Llaman a la puerta cuando ya estoy remangado para fregar los cacharros. Es un tipo trajeado, con una carpeta de piel con cremallera, una carpeta de viajante. Tiene la tez grisácea con irisaciones verdes y azules: tiene una cara como una mancha de gasolina en un charco de agua. Antes de que pueda mediar palabra me saca una revista de Círculo de Lectores y me explica, desde una mirada que está a años luz de mi descansillo, que tienen una oferta y van a repartir la revista de forma gratuita en mi edificio durante dos años. Esa es la primera buena noticia; la primera de muchas.
Me habla como si fuéramos compadres de toda la vida, y a mí se me acaba pegando el tono íntimo y sólo hay un detalle que me impida darle un cachete cariñoso en el hombro: que la revista esté ajada por el uso.
Centra su discurso, sobre todo, en los libros, en los nombres que aparece encima del título, y en el material con el que están construidos: best-sellers con tapa de cartoné y sobrecubierta. Esas palabras, cartoné y sobrecubierta, en su boca suenan cándidas y fuera de lugar, como un niño de cuatro años hablando de pagarés al portador. En definitiva, su discurso automático me hace sentir snob y decido seguirle el juego sin darme todavía cuenta de que el palo con la zanahoria lo sujeta él. ¿Qué zanahoria?, me pregunto. Ven, a eso me refería.
Conozco el Círculo de Lectores, sí, desde mis tiempos del Ku Klux Klan y convivencias parroquiales. Los domingos después de misa dábamos de comer a retrasados mentales que vivían en un centro para retrasados mentales a las afueras de la ciudad, adonde la gente decente sólo se aventura cuando es estrictamente necesario (para comprar muebles de cocina, para acostarse con prostitutas...). Aunque durante la semana comían a las dos, el domingo tenían que amoldarse a nuestro horario de niños bien y comer a la una. Total, no se enteran, le oí decir una vez a una de las monjas. Y lo dijo en voz alta, delante de una mesa llena de mongólicos profundos, de casos de hidrocefalia tan acusados que te daban ganas de llorar, delante de retrasados tan extremos, tan alejados de su entorno físico, que tenías que darles bofetadas para que abriesen la boca y así meterles la cuchara con la comida.
Todo esto no se lo explico, me quedo en el “sí”. Se ofrece a entrar para cubrir un formulario, un engorroso requisito sin la menor importancia, por otro lado. Hago pasar a su estela mientras él ya está barriendo unas migas de la mesa del comedor.
Cubierto el formulario, llegamos al punto de inflexión, al truco que éste prestidigitador ambulante venía intentando colarme desde que pulsó el botón 3 del ascensor. Tengo que elegir un libro de bienvenida, un libro que me llegará en el primer pedido por el módico precio de 12,95.
Aquí hago un inciso (si fuese un buen narrador, esta subtrama estaría perfectamente hilvanada con la principal y no sería este pegote que parece que me he inventado sobre la marcha. Yo soy más del XIX, pero siempre me sale esta mierda años veinte): con mi trabajo sedentario de oficina y de probador de magdalenas a media jornada para redondear el sueldo, últimamente había cogido unos kilitos de más. Concretamente 28. Un representante con una carpeta de piel con cremallera de un centro de estética y belleza se pasa por nuestra oficina para hablarnos de unas ofertas. La última novedad: Liposucciones Inteligentes.
En vez de hacer cestas de jabones para bodas y comuniones con la grasa que te quitan, moldean un pequeño homúnculo al que recubren con una capa de tu propia piel que previamente te han exfoliado (todo incluido en el precio), y al que le implantan una pequeña parte de tu cerebro que no uses con asiduidad; en mi caso, que caí en la oferta, la parte del cerebro encargada de las divisiones con decimales y la de la orientación con los ojos cerrados. El resultado es un doppelganger a escala, un gemelo blando y sonrosado, con olor a nuevo, como si lo acabases de sacar del blister, y que es un hacha jugando a la gallinita ciega. Si sigues las indicaciones en cuanto a alimentación, a las pocas semanas alcanza tu estatura y complexión, nunca más.
Así que, una vez curados los puntos y todavía con una faja ortopédica que hace que respirar parezca una película nueva de Indiana Jones, me veo con este embolado en casa, este “yo” sentado todo el día en el sofá mirando al gotelé. Cuando pedimos pizzas nos es de gran utilidad para saber cuánto tiene que poner cada uno, pero por lo demás, es un engorro. Así que, paradojas, me veo obligado a gastar mi sobresueldo en alquilar un piso para que el muy inútil se mude. Concretamente, alquilo el piso inmediatamente superior al mío. Fin del inciso.
viernes, 6 de noviembre de 2009
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2 comentarios:
Perdone. ME ha dejado con el paso cambiado con las dos partes. Tienen algo que ver?
Pues ya me lo dirá usted cuando lea la continuación, porque yo no lo tengo claro.
Un saludo
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