jueves, 24 de marzo de 2011

:Holocausto en Tijuana

Burlarse de los famosos/poderosos es tan antiguo como el propio ser humano. Carnavaladas y bufones los ha habido, con más o menos gracia, desde siempre. Obras satíricas, chirigotas, apócrifos heréticos... reírnos de nosotros mismos usando al famoso como espejo deformante.

Esto, en el cine, ha derivado en dos propuestas muy interesantes, cada una a su nivel: las spoof movies, y las porn parodies. La primera, con ejemplos tan brillantes como los perpetrados por ese trío de chalados de Zucker-Abrahams-Zucker, o el genial Mel Brooks, donde deconstruyen el cine en toda su extensión, es decir, no sólo la narración y la semántica, sino el propio hecho de ver el cine, introduciendo metarreferencias con la alegría del inconsciente, sabiendo que el espectador será consciente. Las porn parodies, por otro lado, reúnen en un mismo producto dos pulsiones que más de un poder pretende considerar antitéticos, pero que se llevan la mar de bien: sexo y risa. Ver al emperador follando, y ponerse bravo, hace que el cerebro y nuestras glándulas más primarias trabajen al mismo tiempo, bombeando ideas y fluídos al unísono, referencias pop que de pronto pierden toda su inocencia preadolescente y se cohagulan cual bukake.

Dentro del mundo del cómic, y valiéndose de su propio lenguaje, sus propias formas y su propio star-system, nos encontramos en la primera mitad del siglo pasado con las Tijuana Bibles. Éstos eran pequeños cuadernillos de autor anónimo que recreaban, con mayor o menor mimetismo en el trazo, aventuras de índole sexual de celebridades del tebeo, vendidas de forma clandestina, al violar los evidentes derechos de autor gestionados férreamente por los syndicates, y de paso las normas de la decencia.

Estos modestos panfletos, además de por su valor histórico y coyuntural, son reverenciados como una de las mayores influencias del cómix underground: distribución alternativa, transgresión moral, acabado rudo y amateur, autoconsciencia (venían siendo un postmodernismo avant la lettre)...

Johnny Ryan, hijo bastardo del underground más punk, en su obra The Comic Book Holocaust parece puentear a sus progenitores para beber directamente de la sabia del abuelo: las Tijuana Bibles. En esta obra puramente satírica Ryan se alimenta y se sirve sólo de cómic, de su historia, de sus autores, de sus personajes emblema, de sus convenciones: usa el cómic para reírse del cómic, de la misma forma que las spoof movies usaban el material fílmico como base de sus chistes. Estos “Spoof comics”, por así llamarlos, no son algo nuevo: ahí está el emblemático Superduperman de Mad, o la línea What the--!? de Marvel. La novedad de Ryan está, en primer lugar, en el tono, con una falta absoluta de medida y de filtro. Todo vale: depravación sexual y surrealismo escatológico son la norma. Y en segundo lugar, al modo sistemático en que ataca al mundo del cómic, que dibide en cuatro partes: tiras clásicas, superheroes, cómic alternativo y cómic juvenil.

Como en las Tijuana Bibles, aquí sentimos el placer casi culpable de ver a algunos de nuestros ídolos haciendo guarrerías, cayendo en las simas de los instintos más básicos; pero claro, los tiempos han cambiado y Ryan no se contenta con mostrar a Popeye con una erección, sino que transgrede todas las normas morales, buscando los límites de lo que uno “puede” reírse.

Supongo que a ese respecto la medalla de oro (la de plata es el chiste sobre el cáncer de Harvey Pekar) se la lleva la parodia de la obra de Debbie Drechsler, donde Ryan se chotea, ojo, de los abusos sexuales que la autora sufrió siendo niña por parte de su padre, y que ésta relataba en su cómic autobiográfico La muñequita de papá. Sí, dicho así puede parecer que Jonnhy Ryan es un auténtico desalmado hijo de puta, y tampoco digo que no; pero no se ríe directamente de Debbie Drechsler, se ríe de la impostura de narrar tus propios abusos con una forma relamida y consensuadamente aceptada. Si tú mismo sacas a relucir tus miserias mediante un sistema narrativo artísticamente meditado, parece decir Ryan, yo puedo reírme de ello. Lo que para Drechsler seguramente supuso una cartarsis personal, Ryan lo convierte en una catarsis artística: Ryan es el mártir perfecto, un kamikaze rabioso que se autoinmola por una noble causa: dejar en evidencia todo manierismo, todo retruécano, toda convención asumida. Y lo hace mediante exabruptos de una sola página, con un acabado libre, sucio, rápido, como apuntes en los que no se molesta ni en disimular los tachones.

El título, The Comic Book Holocaust, además de una brillante boutade, puede entenderse como un juego con la idea de lo inasumible, mediante ese encuentro entre dos términos antitéticos: Holocausto y Comic Book. No Graphic Novel: Comic Book. Con Maus ya sabemos que se puede tratar el tema en viñetas de forma grave y seria, sin caer en el maniqueismo ni en la simplificación. Pero un Comic sobre el Holocausto, un tebeo sobre el Holocausto... eso es otro cantar. Por nuestra experiencia (el affaire judicial de Hitler=SS) intuímos que todavía hay temas sagrados, figuras que, cual Mahoma, no pueden ser representadas gráficamente, y menos para hacer un chascarrillo. En la contraportada del cómic, bajo esa nube de humo negro que sale de los hornos crematorios, nos saluda el cerdo Porky, dándonos a entender que debemos tomarnos lo que hay entre medias, entre la grave portada y la cachonda contraportada, como una gran broma. Ese oxímoron nos remite, de nuevo, a las propias Tijuana Bibles, donde se unía en un mismo título una ciudad famosa por su libertinaje y las sagradas escrituras.

lunes, 14 de marzo de 2011

viernes, 11 de marzo de 2011

:miedo


Ya se habló aquí en su momento de la experiencia A serbian film, una cosita bastante pacata y con un tremendismo muy adolescente. Una peliculita inocua que no debería de pasar de los círculos de connoisseurs, pero que "gracias" a las denuncias se convertirá en film de culto y éxito de descargas. Se siente.
Después del (bochornoso) debate mediático de hace unos meses, que también comentamos aquí, ahora se lleva a los juzgados. De traca.
Sinceramente, no se me ocurre nada más que añadir sobre el tema que no hayan dicho ya, y mucho mejor, analistas del calibre de Jordi Costa o Jesús Palacios. Enlazado a sus nombres podrán leer sus interesantes reflexiones (las de Palacios, al final de su repontaje).
Lo dicho: si tienen unos minutos, lean, reflexionen, piensen. Y piensen lo que les de la gana, mientras no nos lo prohíban.

domingo, 6 de marzo de 2011

:BodyWorld, de Dash Shaw.

Tras leer en su momento The Mother's Mouth, servidor, al menos, no se imaginaba cuánto y cuan rápido iba a evolucionar su creador, Dash Shaw. Aquella era una obra primeriza (el muchacho tenía poco más de veinte años cuando la hizo), llena de ideas narrativas, llena de energía, pero todavía renqueante en cuanto a historia.

Su siguiente obra ya era grande, a pesar de que todavía estaba confeccionada por un jovenzuelo de veintipocos años. Ombligo sin fondo era descomunal en tamaño y ambición. Los hallazgos narrativos fluyen con total naturalidad, como apuntes a vuelapluma, como si el señor Shaw se estuviese inventando sobre la marcha un nuevo lenguaje, con su propio vocabulario, su propia sintaxis y su propia gramática. Quizás -quizás- no estaba inventando nada nuevo, pero sí tenía la suficiente sabiduría, o instinto, como para engarzar todos esos recursos que estaban y están flotando en el aire desde hace unos años, en un discurso que sí parece estar inventándolo todo. Leyendo a Shaw uno siente la excitación que debieron de sentir los coetáneos de los pioneros de hace un siglo. Para aquellos todo parecía posible porque la tinta de las normas inviolables todavía no se había secado del todo. Shaw parece desconocer la existencia de esas normas, pero lo grande de su obra es que no sólo sabemos que conoce las normas, sino que sabemos que las domina. Y aún así, trabaja como si nadie hubiese hecho un cómic antes que él.

¿Cómo saber si algo es una anomalía o el comienzo de una nueva corriente, el punto de partida de una nueva vía expresiva? Esa autopista de ocho carriles en que se ha convertido la obra de Chris Ware, comenzó como un pequeño sendero que uno no sabía si acabaría cubierto por la maleza con las próximas lluvias. Ese sendero que desbrozó Chris Ware con sus propias manos no sólo se ha convertido en moda estética o narrativa, se ha convertido en influencia casi ineludible (uno intuye que los que lo evitan, lo hacen de forma consciente; es decir: crean en el hueco que deja Ware). La juventud de Shaw, unido a su inmenso talento, aquí le ha venido de perlas: la influencia de Ware es absorvida sin imposturas, sin un distanciamiento irónico. Shaw bebe la obra de Ware, pero en su estómago se mezcla con los demás brebajes que lo alimentan: manga, cómic europeo, underground, Kirby... Es decir: TODO lo que en el cómic ha sido. Y a eso hay que añadir cartografía, manuales de instrucciones, videojuegos y cualquier otra manifestación humana de naturaleza gráfica. Que el resultado sea un prodigio formal de apasionante e hipnótica lectura en lugar de una papilla intragable, sólo se debe al talento de Shaw.

En Ombligo sin fondo desmenuzaba las relaciones familiares hasta dejar el hueso límpio y bien a la vista. Con su siguiente obra larga -excusa de este texto-, BodyWorld, Shaw extiende su mirada y su análisis hasta incluir a toda una estructura social, aquí ejemplificada en la imaginaria y futurista ciudad de Boney Borough. Esta ciudad ideal funciona como un superorganismo, un cuerpo en el cual cada elemento trabaja por el bien del conjunto. Este es el principal tema que trata la obra: la lucha entre el individuo y la colectividad.

Este aparente equilibrio se rompe con la llegada de un elemento foráneo, un virus que es inoculado en el BodyWorld. El doctor Paulie Panther, una expecie de biólogo gonzo experto en drogas (sobre todo en consumirlas para catar los efectos en primera persona), llega desde New York atraído por las noticias de una planta desconocida que crece en la zona. Su irrupción en el mundo académico de Boney Borough hace que todas las relaciones y dinámicas establecidas sean replanteadas. Es decir, que es llegar él y que se joda el asunto.

La planta (de misterioso origen), una vez deshidratada y fumada, produce un efecto de empatía tal, que llega a unir psíquicamente a los que la consumen. Este efecto, paradógicamente, deshilvana ese idílico tejido social de trama casi matemática. Un mapa desplegable que acompaña la edición del cómic nos sitúa cartográficamente en un lugar preciso en cada momento. Es decir, el mapa es un documento espacial detallado, y el cómic un glosario temporal igualmente preciso. Juntos conforman un sistema de coordenadas, una red espacio-temporal de la que los personajes -y por extensión el lector- no pueden salir. La rigurosa composición de página así lo corrobora, una pauta firme y homogénea como un metrónomo, una cuadrícula de meridianos y paralelos que cartografían este BodyWorld. Todo eso se rompe en los capítulos finales, donde la estructura social tocada se manifiesta en la ruptura del patrón de diseño de página.

La edición (magnífica) también tiene su historia. La obra nació como webcómic, lo que supone unas formas y unos modos difíciles de trasladar a un libro encuadernado. La experiencia, que en origen era una tira vertical que uno leía a base de scroll (curioso que las formas “modernas” vuelvan al antediluviano libro en rollo, anterior a la encuadernación), en libro se ha intentado simular con una encuadernación apaisada pero en vertical; es decir, cada página está encima de la posterior, no al lado. El invento, a parte de ser un poco incómodo de manipular, funciona como remedo de la lectura electrónica mientras el patrón compositivo es estable en su 3x4; pero en el capítulo final, con esa panorámica vertical de la ciudad de New York que aquí es dividida, y cortada, en varias páginas, pues uno se queda un poco a medias. Vaya, que el invento podía haber quedado más apañado. Quizás unas páginas desplegables, como en el final de Ronin, no sé. En cualquier caso, minucias, ganas de poner peros a una obra monumental.

Por lo dicho, un lector que todavía no se haya enfrentado a su lectura podría pensar que es un soberano coñazo. Nada más lejos. BodyWorld es una lectura intensa, pero también amena y divertida, por momentos casi hilarante, con una mezcla de tonos y registros pocas veces visto en el cómic occidental (sí en el manga). Aquí hay culebrón estudiantil a lo Archie, paranoia drogata a lo Hunter S. Thompson, locura Philipdickiana, y ese extrañamiento del medio oeste americano que tan bien ha retratado Lynch. Hay deportes inventados, hay peleas patéticas, hay lecciones de diseño, hay sexo adolescente... Y todo plasmado con un dibujo feísta que, paradógicamente, da forma a algunas de las páginas más hermosas que he visto últimamente, que queman la retina con una paleta de colores inéditos, como de otro mundo.

No sé a dónde llegará Dash Shaw en su carrera, pero si mantiene este nivel de experimentación, inquietud y excelencia, podemos estar ante uno de los grandes, de los que marcan una época. No lo lean en las enciclopedias dentro de veinte años, léanlo a él. Aquí y ahora.