Ricardo Expósito Luarca era el menor de catorce hermanos. Su padre, Ismael Expósito Vidal, invidente de nacimiento, nunca reconoció a ninguno de sus hijos salvo a Olivia, la única chica, y sólo porque tenía la voz más aguda. Así que en su partida de nacimiento Ricardo figura como "Hijo de madre soltera".
Cuando Ricardo cumplió los 9 años, su padre adoptó a los 13 hijos varones, convirtiéndose en padre adoptivo de sus hijos carnales. Lo hizo, principalmente, para cobrar el subsidio por familia numerosa. De hecho, tenía tanta descendencia que a la mitad los adoptó como hijos suyos y de su cuñada: su prole daba para dos familias numerosas y para dos subsidios.
La cuñada les salió rana y se largó de un salto con los ahorros de dos años. Dos años después volvió aparantemente arrepentida y a los pocos días se volvió a largar con los ahorros de esos dos últimos años. Repitió la jugada en seis ocasiones hasta que Ismael se hartó, al mismo tiempo que comprendió que se había casado con la hermana equivocada, o mejor, que se había equivocado de cuñada.
La familia Expósito Luarca era tan humilde que para pasar hambre tenían que trabajar todos los hermanos. Ricardo empezó a trabajar a los once años como aprendiz de una carpintero, un tal Fernando, conocido como "El cojo" a pesar de ser manco, que a la sazón contaba con trece años, sin que ese detalle fuera óbice para que peinase un imponente y poblado mostacho negro como el azabache. Ricardo aprendió su oficio con celeridad, no por nada los niños asimilan los conceptos nuevos con más rapidez que los adultos.
Con doce años recién cumplidos, Ricardo montó su propio taller de carpintería y ebanistería, para el que contrató a un ayudante aprendiz, Carlos, de diez años y diez kilos de peso. En la práctica, se pasaban la mayor parte de la jornada laboral jugando a las canicas en el patio trasero del taller, con lo que el negocio acabó por resentirse y hubo que cerrarlo. Sin embargo, Ricardo y Carlos continuaron jugando a las canicas en el patio hasta que empezó la temporada de trompo.
Ricardo intentó suicidarse dos veces. La primera a los 17 años, tras leer "Vida, obra y muerte de los poetas románticos" de Hipólito Grande de la Hoz: se quiso pegar un tiro frente a un espejo, pero se confundió y le descerrajó el tiro al espejo. Su vida había sido tan miserable hasta ese momento que no notó ningún cambio de suerte en los siguientes siete años. Hay que tener algún golpe de fortuna de vez en cuando para ser supersticioso.
Se dedicó a la delincuencia juvenil hasta que tuvo edad para ponerse pantalones largos y decidió que, ya que pasaba media jornada en los juzgados, podía buscar un trabajo allí a jornada completa y sacar rendimiento a esas cuatro horas. Se dirigió al director de personal, Trajano Figuere Gómez (poeta simbolista en los fines de semana, con una vida azarosa y apasionante. Baste decir que murió a los 106 años, intentando atravesar el Istmo de las Radonas cargando con un bloque de 25 kilos de hielo). Había puestos disponibles, le dijo a Ricardo, pero Trajano, hobre de fuertes convicciones, y propensión a las dolencias renales, aunque no venga mucho a cuento, le dijo que tenía que empezar desde abajo: limpiando suelos. La paga no era gran cosa, así que comenzó a compaginar su carrera de limpiador con la de testigo falso, puesto para el que no le pidieron abales.
Como mientras limpiaba todo el mundo le miraba al mocho, nadie le reconodió en los primeros juicios, en los que tuvo la previsión de dejar el mocho en la puerta. Cuando empezó a resultar sospechosa su ubicuidad en escenas de delitos, por contagio se le trató a él mismo de delincuente, de la misma forma que un fumador pasivo puede desarrollar enfermedades propias de los fumadores activos. La cosa no tendría por que ir a más sino fuera porque Ricardo creyó que la expresión utilizada por el juez "conditio sine qua non" era una forma culta de poner en duda su hombría, y le partió la cara a la susocicha señoría antes de que los alguaciles pudieran detenerlo.
Pasó ocho meses en prisión por agresión, tiempo suficiente para conocer a una troup de ladrones especializados en obras de arte (especializados en robarlas, se entiende). Al salir libre tenía las suficientes recomendaciones como para entrar en una de estas cuadrillas, con la que estuvo planificando durante 10 meses el robo de un Juan Gris, pero no a robarlo, por lo que no se le podría acusar de ladrón de obras de arte.
Un día de lluvia y viento entró en una biblioteca. Había una vacante de buscador de libros descolocados, y aunque Ricardo no tenía nada claro en qué consistía el trabajo, aceptó. El bibliotecario jefe, un tipo con la verdad por delante y un bulto de grasa por detrás, justo sobre el homóplato derecho, siempre decía que, entre setecientos mil volúmenes, un libro fuera de su lugar era un libro perdido; pero la clase de objeto perdido más recóndito de todos: el que nadie sabe que se ha perdido. Tan perdidos que Ricardo ni se molestó en buscarlos.
En los 14 meses que estuvo en nómina de la biblioteca ni siquiera llegó a aprenderse el orden alfabético. De hecho, siempre creyó que la y griega era un tipo de llave inglesa. A pesar de que había ido cuatro años a la escuela, no había aprendido a leer ni a escribir, ni siquiera unas nociones básicas. No escribía, copiaba las letras en su cuaderno como si dibujase caras que veía por la calle, y nadie en su sano juicio se molestaría en memorizar todas las caras que ve, se decía. Ya con siete años, Ricardo tenía las cosas muy claras.
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