jueves, 22 de septiembre de 2011

:adiós a R.E.M.

El rock es autoafirmación: música ruidosa, amplificada, fálica, sexual, exhibicionista. Pasa de ser una música de baile, un ritmo trotón que te hace mover los pies cuando eres niño, a ser en la adolescencia una forma de identificación, una forma de estar ante los demás y contra los demás, aunque sea mediante el subterfugio de estar “frente” a los demás. Si uno tiene paciencia puede aprender a tocar un instrumento. Sino puede escuchar discos y simular que uno interpreta esa música. Los grupos que te gustan son los grupos de los cuales te gustaría formar parte, de los cuales formas parte en tu cabeza, cada vez que pulsas play. Así de sencillo.

R.E.M. llegaron a mí, o yo a ellos, en el momento justo, en plena floración (ejem), en plena debacle y construcción de mi persona. Sí, en mi adolescencia. Eran finales de los ochenta y principios de los noventa, momento en que alcanzaron la cima de su fama (de otra forma un chaval de provincias como yo nunca los hubiera llegado a conocer), pasando de lo alternativo a lo mainstream sin cambiar demasiado sus postulados, quizás perdiendo un poco de hermetismo, pero sin “venderse”. Por eso siempre tuvieron el respeto de sus cohetáneos: porque a pesar de vender millones de discos, parecían seguir yendo a lo suyo, como si las circunstancias se adaptasen a su idiosincracia, y no al revés. Parecía que simplemente habían tenido suerte, que los astros se habían alineado para que su música resultase cool para millones de personas cuando antes sólo lo era para miles. Así de sencillo.

Sigo con mi historia, porque la de ellos sólo la conozco tangencialmente: por lo que he escuchado en sus discos y leído en alguna entrevista. Llega el momento en que debo definirme, y ahí están mis primeros cómics para adultos, mis primeras lecturas “serias” (pasar de Stephen King a James Joyce supone un gran salto en según que momento de tu vida), mis primeras películas independientes... y la música. La música forjó mi cerebro a martillazos, le dió forma a base de guitarrazos. Con los ojos cerrados en mi cabeza había un teatrillo como el de la mujer del radiador de Lynch: un espacio donde yo era el protagonista, el guitarra solista, el vocalista y el compositor. Y R.E.M. estuvieron ahí desde el primer momento. Recuerdo como una epifanía el encontrar un casette del Murmur en la Biblioteca Pública (!), y hacer una copia que escuché miles de veces. Recuerdo el recopilatorio de su etapa en IRS que sacaron aprovechando el tirón mediático del Out Of Time y que parecía anunciar un universo infinito: aquello sólo era una parte del todo, una parte minúscula de la enormidad que era su discografía. Con mi primer sueldo (haciendo unos extras en la fábrica de Donuts), entre otras cosas me compré el Green en cd. Y después, cuando reeditaron en ese formato sus viejos discos, me los compré todos y seguí una carrera inversa hasta los orígenes de su música, mientras ellos seguían hacia adelante. Sus discos posteriores los he ido comprando, más o menos religiosamente. Comprendía que su mejor momento, o su esplendor, ya había pasado. Ya no eran cabeza de cartel en el festival de mi cerebro, pero seguían teniendo un puesto destacado. Eran mis viejos amigos: no los veía todos los días, pero cuando nos cruzábamos nos bastaba una mirada, un mínimo gesto para comprender todo lo que nos había pasado desde la última vez.

Que ahora se hayan separado sólo supone que no tendré un disco nuevo de ellos cada tres o cuatro años. Supone que ahora ya sólo tendré recuerdos, nunca nuevas experiencias. Supone un final en nuestro matrimonio, pero no en nuestra historia de amor. Por suerte o por desgracia, R.E.M. siempre formarán parte de mí, siempre serán parte de lo que soy.

Leo por encima las causas de la separación. No quiero profundizar demasiado porque la historia de un grupo de rock es una sucesión de escenificaciones y lugares comunes. A ellos les ha tocado escenificar el final amigable, y no me interesa ver que hay debajo de esa imagen. Si ellos dicen que todo ha sido de común acuerdo, como el final natural de una etapa de sus vidas, yo doy la explicación por buena. Me imagino que no todo es tan sencillo, como tampoco lo debió de ser la marcha en su momento de Bill Berry, y que imperativos contractuales quizás ha mantenido esta etapa de sus vidas más allá de su ciclo natural. Quizás. Pero gracias a ello hemos podido disfrutar de un gran final de fiesta, con un penúltimo disco lleno de energía y una coda que suena a recopilación de todas sus etapas. Habrá, supongo, más material para sacarnos los cuartos: sesiones de grabación, directos, rarezas y demás estaciones donde siempre para el circo del rock. Seguro que bien diseñado y hecho con cariño, como todo lo que lleva su nombre (su club del single es modélico con sus fans desde hace décadas).

Salvo reunión para recordar los viejos tiempos de gloria frente a las masas, este es el final de R.E.M. Uno de los pocos grupos contemporáneos que podía mirar de tú a tú a los clásicos (un Greatets Hits suyo estaría a la altura del de cualquiera), porque supongo que ya se habían convertido en unos clásicos. Eso significa que ya eran atemporales, o sea, irrelevantes. Y sin embargo, seguían siendo importantes para muchos de nosotros.

viernes, 9 de septiembre de 2011

:the Pinkerton solution

Hay fiesta en la cafetería del camping. Han traído a un grupo de bailarines para amenizar la noche. Es una especie de fiesta, aunque no hay ningún motivo especial para que la haya. Afuera comienza a lloviznar y la gente se amontona en el local, entre las mesas que han apartado del centro para improvisar un escenario. Alguna niña se une al grupo: se quedan mirando durante unos minutos la coreografía, hasta que pillan el ritmo y los cambios, y se zambullen como jugando a la comba. El público ovaciona, les aplaude mucho más fuerte que a los propios bailarines.

Doy un par de vueltas al camping, con la capucha del impermeable bajada, sintiendo la lluvia en la cara como un pulverizador. A la tercera vuelta se ha vaciado la cafetería; los bailarines han recogido y se han ido, y sólo queda un camarero recolocando las mesas y dos clientes acodados al fondo, en la barra.

Entro y llamo la atención del camarero; no me dice ni hola, sólo que van a cerrar. Yo le digo que sólo me quiero tomar un café rápido y me voy. Me dice que ya han apagado la máquina, pero sale un señor de detrás de una cortina de cuentas, creo que el dueño de la concesión del bar, y le dice que me ponga el café. La máquina no está apagada pero no comento nada: he ganado esta batalla. Tengo que permanecer despierto toda la noche. Un café doble, oscuro. Siento el corazón palpitando arrítmicamente como un solo de Thelonious Monk. El camarero se toma su pequeña revancha y me dice que me lo tendré que tomar allí en la barra. No pongo pegas, ni el señor que ha desaparecido detrás de la cortina.

Me guardo los dos sobres de azúcar porque tengo la sensación de que el café solo, amargo, hace más efecto. Los dos tipos de la barra suben el tono de voz de su conversación. Uno, el que tengo de frente, dice que existen los demonios: Buda, Alá, el de los mormones... son todos demonios. Tienen el corazón de color negro; literalmente. Sólo Cristo es el Dios verdadero, y su corazón es blanco como una pechuga de pollo a la plancha.

Lo miro de reojo y no parece borracho. En la barra tienen un par de cervezas. El que tengo de espaldas le dice que todos los corazones son del mismo color. Da la casualidad de que el tipo es cirujano y ha visto muchos corazones. No es carnicero, es cirujano. Ha visto muchos corazones humanos, ha tenido corazones en sus manos, y todos son iguales. Por dentro, dice, el cuerpo humano huele a mierda y a descomposición, huele peor que una alcantarilla, peor que un cerdo abierto en canal, porque su alimentación es mejor. De hecho, dice, los cirujanos no llevan mascarilla por una cuestión de higiene, sino para mitigar el olor. Las bacterias y los demás microorganismos pasan con toda facilidad a través de la mascarilla, no les supone ningún problema. Habría el mismo porcentaje de infecciones aunque operasen a los pacientes en una porqueriza, aunque les escupiesen dentro (por la forma en que lo dice, parece dar a entender que es una práctica habitual). Las mascarillas están única y exclusivamente para que el equipo quirúrgico no vomite dentro de la cavidad abierta en mitad del pecho de la gente debido a la peste que desprendemos. Somos eméticos, dice.

Dudo un momento con mi café en la mano y al final me lo tomo de un trago. Dejo una moneda de dos euros encima de la barra, y la conversación de los dos tipos a medias. Cuando estoy casi en la puerta el camarero me dice que son dos euros veinte. No sé si se está vengando o han subido los precios para compensar el flojo verano. Le doy los veinte céntimos y me voy. Son casi las dos y ha escampado.

Entro en el avance de mi caravana y me siento en una silla. Me cubro las piernas con una toalla y espero en la oscuridad. Imágenes de cuerpos abiertos en canal, como pinturas de Bacon, se forman ante mí a cada parpadeo, como una fina telilla que me cubriese los ojos. La penumbra me juega malas pasadas, se arremolina y flamea, volviéndome loco. Nada de lo que veo tiene un sentido inmediato, sólo a posteriori. Por eso tardo unos segundos en comprender que la sombra que se acerca por la izquierda no es una mancha en mi retina ni una visión producida por la cafeína: es una persona. Agudizo la vista y la reconozco: es mi sospechosa principal, casi mi única sospechosa, la mujer de Pomisa. Entra en mi parcela y se va hasta el rincón, entre las malas hiervas y las calas medio quemadas por el salitre. Se agacha con las piernas separadas y hace sus necesidades. No sé si hace aguas menores o también mayores, pero está ahí un buen rato empujando, tensos sus muslos blancos como la luna. Hay un destello en uno de sus ojos, sólo visible desde este preciso ángulo. Se sube las bragas sin limpiarse y se va por dónde ha venido. Yo estoy clavado en mi asiento: llevo tres noches esperando este instante, y ahora el cuerpo no me responde.

El momento ha pasado, ya sólo me queda mi palabra, ahora basada en una realidad en lugar de en una suposición, es cierto, pero sólo mi palabra. Y nadie me creerá.

Me meto en la caravana y me acuesto. Siento una gran ligereza, como un viento tibio que me arrulla y me quedo dormido. Por fin me quedo dormido.