jueves, 30 de abril de 2009

miércoles, 29 de abril de 2009

: el tebeo mamotreto [1 de 3]

Viene produciéndose, de un tiempo a esta parte, un proceso de legitimización del cómic. Premios fuera del mundo de la viñeta, presencia en museos de bellas artes y en librerías genéricas, mini-espacios en televisión sin recurrir a lo anecdótico ni a la nostalgia... un acceso, tímido, como de primo del pueblo, al mundo de las artes serias (serias como transcendentes, pero también como grabes) y en los medios generales. En múltiples foros se quiere equiparar el cómic a medios consolidados entre las intelligentsia como el cine o la novela, en un proceso similar al que éstos tuvieron que sufrir en sus tiempos. La novela fue durante siglos un género literario menor, desprestigiado, ramplón, mero entretenimiento para las clases bajas y/o incultas. El cine nació como curiosidad científica y pronto pasó a ser un espectáculo de feria que apelaba al mínimo común denominador de un público, de nuevo, supuestamente poco cultivado: chistes gruesos, persecuciones, romances estereotipados... La novela, aún teniendo ejemplos magistrales como para parar un tren en siglos anteriores, no alcanzó su legitimidad hasta el XIX, pasando de los panfletos por entregas a los tomos encuadernados, pasando del quiosco a la librería. El proceso en el cine, como todo lo que ocurrió en el siglo XX, fue mucho más rápido: en apenas treinta años se pasó de la barraca de feria y los sótanos de los fotógrafos, a los festivales internacionales, los premios, el glamour y los libros teóricos de intelectuales franceses. Para ello se tuvo que pasar del mudo al sonoro, de las películas de una bobina a las de cinco: se pasó del corto al largometraje. Tanto en novela como en cine, fue necesario el empaque físico en un producto homogéneo, compacto, único: de las novelas río, de las novelas digresión, de las novelas episódicas, se pasó a la novela moderna: unidad de tiempo y/o espacio, trama con principio, desarrollo y final. Lo mismo en el cine: se pasa de los cortos episódicos (con una parada fundamental y fundacional en el cine mudo de los veinte, con tipos como Griffith o Lang) al largometraje en tres actos (o cuatro, según el teórico que consulte usted), unidad de trama, concreción temporal, etc, etc. El drama de toda la vida, desde Aristóteles (que lo teorizó en su Poética) hasta hoy.
El viaje del quiosco a la librería lo está haciendo el cómic en estos momentos. En un primer nivel, físico, se está pasando de los cuadernillos de grapa a los tomos con lomo. En un segundo nivel, narrativo, los autores saben de estas futuras recopilaciones y estructuran sus historias en función de ese número de páginas. El ritmo se ralentiza porque la unidad temporal / espacial ahora ya no son las 24 páginas del tebeo mensual, sino las 128 del recopilatorio semestral. Esta ralentización lleva consigo un cambio estructural mucho más profundo: los cómics son ahora más literarios, más cinematográficos. Se aproximan al drama aristotélico, perdiendo con ello mucha de su idiosincrasia. Comparen, si no, el culebrón río de Chris Calremont en su etapa dorada en los X-Men con los trabajos actuales de gente como Ed Brubaker, Mark Millar o Brian Michael Bendis. Sin poner en cuestión la calidad de estos últimos, ¿no parecen sus comics minuciosos storyboards para futuras películas? Había algo en el comic-book de toda la vida que lo hacía único: poseía un ritmo propio y un discurso intransferible a cualquier otro medio, salvo, quizás, a una serie televisiva. Y es curioso que ahora que está floreciendo el serial catódico, que estamos viviendo (o eso nos dicen) una segunda o tercera edad dorada de la serie de televisión, es curioso, decía, que el cómic se lance de cabeza a la obra cerrada, al tocho, a la novela gráfica. La gente está dispuesta a engancharse a una serie de televisión semanal y a seguirla durante 5 años a través de todos sus vericuetos narrativos, pero no está dispuesta a hacer un esfuerzo similar con los comics. Así que ahora los comics son libros. Y el público, cada vez más maduro (esto es: viejo) por la falta de un relevo generacional, está encantado: no tiene que pasarse semanalmente por su librería a mendigar novedades como un yonkie, y lucen mejor en las estanterías, que duda cabe.
Pero este empaque surge, en primer lugar, como una necesidad económica, pues produce mayores beneficios y menores gastos. Lo mismo ocurrió con el cine: se pasó al largometraje, en primer lugar, por motivos económicos: tener al público una hora y media en el cine era más ventajoso que veinte minutos, y rodar un largo era más barato que cinco cortos. En un primer paso, para parir largometrajes de la nada, se recurre a la literatura y al teatro para buscar argumentos o, en el cine cómico, creando una trama (normalmente sentimental) básica, en la que se engarzan gags sin aparente relación, muchas veces extraídos y mejorados de cortometrajes anteriores. Así hay que entender mucha de la filmografía de Chaplin, de Keaton o de los Hermanos Marx (estos últimos partiendo del voudeville). No es hasta que se asimila la duración, el ritmo, el tempo del largometraje, y se pasa a la estructura dramática de tres actos, que se alcanza el clasicismo. A nivel estructural, no tiene nada que ver Tiempos modernos con La fiera de mi niña, por ejemplo, aunque ambas sean obras maestras.
Con el cómic ocurre algo similar: primero ha nacido la novela gráfica como elemento físico que como elemento narrativo (exceptuando obras pioneras como las de Eisner, que además acuñó el término de “novela gráfica”). Y así se denominan novelas gráficas a simples recopilaciones de tebeos, a retapados. Salvando las distancias, sería como llamar largometraje a una maratón de cortos, o novela a una recopilación de relatos de Poe. Esto puede ser un libro, señores, incluso un libro gordo, pero no es una novela, porque no constituye una unidad narrativa. Al grito de “cuanto más gordo mejor”, se busca una legitimización no por la sofistificación de la propuesta, ni por la temática, ni por su “calidad artística” (sea lo que sea esta abstracción), sino por el formato: un paquete manejable y vistoso, un tocho que se mantenga de pie sin apoyo.
Artistas actuales han comenzado a asimilar esa carrera de larga distancia que supone la novela gráfica: disponer de cientos de páginas para plasmar su historia, desde el principio al final. Historias que se pueden prepublicar en revistas o no, pero que se saben de antemano cerradas. Pero eso lo dejaremos para el siguiente episodio.

martes, 28 de abril de 2009

:T.V or not T.V.

Josías, a la pregunta de si ve televisión, responde prontamente con un orgulloso, lacónico pero expresivo “no”, que es mentira en primera instancia y que nos preguntamos si no lo será también en última. Porque, PRIMERO, Josías ve la televisión de forma esporádica durante las tres comidas principales del día, ve algún acontecimiento deportivo sesgado e incompleto, y mantiene el televisor encendido sin volumen durante horas muertas como el que tiene una estufa eléctrica.
Efectivamente, no ve la televisión las horas suficientes ni con la dedicación suficiente de la media, quizás, y por eso puede describir su relación con el aparato como inexistente sin que ni él ni nadie puedan echarle nada en cara.
Pero, y SEGUNDO, Josías baja de internet y ve en su portátil, cada semana, además de películas, episodios de Little Britain, Prison Break, My Own Worst Enemy, Heroes, The Big Bang Theory, My Name is Earle, Fringe, Californication, True Blood, C.S.I. Las Vegas, Weeds, Family Guy, Lost, Dexter, Life, Brothers and Sisters, Life on Mars, In Treatment, The Office, 30 Rock, E.R., House, Merlin, The Simpsons, Entourage, Worst Week, Flight of The Conchords, Lucky Louie y un largo etc. Ver eso le supone entre dos y tres horas al día, pero lo ve cuando quiere sin regirse por un horario impuesto por terceros, y se salta las interrupciones publicitarias, dos de las principales características de lo que supone la experiencia televisiva para la mayoría de los mortales a día de hoy (2009).
Así que, nos preguntamos: ¿ver series concebidas para la televisión en el portátil es ver televisión? Si te las descargas en un disco duro y las reproduces en el televisor, ¿es eso ver televisión? ¿Ver películas en la televisión es ver cine o ver televisión? ¿Ver teatro en la tele es teatro o televisión? Si me descargo un podcast y me lo paso al I-Pod, ¿eso es radio? ¿Si veo ópera en el cine es ópera o es cine? ¿El teletexto es literatura? Bueno, esto casi seguro que no, pero, ¿es prensa escrita? Vamos, a día de hoy (2009), ¿tiene sentido seguir hablando de medios, de formatos, de plataformas, de géneros, de códigos, de convenciones?

lunes, 27 de abril de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [61]


Nos despedimos con gestos del resto del grupo. Me siento triunfante, como saludando desde lo alto del podio. Una mirada significativa de Damián, que se despide con un brindis de vaso de tubo.

Afuera el temporal ha amainado ligeramente. Aunque no sé nada de meteorología me oigo decirle que el temporal actúa por ciclos y que pronto volverá a arreciar. Ella propone que cojamos un taxi; hay una parada calle arriba.

Cuando llegamos no hay ningún taxi pero hay gente esperando. Les preguntamos si están esperando un taxi (¿qué otra cosa podrían estar haciendo parados en una acera a las dos y media de la mañana una noche de temporal?) y ocupamos nuestro lugar en la cola. Allí al lado hay una tienda de animales, y los perros y los gatos pegados al escaparate parecen fuera de sí, dando vueltas en sus jaulas como locos. Me acerco y doy unos golpecitos con los nudillos en el cristal, pero ni se enteran. No estoy hecho para el cortejo, no sé que decir y sólo deseo que el tiempo pase rápido para que no le dé tiempo a pensárselo mejor. Rafaela se me acerca y me dice si prefiero los perros a los gatos. Le suelto mi contestación habitual: soy más de gatos, porque no hay gatos policía. Hasta ahora no he encontrado a nadie al que le haya hecho gracia esta contestación, y aún así sigo insistiendo en usarla. Ella nos hace un favor a los dos y simula no haberme oído. Al final era una pregunta trampa: odia a los animales. Lo dice con tanta inquina que me hace pensar que tiene algo personal contra ellos. ¿La raptó una jauría de dingos cuando era un bebé? Me apoya la cabeza en el hombro y me giro y me besa, y siento como si algo se me rompiera en los intestinos y un líquido tibio se me derramara por dentro. Volvemos a la cola para que no nos cojan el sitio una pareja que se acerca.

Empieza a llover otra vez y, como traídos por la marea, llegan tres taxis seguidos. Somos los primeros en la cola. Un par de minutos después, nuestro taxi. Entramos y ella le da unas indicaciones al taxista. Sé que no es mi casa, así que supongo que será su dirección. Está tomando claramente la iniciativa, lo que no me parece mal. De hecho, si de mi dependiera aún estaríamos mirándonos de reojo apoyados en la barra. Le toco la rodilla con mi rodilla, y a los pocos minutos siento el calor húmedo de la ropa en ese punto, como si sus treinta y seis grados se sumasen a mi treinta y seis grados en ese punto.

Tomo la iniciativa y pago la carrera, aunque ella no esboza el menor amago, haciendo que me pregunte si no será ella la que ha tomado antes la iniciativa de no pagar. Como sea, la sigo hasta su portal, la sigo por las escaleras (no hay ascensor) recreándome en el movimiento de su culo, y entramos en su piso, tercero B. Entre el ejercicio y la calentura mental de mirarle el culo durante cuatro minutos, la sangre me ha centrifugado el cuerpo a una velocidad inconcebible, reactivando todos los órganos mientras evaporaba los restos de alcohol. Ella todavía parece aletargada, lenta de reflejos. Una presa fácil para un depredador hambriento. Pero yo soy más bien herbívoro, rumiante. Mi principal método de ataque es un lametón, y eso hago. Ella me devuelve el beso con lengua, que sabe a alcohol fermentado y a fritanga. Hace un movimiento para quitarse la chaqueta mientras seguimos enganchados por la boca y le sube un rebufo que me trago enterito. Y ni por esas la sangre se me va de la entrepierna. Noto la polla hinchada, y sólo concentrándome me doy cuenta de que me estoy meando. Le digo que necesito ir un momento al baño y me indica la puerta.

Después de desahogarme me miro en el espejo. Me desabrocho unos botones y me subo la camiseta: estoy gordo por la falta de ejercicio; pálido y ojeroso por la falta de sueño; y encima me apestan los sobacos. Me echo desodorante, pero después pienso que sería raro que Rafaela me oliera y reconociese su propio desodorante, así que me limpio con papel higiénico humedecido, que se deshace y se me enreda en los pelos de los sobacos. Sólo se me ocurre pasarme un peine para desenredar los cachos de papel, pero con los tirones se me irritan los sobacos y me escuecen como si estuviesen en carne viva. Lo miro en la etiqueta: desodorante con alcohol. Yo no sé qué me pasa en los cuartos de baño ajenos, que me vuelvo gilipollas.

Salgo con los brazos separados como un pistolero en pleno duelo y me encuentro a Rafaela medio adormilada en el sofá. Me siento a su lado y comenzamos a besarnos y yo le meto la mano entre las bragas y el vientre, y bajo hasta que le rozo el bello púbico. Se separa de mi y me mira con una mirada con la que hacía tiempo que nadie me miraba: una mirada de deseo.


miércoles, 22 de abril de 2009

:sabía usted que...

...según estudios recientes de la San Francisco State University, si usted duerme con los clazoncillos del revés, tiene un 86% más de probabilidades de tener sueños homoeróticos?



jueves, 16 de abril de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [60]

Me meto como puedo en el asiento del copiloto de Damián, pero no tengo ni idea de quien se aprieta en lo asientos de atrás, incapaz de mecanizar una serie de movimientos tan complejos como aflojarme el cinturón de seguridad y mirar hacia atrás; sé que hay hombres y mujeres porque oigo sus voces y después sus risas, y a mi también me da la risa y Damián también se ríe. Sí, nos hemos convertido en lo que más odio. Por suerte Damián es de esos conductores borrachos que extrema la precaución en vez de volverse temerario. Circulamos a dieciséis por hora hasta la salida del parking, donde Damián detiene el coche y deja pasar a los que vienen de frente. Y quiero decir a todos. Sólo se decide a meter el morro después de cinco minutos de gentileza en los que se ha formado una cola de coches detrás nuestro que no paran de hacer sonar los cláxones. Los limpiaparabrisas no dan abasto con la riada que cae del cielo, mezclada con hojas y pedazos de todo lo que la tormenta ha encontrado por delante.
Alguien con voz femenina, alguien que no para de clavarme las rodillas en la espalda, nos hace callar para oír lo que le están diciendo por el móvil. En dos de los coches que hemos dejado pasar iban nuestros compañeros, que ya están llegando al centro. Le dicen un local donde nos esperan y ella nos lo dice a nosotros. El nombre me suena de oídas, y me suena a salsa y copas caras y decoración de plástico y portero mulato. Para allá nos vamos.
Aparcamos lo suficientemente lejos como para empaparnos mientras corremos hasta el local, lo que al menos me despeja. Ver a quien sale de los asientos de atrás es como abrir un regalo; pero no está Rafaela. Las calles están llenas de tejas y ramas rotas, así que por precaución vamos por el medio y medio de la carretera. El viento nos empuja y nos hace correr, casi elevándonos. Todo el asunto tiene un aire entre mágico y apocalíptico que en otras circunstancias me resultaría muy evocador, pero que ahora, casi sin resuello, meándome y empapado hasta los huesos, sólo puedo considerarlo, siendo generoso, como una tocadura de huevos. Por suerte el portero debe de ser una persona sensata y se ha resguardado del temporal en el hall (por hall entiéndase un rincón oscuro entre dos puertas). En la penumbra no puede ver nuestro lamentable estado y nos deja pasar con un magnánimo gesto de cabeza desde su trono, un taburete flanqueado por torres de vasos de plástico.
En el interior, y para ir directo al grano (entonces y ahora) localizo a Rafaela y voy a por ella, envalentonado por el alcohol y la tarjeta de Emilio G.R. que guardo en el bolsillo y a cuya identidad me sigo agarrando. Todavía (o ya) no hay muchos clientes, y la música rebota como un eco entre los espejos y las palmeras de plástico. Nos pedimos un par de copas y charlamos lejos de los bafles. No podría decir qué parrafada le solté, sólo que ella parecía distraída, afirmando a destiempo, mecánicamente, algo que me resulta irritante. Después le toca hablar a ella y a mi hacer que escucho, pero tengo la deferencia de mostrarme atento, de simular un interés verídico. De vez en cuando la interrumpo con monosílabos que son a la vez neutros y apremiantes, del tipo “umm” o “ey”, o con preguntas que sólo son la repetición de las últimas tres palabras que ella ha dicho, pero en tono interrogativo.
En piloto automático tengo tiempo y espacio para inspeccionarla. Nada dice más de una persona que su rostro en movimiento mientras habla, si logras abstraerte de lo que habla. Me doy cuenta de que es de ese tipo de personas que vive su vida bajo una capa de ironía, como si una cámara filmase continuamente sus pasos para completar una película. Yo, por el contrario, vivo la mía con dos grados de ironía, como si mi existencia fuese el making of de la filmación de mi vida: la captación real de un acontecimiento ficticio. Demasiadas cámaras a nuestro alrededor, pienso, para llevar una vida común sana. Pero tampoco aspiro a eso, sólo a un poco de sexo consentido entre dos adultos ligeramente atractivos.
Por una vez los astros me son favorables y parece que a ella también le interesa lo mismo. Se calla, se calla también la música entre dos canciones, como una pausa dramática o como si el universo cogiese carrerilla para la próxima envestida, y me dice que si me apetece que nos vayamos. Me está empezando a gustar lo de ser Emilio G.R.
Ah, le digo que sí, por supuesto.

:a wolf loves pork

Aquí les dejo un corto (o algo así) que me ha encantado. Gracias a Under, a.k.a. Carambiru, por el chivatazo.

sábado, 4 de abril de 2009

:faemado y cansino

Pues sí, ayer unos cuantos nos acercamos a Vigo a ver a Faemino y Cansado. Los contras: a) Un audio deficiente (al menos en el rincón donde nos tocó sentarnos) que hacía casi ininteligibles no sólo las excursiones lejos del micro de Faemino, sino parte de las parrafadas de Cansado. b) Un público frío, poco receptivo, poco cómplice. Particularmente odio el público sectario y entregado de antemano que se ríe por sistema de cualquier cosa; pero una mezcla más equitativa entre fanáticos y curiosos hubiese, creo, caldeado el ambiente de la velada.
Me quedo de lejos con mi vez anterior, mis desvirgamiento faeminocansádico en Pontevedra hace un par de años, ocasión aquella sí perfecta: descacharrante y catártica.
De esta segunda atesoro, a parte de las risas (que es de lo que se trata), con las variaciones sobre temas conocidos, como si de músicos de jazz se tratara, que este par de tunantes van introduciendo en el férreo esquema de su espectáculo. Por ejemplo, lo que en la otra ocasión fue una delirante y extensísima digresión sobre Mariano Rajoy, un loro, una bolsa de pan y un túnel transatlántico desde Pontevedra hasta la Habana, en esta velada se convirtió en un ejército de pelícanos deshidratados comandados por Penélope Cruz para conquistar el mundo (o algo así). La variación, por qué no decirlo, le quita magia al asunto, mostrando lo que tiene de rutinario y construido lo que en apariencia es improvisado y, por tanto, irrepetible. Pero por otro lado nos muestra los atajos hacia la risa y la sabiduría cómica que atesoran este par de dos, mucho más sabios de lo que ellos mismos quieren hacernos creer que son. Repetiré.