Me meto como puedo en el asiento del copiloto de Damián, pero no tengo ni idea de quien se aprieta en lo asientos de atrás, incapaz de mecanizar una serie de movimientos tan complejos como aflojarme el cinturón de seguridad y mirar hacia atrás; sé que hay hombres y mujeres porque oigo sus voces y después sus risas, y a mi también me da la risa y Damián también se ríe. Sí, nos hemos convertido en lo que más odio. Por suerte Damián es de esos conductores borrachos que extrema la precaución en vez de volverse temerario. Circulamos a dieciséis por hora hasta la salida del parking, donde Damián detiene el coche y deja pasar a los que vienen de frente. Y quiero decir a todos. Sólo se decide a meter el morro después de cinco minutos de gentileza en los que se ha formado una cola de coches detrás nuestro que no paran de hacer sonar los cláxones. Los limpiaparabrisas no dan abasto con la riada que cae del cielo, mezclada con hojas y pedazos de todo lo que la tormenta ha encontrado por delante.
Alguien con voz femenina, alguien que no para de clavarme las rodillas en la espalda, nos hace callar para oír lo que le están diciendo por el móvil. En dos de los coches que hemos dejado pasar iban nuestros compañeros, que ya están llegando al centro. Le dicen un local donde nos esperan y ella nos lo dice a nosotros. El nombre me suena de oídas, y me suena a salsa y copas caras y decoración de plástico y portero mulato. Para allá nos vamos.
Aparcamos lo suficientemente lejos como para empaparnos mientras corremos hasta el local, lo que al menos me despeja. Ver a quien sale de los asientos de atrás es como abrir un regalo; pero no está Rafaela. Las calles están llenas de tejas y ramas rotas, así que por precaución vamos por el medio y medio de la carretera. El viento nos empuja y nos hace correr, casi elevándonos. Todo el asunto tiene un aire entre mágico y apocalíptico que en otras circunstancias me resultaría muy evocador, pero que ahora, casi sin resuello, meándome y empapado hasta los huesos, sólo puedo considerarlo, siendo generoso, como una tocadura de huevos. Por suerte el portero debe de ser una persona sensata y se ha resguardado del temporal en el hall (por hall entiéndase un rincón oscuro entre dos puertas). En la penumbra no puede ver nuestro lamentable estado y nos deja pasar con un magnánimo gesto de cabeza desde su trono, un taburete flanqueado por torres de vasos de plástico.
En el interior, y para ir directo al grano (entonces y ahora) localizo a Rafaela y voy a por ella, envalentonado por el alcohol y la tarjeta de Emilio G.R. que guardo en el bolsillo y a cuya identidad me sigo agarrando. Todavía (o ya) no hay muchos clientes, y la música rebota como un eco entre los espejos y las palmeras de plástico. Nos pedimos un par de copas y charlamos lejos de los bafles. No podría decir qué parrafada le solté, sólo que ella parecía distraída, afirmando a destiempo, mecánicamente, algo que me resulta irritante. Después le toca hablar a ella y a mi hacer que escucho, pero tengo la deferencia de mostrarme atento, de simular un interés verídico. De vez en cuando la interrumpo con monosílabos que son a la vez neutros y apremiantes, del tipo “umm” o “ey”, o con preguntas que sólo son la repetición de las últimas tres palabras que ella ha dicho, pero en tono interrogativo.
En piloto automático tengo tiempo y espacio para inspeccionarla. Nada dice más de una persona que su rostro en movimiento mientras habla, si logras abstraerte de lo que habla. Me doy cuenta de que es de ese tipo de personas que vive su vida bajo una capa de ironía, como si una cámara filmase continuamente sus pasos para completar una película. Yo, por el contrario, vivo la mía con dos grados de ironía, como si mi existencia fuese el making of de la filmación de mi vida: la captación real de un acontecimiento ficticio. Demasiadas cámaras a nuestro alrededor, pienso, para llevar una vida común sana. Pero tampoco aspiro a eso, sólo a un poco de sexo consentido entre dos adultos ligeramente atractivos.
Por una vez los astros me son favorables y parece que a ella también le interesa lo mismo. Se calla, se calla también la música entre dos canciones, como una pausa dramática o como si el universo cogiese carrerilla para la próxima envestida, y me dice que si me apetece que nos vayamos. Me está empezando a gustar lo de ser Emilio G.R.
Ah, le digo que sí, por supuesto.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario