sábado, 30 de abril de 2011

:tres cosas que he visto hoy

1. Una señora en una silla de ruedas vuelca en la entrada de una farmacia. Lo primero que veo es a un señor cruzando el paso de peatones sin mirar, corriendo, obligando a un coche a frenar en seco. Después veo lo que hay al otro lado de la acera, lo que le hace correr: la señora tirada en el suelo, con la silla de ruedas volcada a su lado. Entre el señor y un barrendero la cogen en brazos. Uno de los dos le sujeta el muslo por debajo a la señora mientras la sientan, el otro no, y esa pierna cuelga sin vida un segundo, aterradora, antes de que la vuelvan a sentar en la silla.

2. Un coche comienza a arder mientras camino por la calle. Es una calle recta, así que veo las llamas saliendo de debajo del coche aunque estoy a unos cincuenta metros. La gente que está dentro del coche sale corriendo, y una señora que creo que está en el portal frente al coche se pone a gritar, le pide a alguien que haga algo. Empieza a oler a goma quemada y una columna de humo negro sale de debajo del coche. Tengo miedo de que explote y la explosión continúe por los demás coches aparcados en la calle y llegue hasta mí, así que me detengo, veo de lejos el revuelo durante unos segundos, y me doy media vuelta. Paso por la calle paralela, y con el desnivel puedo ver el coche: ya no hay fuego. Es un Renault 4 azul con un pequeño logotipo en un lateral. No me detengo a intentar leerlo desde aquí.

3. Alguien ha vaciado un extintor en una fuente. Sobre el agua se ha formado una costra verdosa, como hielo sobre un lago. No sé la solidez que tendrá, pero sí se percibe que no es líquida, no se comporta como un líquido. Bajo el chorro de agua de la fuente hay un círculo límpio de agua que ondea, pero el resto está cubierto de esa capa química verdosa, del color del veneno de los cuentos. En los extremos, cerca del borde, el agua forma una espuma sucia, de burbujas densas como el cristal. Sé que han vaciado un extintor porque todavía está allí tirado, en mitad de la fuente.

martes, 26 de abril de 2011

:vida, obra y muerte de Ricardo Expósito Luarca [2 de 2]

[Primera parte, aquí]
La falta de conocimientos nunca le supuso un impedimento para conseguir, ni para conservar, un trabajo. Sin saber conducir consiguió emplearse como chófer del Excelentísimo Doctor Tiburio Nedesma de Argil, dueño del Juan Gris que un par de años atrás Ricardo había planeado robar durante diez meses junto a su cuadrilla. Cuando calcularon el precio que sacarían por el cuadro, dividido por los diez meses y los seis integrantes de la troup, decidieron que no salía a cuenta y se fue cada uno por su lado, como si aquello huebiese sido un curso universitario del que habían sacado sólo un poco de conocimientos vagos y poco prácticos. Hombre pragmático, aprovenchado que conocía el vecindario, Ricardo se presentó en la mansión en busca de trabajo. La casualidad hizo que justo esa mañana hubiesen despedido al antiguo chófer por robar la cubertería de plata y vendérsela a un prestamista; fue sacando las piezas de una en una, para que nadie se diera cuenta de la ausencia, hasta que al tercer día de tener que comer bocadillos la ausencia se hizo obvia. El analfabetismo hizo que Ricardo no hubiese podido leer el cartel de "Se busca chófer". Una vez más, suerte gana a preparación.
Ricardo condujo el Rolls Royce Phantom II hasta que el Excelentísimo Doctor Tiburio Nedesma de Argil se se enteró de que no sabía conducir, pasando a usar el Citroën 15CV desde entonces para sus desplazamientos.
Ricardo dejó de trabajar para el Exceléntísimo Doctor Tiburio Nedesma de Argil cuando éste último murió en un accidente de aviación. Tras dejarlo en el aeropuerto,el Exceléntísimo Doctor Tiburio Nedesma de Argil le pidió a Ricardo que limpiase a fondo, por fuera y por dentro (hizo hincapié en el "y por dentro", como si fuese un detalle que la gente soliese pasar por alto, y no la mitad del trabajo) el Citroën, una tarea que le llevó a Ricardo una tarde entera y que, a posteriori y conociendo la trájica noticia de la defunción de su empleador, consideró un tiempo perdido. Se dijo a sí mismo que nunca más volvería a trabajar, pero las circunstancias suelen ser más poderosas que las intenciones, y cuando tres semanas después se le acabaron los ahorros tuvo que volver al tajo. Ricardo no sabía lo que era la ironía, así que no pudo apreciarla en el hecho de conseguir empleo como lava coches.
Su sueldo era un fijo mensual de cero pesetas más propinas, lo que le hacía depender en grado sumo de su simpatía y don de gentes, dos facultades de las que carecía, como la de respirar bajo el agua o recitar poemas de e.e. cummings por ciencia infusa, por ejemplo. Se alimentaba de lo que robaba en el ultramarinos junto al servicio de lava coches, bollería industrial básicamente, y vivió durante un tiempo en casas de amigos. Un día se dijo a sí mismo que ya no podía seguir durmiento en sofás ajenos, así que se compró uno y lo iba llevando de casa en casa. En una de estas casas conoció a su futura esposa, Mónica, que en ese entonces era la pareja de su anfitrión, Héctor Gil. Mónica era pescadera y Héctor churrero; ella tenía las manos rojas y llenas de sabañones, y él salpicadas de quemaduras de aceite. Cuando llegaban a casa se acurrucaban en la cama y se frotaban las manos mutuamente para alcanzar una temperatura media que ellos consideraban la felicidad conyugal. El flechazo entre Ricardo y Mónica fue instantáneo y mutuo, y ya la segunda noche ella se pasó de la cama al sofá, comprendiendo que el amor poco o nada tiene que ver con la tibieza.
Mónica tenía la fama de haberle provocado un orgasmo tan potente a un antiguo amante que lo había dejado vizco. El vizco era Evaristo, dueño de un horno de tueste de pipas, y que en realidad no era vizco, sino que de niño un asno le había dado una coz en el ojo derecho y se lo había vaciado. Se colocaba el ojo de cristal ligeramente estrábico para que nadie sospechara que era falso, como el que se espolvorea caspa en la peluca. Sobre el orgasmo en sí, nadie sabe nada a ciencia cierta.
La misma estrategia de reconocer un mal menor la seguía Ricardo por su cuenta e invención. Cuando llegaba a casa por la noche y reconocía haber bebido con los amigos y cometido la estupidez de conducir borracho, Mónica sabía que se habían ido de putas porque ni él ni ninguno de sus amigos tenían coche. Nunca le preocupó que su marido fuese asiduo de los prostíbulos: lo sospechaba desde que se conocieron, y lo confirmó la primera vez que se acostaron juntos y él exclamó "¡Hurra, tetas gratis!". Le espolvoreaba los calzoncillos con polvos mata liendres, y asunto arreglado.
Pero en realidad, Ricardo sólo le fue infiel a su mujer una vez, ninguna si hacía caso a su amigo Gregorio, que siempre afirmaba que el sexo en posición vertical no cuenta (ni a nivel legal ni moral). A la tercera en discordia, Ricardo la conoció a la salida de un bar. Ya estaba amaneciendo y ella insistía en que el sereno la estaba siguiendo con fines deshonestos. Ricardo accedió a acompañarla, y el sereno desapareció entre las sombras, y si esa madrugada hubiese niebla, también entre la niebla. Ella le dijo que era una mujer casada. Él, como un personaje de esas películas policíacas que tanto le gustaban, le respondió que las mujeres casadas eran sus favoritas, que de hecho estaba casado con una.
La advertencia de que estaba casada no fué por un arranque de honradez, sino para comunicarle que en su casa no podrían continuar con las negociaciones. La casa de Ricardo también estaba descartada, y como los fondos que sumaban entre ambos no daba ni para un cigarrillo suelto, descartaron un hotel, hostal o pensión.
Se apretaron entre dos furgonetas de reparto mientras los transportistas desayunaban en una cafetería allí al lado; ella se remangó la falda e intentó denodadamente bajarse las bragas hasta que comprendió que no llevaba; él se sacó el asunto por la cremallera ya abierta y le frotó el extremo flácido en la entrepierna de ella, sustituyendo la erección con la fuerza motriz de su mano. Ricardo oyó una corriente de agua que comenzó a empapar sus pantalones, como si uno de los dos se estuviera orinando, aunque no sabría precisar cuál. De pronto una silueta salió de entre las sombras, golpeó a Ricardo en la cara con un palo, y se llevó de allí a rastras a la señora. El sereno resultó ser el marido.
Cuando la mujer de Ricardo se murió tras una larga enfermedad, él sintió, sobre todo, alivio. Como no sintió nada de pena tuvo que simularla y, como todo lo simulado, tendió a la exageración: no se le ocurrió otra cosa que intentar suicidarse; pero sólo un poco, sin ganas, por el qué dirán y porque le daba menos pereza que un par de años de planto fingido. Se tiró por la ventana, pero vivían en un segundo y sobre un gallinero, así que rompió la uralita del tejado, dio un susto de muerte a las gallinas, se peló un codo y echó a perder una muda, nada más.
El señor Lucas, portero del inmueble y dueño del gallinero (clandestino), en primera instancia quiso reclamarle a Ricardo los gastos de reparación del tejadillo, hasta que alguien le indicó que sería indigno por su parte dadas las circunstancias. Se le había pasado por alto el intento de suicidio, así de discreto había sido. El incidente salió fuera de las fronteras del vecindario, hasta las autoridades pertinentes, que se vieron obligadas a clausurar el gallinero ilegal, aunque maldita la gracia que les hizo todo el papeleo a unos días de las vacaciones de Navidad.
El gallinero proveía de huevos caseros y capones navideños a todo el inmueble, por lo que su clausura convirtió a Ricardo en persona non grata. Se le excluyó de las felicitaciones navideñas y se le dejaban bolsas de basura en su puerta los días en que habían comido pescado.
Ricardo dejó de lavarse y se le veía hablando solo por la calle. Hablaba con su difunto padre, son su difunto jefe y con dos amigos que había hecho en la cárcel y que no sabía si estaban vivos o difuntos. Con su difunta esposa ya no se hablaba, pero se cruzaban miradas cómplices que decían mucho más que las palabras. Seguía robando bollería industrial por las tiendas del barrio, pero nadie le decía nada. Su estado llegó a oídos de sus hermanos, pero bastante tenía cada uno con lo suyo, y nadie hizo nada. Dejó de salir de casa. Leía viejos periódicos en voz alta, y siempre creía que las noticias eran de actualidad, una y otra vez. Se alimentaba de la basura que sus vecinos le dejaban en la puerta y un día se murió atragantado con una espina de pescado.
Durante un tiempo el olor a podredumbre que salía del piso se hizo insoportable, pero el olor a pescado podrido delante de la puerta lo solapó hasta que el cuerpo de Ricardo fue consumido por los gusanos. El jirón de ropa y montón de huesos secos en que se combirtió Ricardo se mezcló con los cascotes cuando demolieron el edificio siete años después. Todos sus hermanos habían muerto, y todo aquel que lo había conocido en algún momento lo había olvidado hacía tiempo. Como si nunca hubiese existido.

lunes, 25 de abril de 2011

:el circo

[Este texto nació como una locución para una pieza de video que quizás nunca se termine, así que aquí lo cuelgo]
Hay cosas que nunca olvidas, no sabes por qué, pero se te quedan grabadas. Quizás porque van asociadas a una fuerte sensación, quizás porque te descubren algo nuevo de tí, quizás porque tienen una continuación y acaban por convertirse en una historia; y las historias difícilmente se olvidan.

Mi abuelo me dijo una vez mientras paseábamos junto a las casetas del circo, que si alguien se muere en el pueblo cuando el circo está en él, su alma, su espíritu, como quieras llamarlo, el remanente de esa persona que fue, se queda impregnada en el circo. Mi abuelo no me lo dijo así, claro.

El circo había llegado al pueblo el día anterior y todavía estaban montándolo todo, hizando las carpas, levantando casetas. Mi abuelo me dijo entonces eso: si te mueres esta semana, mientras está aquí el circo, te llevan con ellos. Nunca supe de dónde había sacado esa idea, de qué cuento, de qué tradición o de qué pseudorreligión, ni tampoco se la oí contar a nadie más. Hasta dónde yo sé, esa idea se la inventó mi abuelo.

Unos años después ocurrió el reverso de esa imagen, lo que hace que esto sea una historia y lo que hace que nunca lo haya podido olvidar. El circo volvió al pueblo, y mi abuelo se murió. No fué una sorpresa, de hecho fue lo contrario a una sorpresa: llevaba varios años muy enfermo, y un par de meses literalmente agonizando. Cuando llegó el circo cambié mis oraciones: en vez de desear que mi abuelo se muriese para que terminase su sufrimiento, recé para que aguantase unos días más, una semana, hasta que el circo se fuese del pueblo. Pero se murió, y lo enterramos, y esa tarde, al volver del cementerio, no pude evitar acercarme hasta el circo, donde ya estaban desmontando las casetas.

Eché un vistazo furtivo por el hueco entre dos carabanas. No sé qué esperaba ver, algún tipo de fantasía de niña, quizás a un payaso triste diciéndome adiós con la mano, algún tipo de cierre, de conclusión, de despedida; algún detalle que sólo yo entendiese, que sólo tuviera significado para mí. Pero lo único que vi fue a gente atareada yendo de un sitio a otro, desmontado estructuras y cargándolas en las carabanas para irse a otro lugar. Por la noche ya se habían ido.

viernes, 22 de abril de 2011

:sala de espera ojos

Una carretera recta, que se pierde en el horizonte, donde hay flotando un globo aerostático de colores: esa es la imagen que se ve en el aparato que te mide las dioptrías.

Un buen rato antes llego al primer piso, dónde antes de que pueda buscar la sala de espera 2 (siguiendo instrucciones detalladas) me asalta un bedel que me lleva de la mano hasta una sala de espera, donde además de gente esperando hay una enfermera que me arranca el papel de la mano y me dice que me va a fastidiar la tarde: me sienta en una silla y me echa unas gotas en los ojos para dilatarme las pupilas. No sólo me fastidiará la tarde, también el día siguiente; ¿antes tardaban tanto en contraerse las pupilas o es cosa de la edad? ¿O han mejorado las gotas? De todas formas no me quejo, me dejo llevar de la sala de espera 2 a otra sala de espera más pequeña, la sala VIP, en realidad unas sillas a lo largo del pasillo, antesala de ese templo en sagrada penumbra que es la consulta del oftalmólogo.

Espero sin rechistar, he venido aquí a que me traten como a un niño, y voy a ser un niño bueno. Entro cuando me lo indica la enfermera en la primera sala (el clímax se hace esperar) donde me dejan un rato esperando sentado en un aparato, tanto tiempo que me da tiempo a quitarme las gafas y a volver a ponérmelas por puro aburrimiento. Desde la consulta de al lado oigo como le dicen a alguien tiene cataratas en los dos ojos; los pormenores de los pasos a seguir los dicen en voz más baja y se me escapan.

Entra la enfermera como un ciclón y me pide que me quite las gafas y apolle la barbilla en una barra ad hoc, y me debe de considerar lo suficientemente inteligente como para no pedirme que mantenga los ojos abiertos. Y ahí es donde veo esa imagen que se va concretando, se va definiendo, se va enfocando: una carretera en medio de una esplanada infinita, una carretera recta como trazada con escuadra, una carretera que llega a la línea del horizonte y sobre la que flota un globo aerostático. El tipo que ideó esta imagen es un genio. Me sigue sorprendiendo cuando hacen la misma jugada con el otro ojo.

De nuevo en la sala de espera VIP, esperando mi momento sacrificial, ya perdiendo la cuenta de los pasos previos, sin saber que hora es (hay tantos carteles de apague su móvil que he tenido que apagarlo). Desde la sala de espera normal oigo a la enfermera echándole la bronca a un viejo, o alguien con voz de viejo. Parece que no ha seguido al pie de la letra las indicaciones de la receta. “Es que pensé...” comienza el anciano, pero le corta la enfermera: “¿Para qué piensa en vez de leer?”

Llega mi turno, la espera se ha acabado. El trámite es rápido, el grueso del proceso ya se ha realizado sin yo saberlo. Me colocan cristales en las gafas ortopédicas hasta llegar a las dioptrías que me han medido y me señala un par de es (del plural de la letra E) mayúsculas para ver hacia donde están abiertas. Siempre me he preguntado que criterio siguen para elegir las es, si siempre eligen las mismas o dejan un rayito de fantasía e improvisación para cada día, para matar un poco la monotonía. Yo respondo con celeridad, como un niño bueno. Mi vista es fina y afilada, mi vista es perfecta tras esos gruesos cristales.

Ves en estereo, me dice; un chiste que imagino hace miles de veces y cuya gracia radica en que cada vez parezca la primera y la última. Yo sonrío cortés: aliviado de haber terminado con todo, apenas puedo oír lo que me dicen el médico y la enfermera, que intercalan información sin solaparse ni interrumpirse, en un ballet muy bien aprendido, muy bien ensayado. Me dan las recetas de los cristales nuevos y una para las gotas dilatadoras. Me dicen exactamente a qué hora tendré que echármelas una tarde de dentro de dos o tres años, cuando me toque la próxima revisión. Tres años. Probablemente entonces ya se me habrá olvidado todo y yo también tendré que oír lo de “¿Para qué piensa en vez de leer?”.

lunes, 4 de abril de 2011

:un minuto y medio

El colectivo CLIP hemos hecho ésto esta semana. Si las circunstancias vitales nos lo permiten y los problemas de continuidad no colapasan el discurrir espaciotemporal estándar, pretendemos darle continuidad. Tampoco me voy a enrollar más, que la cosa no da para tanto y además se me ha metido algo en el ojo y me está molestando mucho. A ver si con un poco de agua se me sale. Bueno, que me lío, que lo disfruten ustedes mucho, o que lo sufran ustedes poco. Ya me contarán.

#1: minuto y medio from UNDER on Vimeo.

sábado, 2 de abril de 2011

:D.H. Lawrence parte 2

Lo prometido es deuda: aquí está la segunda recopilación de las aventuras de ese insigne escritor y pensador que es D.H. Lawrence. Por qué he elegido a este tipo de entre todos los intelectuales que han sido y son, cuando sólo me he leído un par de libros suyos, y uno creo que ni lo entendí, es uno de esos misterios que la humanidad, en su limitación, nunca llegará a desvelar, como por qué los extraterrestres construyeron las pirámides en Egipto en vez de en Salou, que tiene mucho mejor clima y contacto por carretera. Misterios y más misterios.
Espero que disfruten esta segunda entrega, que algunos capítulos les despierten esa sonrisa de niño inocente que aún cree en la magia, y otras les hagan pensar en lo fútil y absurdo de la existencia, como si en su lecho de muerte su amada esposa le reconociese que lleva cuarenta años sintiendo asco y sólo asco por su alitosis, una alitosis que nadie le ha comentado que tenía y por la que será recordado por todos sus conocidos. Sí, usted sólo será aquel señor al que le olía la boca a pozo negro, se siente. Con ese pensamiento expirará su último (y fétido) aliento y dejará este mundo con una mueca de angustia y nausea. Qué mierda de vida.
Y sin más, les dejo con este festival de virtuosismo gráfico y chascarrillos a costa de minorías con pocas posibilidades de querellarse con éxito. Nos vemos.