de noviembre de 2008
viernes, 28 de noviembre de 2008
:pantalones de comunión
Gracias a Emergentes y Sumergidos he dado con este par de tunantes, los Venga Monjas. En la youtube podeis encontrar un buen puñado de sus videos, a cual más desconcertante. Dan risa sobretodo cuando no se ponen tontetes con sus chistes privados. Éste aquí colgado da entre risa y miedín... y es que el pelado de barbas está de frenopático forense. Que ustedes lo pasen bien.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [50]
26 de noviembre - Hoy ha sido un día largo y descorazonador. Me cuesta afrontar la idea de que mañana será igual o peor. Una cosa me ha quedado clara desde el primer momento: no he nacido para vendedor. Desprenden éstos un orgullo, una autosuficiencia que ni poseo ni sé simular. Me temo que no puedo sentirme orgulloso de lo que es casual, aleatorio o transitorio.
Por la mañana, mientras esperaba la hora para salir, comenzó a llover, primero con fuerza y después lenta y desapasionadamente; una lluvia aburrida en todos los sentidos. Damián (que conoce el estado comatoso de mi coche) me llama y me dice que pasará a recogerme, lo cual agradezco. Aparece a los diez minutos y nos acercamos hasta el palacio de exposiciones con las noticias matinales de fondo. Los alrededores están llenos de coches y camiones y tenemos que aparcar a un buen kilómetro. Por suerte ha dejado de llover.
A la luz del día mi traje aparece arrugado como un escroto, y la camisa tiene feas manchas amarillas de humedad, como si alguien la hubiese usado para limpiar la cabina de una sex shop. El efecto bofetada se incrementa al comparar el conjunto con la impoluta vestimenta de Damián, que se siente cómodo y natural en su traje azul eléctrico: se ha quitado la chaqueta mientras conducía para no arrugarla (detalle uno), sabe hacerse el nudo de la corbata (dos), y cuando se pone la chaqueta se da unos sutiles pero enérgicos tirones de las mangas para colocárselo todo en su sitio (y tres). A su lado parece que voy con un chándal ligeramente sofisticado.
Me saco la corbata del bolsillo y le pido que me haga el nudo. Se la pone por encima de los hombros y, tras un segundo de reflexión, comienza a retorcerla y plegarla con una serie de movimientos que nunca podré llegar a memorizar. Hay que ser realistas.
Llegamos a la puerta convenida cinco minutos antes de la hora, pero ya nos están esperando todos: las cuatro chicas, los otros dos comerciales, y Benito. Cogemos sus explicaciones in medias res, pero tiene la deferencia de hacernos un resumen para ponernos al día y continúa en el punto dónde lo había dejado: nos repartiremos por parejas mixtas en los dos pabellones, intentando abarcar el mayor perímetro posible. Nos entrega un fajo de subscripciones y un bolígrafo para rellenarlas. Nuestra tarea consiste en captar subscriptores para un club de vinos: boletín trimestral, oferta de suscripción durante la feria con vinos y dos libros de regalo, y bla bla bla. Lo importante –no, lo fundamental- es que nos faciliten el número de tarjeta de crédito; el resto (nombre, dirección, teléfono) resulta superfluo, de lo cual colijo que necesitan cerrar el trimestre con ciertos beneficios, a costa de quien sea y como sea. Benito nos arenga como un entrenador borracho pero (todavía) optimista. Nos da unos pases de invitado (unas tarjetas que debemos llevar colgado de la solapa mientras permanezcamos en el interior del complejo) y entramos.
Es el interior un espacio enmoquetado inabarcable, inconcebible por una mente humana cuerda, viéndose obligados a dividirlo en secciones con paneles y tabiques falsos. Suena por megafonía un hilo musical de greatest hits de entre hace cinco y diez veranos, interrumpido por anuncios de aperturas y presentaciones que despiertan y mueven a un público que ya a primera hora parece aburrido y adormilado. A esa hora del primer día la mayoría de los visitantes son jubilados, que se pasean de un stand a otro recogiendo folletos y muestras gratuitas, mezclados con representantes y comerciales que se están dando un paseo para espiar a la competencia. Público de segundo categoría, pienso con el cinismo y la superioridad moral acorde a mi nuevo cargo.
Nos juntamos los nueve en el centro del pabellón A y Benito nos divide por parejas. Damían, no tengo ni idea de cómo, logra que lo emparejen con Lucía (cómo los prestidigitadores, la mayoría de sus movimientos resultan invisibles, y hace que una técnica sumamente elaborada parezca magia), y los manda con otros dos al pabellón B. A mí empareja con una tal Beatriz: morena, bajita pero con buen tipo, con unos ojos graciosos e inteligentes (aunque de una inteligencia pragmática y despiadada)... pero lo que se dice guapa, pues no. Un aliciente menos.
Nos arrastra Benito hasta uno de los pasillos principales y nos sitúa estratégicamente, uno a cada extremo. Traza un círculo imaginario con la mirada, el área que debemos dominar. El resto, en principio, lo deja a nuestro libre albedrío.
Cuando nos quedamos solos, Beatriz y yo, cada uno en un extremo del corredor, nos miramos con cierta timidez, como dos niños demasiado crecidos ya para creerse sus propios juegos. Este paréntesis dura unos segundos, lo que tarda en cruzarse el primer jubilado con Beatriz: ella lo aborda y le suelta una perorata que no puede estar improvisando sobre la marcha. Hasta yo puedo ver que el tipo no está prestando atención a lo que ella dice, limitándose a escanearla de arriba abajo con una sonrisa complaciente y beoda. Cuando ella acaba su monólogo, él se despide con una palmadita en el hombro, y ella se lanza a por el siguiente transeúnte. Comprendo pronto que esto es una competición, que el número de posibles subscriptores es finito y limitado, y que si nos sitúan de dos en dos es, principalmente, para que nos vigilemos mutuamente y nos sirva de acicate. De repente, ciento cincuenta euros me parecen una nimiedad. Vaya mierda de fin de semana. [Continuará]
jueves, 20 de noviembre de 2008
:cumpleaño
Hoy, además de hacer 33 años que nos dejó Paquito el Chocolatero, celebramos una efeméride más importante: la de este su humildérrimo blog. Un año ya. Qué lejano queda aquel 20 de noviembre de 2007 en que todo esto echó a rodar. Trescientos sesenta y cinco días en que nos han salido pelos donde antes no había, canas donde antes había pelos, michelines donde antes había músculo terso y lozano... una pena, vaya. Qué joven e ingenuo era un servidor, y que ternura da leer esas primeras entradas. Este rinconcito de amor y golosinas en forma de blog nació con un mamotreto de cinco folios sin ilustraciones de acompañamiento que, me temo, nadie leyó en su momento. Y en su momento eso sólo me pareció miopía por parte de ustedes, mis queridos lectores, que no eran capaces de ver el maná que les caía de forma gratuita desde el cibercielo. Visto hoy, con un mínimo de objetividad, es un señor ladrillo que no se lo salta un gitano, con perdón. Tardé unas cuantas entradas en pillarle el punto a la idiosincrasia blogera (aún cojea, como algún inteligente lector ha apuntado, en la inclusión de links: todavía hierve en mis venas sangre analógica), pero poco a poco creo que ha ido cogiendo forma y ahora es como un hijo tonto: me ocupa más tiempo del que me gustaría, pero le he acabado cogiendo cariño y a las amistades les hace gracia. Así que lo indultaremos por el momento. Un saludo a todos; son ustedes maravillosos.
martes, 18 de noviembre de 2008
:lucha de clases
Maese Lois me da el chivatazo de este video y aquí lo cuelgo. Impresionante como simple documento videográfico, y acertado como metáfora de la situación económica actual. Del barco de Chanquete, ¡no nos moverán!
domingo, 16 de noviembre de 2008
:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [49]
Me paso el resto de la velada, que finalmente pasamos apalancados en su piso, con una estúpida y rígida sonrisa social por la presencia de Z en la foto, que rompe inesperada, repentinamente, la intimidad y cualquier promesa de erección. No sólo siento como si nos pudiese ver, sino que desearía que pudiera hacerlo.
Rendidos a la evidencia de que no saldremos del piso, Gita decide cambiarse de nuevo y esta vez se pone un caftán con diseños de amebas y remates en pedrería. Se saca con una socarrona sonrisa un poco de hachís y demás adminículos necesarios para preparar un porro de una cajita de boj, y me pide que líe uno mientras ella prepara un té. Desde la cocina me pregunta que té prefiero y me suelta una retahíla de colores, sabores y aromas. A mí el té me sabe todo a agua hervida, así que le contesto que el mismo que ella. Mientras lío el petardo voy atando cabos: el caftán, las estanterías llenas de piedras, el disco de Ravi Shankar de fondo, la colección de tés, la cajita con tabaco aromático...estaba a punto de liarme con una hippie.
No tengo nada en contra de este entrañable colectivo; no más que en contra de cualquier otro, en todo caso. De hecho comparto con ellos la admiración por cierta etapa de Grateful Dead, y el respeto por el concepto de “amor libre”, que como idea me parece estupenda si se combina con una férrea política de depilación selectiva. A este respecto, Gita era para mí un misterio, con las gruesas medias del uniforme antes y el caftán hasta los tobillos ahora.
Mi mente, como un tren en un cambia raíles, se dirige ahora a toda máquina hacia la foto de Z, que me mira con sus ojos rojos por el flash como si fuera a arroyarla. Tengo que acercarme para cerciorarme de que es ella: nunca la había visto en dos dimensiones, tan maquillada ni riéndose a carcajadas, pero no cabe duda de que es Z. No me podía creer que la hubiera vuelto a encontrar, y ahora que había cogido el extremo de la madeja, no pensaba soltarlo. Pero fui incapaz de preguntarle esa noche a Gita por ella; es decir, ni sabría cómo sacar el tema ni me parecería correcto sacarlo: la mezcla de indecisión y moralidad que se empeña e aguarme la fiesta desde siempre. Así que me tomo el té (que me sabe a agua hervida ligeramente azucarada) y nos fumamos el canuto y aunque no nos enrollamos recibo mensajes como para mantenerme el optimismo sin llegar al delirio; de hecho, Gita se me empezaba a mostrar como ese tipo de persona que en primera instancia resulta exuberante y con el tiempo simplemente un plasta.
Ella insiste en acercarme hasta casa en el coche, pero yo la disuado y me marcho andando. Lo prefiero así, para airear el humo que me enturbia y ralentiza las sinapsis. Nos damos dos besos, uno a cada lado de la boca, rozándonos las comisuras como una promesa de sexo futuro. En ese momento tomo la decisión, y caminando a casa me reafirmo: seguiré con Gita hasta donde pueda, hasta averiguar qué sabe de Z. Lo siento como un punto de no retorno en mi proceso autocomprensión: por si me quedaba alguna duda, soy un cabrón. Lo disfrazo, eso sí, con ropajes de cultura popular, y me veo a mi mismo como Keith Richards en Altamont sodomizando a la generación de las flores; como Bob Dylan en Newport volándole la cabeza a los pazguatos de jersey de cuello cisne y chaqueta de pana a base de feedback. Soy un cruce entre el Agente Flint e Iggy Pop.
De vuelta en el presente, ya está a punto de amanecer. Escribiendo se me ha pasado la noche inesperadamente liviana y tranquila. Me entran unos retortijones y me voy al baño y cago un monstruo que hasta me hace sangrar un poco el culo. Si estuviese dormido: ¿a dónde habrían ido esas ganas de cagar? Echo de menos mi antigua vida nocturna: mi ritual de acostarme, mis posturas favoritas para dormir, levantarme a echar un pis a media noche y volver a arroparme, refocilándome en la pereza de mi cuerpo; echo de menos estirarme hasta que me crujan todas las articulaciones, parapetarme tras el edredón hasta que los ojos se me acostumbren a la luz de la mañana, amasar despreocupadamente las legañas, apagar el despertador y seguir unos minutos en cama, sintiendo los latidos del corazón y cómo las tramas de los sueños se desdibujan y diluyen como volutas de humo. Echo de menos soñar, también.
Me afeito concienzudamente (fosas nasales incluidas) y me ducho y plancho un poco (o plancho mal) el traje. La camisa huele a humedad. Todavía queda un buen rato para acercarme al palacio de exposiciones, así que desayuno con calma, con cuidado de no mancharme y miro por la ventana y espero a que sea la hora.
Rendidos a la evidencia de que no saldremos del piso, Gita decide cambiarse de nuevo y esta vez se pone un caftán con diseños de amebas y remates en pedrería. Se saca con una socarrona sonrisa un poco de hachís y demás adminículos necesarios para preparar un porro de una cajita de boj, y me pide que líe uno mientras ella prepara un té. Desde la cocina me pregunta que té prefiero y me suelta una retahíla de colores, sabores y aromas. A mí el té me sabe todo a agua hervida, así que le contesto que el mismo que ella. Mientras lío el petardo voy atando cabos: el caftán, las estanterías llenas de piedras, el disco de Ravi Shankar de fondo, la colección de tés, la cajita con tabaco aromático...estaba a punto de liarme con una hippie.
No tengo nada en contra de este entrañable colectivo; no más que en contra de cualquier otro, en todo caso. De hecho comparto con ellos la admiración por cierta etapa de Grateful Dead, y el respeto por el concepto de “amor libre”, que como idea me parece estupenda si se combina con una férrea política de depilación selectiva. A este respecto, Gita era para mí un misterio, con las gruesas medias del uniforme antes y el caftán hasta los tobillos ahora.
Mi mente, como un tren en un cambia raíles, se dirige ahora a toda máquina hacia la foto de Z, que me mira con sus ojos rojos por el flash como si fuera a arroyarla. Tengo que acercarme para cerciorarme de que es ella: nunca la había visto en dos dimensiones, tan maquillada ni riéndose a carcajadas, pero no cabe duda de que es Z. No me podía creer que la hubiera vuelto a encontrar, y ahora que había cogido el extremo de la madeja, no pensaba soltarlo. Pero fui incapaz de preguntarle esa noche a Gita por ella; es decir, ni sabría cómo sacar el tema ni me parecería correcto sacarlo: la mezcla de indecisión y moralidad que se empeña e aguarme la fiesta desde siempre. Así que me tomo el té (que me sabe a agua hervida ligeramente azucarada) y nos fumamos el canuto y aunque no nos enrollamos recibo mensajes como para mantenerme el optimismo sin llegar al delirio; de hecho, Gita se me empezaba a mostrar como ese tipo de persona que en primera instancia resulta exuberante y con el tiempo simplemente un plasta.
Ella insiste en acercarme hasta casa en el coche, pero yo la disuado y me marcho andando. Lo prefiero así, para airear el humo que me enturbia y ralentiza las sinapsis. Nos damos dos besos, uno a cada lado de la boca, rozándonos las comisuras como una promesa de sexo futuro. En ese momento tomo la decisión, y caminando a casa me reafirmo: seguiré con Gita hasta donde pueda, hasta averiguar qué sabe de Z. Lo siento como un punto de no retorno en mi proceso autocomprensión: por si me quedaba alguna duda, soy un cabrón. Lo disfrazo, eso sí, con ropajes de cultura popular, y me veo a mi mismo como Keith Richards en Altamont sodomizando a la generación de las flores; como Bob Dylan en Newport volándole la cabeza a los pazguatos de jersey de cuello cisne y chaqueta de pana a base de feedback. Soy un cruce entre el Agente Flint e Iggy Pop.
De vuelta en el presente, ya está a punto de amanecer. Escribiendo se me ha pasado la noche inesperadamente liviana y tranquila. Me entran unos retortijones y me voy al baño y cago un monstruo que hasta me hace sangrar un poco el culo. Si estuviese dormido: ¿a dónde habrían ido esas ganas de cagar? Echo de menos mi antigua vida nocturna: mi ritual de acostarme, mis posturas favoritas para dormir, levantarme a echar un pis a media noche y volver a arroparme, refocilándome en la pereza de mi cuerpo; echo de menos estirarme hasta que me crujan todas las articulaciones, parapetarme tras el edredón hasta que los ojos se me acostumbren a la luz de la mañana, amasar despreocupadamente las legañas, apagar el despertador y seguir unos minutos en cama, sintiendo los latidos del corazón y cómo las tramas de los sueños se desdibujan y diluyen como volutas de humo. Echo de menos soñar, también.
Me afeito concienzudamente (fosas nasales incluidas) y me ducho y plancho un poco (o plancho mal) el traje. La camisa huele a humedad. Todavía queda un buen rato para acercarme al palacio de exposiciones, así que desayuno con calma, con cuidado de no mancharme y miro por la ventana y espero a que sea la hora.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
:¿Sabía usted que...
viernes, 7 de noviembre de 2008
: servidor se fija en Ángel Sefija
Acerca de la publicación del quinto tomo recopilatorio de Ángel Sefija (Astiberri):
Las obras del señor Entrialgo me resultan mucho más disfrutables en recopilaciones que seriadas, en pantagruélicos atracones que picoteando entre comidas. Gana una dimensión aglutinadora que no se aprecia en entregas sueltas donde uno sólo espera saciar el prurito del gag, y no siempre se consigue (porque no siempre se busca).
La personalidad del autor, que se nos antoja compleja, se va repartiendo desde hace años entre sus múltiples series y personajes emblema, unos en primera persona y otros en tercera. Con ese look que ha ido evolucionando con el tiempo de bajista de grupo power-pop a profesor enrollado de Conocimiento del Medio, dudo que su grado de pichabravismo llegue a los niveles roccosifrédicos de El Demonio Rojo, o que sea tan cerril como Higueras, o tan dionisíaco como Herminio. Más parecen estos personajes compendios de anecdotarios propios y ajenos llevados al paroxismo, recreaciones y puestas en escena de fantasías confesables y chistes privados. Por acumulación adquieren cada uno su tono y ocupan un lugar propio e inintercambiable en esa gran ópera pop que es la obra de Mauro tomada en su conjunto.
Más próximos a la idiosincrasia del autor parecen los personajes de Drugos y Ángel Sefija. El primero parece una extrapolación distorsionada, un pelín exagerada, de la personalidad acumuladora/coleccionista del autor, plasmada con el físico del calvo de La Pareja Basura. Pero es Ángel, según nuestra tesis, quien personifica en mayor grado al autor: no cabe duda de que para que Ángel se fije, primero Mauro tiene que fijarse. Al contrario que los demás personajes, de Ángel, aparte del nombre, nada sabemos. Ni siquiera es el protagonista de su propia tira: su presencia en la primera viñeta sólo nos sirve de intermediario entre el autor y nosotros, como esos personajes de las pinturas barrocas que aparecen en primer plano, apelando al espectador y haciéndose a un lado para dejarnos ver la escena. La existencia de Ángel no es más que la plasmación de la mirada del autor: es más un pronombre que un sustantivo. Pero por si a alguien le queda alguna duda de que Ángel y Mauro son la misma persona, sólo vasta con fijarse en que el primero no es más que el segundo con barba postiza.
De un dibujo limitado (está claro que no es un virtuoso), pero tremendamente expresivo (esos levantamientos de cejas) y personal. Si el estilo es el resultado de una limitación técnica, no cabe duda de que Mauro hace lustros que ha canalizado esas limitaciones en una manera de hacer única, personal e inconfundible.
Dos detalles lo alejan de la transcripción literal de la realidad, situándolo muy por encima de esa caterva de imitadores/seguidores que se limitan a transcribir chascarrillos, chistes populares y salidas de tono etílicas: una precisión quirúrgica del lenguaje y una meticulosa construcción del discurso; hay un despojamiento total de todo elemento superfluo, tanto en el dibujo como en el texto: hay una búsqueda de lo esencial, de lo caligráfico, logrando que dibujo y texto sean uno e inseparables: cómic total. No sobra ni un solo adjetivo, ni un solo trazo. Una sencillez que no hay que confundir con simplicidad, sino todo lo contrario.
Las obras del señor Entrialgo me resultan mucho más disfrutables en recopilaciones que seriadas, en pantagruélicos atracones que picoteando entre comidas. Gana una dimensión aglutinadora que no se aprecia en entregas sueltas donde uno sólo espera saciar el prurito del gag, y no siempre se consigue (porque no siempre se busca).
La personalidad del autor, que se nos antoja compleja, se va repartiendo desde hace años entre sus múltiples series y personajes emblema, unos en primera persona y otros en tercera. Con ese look que ha ido evolucionando con el tiempo de bajista de grupo power-pop a profesor enrollado de Conocimiento del Medio, dudo que su grado de pichabravismo llegue a los niveles roccosifrédicos de El Demonio Rojo, o que sea tan cerril como Higueras, o tan dionisíaco como Herminio. Más parecen estos personajes compendios de anecdotarios propios y ajenos llevados al paroxismo, recreaciones y puestas en escena de fantasías confesables y chistes privados. Por acumulación adquieren cada uno su tono y ocupan un lugar propio e inintercambiable en esa gran ópera pop que es la obra de Mauro tomada en su conjunto.
Más próximos a la idiosincrasia del autor parecen los personajes de Drugos y Ángel Sefija. El primero parece una extrapolación distorsionada, un pelín exagerada, de la personalidad acumuladora/coleccionista del autor, plasmada con el físico del calvo de La Pareja Basura. Pero es Ángel, según nuestra tesis, quien personifica en mayor grado al autor: no cabe duda de que para que Ángel se fije, primero Mauro tiene que fijarse. Al contrario que los demás personajes, de Ángel, aparte del nombre, nada sabemos. Ni siquiera es el protagonista de su propia tira: su presencia en la primera viñeta sólo nos sirve de intermediario entre el autor y nosotros, como esos personajes de las pinturas barrocas que aparecen en primer plano, apelando al espectador y haciéndose a un lado para dejarnos ver la escena. La existencia de Ángel no es más que la plasmación de la mirada del autor: es más un pronombre que un sustantivo. Pero por si a alguien le queda alguna duda de que Ángel y Mauro son la misma persona, sólo vasta con fijarse en que el primero no es más que el segundo con barba postiza.
De un dibujo limitado (está claro que no es un virtuoso), pero tremendamente expresivo (esos levantamientos de cejas) y personal. Si el estilo es el resultado de una limitación técnica, no cabe duda de que Mauro hace lustros que ha canalizado esas limitaciones en una manera de hacer única, personal e inconfundible.
Dos detalles lo alejan de la transcripción literal de la realidad, situándolo muy por encima de esa caterva de imitadores/seguidores que se limitan a transcribir chascarrillos, chistes populares y salidas de tono etílicas: una precisión quirúrgica del lenguaje y una meticulosa construcción del discurso; hay un despojamiento total de todo elemento superfluo, tanto en el dibujo como en el texto: hay una búsqueda de lo esencial, de lo caligráfico, logrando que dibujo y texto sean uno e inseparables: cómic total. No sobra ni un solo adjetivo, ni un solo trazo. Una sencillez que no hay que confundir con simplicidad, sino todo lo contrario.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)