miércoles, 24 de agosto de 2011

:en busca de la trama perfecta

Como guionista, o al menos como analista de guiones (analista por cuenta propia, no remunerado), tengo una especial predilección por las películas con recursos narrativos limitados: pocos personajes y un escenario reducido. Cuanto menos, mejor. Mejor, se entiende, si la cosa funciona.

Me encanta disfrutar de películas en que un par de personajes mantienen un tour de force en una sola localización, un guión bien ensamblado, bien engarzado, unas buenas interpretaciones... y no necesito nada más. De hecho, según el humor que tenga ese día, lo demás hasta me puede sobrar.

No abundan este tipo de películas (supongo que la más paradigmática, para que me entiendan, sería La huella), y que sean realmente buenas, que logren mantener el artificio en pie durante todo el metraje sin hacer trampas, son realmente escasas.

La mayoría suelen ser de suspense, thrillers donde la búsqueda de respuestas por parte del espectador hace que la trama enganche y el interés no decaiga. Pero mantener las respuestas ocultas hasta el último momento sin que uno se lo huela o sin que sean descabelladas, no es sencillo. Pienso en Wrecked, donde un Adrien Brody sustenta toda la trama: un tipo accidentado, amnésico en mitad de un bosque, un par de cadáveres en el asiento de atrás del coche, una radio que habla de un atraco, un perro para que Adrien tenga alguien con quien hablar, y poco más... hasta que unos flashbacks hacia el final nos aclaran que había ocurrido antes del accidente. La pregunta que yo me hago es, no qué pasó antes del accidente, sino: ¿por qué el amnésico lo recuerda justo ahora? La respuesta complicada: ni puta idea. La respuesta sencilla: porque quedan cinco minutos para que acabe la película y necesitamos un clímax. Un deus ex machina en toda regla. No es una pena, porque el resto de la película tampoco es gran cosa. Ustedes deciden.

The Perfect Host me atrajo por su cartel y porque lo protagoniza un actor por el que siento debilidad, David Hyde Pierce. Me entero un poco de qué va, lo justo, no quiero saber demasiado, y me lanzo a por ella: un par de tipos en una casa, el dueño y un ladrón en fuga. Pinta bien: ¿un Funny Games a la inversa? La cosa tiene un poco de trampa: flashbacks aclarando detalles del pasado (en este tipo de películas, los flashbacks me parecen un poco tramposos, un poco como tomar atajos; soy así de purista), un comienzo y un final fuera de la casa, personajes secundarios que son mero atrezzo... pero bueno, podemos decir que básicamente hay dos antagonistas y un par de secundarios, y que tres cuartas partes del metraje están concentrados en una casa. El principio es potente, el desarrollo trae consigo giros más o menos inesperados (a mí personalmente me interesaba más lo que parecía apuntarse en el inicio), jugando con todas las permutaciones posibles de luchas de poder... pero el tramo final, practicamente el tercer acto, me resulta demasiado rocambolesto, demasiado rizar el rizo. Los flashbacks, de nuevo, me sobran, pero ya les digo que esto es algo personal.

La película, pese a todos estos peros, me parece más que disfrutable. Tiene momentos de guión muy buenos, una interpretación de David Hyde Pierce memorable, y en general se gana al espectador con su abundante humor negro y su modesta puesta en escena, a medio camino entre lo indie y la tv-movie. No esperen una gran revelación estética, pero sí una horita y media entretenida.

viernes, 19 de agosto de 2011

:un paquete de clavos


Viajo en el tiempo con mis pecados. Primero me confieso: invento sobre la marcha faltas que no he cometido, y que después cometo al pie de la letra. Viajo al pasado a través de los pecados que ya he purgado, ya he redimido, a través de mis faltas que ya han sido perdonadas. Rezo lo que el Padre me ha ordenado rezar, medito sobre lo que él me ha pedido que medite. Todos mis pecados son perdonados menos uno: la mentira. Le miento porque mis faltas todavía no han sido cometidas. Serán cometidas después; es decir: antes.

Le cuento al Padre como robo un paquete de clavos en la ferretería. Me pregunta por qué lo hago, qué necesidad tengo yo de los clavos, como si la necesidad fuese un atenuante. Yo me muestro soberbio: no tengo ninguna necesidad de robar los clavos, no tengo ningún motivo para querer tenerlos. Pero le cuento como escondo el paquete de papel marrón en mi mano, el peso metálico en mi bolsillo, descuadrándome la cintura del pantalón. Le cuento como simulo curiosear en la sección de pesca y le pregunto al ferretero por unas cucharillas para pescar truchas. El precio se me va del presupuesto, le digo, y lo recalco con un golpe en los bolsillos, tentando mi suerte al atraer su atención hacia el bulto de mi pantalón. No parece sospechar nada: uso saludos arcaizantes y frases llenas de barroquismos, bolutas y adornos, por lo que me cree lo suficientemente educado como para no robar en su tienda. No sabe exactamente quién soy: cree que soy el hijo de mi tía, el hijo de la hermana de mi madre. Me recreo un rato en los carretes de sedales y me marcho cuando entran un par de paisanos que más que a comprar pasan a charlar.

Me voy hasta el río, justo a antes de los rápidos, donde el caudal se ensancha calmo como un animal aguantando la respiración. Zapateros rompen la telilla verde del agua. Abro el paquete de clavos cerrado con un lazo de tremilla. Desenvuelvo el papel doble y cojo uno de los clavos en la mano, con su punta piramidal, las ondulaciones del metal, la cabeza con las muescas cuadriculadas. Lo tiro al agua con un pequeño chapoteo, sólo una gota que salta donde cae el clavo, y después las ondas extendiendose por la superficie del río. El clavo se hunde en el agua y llega hasta el fondo de limo fino, tamizado, y levanta una pequeña boluta de polvo. Tiro todos los clavos, uno a uno, hasta que mucho tiempo después, el paquete está vacío. Hago una bola con el papel, lo ato cuidadosamente con la tremilla y lo entierro debajo del musgo, entre las raices llenas de insectos negros y brillantes solo cuando les da la luz.

Cumplo la penitencia que me ordena el Padre y voy hasta la ferretería. Al fondo del pasillo de las herramientas me acuclillo y cojo un paquete de clavos de la balda más baja y me lo guardo en el bolsillo. Le pregunto al ferretero sobre las cucharillas para pescar truchas y me explica pacientemente los tipos, los modelos, las variedades y los precios. Con una mueca, un chasquido de la lengua y un gesto de tocarme los bolsillos, le digo que el precio se escapa un poco de mi presupuesto. El ferretero me pregunta si por el contrario tengo pensado pagar eso que llevo en el bolsillo. Me pongo rojo como un tomate, saco el paquete de clavos del bolsillo y lo dejo sobre el mostrador. No soy capaz de mirarle a la cara mientras salgo de la ferretería, en silencio.

Desde entonces, nada a vuelto a ser igual. Lo advierte bien claro en mi Manual de viajes en el tiempo: nunca cambies el pasado.


jueves, 18 de agosto de 2011

:no nos confiemos

Pequeños contratiempos aleatorios, no mortales por necesidad (aunque puedan llegar a serlo), solo para ponérnoslo un poco difícil, para que no nos confiemos. Unos hierros saliendo de aquí y allá en las aceras, hierros que normalmente forman parte de la estructura interna del hormigón, pero que de pronto salen hacia afuera, como hiervas que crecen en una grieta del pavimento.

No están afilados, y se van oxidando con el tiempo; no hay una premeditación ni un ensañamiento en su naturaleza.

Puedes tropezar en ellos si vas despistado, o clavártelos si tropiezas antes y te caes encima. Pueden darse casos de heridas sin importancia, pero habrá heridos de gravedad. Morirá gente; no la suficiente como para que se convierta en un problema candente, un tema de debate en el Congreso; pero sí un tema para comentar por la calle, o en las noticias, de relleno, en el apartado de sucesos.

Nadie se plantea cortar los hierros, o doblarlos, o taparlos con algo para que sean un objeto romo e inofensivo. Simplemente están.