jueves, 31 de julio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [41]


Sale el sol después de comer y abro la ventana para airear la cocina. Se oyen niños jugando a lo lejos y gaviotas, como en el audio de fondo de una película. El sueño me ha agudizado los sentidos mientras me ha adormilado el cerebro; huele a cocido, y a agujas de pino, y a ganado y a tierra. Las gotas de los aleros repiquetean en los cubos como zapatos de tacón.
Z me empezó a contar de su vida sin que yo le preguntara, lo que normalmente me resulta irritante; pero en su caso, hablar con un desconocido sin pudor, incidiendo en rincones y ángulos inéditos y secretos, evitando los lugares comunes, me resultó vigorizante y me despertó de mi depresión como una descarga eléctrica.
Lo primero que me contó fue qué le había pasado en la nariz; supongo que al notar que me fijaba en el vendaje. Hacía unos días se había notado un bulto duro en el interior de la fosa nasal, una dureza que se agarraba al hueso bajo la presión del dedo. Con pánico fue al médico (esbozo un gesto de comprensión), donde la reconocieron y decidieron hacerle unas radiografías. Efectivamente, en las placas aparecía una mancha en el seno nasal, un cuerpo extraño adherido al hueso. Decidieron operar de urgencia, lo que no era una buena señal. Nadie nombró la palabra “tumor”, pero sentía que era lo que todos tenían en mente. Tras suministrarle anestesia local le abrieron el agujero de la nariz con un pequeño fórceps y comenzaron a hurgar en su interior. Llegaron al bulto y lo extrajeron, raspando el cartílago para no dejar restos. Tras echar un vistazo al bulto en la bandeja quirúrgica, bañado en suero, los gestos de preocupación del personal médico demudaron repentinamente en gestos de incredulidad. No hacía falta una biopsia. Lo que le habían extraído era un pistacho.
“¿Cómo?”, le pregunté, no sabiendo si debía reírme. Ella esperó unos segundos, teatralmente, antes de seguir. Efectivamente, un pistacho. Con cáscara y todo. No sabía cómo, pero de alguna forma había llegado hasta el interior de su nariz; probablemente cuando era tan pequeña que ni lo recordaba. El pistacho se quedó alojado en el seno nasal, cómodamente, y con el paso de los años el cartílago lo había ido asimilando hasta que penetró en él, recubriéndolo con una callosidad. Y podría haberse pasado ahí el resto de su vida sino hubiese sido por un catarro más insistente de lo normal y un dedo inquieto y curioso. Me guiña un ojo y ahora sí que no puedo evitar soltar una carcajada. La primera en semanas.
Me pregunta de dónde vengo, y le respondo que soy de aquí, y ella pone una expresión cómica pero no me pregunta qué hago entonces en el bar de un hotel; y no porque no se atreva, estoy seguro, sino porque prefiere averiguarlo por sí sola, poco a poco. Yo sigo el juego y decido interpretar el papel de misterioso y lacónico; sólo digo algo cuando sé, positivamente, que será un comentario ingenioso. Ella, por el contrario, se vacía a chorro: tiene tanto dentro que sabe que puede manar durante días y días sin percibirse mengua alguna en su caudal ni en sus reservas. De pronto me parece preciosa. [Continuará]

:dos crímenes


1- Atrapados por la nieve en el castillo de DelaCourt, decidieron dejar las disputas a un lado y disfrutar de esas cortas e inesperadas vacaciones invernales; hasta que a la mañana siguiente Mr. Longfellow apareció estrangulado con las cortinas de la ducha. La mayoría vio en el hecho una venganza sumaria, mientras unos pocos quisieron verlo como un desafortunadísimo accidente; pero hasta los más ingenuos tuvieron que reconocer la evidencia cuando Mrs. Kirkmann-Vinneghard apareció esa misma noche muerta frente a su tocador, con su lima de uñas incrustada en el cerebro a través del ojo izquierdo. Tras dejar este segundo cadáver en la cámara frigorífica junto al malogrado Mr. Longfellow, los anfitriones e invitados se reunieron en el Gran Salón Azul. No sabían que decir, limitándose a mirarse de soslayo los unos a los otros con aire de sospecha. Las enemistades eran antiguas pero no lograban cicatrizar. Cualquiera podía ser el asesino. Sin dejar de mirar a sus espaldas, cada uno se retiró a su dormitorio pasada la medianoche. Todos cerraron con llave y pasaron la noche en vela.
A la mañana siguiente encontraron a Mr. Printter-Troutmann Rendford, o estrictamente hablando, el cadáver de Mr. Printter-Troutmann Rendford, en la cocina, con la cabeza incrustada dentro de un tarro de galletas estilo Tudor Tardío. El pánico fue entonces general; todos corrieron de nuevo al Gran Salón Azul y tomaron asiento, exánimes y con los ojos fuera de las órbitas. Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau tuvo una idea que a todos pareció brillante: que allí mismo se despojaran de sus vestimentas y pertrechos para comprobar qué llevaba cada uno encima, con la esperanza, quizás un poco ingenua, de que algún indicio delatara al culpable o culpables. Decidieron que cada uno dejase sus posesiones en un montón, cada uno en un cuadro del ajedrezado suelo blanqui-azul. Algunos sospecharon que todo era una excusa de Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau para mostrar su físico una vez más; sospecha que creyeron ver confirmada al ser el único que se quitó los calzones, dejando al aire su mayestático miembro semierecto.
Pero dejando las anécdotas a un lado, tras ojear los adminículos y enseres de cada uno, a todos resultó evidente quien era el culpable. Pero, ¿qué fue lo que vieron? O mejor dicho, ¿qué fue lo que no vieron?

2- Mr. Gattlin solía dormir en la trastienda de su librería cada vez que bebía más de lo debido. Ese domingo no fue la excepción. Tras una tarde complicada (pocas ventas, un par de críos que quisieron robar un ejemplar de El Trópico de Cáncer...) decidió resarcirse con una copiosa cena con sus compañeros de cofradía y pesares, seguida de su correspondiente y sumamente etílica sobremesa. A las seis de la mañana se retiró, renqueante y bizco, apoyado en su compadre Mr. Blonnfield, que lo acompañó hasta la puerta de su casa. Cuando tras un cuarto de hora de intentar dar con la cerradura, entre risas y bufidos, comprendió que esa noche tendría sermón y de los gordos, decidió irse directamente a la librería. Hasta allí lo llevó su colega, que se despidió de él y cogió el trolebús matutino hasta su casa.
A la tarde siguiente la noticia corrió como la pólvora: la librería Mackintosh de Mr. Gattlin, sita en el número 1 de Beech Street, había ardido hasta los cimientos. Todos sus compañeros se reunieron frente al edificio calcinado mientras los bomberos y la policía acababan la inspección de los restos. Los peores augurios se confirmaron: un cadáver había aparecido sobre un camastro en la trastienda. Por una sortija y dos muelas de oro dictaminaron que el cuerpo era de Mr. Gattlin.
No encontró la policía ni los investigadores del cuerpo de bomberos el detonante que pudiera dar inicio al incendio. ¿Un cigarrillo mal apagado? Imposible, Mr. Gattlin no fumaba. ¿Una estufa? ¿En una calurosa noche de agosto? Poco probable. ¿Entoces? ¿Cómo se inició el fuego? ¿Quién podría querer matar al bueno de Mr. Gattlin?
[Soluciones la semana que viene. Se aceptan apuestas]

martes, 29 de julio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [40]


24 de noviembre - No he conseguido dormir ni un solo segundo en toda la noche. Lo he intentado con apatía y cierta indecisión, como sin querer; no creo que uno pueda hacer un esfuerzo consciente y meditado para quedarse dormido; no funciona así. Me he rendido a las dos horas y me he levantado. Me tomé una tila y vi un poco la tele, pero tengo los ojos tan cansados que he tenido que apagarla. Me he puesto a deambular por la casa, arrastrando las chanclas, encendiendo las luces de cada habitación al entrar y apagándolas al salir. Me ha entrado el hambre y me he hecho un sándwich de atún, huevo y mayonesa. Me he dado cuenta de que mi vida se ha detenido, que ya no como, ni hago, ni pienso, ni siento, ni digo nada que no haya comido, ni hecho, ni pensado, ni sentido, ni dicho antes. Me tumbo en el sofá con un Martini con gaseosa y una rodaja de limón medio seco, pongo un disco de Billie Holiday con el volumen bajo y comienzo a rememorar. De vuelta otra vez a Z, intentando romper este bucle a base de desgastarlo.
Cuando la conocí estaba superando una crisis. Otra. No me apetecía hablar con nadie, así que, cansado de que todo el mundo señalara mi apatía, me pasaba todo el día fuera de mi atestado piso, compartido con otros dos tipos, la novia informal de uno y las amigas del otro. Afuera corría el peligro de cruzarme con alguien conocido, así que tomé la determinación de pasarme el día en los bares de los hoteles. Allí no conocería a nadie y podría ocupar el día entero leyendo el periódico y alcoholizándome de forma lenta y metódica.
Al principio todo iba sobre ruedas. Nadie, salvo los camareros, me dirigía la palabra; y sólo para preguntarme qué quería y para cobrarme. Cuando notaba que el personal comenzaba a tomarse confianzas, a charlar conmigo del tiempo, de alguna competición deportiva o de cualquier otra generalidad, me iba a otro hotel. Así de simple.
Nunca me fijé en los rostros de los camareros ni de ningún empleado; sí en los de los clientes, porque sabía que sólo eran visiones fugaces e inocuas como el paisaje visto desde un tren. Los veía como acumulaciones de formas, como ondulaciones sobre el fondo neutro, como bodegones. Sólo una empleada llamó mi atención, y no porque fuera especialmente guapa (que terminó pareciéndomelo), sino porque tenía un esparadrapo blanco en la nariz. Quise descartarla de mi mente como a los demás camareros; me convencí de que un piercing de la nariz se le había infectado. Nada interesante. Pero sin darme cuenta me senté en un taburete de la barra y comenzamos a hablar. Ella era Z, claro; no paraba de hablar, y la historia de su nariz resultó más interesante de lo que creía. [Continuará]

lunes, 28 de julio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [39]


23 de noviembre - He pasado una noche inquieta, como si hubiese dormido en alta mar en mitad de una tormenta. He dormido del tirón pero no he parado de soñar cosas absurdas, incluso para ser sueños, y me he despertado agotado y hasta con los pelos de los brazos despeinados. Me quedo tumbado en cama, con los ojos cerrados y la persiana medio abierta, viendo pasar nebulosas por dentro de mis párpados. Incluso antes de acostarme había decidido que reservaría la pastilla que me queda para una emergencia, como los nazis llevaban consigo una cápsula de cianuro cuando el final de la guerra se acercaba.
Un peso inhumano me impide levantarme, como un siamés remolón y vago. Lo conozco perfectamente: este puto doppelgänger me ha estado jodiendo toda mi vida; es el mismo que no sabe bailar, que ha tenido problemas con el alcohol y con el hachís, que no puede ahorrar, que quiere follar con todas las tías que se cruza por la calle, que no quería ni estudiar ni trabajar, que teme un cáncer en cada molestia, que se ve ridículo en pantalón corto... por su culpa me he pasado toda la vida disimulando; disimulando su olor, sus erecciones, sus ataques, sus achaques, sus paranoias, sus tonterías, sus berrinches, sus fallos. Como si no tuviese bastante con lo mío. Pero gracias a él me he convertido en un gran mentiroso, en un simulador profesional. Recuerdo cuando entré en la banda del instituto y hasta que llevábamos tres semanas de ensayos no se enteraron de que no tenia ni idea de tocar el clarinete. Inesperadamente, cuando se dieron cuenta, en vez de mandarme a la mierda me pasaron a los timbales, para los que sólo hacía falta un mínimo sentido del ritmo. Del cual carecía, por cierto. Así que, como un espejo, me limitaba a copiar al otro timbalista, simulando que sabía tocar con tanta pericia que nadie distinguiría la diferencia.
Y así ha sido desde entonces: simulo que estoy vivo, y a simple vista nadie ve el engaño.
Salgo a dar un paseo. La misma ruta de siempre. Tomo las curvas cortando por el camino más corto, siguiendo la trazada, como en una carrera de Fórmula-1 a cámara subjetiva y superlenta. Una inspiración me hace salir de mi trayecto: me voy a cortar el pelo. Entro en mi peluquería de los dos últimos años. Noto en la mirada del peluquero su desasosiego al verme: le he descuadrado el horario, pero no es capaz de renunciar a mis nueve euros y no me dice nada. Charla jovialmente con un cliente mientras le remata el corte, e incluso después, mientras le cepilla los pelos de los hombros. Pero cuando yo me acomodo en el asiento su rostro demuda en una máscara silente e inerte de forma tan repentina que hasta yo, sin gafas, lo noto. Me pregunta “cómo siempre”, y yo le respondo “sí, como siempre”, a lo que le sigue media hora de silencio sólo roto por los tijeretazos. Soy como un agujero negro de conversaciones intranscendentes: las absorbo y sólo dejo desolación y silencio y vacío.
No me deja el pelo “como siempre”. De hecho no me lo ha dejado dos veces igual en estos dos años, así que no sé lo que quiere decir con “como siempre”. Me sacudo la cabeza en cuanto llego a la esquina para deshacer el voluminoso crepado. Apuro el paso hasta llegar a casa, mirándome de reojo en los escaparates y las ventanillas de los coches, horrorizado ante lo que intuyo. Al llegar a casa me siento a salvo. Se ha acabado la función por hoy.

viernes, 25 de julio de 2008

:stars [10]


[Continuación] O parte de la verdad. Cuando recupero la consciencia estoy amarrado a una camilla, en un plató que simula una habitación de hospital, con un par de cámaras ancladas en sus trípodes como única compañía. Trato de soltarme las correas, pero son condenadamente resistentes y están tan apretadas que me cortan el riego de las extremidades. Trato de relajarme, de que mis poderosos músculos pierdan volumen, pero no hay manera y pierdo los nervios y me pongo a chillar. Tengo la garganta tan seca que el grito comienza como el estertor final de una gallina y termina como el lamento de una niña, quizás debido a mi posición de decúbito supino. Para mi sorpresa, la puerta falsa que simula la salida del falso cuarto de hospital se abre y en el umbral aparece Samantha ataviada de enfermera y se lleva el índice a los labios. Mi llanto se ahoga al cerrarse la puerta, y al segundo siguiente ya no puedo precisar si lo que acabo de ver era real o lo he soñado, tan atontado estoy. Pero recuerdo una mancha marrón en la pechera de Samantha, como de chocolate, y eso me parece más real que todo lo que he vivido en las últimas semanas, así que dictamino que no estoy soñando. Como base ontológica se queda escasa, pero por ahora me tendrá que valer.
Miro a mi alrededor de nuevo, tratando ahora de analizar la situación fríamente: voy vestido con un camisón de paciente, y tengo un esparadrapo con una mancha rojiza en el brazo derecho. Intento percibir algún dolor en esa zona, pero sólo siento el ligero hormigueo de la vida recorriéndolo: es decir, nada anómalo. No puedo concluir si es parte del atrezzo o si me han inyectado algo.
Unas voces se mueven por alguna parte imprecisa, a mis espaldas. El eco me llega apagado y distorsionado; no logro reconocer ninguna de las voces así que no me arriesgo a pedir ayuda. Al rato se cierra una pesada puerta de metal, a cuyo eco le sigue un buen rato de silencio. Me quedo traspuesto.
No sé cuánto tiempo he estado durmiendo. Me despierto con unas terribles ganas de orinar. Por alguna extraña razón, el decorado y el vestuario y el atrezzo me hacen ponerme en situación: me siento desamparado e inútil, con la necesidad imperiosa de que alguien regule mis funciones vitales primarias, como en una regresión a la etapa de niñez (o un flashforward a la de vejez); en cualquier caso, no me parece descabellado dejar salir la orina sin más, suponiendo que alguien arreglará el desaguisado. Y eso hago. Espero sentir el chorro tibio entre mis piernas, pero me encuentro con otra sorpresa: noto una tensión en la punta del pene y el ruido inequívoco de un líquido canalizado. Me estiro hacia la derecha, de donde parece proceder el siseo, y veo que un tubo transparente y flexible sale de debajo de mi camisón y termina en un bolsa de drenaje mediada de orina. En una palabra: catéter.
[Continuará]

miércoles, 23 de julio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [38]


22 de noviembre - Hoy me han llamado dos veces imbécil. Esto me pasa por salir a la calle. De ser ermitaño me gusta hasta el nombre: ermitaño. En mi libro de animales siempre me recreaba en dos páginas que llegué a desgastar: la polla de agua (por que me hacía gracia el nombre), y el cangrejo ermitaño; tenía el cuerpo como una morcilla, retorcido y desnudo, y se metía dentro de una concha abandonada y se la apropiaba y la hacía suya. Los paralelismos con mi vida son tan obvios que pasaré sobre el tema con tres puntos suspensivos...
Damián me manda un mensaje; quedamos en el bar tal, a tal hora. No faltes, escribe en mayúsculas; es decir: NO FALTES. No es Damián de los que suele desperdiciar mayúsculas, así que comprendo que es algo serio y venzo mi reticencia a salir a la calle.
Hoy es uno de esos días entre dos chaparrones, que la gente aprovecha para hacer compras voluminosas y un frus-frus de bolsas y un aire de frivolidad se respira en el ambiente. Esquivo las miradas y los bultos y decido atajar por la Alameda. En un recodo, tirado boca arriba en mitad del césped, veo a un anciano. Tiene los brazos y las piernas abiertos, como si hubiese perdido el sentido y se hubiese caído cuan largo es en donde el flato le pilló. Me acerco al viejo intentando percibir algún movimiento de respiración que le anime el pecho. Lo último que me apetece hoy es, ya no ver, sino tocar a un muerto. Pues ojalá: me detengo a un metro escaso y le grito: Señor, ¿se encuentra bien? El señor parece despertar con un espasmo; me mira con un ojo cerrado y, tras llamarme imbécil (1) me manda, literalmente, a la mierda. Me alejo de allí casi a la carrera, saltando como una gacela mientras miro de reojo a ver si hay alguien que me haya podido, a su vez, ver. Creo que estamos solos. Esto me pasa por buena persona.
Llego al bar tal antes de la hora, pero Damián ya me está esperando. Pido un descafeinado en la barra y me siento enfrente de él, que baja el periódico y me pregunta, retóricamente, si soy imbécil o qué (y 2). Como no entiendo a qué viene la pregunta no sé que responder, con lo que él se ve obligado a explicar lo obvio, quedando yo como un imbécil. Me pregunta si me han llamado ayer para ofrecerme un trabajo. Yo le digo que sí. El me pregunta si lo rechacé. Yo respondo que sí. Entonces me pregunta, otra vez retóricamente, si me sobra el dinero. Ni me da tiempo a contestar. Me explica que dio mi nombre y dirección para que me llamaran de su parte. Parece ofendido, como si hubiese perdido parte de su dignidad, de su prestigio, de su hombría, por mi culpa. Yo, tartamudeando, le explico que nadie me dijo que fuese de su parte, y que además era un trabajo de camarero o algo así, y como no me gusta el intrusismo laboral, nunca me he metido en ese ramo y no lo voy a hacer ahora. El me dice que no es de camarero, que es repartiendo publicidad en un congreso de gourmets. Tres días, sesenta euros al día: ciento ochenta euros. Sigue sin apetecerme, pero no encuentro las palabras para negarme con su cara de entusiasmo desbordado a dos palmos. Todo él parece un nervio óptico, movido por espasmos microscópicos y movimientos precisos que siempre lo hacen detenerse en el lugar preciso. Desde que lo conozco, prácticamente toda la vida, nunca ha trabajado más de cinco días seguidos, pero tampoco ha estado más de tres días seguidos sin trabajar. Ha ido tejiendo, con el tiempo, una red de contactos, nombres, teléfonos, direcciones, señas y contraseñas que lo mantienen constantemente activo, y la mayoría del tiempo cotizando. Cuando nos vamos se demora lo justo para que pague yo, pero se apresura a guardarse el ticket en el bolsillo. Lo descontará en uno de sus tejemanejes. No puedo enfadarme: su contabilidad supone un esfuerzo tan grande y una concentración tan constante, que sólo puedo apiadarme de él.
Por la tarde tengo que llamar a cierto número y decir que llamo de parte de Damián. Me citan para el jueves para una reunión previa. El trabajo será de viernes a domingo. Yuju. Por lo demás, me tomo una pastilla para dormir. Me queda una. Juraría que el techo está cada vez más bajo.

domingo, 20 de julio de 2008

:bozo azul [2 de 2]


Mario volvió a mirar el interior de la tubería, armado con el desatascador. No cabía duda de que había algo a unos centímetros de la salida, algo que rompía el punto de fuga de la tubería pero que no lograba identificar. Encendió la luz del espejo y giró la cabeza buscando un ángulo de visión más adecuado. La cosa, fuese lo que fuese, palpitaba envuelta en cabellos, hinchándose, tratando de liberarse. Fuese lo que fuese parecía tener una piel que transparentaba unas venas finas y oscuras. Con un estertor borbotante la cosa comenzó a girar sobre sí misma, inflada, a punto de reventar. Un ojo surgió de un lateral y se desplazó con el resto de la masa en rotación hasta detenerse en el mismo centro del agujero.
-¡Jesús!- Mario reculó de un salto. El ojo parecía humano, pero no miraba a nadie ni a nada a pesar de estar completamente abierto. Era un ojo muerto.
En un acto de curiosidad infantil, Mario se hizo a un lado y observó el estrecho desagüe en el que era imposible que cupiese una cabeza humana. Aquello parecía un truco de magia; su mente se negaba a aceptarlo. Mario se miró detenidamente en el espejo; se sopesó como cuerpo volumétrico, como bulto. Aquello era imposible se mirase por donde se mirase. Y sin embargo, aquel ojo seguía allí, abierto, apuntando al infinito.
Se oyeron de nuevo golpes en la puerta, pero esta vez más enérgicos e insistentes. Antes de que Mario pudiese decir nada, la puerta se entreabrió ligeramente. Se lamentó de no haber pasado el pestillo, sobre todo por la imagen que en ese momento representaría ante un espectador: apoyado en el lavabo, mirándose fijamente en el espejo. ¿Qué pensaría ella de él? En menos de un segundo su cerebro anticipó todas las posibilidades, todas las salidas de un laberinto con una única entrada. Como un animal amaestrado, sólo podía mirar hacia delante. En una de las opciones, ella le cortaba la cabeza y la tiraba por el retrete. El resto del cuerpo se lo daba de comer a sus gatos, y la cabeza, por inesperadas vicisitudes de la fontanería, subía hacia el lavabo en vez de descender a las cloacas, empujando a las demás cabezas cortadas que hacían cola esperando a salir por la pileta. En otra opción, su cabeza cortada repiqueteaba y rebotaba por las tuberías y finalmente alcanzaba el alcantarillado y viajaba, flotando como un corcho, hasta el mar. Allí se la comen las gaviotas a picotazos hasta dejar la calavera limpia, que se hunde hasta el fondo del mar, donde yace para siempre, cubierto por los sedimentos y las algas. En otra opción ella le acusa de narcisismo y de mal gusto. En otra opción le dice que debería haber traído vino blanco o no haber traído nada en absoluto. En otra opción le dice que todo ha sido una broma: los cientos de cafés y esta cena sólo han sido el gancho para la escenificación de su ridículo. En otra opción abre la puerta el chapuzas del edificio. Ha habido un cruce de tuberías y los despojos del vecino de arriba, pescadero y psicópata, han ido a parar al baño de abajo. En otra opción no es sólo una cabeza humana lo que alberga el sistema de tuberías, sino un cuerpo entero, deshuesado y reblandecido. Y así hasta el infinito, retroalimentándose y conformando un diseño fractal de repeticiones y variaciones eternas, perfectamente geométrico si se lo observa desde cierta distancia; el iris de un ojo muerto.
A través de la puerta entreabierta ella pregunta, con un tono de preocupación, si necesita ayuda. Mario le contesta que no, mientras devuelve el desatascador a su sitio. Apaga la luz del espejo, coge el sándwich y sale frotándose la mancha del pantalón.
-Que desastre -, le dice con una sonrisa vulnerable. Ella le devuelve la sonrisa.
-No te preocupes, sólo la voy a ver yo.

viernes, 18 de julio de 2008

:stars [9]


[Continuación] En este circo de los horrores, el ser más excéntrico es Orson DeFault, presidente honorífico de los preparadores físicos. Ninguna descripción puede hacerle justicia, pero vamos allá: cubre las consecuencias de una laringectomía con un pañuelo de seda, que combina con un chándal personalizado con su nombre en pedrería. Tiene los párpados con un perfil natural oscuro, lo que hace que parezca que se pinta la raya; en realidad es el resultado de un 25% de sangre tanzana (signifique lo que signifique eso). Se pasea por los barracones y las duchas esgrimiendo la boquilla de un cigarrillo en posición erecta, observando los ángulos menos favorecedores de nuestra anatomía. Me recuerda a un Eric von Stroheim gay. Me dice, con su voz mecanizada y ronca de laringectomizado, que debo de trabajar mis pectorales, que parecen tetillas y ninguna estrella tiene tetillas. Por un momento juraría que Michael Douglas ha tenido tetillas durante la mayor parte de su carrera, pero no contesto nada. Le dice a todo el mundo, siempre que encuentra la ocasión (y la encuentra más de lo que uno podría imaginar), que fue entrenador personal de Dolph Lundgren. Lo dice con los ojos húmedos de emoción, y ante mi escepticismo dice que Dolph pudo ser la mayor estrella de Hollywood, que tenía el potencial artístico y físico, pero que su carrera se resintió por pésimas elecciones. Eligio los Masters del Universo y The Punisher cuando le llegaron a ofrecer La Jungla de Cristal y Desafío Total. Es un actor prodigioso (me recomienda Viviendo del aire, una película independiente danesa donde desplega toda su sabiduría interpretativa) con un físico de atleta olímpico. Una de las mentes más dotadas del mundillo, se lamenta.
Después de ducharme me meto en cama y me tapo hasta los ojos. Me pongo la mascarilla de pintor y espero a ver qué ocurre. A los quince minutos todo el mundo se ha dormido y entran los tres tipos con los monos blancos y las máscaras de gas. Uno de ellos empuja la camilla mientras otro consulta una carpeta. Señala con la porra una de las literas y se detienen a su lado. Los otros dos tipos destapan al que duerme en la litera de abajo y lo cogen y lo tumban en la camilla, sin miramientos ni un especial cuidado. El pobre no deja de dormir mientras le ciñen con fuerza las correas. Después se van por donde han venido.
No puedo creer lo que estoy viendo. Me pellizco un testículo para comprobar que no estoy soñando, y aunque siento un latigazo en el vientre, no tengo claro que eso sea un indicativo claro de nada, salvo de que estoy muy asustado. Trato de pensar con claridad: están drogándonos de alguna forma para dormirnos. Supongo, por las máscaras de gas, que la droga está mezclada con lo que respiramos; probablemente la suelten a través del aire acondicionado. Eso explica que sólo funcione por la noche, cuando en el desierto hace más frío. También explica mi falta de insomnio: yo lo había achacado a un cansancio físico combinado con una realización personal; qué lástima. Es lo último que puedo pensar. Los párpados se me cierran y siento que me voy a quedar dormido. La máscara ha retrasado el efecto narcotizante lo justo para que conozca la verdad. [Continuará]

jueves, 17 de julio de 2008

:la caracola


Como el bar de enfrente está cerrado, todos los hombres nos paseamos por la casa de arriba abajo, de una puerta a la otra, arrastrando los pies mientras fumamos con una copa en la mano. Un perro apareció muerto delante de la casa hace dos noches, y todos lo consideran un mal presagio. Yo estoy seguro de que alguien lo arrastró hasta aquí. Me detengo en la ventana de la calle y veo a la señora Elvira agachada, recogiendo los cristales del escaparate de la acera, uno a uno. En Primero de Detectives dirían que si los cristales están afuera es que ha sido roto desde dentro, pero en realidad los cristales se van a donde les da la gana.
Las cortinas del dormitorio están corridas aún siendo de día, lo que nunca ha sido una buena señal. Se corrieron cuando murió el abuelo, se corrieron cuando murió la abuela, se corrieron cuando murió nuestro padre. Ésta es la primera vez que anuncian un nacimiento en vez de una muerte. Cuando paso junto a la puerta entornada del dormitorio puedo entrever a mi hermana en la cama, protegida por Natalia y Carmen; sólo su rostro rojo y sudoroso, no me atrevo a pararme.
Todo está silencioso. Los hombres hace horas que paseamos callados sin saber que decir, y adentro las mujeres hablan en susurros. El silencio es roto por unos llantos y nos detenemos y nos congregamos en el pasillo, cerca de la puerta, sonriendo y palmeándonos la espalda. Nos servimos otra copa y salimos a la huerta a fumar, tranquilos; ya ha pasado todo.
Una hora después Carmen sale y nos llama. Ya han limpiado a la madre y al hijo. Entramos de uno en uno. Primero el padre, que sonríe enseñando los huecos en la dentadura que siempre esconde. Después el suegro, que no se atreve a coger al niño en brazos y las mujeres se ríen y él se ríe y es la única vez que se podrán reír de él en la cara. Después yo, el tío, el padrino. Cojo al niño, que en mis manos parece del tamaño de una nuez. He caminado kilómetros para verlo, y aquí está al fin.
Mientras el padre y el suegro escuchan los detalles del parto yo me acerco el niño al hombro y lo huelo y escucho el rumor que desprende entre los huesos del cráneo, separados como continentes. Me lo acerco a la oreja y oigo el rugido del mar como si fuera una caracola. Unas palabras me llegan como desde lejos, al principio ininteligibles como maullidos, pero poco después claras. Me dice cosas que riman y que es difícil refutar, pues apenas oigo las últimas palabras de cada verso y porque todo lo que rima es, por principio, difícil de refutar. Me dice algo de la primavera, y de que el único tiempo es el de la espera; me dice que él nunca tendrá neurosis, ni alergias, ni tendrá que tomar pastillas para dormir ni pastillas para despertar.
Después me dice que se morirá antes que yo, y se me para el corazón durante un segundo. Acerco mi boca a su oído y le pregunto, en un susurro que nadie más puede oír, que cómo morirá. “En el mar”, me contesta, “como todo el mundo”.

jueves, 10 de julio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [37]


21 de noviembre - La magia química hace que duerma del tirón, sin sueños; profundo, oscuro y silencioso como el fondo del océano. Al echar el pis matutino veo que mi glande está mucho mejor; un par de días de higiene íntima han bastado para que vuelva a su saludable y rubicundo estado habitual. Es lo bueno y lo malo de la polla: con tantos capilares es extremadamente delicada, pero también se cura con una rapidez pasmosa. Son cosas que he ido aprendiendo por mí mismo con los años. De mi abuelo aprendí los grandes principios de la higiene en los cuatro años que vivió con nosotros, sólo con observarlo, sin necesidad de que dijera una sola palabra. Aprendí que no hay mejor cepillo de dientes que una manzana; que después de beberse una lata de cerveza hay que arrugarla y después de usar un palillo hay que romperlo. De él aprendí que había algo secreto en la higiene: una vez por semana se metía en el cuarto de baño y salía una hora después, con otra ropa, oliendo a colonia y con el pelo cortado. A simple vista no notabas que se había cortado el pelo; para ello había que fijarse en los pequeños mechones de canas que quedaban pegados en el lavabo. El hecho de que se cortase el pelo a sí mismo me parecía un signo de grandeza que lo elevaba por encima de los demás mortales. Estaba convencido de que los reyes se cortaban el pelo a sí mismos. También aprendí de él a contar los triunfos de la baraja, que la telilla de la leche se aparta soplando, no con los dedos, que no hay nada mejor para dormir que una buena taza de café y que los hombres, en general, respiran más fuerte que las mujeres. Lo único que me quedó por aprender por mí mismo tenía que ver, precisamente, con mi polla. De reojo podía ver cómo se sujetaba para mear y elegir la variante que más me conviniese, y que había que sacudirla al terminar. Por exploradores avanzados supe cómo había que agitarla para que, supuestamente, te diese gusto, aunque tuve que aportar tanto de mi parte que casi lo consideré un hallazgo personal. Fuimos, probablemente, la última generación analógica. Esconder revistas porno debajo de una piedra o dentro del tocón de un árbol para que fuese rotanto por toda la pandilla, suena ahora antediluviano y cándido, como de película de Mickey Rooney. Recuerdo como un momento de revelación cuando comprendí que las mujeres que se pasaban el día en la puerta de su casa calle arriba eran putas (fuese lo que fuese eso). Para mí sólo eran señoras mayores que llevaban faldas una cuarta más cortas que las demás señoras de su edad. Retroactivamente todo adquirió sentido: los aldeanos que se paraban a hablar con ellas, las miradas de desprecio de las demás mujeres, el frío silencio al pasar frente a ellas… Todavía me cuesta considerar a las prostitutas como referentes sexuales, y cuando echo un vistazo a las secciones de relax de los periódicos, no puedo dejar de desconfiar cuando leo lo de “Foto real”. Sin embargo, si alguna vez he necesitado sexo profesional es en este momento. Y las circunstancias también son las más propicias: vivo solo por primera vez en mi vida, y fuera de mi ciudad natal, lo que envalentona a uno para hacer cosas que en otras circunstancias no haría: leer best-sellers en público, pasear con chanclas y bermudas, parar un taxi con un gesto y un silbido o, por qué no, contratar los servicios de una prostituta. Estudiaré la cuestión, pero con prudencia. Dormir bien puede ser contraproducente: de pronto me he sentido optimista y vital, y hoy ya he cometido dos errores de los que me estoy arrepintiendo: he rechazado un trabajo por teléfono (número oculto, con lo que no puedo contactar con ellos), y he borrado el mensaje de Z, en un ritual que simboliza una vida que se ha quedado, definitivamente, atrás. Pero sólo me quedan dos pastillas y empiezo a perder la confianza y el optimismo y la vitalidad. Tócate los huevos.

miércoles, 9 de julio de 2008

:bozo azul [1 de 2]


-No te preocupes, en serio- dijo Mario ya desde el cuarto de baño.
En realidad el vino se le había vertido más a causa de sus nervios que por culpa de la torpeza de ella. No podía evitar estar frenético. Después de más de un año de cafés matutinos como amigos, por fin había logrado que lo invitase a su casa a cenar. Si esto fuera una película, podría hablarse de una cita. Ella le recibió con dos besos que le rozaron las comisuras de los labios, haciéndole sentir el cosquilleo de su bozo en la cara recién afeitada, y otro cosquilleo en el estómago que consideró el indicativo de un buen presagio. Era Mario el tipo de persona que tiende a confundir las causas con los efectos.
Ella no se había esmerado mucho con la cena: un par de cuencos con patatas fritas y bolitas de queso, una tortilla precocinada de microondas y unos sándwiches de fiambre con pan de molde. Le había advertido que era un desastre en la cocina, que su especialidad, si tenía una, eran los postres. No advirtió Mario un doble sentido en esta afirmación, a pesar de tener el detector funcionando al máximo. Echó un vistazo a la cocina, impoluta y virginal. El único rastro de actividad culinaria era un plato de comida para gatos en un rincón.
Mario posó el sándwich todavía sin empezar en el borde de la pileta y mojó la punta de una toalla para frotarse la mancha de vino, que comenzó a extenderse por el pantalón. Empapó la esquina de la toalla con jabón líquido para las manos y continuó frotando. Ella llamó a la puerta y le preguntó si todo iba bien.
-Sí, sí, ya está saliendo. Tranquila.- Era una verdad a medias. Efectivamente, la mancha parecía que se estaba aclarando, pero una vez que le pasó un agua por encima vio que había sido un espejismo: sólo era la espuma del jabón cubriendo la mancha.
Ella le había atraído desde el primer momento en que la vio. Resultaba su ideal estético punto por punto: cabello de un negro azulado, piel olivácea, hirsuta, uniceja, plana, estrecha de caderas y ojos negros donde era imposible distinguir el iris de la pupila. Le miraba la rabadilla peluda cada vez que se agachaba y se ponía enfermo imaginando el interior de sus muslos como una cascada de vello suave y oloroso descendiendo plácidamente hasta sus pantorrillas peludas. En un árido mundo de depilación láser, ella era un oasis en el que dejarse acariciar. Lo peor era que en cuanto la fue conociendo, descubrió que no sólo le atraía su físico: era espontanea, sincera, cariñosa, optimista, ingeniosa; era además una amiga preocupada y detallista. Y Mario sufría con cada café porque sólo podía pensar en follársela mientras ella hablaba y hablaba y hablaba.
Mario se rindió a la evidencia y se secó las manos, cuando comprobó que un chorro de jabón líquido se había derramado sobre el sándwich. Arrancó el trozo mojado y los aledaños, por precaución, y lo dejó caer por el desagüe. Abrió el grifo para que el agua se llevara el trozo de sándwich, pero el agua se negó a bajar con un estertor gutural, casi humano. Mario miró el agujero oscuro del desagüe y vio que el pan se había hinchado y había formado un tapón en mitad de la tubería. Metió un dedo con un poco de aprehensión y hurgó en la masa de pan hasta desmigajarla. Abrió de nuevo el grifo, pero el agua seguía sin bajar por la tubería, formando un charco en la pileta. Pedazos de pan deshecho y pelos comenzaron a salir y a flotar en un agua cada vez más turbia. Mario cerró el grifo temiendo que el agua desbordase y buscó por todas partes algo para desatascar la tubería. Ella volvió a llamar a la puerta.
-Un segundo, un segundo…- dijo Mario con el tono más despreocupado que pudo simular. Encontró un pequeño desatascador detrás del retrete, al lado de la escobilla y se lanzó con él al lavabo, bombeando a buen ritmo. Al poco se oyó algo dentro de la tubería, al fondo, más allá del recodo. Algo que se despegaba de las paredes con un sonido blando, cárnico y de ventosa. Fuese lo que fuese lo que se había movido dentro del desagüe, seguía serpenteando de forma sonora hacia la salida, primero descendiendo hasta el recodo, y después ascendiendo, acercándose poco a poco a la desembocadura. Mario apartó el desatascador y vio como el agua desaparecía tubería abajo y era sustituida por un líquido rojizo y de olor almizclado, que comenzó a brotar del desagüe a oleadas sincopadas y perezosas. Hasta que algo las detuvo. Algo que parecía más grande que la propia cañería. Algo que se quedó atravesado en la boca del desagüe, cuestionando la resistencia nerviosa de Mario y la mayoría de las leyes físicas. [Continuará]

:stars [8]


[Continuación] Paso la última sesión de “Ambigüedad Sexual” pensativo, tratando de analizar los datos de que dispongo, tratando de hilvanarlos en una explicación coherente. Pero no soy capaz con la locaza del monitor (Gene) hablando sin parar por el micrófono con una voz que parece un torno de dentista amplificado. Como ejercicio final de este despropósito hemos de autoevaluarnos: imaginarnos que somos homosexuales y describir, lo más gráfica y explícitamente posible, nuestro estilo de vida. La idea es que comprendamos que la única diferencia entre un hetero y un homo es de logística, y nos escurramos literalmente fuera del armario.
El micrófono va pasando de mano en mano, de tópico en tópico, hasta llegar a mí. Me dan ganas de gritar que me gustan las mujeres, pero sin embargo digo que, si fuese gay, probablemente serie activo, porque tengo hemorroides crónicas y soy de nausea refleja fácil (tengo problemas con los abatelenguas, asique no quiero ni imaginar que haría con una polla en la boca). Soltar todo esto sin pensar me da que pensar, pero Gene comienza a aplaudir emocionado y el resto lo secundan. Se producen unas cuantas conversiones entre llantos; más aplausos y felicitaciones y fin del seminario. Cuando salimos, Gene se me acerca y me dice que el truco para evitar las arcadas está en relajar la garganta y en untar el pene en alguna sustancia de sabor agradable pero que no suela comer a menudo; por ejemplo en menta o en hierbabuena. Le digo que lo tendré en cuenta.
Mientras comemos me fijo en cada uno de mis compañeros. Pienso en quién puedo confiar, a quién puedo confesar lo que sé, y no encuentro a nadie. Nadie parece darse cuenta de que comienza a faltar gente, o al menos nadie parece darle importancia. No debería de extrañarme: hasta ayer mismo yo era igual.
Tras la cena entro en internet en busca de información sobre Samantha. Tiene un perfil en Starscity. Verla otra vez me da un vuelco al corazón. En su currículum pone que interpretó La gata sobre el tejado de zinc (en letra pequeña informa que hace de “party guest”, no de Maggie), y un par de papeles secundarios (extra, entiéndase) en E.R. y en Jericho. Encuentro más información en la página de su club de fans (!): un par de enlaces a youporn (lo de películas eróticas era un eufemismo) y un book de fotos muy interesante: fotos en bikini y en ropa interior y en traje de noche a la salida de eventos, acompañada de (supongo) celebridades; sólo reconozco a uno de los hermanos Baldwin, el gordo que siempre hace de psicópata. En la última entrada informan del ingreso de Samantha en este campamento. Les dice que está muy emocionada y que sabe que éste es el paso definitivo hacia la fama. Casi me dan ganas de llorar.
Afuera me encuentro con Frank Jr. Quizás el pueda aportarme algún dato de interés, pero parece nervioso y se cierra en banda desde el principio y me dice que tiene prisa. Mientras se aleja veo como deja caer al suelo una mascarilla de pintor que usa para limpiar la fosa séptica. Me acerco y la recojo con disimulo. Un plan comienza a dibujarse en mi mente. [Continuará]

lunes, 7 de julio de 2008

:stars [7]

[Continuación] Oímos a un par de personas, como mínimo, con calzados chirriantes abriendo uno a uno los retretes. Nos miramos y veo que ella se ha quedado paralizada, bloqueada. Afortunadamente, gracias a mi experiencia como profesor sustituto en institutos públicos de guetos multiétnicos, es preciso algo más para que entre en estado de shock. Me tomo esto como un ejercicio de improvisación y le digo, casi sólo moviendo los labios, que se quede quieta y callada y que no salga del retrete por nada del mundo. Si nos pillan en flagrante coito probablemente nos echen a los dos de la academia, y no creo que yo lo pudiese soportar. Tiro de la cisterna y salgo del retrete como si tal cosa, colocándome los calzoncillos. Lo que me encuentro afuera me deja boquiabierto, a pesar de ir preparado para cualquier cosa: tres tipos de mono blanco, con mascaras antigás; uno de ellos empuja una camilla con correas mientras los otros dos van abriendo las puertas de los retretes ayudándose de unas largas y flexibles porras. Creo que mi salida también los ha desconcertado, pero como no les veo la cara sólo lo puedo suponer por sus expresiones corporales (de algo han servido las clases de mímica con Marcel Delerm). El más adelantado me pregunta que cojones hago despierto tras el toque de queda. Le contesto que me he despertado con unos dolorosos retortijones y que he tenido que venir corriendo hasta el baño. Me doy cuenta de que en ese caso no tendría sentido usar el retrete más alejado de la entrada, pero por lo demás estoy muy satisfecho con mi improvisación. Tras unos segundos de silencio que están a punto de producirme una descomposición real, el que parece llevar la voz cantante me dice, secamente, que me vuelva para la cama. Suspirando con alivio por dentro paso a su lado y vuelvo al dormitorio. Me acuesto y me tapo hasta la barbilla. Hago pantalla con la mano detrás de la oreja, tratando de aumentar mi pabellón auditivo, pero lo único que oigo son unos susurros ininteligibles entre los ronquidos y las respiraciones pesadas de mis compañeros. Después me quedo dormido y me despierto, en la misma postura, con la alarma de las seis.

Mientras nos vestimos con la ropa de deportes echo un vistazo de refilón a la litera de encima: Samantha no está, como todos los días, remoloneando en su cama hasta el último segundo. Noto como se me sube un rebufo de bilis hasta la garganta, que vuelvo a tragar dejándome un regusto agrio en la boca. Hago los ejercicios de forma mecánica, sin mi gracia habitual. Nadie parece darse cuenta. Tras la ducha nos vamos al comedor a desayunar. Aprovecho para hacer recuento: tengo una intuición. Tras dos recuentos compruebo que no me equivocaba en mi intuición: somos 39. Once candidatos han desaparecido sin dejar rastro. [Continuará]



viernes, 4 de julio de 2008

:stars [6]

[Continuación] Hamid ni siquiera habla inglés. Supongo que podría hacer de esbirro de terrorista islámico si la moda de películas sobre terrorismo islámico durase un par de años más. Se pasa media hora en los baños limpiándose meticulosamente mientras susurra algo en su lengua. Yo le hago una señal a Samantha para que se quede, aunque sé que Hamid no nos entiende. Esperamos a que se vaya y a que apaguen las luces a las 22:00 y a que nuestros ojos se acostumbren a la penumbra del baño. Le digo que estoy cansado de follar en la litera, que Vincent, el tipo dos camas a la izquierda, se pajea todas las noches a nuestra costa. A ella no le importa, de hecho tiene un marcada vertiente exhibicionista (me confiesa que hizo un par de pelis eróticas, no porno, y que le encantaba ver a su novio masturbarse viéndola a ella simulando un coito), pero a mi me desconcentra saber que hay un tipo meneándosela mientras estamos follando. Parece una absurda competición en la que siempre quedo de segundo. Además, mis sábanas ya están tan rígidas que podría cortar queso con ellas. Le sugiero que follemos allí, en los baños. La conduzco al retrete del fondo, donde he escondido un cubo de agua para asearnos después. Le parece una idea genial y cierra la puerta y se monta encima de mí, introduciéndose la polla con un hábil gesto de la entrepierna, sin usar las manos. Mientras comienza a cabalgarme trato de que mantengamos una conversación, aunque sea por variar. Le susurro al oído que afuera soy profesor de instituto. Profesor de literatura. Me pregunta cuál es mi libro favorito y le digo que Rojo y Negro de Stendhal. No le suena. En realidad soy profesor sustituto, y la mayor parte del año trabajo como dependiente en una tienda de ropa. Eso no se lo digo, ni que mi libro favorito es El cementerio de animales de Stephen King. Me mete la cabeza entre sus dos enormes tetas, separadas por un esternón brillante, como de bronce bruñido, donde mi cara encaja como en un molde.
Después de correrme se desacopla con un sonido de ventosa y me da un besito en la punta de la nariz. Es el primer beso que me da. Mete la camiseta en el cubo de agua y se frota el cuerpo sudado. Es la primera vez que me resulta atractiva, y mi polla se niega a encogerse y se mueve arriba y abajo marcando el compás de mi ritmo cardíaco. De pronto oímos unos pasos afuera y toda la sangre se me bascula a la cara. Guardamos silencio, conteniendo la respiración. [Continuará]

jueves, 3 de julio de 2008

:lost episode

En la última edición en DVD (The Definitive Edition, le llaman) de la mítica serie Twlight Zone nos encontramos con una agradable sorpresa: un episodio perdido. Investigando un poco hemos averiguado que este episodio, el 36 de la primera temporada, iba a ser emitido el 24 de junio de 1960, pero fue cancelado en el último momento, no sabemos exactamente por qué; ¿demasiado crudo? Bueno, visto hoy en día es inquietante, pero no más que otros episodios emitidos en su momento. La conspiranoia ha esgrimido ya decenas de razones, a cual más imaginativa y delirante; no entraremos aquí en detalles, dejándoles que lo investiguen ustedes mismos, amados lectores, y se echen unas risas. Lo único cierto y demostrable es que esa semana no se emitió ningún episodio, y a la semana siguiente se emitió A world of his own como episodio 36, quedando el verdadero episodio 36 oculto durante 48 años en los archivos de la CBS, inédito en todas las reposiciones y ediciones hasta el momento.
El episodio, que lleva por título The two Mr. Gilmty, fue escrito por Jerry Sohl y protagonizado, ni más ni menos, que por Richard Widmark. Éste interpreta a un viajante de comercio que se dedica a vender unos revolucionarios plumeros que atrapan el polvo en vez de dispersarlo (¿les suena?). El coche se le estropea a la entrada de Bundertown, un pequeño pueblo idílico de la América profunda, como en tantos otros episodios. Unos amables vecinos se detienen para echarle una mano con el coche, dando muestras de conocerle. Se refieren a él como Norman Gilmty, sin que él logre entender por qué. En este momento aparece Rod Serling para advertirnos que hemos entrado, sin darnos cuenta, en la Dimensión Desconocida. El pobre y desconcertado Widmark es conducido a la casa de los Gilmty, donde, oh sorpresa, hay un tipo llamado Norman Gilmty que es idéntico a él. Tras la sorpresa inicial, se lo toman con humor (todos menos Widmark, al que se le ve ligeramente acojonado). Los Gilmty lo invitan a cenar y a quedarse a dormir en la habitación de invitados mientras le arreglan el coche. Por la mañana, un enjambre de vecinos pulula en torno a la casa: todos quieren ver a los dos señores Gilmty, que se convierten en el espectáculo del pueblo. Widmark aprovecha la coyuntura para vender unos cuantos plumeros, pero cuando acaba el stock y le arreglan el coche, la familia Gilmty no parece muy dispuesta a dejar que se vaya y perder así su protagonismo en el pueblo. Lo dejan sin sentido de un cachiporrazo y lo encierran en el sótano (que sería del cine y la televisión americanos sin los sótanos), sacándolo sólo de vez en cuando para que lo admiren los vecinos, a los que sigue haciéndoles gracia el chiste.
Pero un día, el pobre Widmark se despierta en el dormitorio de los Gilmty, con el pijama del señor Gilmty y la señora Gilmty durmiendo a su lado. Ella no parece notar nada raro en él, que corre al sótano donde comprueba que ha habido una fuga… y no les cuento el final para que lo disfruten como es debido. Sin ser el mejor episodio de la serie, es realmente inquietante, como el reverso macabro de la ya de por sí oscura Qué vello es vivir. El final es redondo, y la interpretación doble de Richard Widmark, antológica y sobria. Inexplicable que haya permanecido inédito hasta ahora, e imperdonable perdérselo. He dicho.

martes, 1 de julio de 2008

:ganado bovino

Empieza el verano, y con él el juego de números y porcentajes de todos los años en los noticiarios. Este año toca crisis, así que ya sabemos lo que nos queda. Por el momento, un empresario hotelero quejándose de que la gente sigue yendo de vacaciones (lo que parece indignarle), pero no se gastan un duro (de las antiguas pesetas; tres céntimos de los de ahora), sino que se traen el bocata y la bebida de casa; aunque estén calientes, apostilla más lleno de indignación. Como todo el que trabaja de cara al público, y vive del público, este señor nos ve como lo que somos en realidad: ganado con tarjetas de crédito. Y si no gastamos, por él podemos ir a pastar a otra parte. Así que ya saben, liendres: este verano viajen y gasten por encima de sus posibilidades para que los popes del sector hostelero puedan mantener su tren de vida. Y si no, quédense en casa y no molesten, joder.