lunes, 28 de diciembre de 2009

:bootleg series [III]

Ted Danson, como muchas otras estrellas televisivas, no ha tenido demasiada suerte en el cine. Pero a quién cojones le importa el cine (comercial americano) hoy en día. De hecho, los actores parecen darse de hostias para salir en la televisión.
Y Ted ha puesto su cara (rara) al servicio de unos cuantos personajes carismáticos en la pequeña pantalla, desde el ya lejano Sam Malone de la mítica Cheers, hasta ese médico con mala hostia (antes de House) que era Becker.
En los últimos años parece en racha, prestado sus canas a algunos memorables secundarios en grandes series.
Por ejemplo, el malo malísimo de la primera temporada de Damages, donde logra competir en magnetismo y peso específico con ese monstruo (interpretativo, no sean malos) que es Glenn Close.
Por ejemplo, practicando ese deporte nacional americano que es hacer de sí mismo, en su caso en esa obra maestra de la comedia moderna (por ponerle adjetivos a algo que no lo necesita) que es Curb Your Enthusiasm.
Por ejemplo, haciendo del jefe del prota de Bored to Death, donde vuelve a demostrar, cada vez que le dan un minuto en pantalla, que es un actor cómico extraordinario. En el episodio 6 (buenísimo), encima nos suelta la frase que se ve en la foto y entonces, ya, nos ha robado el corazón.
Por dios, lean tebeos. Si no lo hacen por mí, si no lo hacen por Ted Danson, háganlo por estar a la moda, algo que no ocurría desde los lejanos ochenta, y que no volverá a ocurrir hasta dentro de veinte años (efectivamente, las tendencias visitan el planeta cíclicamente, como el cometa Haley. La cuenta atrás para el revival grunge está llegando a cero…).


También nos ha llegado al corazoncito esta imagen, perteneciente a la cuarta temporada de The Wire (descomunal), en la que el churri de Omar está leyendo con gran concentración un libro de George Pelecanos, el cual, además de extraordinario novelista, es productor y guionista de la serie. Un bonito guiño a un tipo que ha escrito alguno de los mejores episodios de la serie, o al menos en los que se desarrolla un enfrentamiento con alta carga dramática, hacia el final de cada temporada.
Para más información sobre Pelecanos, no dejen de leer este par de posts de Óscar Pálmer, una perfecta introducción a los bajos fondos de Washington D.C.
Pienso, por otro lado, en si un ganster de suburbio se leería libros sobre suburbios y gansters, pero la respuesta me viene sola, en forma de pregunta retórica: ¿acaso los futbolistas no pasan las horas muertas jugando al Fifa en la Play?


Para finalizar, este tubo de Padre de familia, de uno de mis momentos favoritos. Sí, a mí Rock Lobster, y en general todo el primer disco de B-52, me sube el ánimo.

jueves, 24 de diciembre de 2009

:espantajeras navidades

Con la cuenta atrás llegando a su fin para la siguiente bacanal...

...y con la mitad de las compras sin hacer, el Doctor Espantajero, su humildérrimo servidor, todavía tiene la fuerza de ánimo y la generosidad suficientes para hacerles un par de regalitos para los ojos y las meninges.
El primero, un maravilloso dibujo alusivo a lo que se nos avecina esta noche, perpetrado por ese par de dos que son Dupuy y Berberian.

El segundo, el especial navideño de Las Reflexiones de Repronto, para que ustedes se lo piensen bien. Una de cal y otra de arena, efectivamente.

Que ustedes lo pasen bien.

jueves, 17 de diciembre de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [70]

3 de diciembre - Durante la noche escampa y bla bla bla. Cuando la muerte se inmiscuye en la vida todo se vuelve banal, aunque sea la muerte de alguien que no conoces o de alguien que no te importa. No es el caso, porque todavía no está muerto y sí lo conozco.

Me llama mi madre y después de una retahíla de lugares comunes que hace que parezcamos un anuncio demasiado largo, se calla un segundo, como para coger carrerilla mental, y me dice lo que quería decirme desde el principio: el tío Gabriel vuelve a estar mal, lo que quiere decir que vuelve a tener cáncer, o que recayó o como coño se diga.

La primera vez, debe de hacer unos siete u ocho años, tuvo cáncer de colon, creo. Por alguna alusión, alguna conversación telefónica oída a medias, llegué a la conclusión de que tuvo cáncer de colon y que, aunque al principio pintaba mal (lo suficiente como para que volviera a hablar con mi padre) al final parece que “se lo cogieron a tiempo” y “salió adelante”.

Qué recuerdos tengo de mi tío Gabriel: la mayoría, de una época que vivió con nosotros en casa, no recuerdo por qué ni por cuánto tiempo. En mi memoria aquello pareció durar un año, pero probablemente fueron dos o tres semanas, un mes como mucho. La conclusión a la que llegué fue que tuvo algún problema con su mujer, Matilde, sobre todo porque una noche ella vino a casa y estuvieron todos hablando en el salón y por la mañana el tío Gabriel se fue. Por aquel entonces todo eran problemas de trabajo o problemas de mayores, y aquello tenía pinta de problema de mayores. De hecho, a los pocos años se divorciaron.

Mi tío Gabriel fue la primera persona que conocí que se divorció. Para mí era un pionero, un adelantado a su época, porque trabajó en Alemania y se trajo un video VHS cuando sólo algunos por aquí tenían un Beta, porque en las fotos de la boda de mis padres llevaba un traje de terciopelo, y porque tenía un pendiente.

Cuando vivió con nosotros dormía en mi habitación, en mi cama. Yo dormía en un colchón en el suelo, un colchón de cuna que me dejaba los pies afuera. Antes de dormirnos reinaba un aire de campamento, con pedos y chistes verdes. Todo se acababa cuando apagábamos la luz.

A los pocos minutos, supongo que cuando se creía que yo ya estaba durmiendo, él se ponía a sollozar, a llorar con la cara pegada a la almohada. Así estaba un tiempo que se me hacía interminable, hasta que se quedaba dormido y empezaba a roncar. Creo que de ahí viene mi animadversión hacia los sonidos de origen humano, a esas noches interminables de insomnio en que sólo lograba dormirme al alba, ya por puro agotamiento.

También recuerdo “El misterio del azafrán en el lavabo”, uno de los primeros misterios reales que resolví en mi carrera de detective privado infantil (sin contar la tuerca de pendiente desaparecida, porque simplemente la encontré y eso no supone ningún ejercicio deductivo, sólo recorrerse toda la casa a cuatro patas): tardé como tres días en darme cuenta de que aquellas hebrillas rojas no eran azafrán, sino pelos de me tío. Eso explicaba que apareciesen por la mañana, justo después de que él se afeitara (nunca he dicho que yo fuera un niño inteligente).

Recuerdo que dibujaba muy bien, y mientras lo miraba garabatear él me decía que era descendiente de Van Gogh. Yo no entendía muy bien como él podía ser descendiente de Van Gogh y mi padre y yo no, pero eso explicaba que dibujase bien y fuese pelirrojo, y nosotros no.

Recuerdo estar toda la familia viendo una comedia romántica, una de Rod Hudson o alguien así, y una chica está en la bañera leyendo un libro y mi tío, que está sentado a mi lado, me dice en petit comite, agrio, resentido, que eso es una tontería porque las manos siempre se te humedecen con el vapor y el libro se moja y se arruga y se echa a perder. No se si de ahí me ha quedado cierto escepticismo hacia cualquier tipo ficción, y la costumbre de cuidar en extremo los libros.

Mi madre me dice que mi tío Gabriel está ya internado y que no saben cuanto durará, pero que de ésta parece que no va a salir. Cuantas palabras para hablar de la muerte. Yo hago mi gran viaje mental hasta casa, hasta el funeral, hasta todos los familiares y conocidos y me produce tanto hastío, tanta pereza, que casi desearía morirme yo para ahorrármelo.

Por lo demás, me han dejado publicidad en el buzón: ¿Vacaciones en Rumania? Claro, por qué no.

jueves, 3 de diciembre de 2009

:el círculo [2 de 2]

[Primera parte, aquí]

Tres motivos para odiar a mi doppelganger: uno, se ha sacado unas oposiciones para bedel en la administración, con lo que tiene una vida laboral más saneada que la mía; dos, en los ratos libres se dedica al humor gráfico (el sueño de mi vida), y ya ha logrado colar unos cuantos chistes en publicaciones de ámbito local. Su último chiste: una marquesina que anuncia «Esta noche, gran estreno: Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir». Dos tipos de entre el público decimonónico que sale del cine están comentando la jugada; uno le dice al otro: “La mejor película que he visto en mi vida.”
Hasta aquí, los motivos de mi odio son producto de la envidia pura y dura. Lo admito. El tercero no: el hijoputa se dedica a pasearse por su piso en zapatos de tacón. Tapas de madera contra tarima flotante, háganse una idea. No me puedo ni imaginar de dónde ha sacado unos zapatos de tacón del número 45, ni por qué se los pone para estar en casa, pero está acabando con mi salud mental.
Me lo encuentro una semana antes en el ascensor, está leyendo su último chiste publicado en el Enfermos Coronarios Digest. Como un anciano sabio, me alecciona: las ideas hay que saber conjurarlas, pero también hay que saber conjugarlas, dice. A pesar de que odie las aliteraciones, y más aún que un ser que han fabricado a partir de mi sebo me dé consejos, tomo buena nota: una idea brota en mi mente, primero como una nube informe que después se enfoca y adquiere los rasgos rubicundos, salpicados de marcas de viruela, de un comercial del Círculo de Lectores. En esos momentos el interfecto está en el baño, en medio de una emergencia, y yo aprovecho para leer la sinopsis de “La lágrima del Arlequín”, el nuevo best-seller de Walton Farber-Jones tras el rutilante éxito de “La hija del payaso”: el protagonista es un anciano millonario que el único movimiento que hace es el de accionar una manivela. Con una manivela abre y cierra el toldo de la terraza, iza las velas del yate, sube y baja el minibar de la piscina... podría meter un mecanismo electrónico en todos esos artilugios, pero le gusta ese movimiento circular al que su cuerpo, sus músculos y sus articulaciones, se han ahecho. Le recuerda su primer trabajo, con ocho años, haciendo sonar un organillo en el circo...
Lo que sí suena es la cisterna, y cara-de-charco vuelve al comedor e interrumpe mi lectura, con lo que me quedo sin saber que coño pinta el arlequín en toda esta historia. Me pregunta si he encontrado algo que me pueda interesar y respondo con un claro y prístino SÍ. Estoy muy interesado en realizar un pedido; el único inconveniente, improviso, es que en breve me mudaré de casa. Le comento, todo candidez, si sería posible que me enviasen el pedido a mi nueva residencia.
¿Conozco ya la dirección?
Sí, claro.
¿Podría facilitársela?
Por supuesto: es, curiosamente, el piso justo encima de éste.
¿4º-B?
Ahá, 4º-B.
Oigo el taconeo sobre mi cabeza y me refocilo en mi venganza como el que engulle el consomé pensando ya en el postre. Me envalentono y le digo que quiero hacer un pedido mayor. No quiero mirarlo fijamente, pero juraría que algo crece en su entrepierna cuando digo esas palabras: pedido mayor. Ojeo el catálogo y voy dictándole sobre la marcha:
365 cócteles sin alcohol.
La ley de Murphy de los Deportes de Invierno.
1001 Chistes de secretarias judiciales.
Origami para zurdos.
Y en general, todo lo que lleva el círculo rojo brillante de novedad o el círculo dorado brillante de best-seller, sobre todo si en alguna parte bajo el título aparece resaltada la palabra mágica “trilogía”.

De diez a doce días después llaman a mi puerta justo cuando me estoy limpiando el culo. Y menos mal que la descarga fue generosa, porque lo que veo me quita las ganas de cagar para dos semanas. Me da tanta vergüenza que a partir de ahora lo contaré en tercera persona:
En el umbral de la puerta está el comercial de Círculo de Lectores, sonriente, sentado sobre una caja de cartón del tamaño de un Wolsvagen Escarabajo. Como ya es tarde para echar un vistazo por la mirilla y guardar silencio hasta que se vaya, su primer impulso es tirarse al suelo en posición fetal y llorar hasta que todo se solucione por sí solo. Masculla unas palabras ininteligibles, en un idioma pre-humano que el comercial, misteriosamente, parece entender. Le dice que la señora del 4º-B ya le explicó que se había atrasado la mudanza. Repite lo de señora con retintín, el tipo de “señora” que se afeita dos veces al día y mea de pié.
En ese momento, como si la “señora” estuviese oyendo la conversación, en el piso de arriba se oye un zapateo frenético, arrítmico e insistente, como si un bailarín de claquet acabase de sufrir un ataque epiléptico. Nuestro protagonista grita para dentro, y el roce de su bramido contra las cuerdas vocales producen un susurro que resuena en sus entrañas y se repite en un eco que sólo él puede oír. El comercial le pasa la factura para que la firme.
Ya a solas abre el Wolsvagen y saca un libro al azar. La ley de Murphy hace que ese libro sea La ley de Murphy de los Deportes de Invierno. Abre de nuevo el libro al azar y lee:
“Tercera ley de Newton de las batallas con bolas de nieve: Todo proyectil lanzado contra un enemigo desprevenido se vuelve contra uno mismo multiplicado por diez en tamaño y compactación.”
El único consuelo que le queda es robarle a su doppelganger el Enfermos Coronarios Digest del buzón.
La realidad dibuja extrañas y complejas filigranas que algunos gustan de llamar destino y otros azar. Yo ni idea, oigan, pero la cosa es que me leo el número de Julio-Septiembre, Especial Miocardiopatias, un poco por curiosidad, un poco por llevarme algo ligero al cagadero, y oh sorpresa, doy con algo que probablemente me salva la vida: un artículo sobre la miocardiopatia restrictiva. En la descripción de síntomas me siento retratado como en un fotomatón, por lo que decido ir a un especialista.
Tras mil pruebas me diagnostican, efectivamente, una miocardiopatia restrictiva sumamente avanzada. A pesar de la medicación y de la terapia antiestrés (complicada cuando mi “vecina” de arriba y su nuevo “amigo”, un rocker con sobrepeso, parece que se han apuntado a unas clases de baile acrobático que me hacen desear, en comparación, volver al Dachau para mongólicos de mi infancia), la única solución viable es el trasplante.
Me ponen en una lista de espera y, adquirida la deseada categoría de minusválido, me puedo quedar todo el día en casa esperando a que el corazón de mi doppelganger diga basta y dé su última cabriola.
Tengo todo el tiempo del mundo y libros de sobra para no aburrirme mientras tanto.