martes, 27 de enero de 2009

:Blitzkrieg Pop

Pocos movimientos culturales del siglo XX han generado tanta bibliografía como el nazismo; tanta, en realidad, que resulta complicado separar el grano de la paja. Una semilla de las buenas nos la hemos encontrado con la edición del catálogo de Blitzkrieg Pop (Ediciones Belladona), originalmente una exposición itinerante comisariada por Bill Bennett, en la que distintas luminarias se dedican a despejar incógnitas de la ecuación nazi, siempre desde una perspectiva poco trillada (inédita en algunos casos), a base de montajes visuales, preclaros a veces, irónicos casi siempre.
El mentado catálogo, además de reproducir lujosamente las fotografías e ilustraciones de la exposición, incluye textos explicativos de los colaboradores. De entre este batiburrillo, de resultado inevitablemente irregular, para un servidor destaca la epopeya (a medio camino entre Freud e Indiana Jones) de Dan Farley, sociólogo, periodista, crítico de arte y, por encima de todo, cachondo mental de aúpa. La historia comienza cuando el bueno de Farley contacta en Marbella con una anciana y amojamada germana (que atiende por las iniciales A.W.), la cual afirma haber sido amante de Hitler en los años previos a la invasión de Polonia. La cosa podría dar para una columna divertida, piensa Farley, hasta que A.W. se lo lleva a su apartamento alcanforado y le muestra unas fotografías de Hitler compartiendo distendidos momentos de relax con una versión joven y terneresca de ella misma. Como sobre política y estrategia militar A.W. se muestra pez, Farley acaba por preguntarle lo que todos, en el fondo, queremos saber: cómo la tenía Hitler. La respuesta, no por esperada resulta menos definitoria: Adolfo tenía un micropene “del tamaño del pulgar de un niño de cuatro años”, lo que, añadido a un estrés incapacitador, daba como resultado que no podía satisfacer en el lecho ni a una coneja estrecha de caderas en celo.
A partir de aquí, la hipótesis de Farley es que todo el tinglado del III Reich se lo montó Hitler para compensar su ridiculez de genitales. Si en la época existiesen los Corvettes rojos descapotables, quizás nos habríamos ahorrado toda la vaina.
Como Farley es, sobre todo, iconólogo, se dedica a analizar elementos visuales del nazismo, tan amigos ellos de la simbología, desde una perspectiva sexual: pasa de puntillas por las evidentes connotaciones sado de los abrigos de cuero de la Gestapo, las botas altas y las fustas, y llega a conclusiones tales como que el saludo nazi no es más que una erección simbólica, las chimeneas de los crematorios potentes eyaculaciones, la esvástica y el logotipo de las SS esquematizaciones de posturas del Kamasutra (el Molinillo Bereber y la Canoa Meciéndose, respectivamente), el casco nazi es un glande, etc, etc. No sé a ustedes, pero a mí me cuadra.

sábado, 24 de enero de 2009

:hemos vuelto

Buf, que pereza volver al día a día. No les voy a dar la murga sobre el viaje porque odio cuando alguien me lo hace a mí. En otro foro-blog nos explayaremos los tres trilocos por si a alguien le interesa (que a priori me parece difícil). Pero por cerrar el post anterior les diré que muchos de los tópicos se han confirmado: la higiene brilla por su ausencia (valga la paradoja), las calles parecen tiendas de marroquinería al aire libre y hay un sorprendentemente alto número de gente con aspecto de alcoholizada para ser un país musulmán dónde encontrar un local que te sirva cerveza es complicadillo (lo digo por experiencia). Todo esto, claro, en la zona antigua de la ciudad; la moderna es como cualquier otra ciudad moderna con mucho turismo: macro-complejos hoteleros, franquicias de Inditex y cadenas de comida rápida, y avenidas interminables. Si no fuera por los carros tirados por burros que te cruzas de vez en cuando, podrías abstraerte e imaginarte en cualquier Benidorm de la vida.
El deporte nacional no es la disentería, es el mobiletting: el dribling deportivo de motocicletas. Por lo demás: buena comida, muy buena gente, el cielo indescriptible del desierto, caos circulatorio y gatos por todas partes. Después de la primera cagada en casa he vaciado los restos de tagines y couscous que traía de contrabando en el intestino delgado; pero los recuerdos, compañeros, esos siguen aquí dentro. Ma'a ElSalama, amigos.

sábado, 17 de enero de 2009

:nos vamos

Los trilocos nos vamos unos días de viaje, en esta ocasión a Marrakech. Les dejo el blog abierto por si quieren hacer una fiesta, pero déjenmelo todo limpio cuando terminen.
Para allá nos vamos dispuesto a tumbar o refutar tópicos y prejuicios sobre nuestros vecinos del sur: que si mantienen una relación laxa con la higiene, que si la disentería es deporte nacional, que si te abordan por la calle para venderte el oro y el moro (con perdón), etc. Ya les contaremos, en este u otros foros, a la vuelta.
La imagen mental que llevo es una mezcla entre las páginas africanas de Burroughs (William S., no Edgar R.), y la semana marroquí de El Corte Inglés. Es decir, un espacio escheriano de callejones y gente muy acabada (tipos tumbados en sus camastros que dedican el día a ver películas de cine negro chinas, el famoso género chinoir, y

a meterse Nest-Quick vía intravenosa) y un macrotenderete de alfombras, babuchas y demás parafernalia a base de cuero y abalorios. Para allá nos vamos, como una mezcla entre Los Cazadores de Mitos y Paco Martínez Soria. Que los pilotos de Iberia nos cojan confesados. ¡Cateto a babor!

viernes, 16 de enero de 2009

:Thomas Austin

Pocos, por no decir nadie, pueden presumir de haber devastado ellos solitos un continente entero. Así, a vote pronto, sólo se nos ocurre el caso del aussie Thomas Austin. Australia, sin ser la cuenca del Amazonas, había presentado a lo largo de la historia períodos de años, e incluso décadas, de cierto esplendor vegetal. Pero todo esto cambió en 1859, cuando al bueno de Austin, un terrateniente de la zona de Victoria, se le ocurrió importar 24 conejos salvajes de Inglaterra y los soltó en la maleza que rodeaba su casa para tener algo a lo que disparar (con lo a mano que tenía, por ejemplo, sus sienes). La fauna australiana, aun llena a rebosar de peligrosos depredadores, no tenía ninguno específicamente adaptado para dar caza al foráneo roedor, con lo que los conejos comenzaron a reproducirse como idems y a alimentarse como una plaga bíblica después de un porro con todo lo que encontraban a su paso. En sólo veinte años ya habían arrasado buena parte del pasto y vegetación de Victoria, y comenzaron a extenderse por el resto de la isla, a una velocidad de 120 kilómetros por año, convirtiendo fértiles valles y frondosos bosques en puritito desierto. En un país con una economía eminentemente agraria y ganadera, el hecho de quedarse sin pastos resultaba un serio problema, con lo que las ovejas y demás ganado tuvieron que extender su campo de acción, impulsando la desertización de la isla. Como las ovejas producían menos, los granjeros tuvieron la genial idea de aumentar la cantidad de ganado para mantener los beneficios, creando una espiral devastadora como un amor no correspondido. Para más inri, después de 40 años de verdor esmeralda, en 1890 Australia entró en una década de sequía despiadada e inmisericorde que acabó de destrozar el fino y débil manto fértil de la isla. En esa década se murieron la mitad de las ovejas del país (35 millones), pero los conejos de las narices sobrevivieron tan campantes.
A mediados del siglo XX se creyó encontrar una solución para la plaga conejil: se extendió por la isla un virus importado de Sudamérica, la mixomatosis, que resulta inocuo para todos los seres vivos menos para los conejos, que mueren en un 99,9%. El problema fue que los supervivientes (uno de cada mil) engendraron en pocos años una raza de superconejos inmunes a la mixomitosis. Hoy en día son más de 300 millones, y subiendo.
Aunque hay aguafiestas que dicen que los conejos se introdujeron en Australia vía Tasmania en 1788, nosotros preferimos quedarnos con la historia de Thomas Austin, mucho más aleccionadora e ilustrativa sobre la estupidez humana. Ya sabéis: no dejéis que la verdad estropee una buena historia.
[Para una versión más extensa, y mejor contada, de esta narración (y otras miles sobre el continente austral, a cual más divertida y rocambolesca), no dejen de agenciarse En las Antípodas, de Bill Bryson].

martes, 13 de enero de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café)[52]


Como en un juego de tablero, volvemos al punto de partida y, de nuevo, somos los últimos en llegar. Benito ha hecho un recuento de las subscripciones y nos anima a intentarlo con más ímpetu. Ahora empieza lo bueno, nos asegura. Y efectivamente, de regreso a mi reducto del pabellón A compruebo que el público ha aumentado considerablemente en número, y que la media de edad ha disminuido ligeramente, con un mayor número de profesionales y funcionariado mezclados con los jubilados de antes.
De pronto se arma un gran revuelo: una ola de gente se aproxima por el pasillo central, una marabunta humana hirviendo de flashes. En los stands se comenta que es alguien del gobierno autonómico que viene a inaugurar oficialmente el acto. Así que, oficialmente, la mañana ha sido una pérdida de tiempo.
El gentío pasa delante de mí, y sólo logro entrever unas coronillas iluminadas por las antorchas y los flashes. Se dirigen al salón de actos seguidos por cientos de curiosos, entre los que veo a Benito. Con el pabellón más tranquilo, y sin supervisión directa, decido darme otro paseo recreativo.
Recorro la zona de los aceites y los quesos, probando con gesto profesional y analítico toda muestra gratuita que se me pone a tiro. En una esquina se amontona la gente frente a un stand en el que sirven cañas rellenas de crema. Presiento que voy a ser un habitual de esta zona, iluso de mí. Me pongo en la cola, relamiéndome mientras una señora rellena las cañas en vivo y en directo ante un entusiasmado público al que sólo le falta aplaudir. Cuando me llega el turno de coger una caña, elijo justo la que mantiene en equilibrio la bandeja, que se desmorona en mitad del pasillo con una compleja cabriola. La señora de la manga pastelera me tranquiliza mientras recoge del suelo las cañas echadas a perder mientras yo le pido mil disculpas con mi caña en la mano. Queda en la moqueta una mancha indeleble y acartonada como una polución nocturna, y me alejo cabizbajo comiéndome mi caña. Nunca un dulce me ha sabido tan amargo.
Justo al lado, como para compensar, un stand de un grupo dietético. Mucho panfleto y ningún producto comestible, supongo que para no salir perdiendo en la odiosa comparación. Como centro de todo el montaje han colocado una aparatosa báscula, también gratuita, a la que la gente se sube con una risa nerviosa tras hacer una larga cola. Hay colas para todo. La báscula escupe un discreto papel con el peso, que sólo puede ver el interesado. A pesar de que la báscula mide el peso, no el volumen, todos, sin excepción, meten barriga al subirse en ella. Me limpio los restos de azúcar de la boca y sigo mi recorrido.
Llego a la zona divisoria entre los dos pabellones, un pasillo acristalado en cuyo centro, como si viviésemos en un mapa político, se puede apreciar un ligero cambio en el tono azul de la moqueta. Conteniendo la respiración atravieso la línea imaginaria y entro en el pabellón B. A primera vista, se percibe que en esta zona están los stands de las grandes marcas y corporaciones alimenticias. En vez de hilo musical se oye por megafonía el discurso del alcalde, que termina entre aplausos y da paso a la Consejera de Agricultura y Pesca, que hilvana una serie de lugares comunes sobre la magnificencia de los productos de nuestra nación. Veo de lejos a Damián, al margen de toda esta parafernalia, y me acerco sigilosamente para verlo en acción.
Su forma de proceder no tiene nada que ver con la mía. No hay en su gesto el menor rastro de ansiedad. Parece limitarse a informar a los transeúntes, como si un rumor bien fundado hubiese llegado por algún cauce oculto hasta sus oídos, y quisiera hacerles partícipes de él al mayor número de personas posible. Como un favor, sin compromisos. La gente se para a escucharle, presta atención a sus palabras, ¡incluso le hacen preguntas! Es cierto que después se van, pero Damián les entrega un folleto y se despiden con una sonrisa.
Me acerco un poco más para oír lo que les dice. Me interesa sobre todo su frase de apertura: “¿Le gusta a usted el vino?” Perfecta: es simple, casual, y distrae al posible cliente de la verdadera intención de la posterior arenga: que suelte dinero. Otro truco de prestidigitador. Dejo a Damián ultimando una venta y me dirijo a mi pabellón, para reposicionarme en mi atalaya. Por el camino decido probar la frase de apertura de Damián, pero en mí suena artificial y envarada, como si le estuviese insinuando a mi interlocutor que quizás sea un borracho.
El resto de la tarde me parece ahora una fracción de tiempo tan intranscendente que los científicos ni siquiera se han molestado en ponerle un nombre; sólo los restos del hastío y el dolor hormigueante de pies me recuerdan que la realidad ha sido otra. Estadísticamente hablando, la media de subscripciones ha estado en torno a las 5, con Ismael, uno de los comerciales, destacado con 11, y yo a la cola con 2 (una más o menos cerrada y un apalabramiento de última hora que fue más una disculpa amable que otra cosa). Damián, desconsolado con 8 subscripciones.
La mayoría del grupo se han ido a tomar una copa, pero yo me he excusado diciendo que estaba muy cansado y que me venía para casa a dormir. Con la cara de muerto reciente que tengo, todo el mundo ha dado la explicación por buena y nos hemos despedido hasta mañana.
Sólo queda una hora y media para eso, y no sé de dónde voy a sacar fuerzas y ganas para enfrentarme a otro día como el de ayer. Quisiera desaparecer y que mi cuerpo vacío se encargase de toda esta burocracia y mantenimiento. Pero las personas son como las casas: deshabitadas se derrumban antes.

domingo, 11 de enero de 2009

:cómo ser feliz


Cuándo: altas horas de la madrugada de un momento indeterminado de ese erial conocido como “los años 90”.
Dónde: la 2 o así.
Qué: en una de esas noches de insomnio que comúnmente me visitan, no se me ocurrió mejor remedio que sumergirme en una retransmisión televisiva del festival de Jazz de San Sebastián. Paréntesis: queridos donostiarras, ¿por qué se empeñan ustedes en llamar festival de JAZZ a esta verbena? ¿Qué tiene de jazz el señor Van Morrison, que no se pierde una? Con todos mis respetos por el amojamado norirlandés, que por cierto cada año se parece más a una castaña pilonga con gafas de sol, pero lo más parecido al jazz que grabó en su carrera debe ser el Astral Weeks, y de eso ya hace casi cuarenta años en los que parece empeñado en convertir el blues y el soul en una asignatura obligatoria de geriatría. ¿Por qué no Festival de la Pachanga de San Sebastián? ¿Tienen miedo de que se les llene el gallinero de perroflautas y manuchaos fumando tabaco aromatizado y haciendo “el botellón”? Que duda cabe de que el jazz, paradojas, queda más presentable y viste mejor a la hora de las subvenciones. Pero cuando la media de edad del aforo supera los 50 años, no les quepa duda de que algo están haciendo mal; y esto se lo digo ahora y cuando tenga 50.
Otro que no se perdía un bombardeo, y ya yendo al turrón, es el bueno de Bobby McFerrin. Ustedes, y yo, lo recordarán sobre todo por ese freaky-hit que fue el Don’t Worry be happy (ignoro si ese es el título, pero ya me entienden) cargado de una ironía, quiero creer, que no fue bien entendida en su momento. Ni falta que hace. Empalagoso como un bocadillo de tocinillo de cielo, el bueno de Bobby se prodigó y dejó querer por unos medios que se arrodillaban ante sus asombrosos registros vocales, que se merendaban octavas como Espinete unas magdalenas. Que su laringe fuera asombrosa no lo pongo en duda, pero que su obra sea un soberano muermo, carne del programa de Ramón Trecet, tampoco admite discusión.

Tras unos años desaparecido del circo mediático, supongo que indagando en las raíces de la música negra y de la cultura afroamericana, volvió para círculos más reducidos y “entendidos”. La suposición de las líneas anteriores se basa en el aspecto que el bueno de Bobby presentó en su reentré donostiarra: a sus clásicas gafitas de abuela se le sumaron unas trencitas, ropa de lino con filigranas africanas y pies descalzos, signos inequívocos de una espiritualidad a flor de piel y una erudición musicológica manifiesta y palpable. El bueno de Bobby shockeó al predispuesto público con sus malabarismos vocales, sus golpeteos en la nuez y sus gorgoritos chispeantes que subían y descendían escalas como Van Halen por el mástil de su Stratocaster. A un servidor, para que les voy a engañar, todo le sonaba a la sintonía de la serie de Bill Cosby, pero siempre he tenido vocación de aguafiestas.
A lo que iba: en un momento dado, el bueno de Bobby se baja del escenario, corriendo el riesgo de pisar una botella de Heineken rota o de ser arrollado por una multitud enfervorecida (estática y un poco ausente, pero enfervorecida a su modo). En un despliegue de imaginación y generosidad artística que sólo está a la altura de titanes como Moncho Borrajo, por poner un ejemplo, el bueno de Bobby se acercó a las vallas de protección y le preguntó a un privilegiado del público cómo se llamaba, para a continuación construir una de sus complejas e imbricadas arquitecturas sonoras usando como único paramento ese solitario vocablo (pongamos, por ejemplo, Concha, Secundino o Fernanda). Abrumador. Ríase usted de Stockhausen.
Como si la situación no fuese ya lo bastante bochornosa, en su tercera o cuarta variación, el bueno de Bobby se acerca a un despistadísimo y joven masculino y le hace la susodicha pregunta, what is your name o algo similar, a lo que el mozo responde, tan lleno de buena voluntad como de mal inglés: “¿Cómo?” Y el bueno de Bobby (que en inglés debe significar “besugo”), creyendo que el mozo se llamaba Como, construye una nueva e improvisada catedral sónica a base de “comos” en octavas ascendentes y descendentes, pasando del registro de Tom Waits al de María Callas sin despeinarse, mientras un servidor se meaba de la risa en su casa y daba la velada por buena.
Estoy seguro de que todo este despropósito podría servir como metáfora ilustrativa de algo; pero para mí es, simple y llanamente, la imagen que primero me viene a la cabeza cuando oigo la expresión “vergüenza ajena”. Aunque estoy seguro de que al bueno de Bobby no lo preocupó lo más mínimo y siguió siendo feliz (lo siento, tenía que terminar así).

sábado, 10 de enero de 2009

:flatulentos anónimos

Dando un paseo nocturno por las calles de Espantajería D.C. me pilló un chaparrón traicionero y me refugié raudo en una de esas cafeterías que combinan un pretendido clasicismo con las nuevas tecnologías (o sea, wifi y camareros con pajarita). Ya acomodado en un rincón y con un descafeinado y un vasito del agua en mi mesa, me llamó la atención un sesentón carcajeándose sobre su diminuto portátil. Cualquiera que me conozca sabe de mi curiosidad connatural y mi desparpajo para las relaciones sociales, y no le extrañará que mi siguiente paso fuera aproximarme al simpático sexagenario, invitarle a otra caña y charlar un rato con él. Lo que sigue a continuación es un extracto, editado y muy recortado, de la hora que nos pasamos conversando y que un servidor grabó en su cámara de fotos(!).
T.: ¿Algo divertido por el Google Earth?
N.F.: No, leyendo comentarios en mi blog.
T.: ¿Así que tiene usted un blog?
N.F.: Pues sí, ¿por qué le extraña?
T.: No sé, la mayoría de la gente que, como usted, ha vivido el 99% de su vida en el siglo veinte, suele tenerle cierta animadversión a las computadoras, optando por dedicarse a actividades más típicas de su edad y era geológica: caza mayor, batir mantequilla, jugar al tejo… ese tipo de cosas.
N.F.: Pues debo de ser una rara avis, pues llevo dos blogs, uno a mi nombre y otro con pseudónimo. En el primero nunca digo nada de lo que pienso, porque sé que lo lee mi mujer, mis hijos, mis nietos y mis amigos. Es, pues, otro blog flácido e insípido, intercambiable e inofensivo. La mayoría de las entradas tratan sobre mi trabajo (la bollería industrial), mi hobby (las reproducciones de frutas en cera) o sobre las reuniones familiares. La mitad de las visitas a mi perfil son mías, lo que resulta más patético que hacerse pajas a los setenta, otra de mis aficiones.
El segundo blog, además de anónimo es clandestino: no encontrará en él la referencia a ninguna figura popular ni a ningún movimiento social reconocible… no posee links ni está linkado a ningún otro espacio, por lo que uno sólo puede encontrarlo si lo busca, y nadie lo busca porque nadie sabe que existe. Nunca visito mi perfil, así que no sé cuantas personas han llegado a entrar. Me extrañaría que hubiese alguna.
T.: ¿Sobre qué trata este blog?
N.F.: En este superego cibernético me limito a verter mis excreciones: sólidas, líquidas y gaseosas, incluyendo mis pensamientos en el tercer apartado. Es un fiel reflejo de todo lo que expelo.
T.: Curioso que equipare sus pensamientos a sus pedos.
N.F.: No existe tanta diferencia como uno pudiera, o quisiera, creer. Ambos nos convierten en sospechosos frente a los demás.
Pero yo no soy un pensador, soy un hombre de actos y cagadas contundentes. Mi apartado preferido es el llamado “Vinieron de dentro de…”, un álbum fotográfico de mis deposiciones sólidas. De mis cagallones.
T.: ¿De dónde viene todo ese interés por la escatología?
N.F.: Eso es tan absurdo como si yo le pregunto de dónde viene toda su estulticia. Pero aún así, creo que puedo responderle: hay dos acontecimientos que marcaron mi educación sentimental: por un lado, la senilidad prematura de mi abuelo materno; toda su humanidad se vio reducida de la noche a la mañana a unos pañales de adulto y una mente enquistada en algún momento de la década de 1910. Entonces comprendí el terrible dualismo de intestinos-mente en el que estamos atrapados. Es difícil que ambas mitades funcionen bien. Ni se imagina cuantos grandes pensadores estreñidos nos contemplan desde la historia. Desde Tales a Wittgenstein, pasando por San Agustín, Virginia Wolf, Kant y un largísimo etc. Desconfíe usted de los que van con regularidad al baño.
T.: ¿Como usted?
N.F.: Como yo.
T.: ¿Cuál fue el segundo acontecimiento?
N.F.: Un crecimiento tardío. Hasta los 17 años yo apenas medía un metro cincuenta. Pero entonces, en apenas once meses, crecí 16 centímetros. Me pasé esos once meses en cama, atacado por fuertes fiebres y unos dolores terribles en las articulaciones. Casi podía sentir como mis huesos crecían, tensando la carne como la cuerda de un arco. De ese año recuerdo el olor a orina y sudor, y otro olor indescriptible, que nunca más he vuelto a oler y que yo identifico con el olor de un cuerpo mutando. En ese año, por lo demás, no tuve ni un solo pensamiento.
T.: Creo que no acabo de entender su tesis.
N.F.: Lo contrario me llenaría de inquietud.
T.: ¿Cuál es su modus operandi?
N.F.: Mi trabajo intelectual se estructura en función de mis movimientos fisiológicos. Por ejemplo, la mayoría de las tonterías que escribo las escribo, mentalmente, a las 7 de la mañana, después de echar el pis matutino. Escribiría mejor si tuviese más memoria, pero escribiría menos si tuviese la vejiga más grande. El cuerpo acaba compensándose.
T.: Y por supuesto, no nos va a facilitar la dirección de su blog.
N.F.: Por supuesto.

:amiguito que dios te bendiga

Nuestro querido reportero del flequillo enhiesto está hoy de cumpleaños. Nos referimos, claro está, al Tintín dibujado, no al Pee Wee oxigenado de la foto de aquí al lado. Telediarios y dominicales entrarán en materia cargados de topicos y sonrisas nostálgicas (como siempre que tocan el tema viñetil) ; aquí sólo les queremos recordar que tal día como hoy, hace 80 años, se publicaron las primeras páginas de Tintín en el país de los Soviets, la primera de sus muchas aventuras políticamente incorrectas (para nuestros pacatos tiempos: eran días postcoloniales, donde los negros eran semisalvajes que, como máximo, podían llegar a criado [ver foto], nunca a presidentes de los U.S.A.). Lo que nunca ha cambiado, lo midamos con el rasero que lo midamos, es la capacidad de entretenimiento salvaje y aventura desenfrenada que esta colección de dibujos ofrecía. La capacidad de maravillar del reportero belga y sus compinches ha permanecido intanta todas estas décadas. Regalen tintines, roben tintines si es necesario... pero lean tintines, por dios.

domingo, 4 de enero de 2009

:víctor y victoria

Una de las fotos de Neil Gaiman (si los prólogos y prefacios se pagan bien, este tipo tiene que estar entre las 4 fortunas más grandes de Europa por cojones) de la boda de Alan Moore (con barba y bastón) y Melinda Gebbie (con gafas y ramo de flores) en mayo de 2007. Uno podría pensar, por las vestimentas y la ignorancia activa de ambos concelebrantes de una estética contemporánea, que están en plena era Victoriana (de hecho, estoy convencido de que Alan y señora viven en un viaje mental distópico donde aún no se ha inventado a Superman y la gente se fabrica su propio jabón), sino fuera porque antaño no existían las cámaras digitales, y por esos aguafiestas que se empeñan en fastidiarnos las fantasías: en este caso, el tipo de la mochila y las bambas. ¡Ay, maldita realidad!, ¿por qué eres tan puta? Pero la realidad es que estos dos adanes son los autores de la pornográfica (con estilo) Lost Girls. Cómo dos personas tan destrempantes pueden plantearse siquiera realizar una obra pornográfica sólo puede ser real como la vida misma.