jueves, 29 de octubre de 2009

:rayos-x

Los rayos-x son los rayos por antonomasia, junto con los láser, que nos han acompañado toda nuestra vida simbolizando un futuro de tecnología hiper-avanzada que no acaba de llegar. Es como si nuestra intuición nos dijese que no le estamos sacando todo el provecho a estos artilugios.
Vemos y leemos historias de robots, de androides, de replicantes que compiten en inteligencia y en apariencia con los humanos y claro, nos hacemos ilusiones.
Y sin embargo, ¿qué son los robots en el mundo real? Una noticia de cierre de telediario, un artilugio blanco hecho por japoneses que anda (oooh) y sube escaleras (aaaaah). ¿Cuántos años llevamos enquistados en eso? ¿Para cuándo un robot que después de subir las escaleras entre en la alcoba de su dueño y lo asesine a sangre fría para usurpar su puesto?

Del mismo modo, que los rayos láser nos sirvan para realizar precisas intervenciones quirúrgicas de córnea, o leer códigos de barras, no parece suficiente: queremos espadas láser, queremos Estrellas de la Muerte.
Y qué decir de los rayos-x, que nos han acompañado desde nuestras primeras visitas al pediatra corroborando diagnósticos. Había cierto misterio en esos mandiles de plomo y en tener que quitarte la medallita del Niño Jesús pero... ¿es suficiente? No. Queremos... queremos ver a la peña desnuda.
Igual que la queríamos ver hace años.


Y sin embargo, que destrempante, que prosaica, que pragmática, que fea, que antigua es la realidad. El futuro que esperamos va mutando en su superficie, pero básicamente es el mismo de siempre. Un futuro de Space Opera que más tiene que ver con nuestro pasado que con nuestro futuro, que más parece replegarse hacia nuestros deseos ancestrales que avanzar en la dirección que la tecnología de vanguardia parece apuntar. Se siente.

martes, 27 de octubre de 2009

:naves espaciales

Hace años: siendo niños, mis vecinos y yo nos instalábamos en mi terraza entre una compleja maraña de sillas de playa, aparatos eléctricos destripados y taburetes con apliques de plastilina que, en nuestra ingenua e imitativa mente infantil, se aproximaba bastante al concepto “interior de nave espacial”.
Star Wars, (la primera) Galáctica, Ulises 31, Buck Rogers... eran nuestros referentes. Los anclajes narrativos de nuestra épica eran sencillos: formábamos parte de una facción humana bondadosa que se enfrentaba en cruenta y eterna batalla contra una facción humana malvada. Todo era sencillo entonces, antes de que nos atacaran pensamientos impuros e incómodos, como que los indios quizás fuesen los buenos, o que los vietnamitas quizás tuviesen razón.
Las bandadas de palomas de un vecino, que volaban cíclicamente siguiendo una ruta fija, encarnaban a los escuadrones de naves enemigas. El vecino golpeaba el tejado del palomar con un palo al que había atado una bolsa en un extremo, y las palomas despegaban. Ese golpeteo rítmico del palo contra la uralita era la señal de alarma en nuestra nave, la que nos hacía abandonar nuestros quehaceres rutinarios y lanzarnos a nuestros puestos de combate con profesional diligencia: el piloto, el copiloto, el cañonero y el de la radio (el equivalente en guerra interestelar al portero en una pachanga de fútbol).

Hoy: nos hemos instalado, la Profesora Espantajera y un servidor, en un piso sobre un centro comercial. La mitad de las ventanas dan a una plaza cerrada, la otra mitad, al susodicho centro comercial, recubierto con una estructura de cristal y acero. Mirando por estas ventanas al no-exterior uno tiene la sensación (uno que haya visto y leído mucha ciencia ficción, supongo) de que vive en el interior de una inmensa nave espacial que viaja hacia un lugar remoto del universo en el que los humanos podrán repoblar un planeta acorde a sus necesidades, una vez que la Tierra se ha ido al garete debido a nuestro abuso o a un colapso solar, lo que ocurra primero. Esta historia ya nos la conocemos; pero lejos de ser una nave con una marcada estructura político-militar que mantenga los estamentos sociales férreamente jerarquizados, esta nave es, ya lo he dicho, un centro comercial, con sus restaurantes de comida rápida, sus multicines, sus tiendas de Inditex y su hipermercado Alcampo.

No me cabe duda de que si la humanidad realiza en el futuro un éxodo interestelar de varias años luz, las generaciones que nazcan, vivan y mueran dentro de esa nave lo harán en un centro comercial volante porque, más importante que perpetuar la especie, más importante que transmitir unos principios regidores cuyos orígenes se remontan al albor de la civilización humana, más importante que todo eso es que los que pusieron la pasta para construir la nave recuperen su inversión y saquen beneficio.
En esto estoy pensando cuando veo que una paloma se ha colado en uno de los pasillos principales y se pasea por entre las mesas de un bar y, de nuevo, oigo los tambores de guerra que nos llama a la batalla. Banzaiiiiiiiiiiiiii!!!

lunes, 26 de octubre de 2009

:naked and famous

"Queréis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar. Con sudor." Lydia Grant. Fama.


“Mayumi confesó a los responsables del caso que ella y su marido mintieron a las autoridades, ya que sabían que su hijo de seis años, Falcon Heene, estaba escondido en el ático de su casa mientras se realizaba la búsqueda. Según el documento, el objetivo de la familia con este montaje era obtener popularidad en los medios de comunicación (...).” Elpaís.com




“(Paul) Dirac también era modesto en extremo y detestaba la publicidad. Cuando fue galardonado con el premio Nobel de Física consideró seriamente la idea de rechazarlo por la notoriedad y las molestias que le supondría. Pero cuando se le hizo notar que rechazar el premio Nobel generaría aún más publicidad, decidió aceptarlo.” Michio Kaku. Física de lo imposible.

“Uno puede quitarse la vida, pero no puede quitarse la inmortalidad”. Milan Kundera. La inmortalidad.

sábado, 10 de octubre de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [69]

2 de diciembre - Cuando por fin logro conciliar el sueño, o su equivalente mustio, pálido y desinflado, me despierta un sonido cavernoso y retumbante. En mi cabeza, en mi sueño recién desprecintado, aquello crea imágenes de orquesta sinfónica afinando, pero resulta ser el aire de las tuberías dejando sitio de nuevo al agua.

Decido darme una ducha para celebrarlo. Dejo correr el agua un rato, que pasa de marrón a amarilla y por fin a incolora. Me la meneo un rato pero no logro emocionarme ni siquiera de forma refleja. Mi ducha no me pone.

Salvo el paréntesis Rafaela, mi vida sexual parece la de una vaca lechera. Una vaca que se ordeñase a sí misma, claro.

Encuentro una báscula en el baño, al fondo de una alacena misteriosa. La envuelvo en plástico de envolver para evitar las manchas marronáceas que la cubren y me subo: peso 78 kilos, 8 por encima de mi peso ideal según una revista que ojeé hace mil años mientras le cortaban el pelo a Y. Me quito el pantalón vaquero y bajo a 77 kilos. Respiro aliviado, no sé por qué. Hago cálculos: ¿el peso de las gafas se puede incluir en el peso corporal si sólo te las quitas para dormir y ducharte?

Nunca he hecho propósitos de año nuevo, pero hoy he decidido que el año que viene voy a adelgazar hasta 70 kilos. Me siento un poco convencional por el mero hecho de pensarlo, pero me agrada la idea de que algo en mí sea ideal, aunque sólo sea el peso.

Me queda, pues, un mes para comer lo que quiera. Después, puerros con queso fresco y cosas de esas.

Peso las gafas en la báscula de la cocina. Peso también mi orina en una baso (96 gramos), pero en la báscula del baño sigo pesando lo mismo que antes de mear: es como si mi cuerpo se adaptase, se amoldase y siempre fuese igual, haga lo que le haga: un objeto perfecto.

Como si Damián me estuviese espiando con una cámara oculta, me llama por teléfono en ese momento y, sin mediación, reflexiona en voz alta sobre la orina y sus variantes: la orina de la mañana, la orina de mitad de la noche, la orina de resaca, sus olores, sus matices, sus colores, su densidad.

Después (en el tiempo, lo que quiere decir “antes” en su cabeza), me dice que sus vecinos de arriba están a punto de parir, y que reza todas la noches, antes de dormir, para que el futuro bebé no sea llorón. Damián y yo compartimos una fobia a los ruidos de origen humano, así que entiendo perfectamente la situación de angustia por la que está pasando. Sin embargo me temo que está introduciendo poco a poco un tema: quiere pedirme que le deje mudarse a mi casa. Lleva un tiempo haciendo alusiones veladas: la cosa del trabajo está jodida, cuánto espacio libre tienes, en que buen vecindario has acabado, siempre he soñado con vivir en una casa, etc, etc... pequeñas cuñas casi imperceptibles pero que juntas sólo pueden ser eso: una intención.

Ya compartí piso con Damián (y con Lepo) y sé que somos compatibles, pero me he acostumbrado a vivir solo y estoy demasiado cómodo.

¿Se puede estar demasiado cómodo? Supongo que sólo cuando estás a un paso de estar incómodo.

Vivíamos en un piso que parecía una cueva con paredes empapeladas y muebles viejos, no antiguos; paredes desalineadas en las que no encajaba ninguno de los muebles, repintados tantas veces que parecían acolchados. Además de con una colonia de carcoma y una familia de ratones compartíamos el piso con Lepo (no recuerdo cómo se llamaba de verdad; un nombre compuesto no demasiado común, tipo Carlos Antonio). Tenía labio leporino, de ahí el sobrenombre, y Damián estaba convencido de que era contagioso, por lo que tenía un juego de vajilla para él solo: baso, plato, cuchillo, cuchara y tenedor. Todo lo lavaba y lo guardaba a parte; Lepo creía que simplemente estaba obsesionado con la higiene, lo cual no casaba demasiado con la falta de higiene de Damián en todos los demás campos. Lepo no era especialmente agudo.

Cuando los vecinos de arriba follaban siempre ponían una casette de Juan Pardo a todo volumen. Como perros de Pávlov, Damián se pone cachondo cada vez que oye a Juan Pardo; yo sólo puedo recordar a Lepo haciendo el pino-puente en el sofá en su imitación de actor porno en plena faena, dando cachetes a un culo imaginario y pasándose la lengua por los labios.

Tanto pensar en dietas me ha dado ganas de comer. Salgo a hacer la compra. Empiezo a pillarle el truco a la cerradura: empujar la puerta hasta completar el primer giro de la llave, y después tirar ligeramente, no hasta el límite.

Unas vecinas están hablando sobre la invasión de gatos. Saludo pero no me paro: es un tema en el que prefiero no entrar.

Me equivoco en el pin de mi tarjeta de crédito y no puedo sacar dinero para la compra. Como es por la tarde me quedo sin nada hasta mañana: un flashforward de mi vida, como no encuentre pronto trabajo.

A Damián siempre le queda un comodín: Carpintería de aluminio Cajaraville. A mí me queda pescar monedas en las fuentes.

Empieza a llover; cuento el dinero que me queda en la cartera y entro en una cafetería. Me quedo mirando a una chica preciosa que habla por el móvil. Ella me mira y pone los ojos en blanco y dibuja una espiral en el aire con el dedo índice en un gesto cómico y adorable que hace que me enamore de ella durante un minuto. Después entra un tipo que se sorprende al verla allí y se sienta a su mesa. El tipo lleva una badana en la cabeza, algo sólo aceptable si tienes cáncer.

No deja de llover, así que vuelvo a casa casi corriendo. Al llegar me doy la segunda ducha del día. En el silencio de la noche oigo a mi vecino hablando a voces y a los gatos maullando bajo los aleros de las casas, esperando a que escampe.