martes, 31 de marzo de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [59]

Sigo haciendo subscripciones a buen ritmo. Casi me entristece que se esté acercando la hora del cierre. La repiten por megafonía cada quince minutos, como si ningún empleado quisiese quedarse un solo minuto más de lo pactado; y también que autobuses fletados especialmente salen desde la puerta norte hasta el centro debido al temporal. Una empresa de conservas, que lleva dos días repartiendo paraguas encartables con su logo impreso ante la indiferencia e incredulidad del público, se ven ahora desbordados. Las azafatas reparten paraguas a dos manos, riendo histéricas ante la avalancha humana que las cerca contra el stand.
Entre este caos mis consignas podrían parecer fuera de lugar y extemporáneas, pero la tarjeta no sólo me ha envalentonado, también me ha inoculado de cualquier brote de sentido del ridículo. Abordo a los transeúntes de dos en dos, y consigo un puñado más de subscripciones. El fajo de resguardos me abulta en el bolsillo interior de la chaqueta como una erección.
Cuando queda una hora para el cierre veo aparecer a Benito seguido de media trouppe. Me quito disimuladamente la tarjeta de la solapa y la sustituyo por la mía. Benito, ya resignado al fracaso, nos dice que lo dejemos y que nos tomemos unas copas. Antes, recuento final. Le entrego mi fajo recién contado y le digo, con orgullo mal contenido, dieciséis. Apunta el ordinal en una libretita, sin el menor gesto de admiración, y sigue con los demás. Se nos une el resto, Damián entre ellos.
Nos quitamos las corbatas y nos paseamos por la zona de los vinos. Bebemos a toda prisa, sin coartadas culturales; el tiempo se nos echa encima. Facciones sensatas se internan en el área de comestibles para contrarrestar el pelotazo alcohólico; la mayoría, sin embargo, viendo que los comerciales empiezan a recoger el género, seguimos bebiendo con redoblada intensidad. Al final, para no perder el tiempo, los comerciales nos regalan directamente las botellas mediadas, que bajamos a base de lingotazos mientras nos conducimos renqueantes por los pasillos enmoquetados.
Mejor que todos los reservas nos entra un fresquito y burbujeante tinto de verano de tirador. Hacemos constar el hecho y no nos queda más remedio que tomárnoslo con filosofía y reírnos. Todo el mundo está borracho, pero ahora ya no me parece un espectáculo lamentable ni un comportamiento odioso, sino parte encantadora de nuestra idiosincrasia. El hecho de que cientos de personas altamente alcoholizadas se dispongan a coger sus vehículos motorizado no se me antoja en absoluto una irresponsabilidad, sino una muestra de camaradería entre ciudadanos y autoridades. En las puertas, resguardados del temporal, unos adolescentes se están liando unos canutos. A cambio de un par de botellas semillenas nos invitan a unas caladas y Damián aprovecha para robarles un par de cogollos turgentes y pegajosos.
Hemos perdido por completo los papeles. Aprovechamos un despiste de unos operarios para robar unas botellas de aspecto caro de unos expositores. Los focos que las han iluminado estos tres días han templado el vino, y probablemente lo han estropeado para un paladar adiestrado y exigente; por suerte, los nuestros no son de esos y nos bebemos el vino caliente como si la vida nos fuera en ello, entre carcajadas, babas y manchas indelebles.
Apagan el hilo musical. Un ejército de empleados de la limpieza comienza a barrer las montañas de desperdicios con una línea de escobas que se extiende desde un extremo a otro del pabellón. Los despistados y rezagados nos vemos obligados a recular, en contra de nuestra voluntad, hasta las puertas, y a través de ellas, al exterior sacudido por ráfagas de lluvia y viento. Nos resguardamos tras un saliente y, casi por señas, convenimos en seguir con la fiesta. Nos dividimos en tres grupos y corremos hasta los coches, tarea nada sencilla aunque a priori pueda parecerlo. En las cuatro esquinas del parking se acumulan cientos de paraguas rotos con el logo estampado de la empresa de conservas.

:paradoja

No soy mucho de colgar aquí los chistes diarios del señor Entrialgo, más que nada porque los tienen enlazados aquí al lado para solaz de grandes y chicos. Pero el de ayer me parece tan impepinable que no pude evitar la tentación. Ahí queda eso.

:willkommen #6


martes, 24 de marzo de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [58]

Desde el pasillo acristalado que une los dos pabellones vemos que el cielo se ha cubierto de nubes negras y el viento agita los árboles espasmódicamente, con tanta fuerza que las ramas golpean el suelo en cada bamboleo. Ismael dice que ha aparcado debajo de un árbol y sale corriendo a cambiarlo de sitio. Bárbara, la cuarta comercial, una chica con ojos de vaca y labios como del revés, el de arriba abajo y el de abajo arriba, se me acerca de improviso y me pregunta si he traído coche. Yo le contesto que no, que vengo en el de Damián, y lo señalo aún sabiendo que ella ya sabe quién es. Me pregunta si tenemos inconveniente en acercarla luego hasta el centro, y yo le digo que por mi parte no, pero que debería preguntarle a Damián, y ella me da las gracias. Sin más.
Comemos en un rincón supuestamente cubano, aunque todos los camareros son españoles y sólo sirven perritos calientes y pizzas congeladas. Eso sí, se congratulan en una enorme pancarta de tener los mejores mojitos del mundo, aunque en realidad es un sucedáneo preparado al que sólo hay que añadirle hielo y que no sabe ni por asomo a mojito. Leo en la etiqueta de la botella “Remojito” y me entra un ataque de risa que se contagia a toda la mesa. Nos pasamos cinco minutos llorando entre carcajadas y espasmos, ante la mirada curiosa y cómplice de los transeúntes. Me giro hacia Rafaela, que se ríe sin ambages, olvidando taparse la mella de los dientes. Ese instante de vulnerabilidad, de desnudez, me resulta insoportablemente excitante, y no sólo porque la mella sea un evidente símbolo vaginal. Llevo tanto sin follar que me cuesta distinguir el simple deseo sexual de algo más que el simple deseo sexual, llámese como se quiera. Pero no, sólo es deseo.
Ismael nos encuentra cuando ya estamos a punto de irnos. Jota le comenta algo en voz baja. Parece que han hecho buenas migas. Los dos tienen las cejas depiladas exactamente igual, como dos paréntesis enmarcando el entrecejo, que les confiere una expresión entre la sorpresa y el estreñimiento. Jota se ha presentado hoy sin corbata, un detalle que a mí me restaría profesionalidad, pero que a él le da un aire entre camaradería y picardía que, supongo, se adapta bien a la situación. ¿Siento envidia? Esto debe de ser un brote de esa mutación del Síndrome de Estocolmo conocida como “Fidelidad a la empresa”. Afortunadamente, es mi último día.
La tarde se pasa rápida, puntuada por acontecimientos inesperados. Primero, arrecia el temporal. El viento y la lluvia golpeando en ráfagas los laterales del edificio son audibles por encima del hilo musical y el ruido ambiente. La gente ríe nerviosa, con una espectación infantil. Algunos vuelven del parking empapados, silbando respetuosos. Veo a Rafaela a lo lejos, en mi pabellón. No sé a que ha venido hasta aquí, pero me la quedo mirando un buen rato esperando a que nuestras miradas se crucen. Aborda a un par de transeúntes y se vuelve a ir.
Benito me pregunta a media tarde cómo va la jornada. Le cuento más o menos la verdad, pero ya no parece ni enfadado, ni estresado, ni decepcionado. De hecho recibe las pobres cifras con resignada entereza. No dice nada, me da una palmada en el hombro y desaparece entre la multitud. Poco después, volviendo de los baños, me encuentro una tarjeta tirada en el suelo. La recojo y veo que es de un tal D. Emilio G. R.: está impresa en burdeos, el color de los profesionales (las nuestras, como las de los visitantes, son azul celeste). La cambio por la mía y pruebo la diferencia, evidente desde el primer momento: la gente sigue mirándome a la solapa, pero percibo un cambio en sus gestos; ahora me escuchan con atención casi reverencial, como una tasa a pagar por la pitanza gratuita. El color burdeos, tan apropiado a la situación, más el “Don” que acompaña al “Emilio”, hacen milagros: cinco subscripciones en media hora. ¡Tres seguidas! Me lleno de entusiasmo, casi me da la risa. Luego, un pequeño bajón: ninguna subscripción en la siguiente media hora. Pero justo cuando podía rebrotar el pesimismo, ¡otra! Para celebrarlo, me tomo una copa de vino blanco, que observo detenidamente, sopeso, olfateo, degusto, paladeo. Miro de nuevo la etiqueta de la botella sobre el mostrador, y escucho lo que el comercial me dice: uva temprana, ladera sur, fermentación larga y no sé que más. Me habla mirándome fijamente al D.Emilio, como si se me hubiese salido una teta. Me acabo la copa (un gesto poco profesional, creo) y tengo los santos cojones de dejarle uno de mis folletos al tipo.
Me acerco al pabellón de Rafaela y paso a su lado. Me mira por encima del hombro del anciano con el que está hablando, y le guiño un ojo, disfrutando de la ligereza del momento. ¡Qué despreocupación ser D. Emilio G.R., mayorista, periodista, empresario del ramo o vete a saber qué! Sólo un pequeño temor me impide ser del todo feliz: cruzarme con el auténtico D. Emilio G. R.

lunes, 16 de marzo de 2009

:mondo zapping

De mi etapa católica (entre los 0 y los 9 años, o sea, entre el bautizo y la primera comunión), recuerdo con especial intensidad, de entre todos las parábolas, la de El Hijo Pródigo; primero, porque daba la impresión de que nos la soltaban domingo sí domingo no; y en segundo lugar, porque me resultaba incomprensible: el padre recompensaba al hijo díscolo, mientras que el que siempre le había sido fiel y obediente se quedaba con un palmo de narices. Aquello, más que una parábola bíblica, parecía el episodio piloto de una soap opera de rivalidades fraternales, engaños, herencias y puñaladas por la espalda. Pero no: todo acababa en abrazos, festines, perdones y jabón. Inaudito.
Con el tiempo, lejos de disminuir esa cualidad desconcertante, se ha ido acrecentando, no ya porque se me escape el mensaje (Dios aboga por unos feligreses que se plantean dudas, por unos discípulos activos, por unos creyentes que se han replanteado sus convicciones y aún así han llegado a la conclusión de que la verdad es Su verdad), sino porque no tiene nada que ver con lo que la Iglesia predica, una fe cerril y dogmática, un rebaño fiel, pacato, obediente y cateto. Mi relación con esta parábola ha ido, pues, del desconcierto al escepticismo. Hasta que he comprendido que sirve para describir nuestra realidad más laica, prosaica y actual. Unos ejemplos:
1. En campaña política se atiende, por encima de todo, a los indecisos. Los mítines para conversos no son más que aparatosos spots publicitarios para tratar de dar un último empujoncito a los dubitativos. Si todos tuviésemos unas convicciones políticas asentadas, férreas e inamovibles, las elecciones no serían necesarias: ganaría el partido con más afiliados. Pero entre estos bandos de militantes y simpatizantes (grupos igual de numerosos que el de socios del Barça, y muy inferior al de gente con la tarjeta del Corte Inglés, por ejemplo) se mueve un ejército de personas mayores de edad con dudas razonables y derecho a voto. Y esta voluble marea humana es la que decide hacia que lado se decantará la balanza.
2. Un servidor, y cientos de miles de personas más, estamos esperando la noche del martes a que empiece el episodio de House. Los tolais de El hormiguero se demoran más de lo humanamente soportable en sus tonterías copiadas del youtube y demás pasatiempos hasta que, perdida la paciencia, decido zappear y descubro que están dando un partido de Champions en otro canal. Me tranquilizo, pues es impepinable: hasta que suene el pitido final, House no empezará. De nuevo, los espectadores fieles e incondicionales no importamos porque no representamos un porcentaje suficiente del share. Lo que determina una buena audiencia (esa amante infiel) son, de nuevo, los indecisos, los que zappean. Se habla de picos de audiencia, de minutos de oro; se habla, en definitiva, de instantes, de dudas, de corrientes, de tendencias, de cambios.
3. De un tiempo a esta parte, no dejan de llamarme de cierta compañía de móviles para que me dé de baja en la mía de toda la vida y me una a la suya. Me ofrecen el oro y el moro: facilidades, ofertones, teléfonos de ultimísima generación gratis y lo que haga falta. Todo el mundo sabe que intentar acceder a estas ofertas y gratificaciones desde el interior de la compañía es imposible: al que lleve diez años acumulando puntos religiosamente, mes a mes, factura a factura, lo mandarán a la mierda como se le ocurra exigir el mismo modelo que a mi me regalan por la cara, sin siquiera pedírselo.
Nos hemos pasado la vida creyendo que la fidelidad (a unos ideales, a una abstracción, a un colectivo, a una pareja) eran algo a lo que aspirar: una convicción serena y firme de que el mundo guarda un equilibrio inamovible. Tanto la tradición como la ficción más patillera (desde el “Roma no paga a un Traidor” a todas y cada una de las películas sobre la mafia, dónde te perdonan que violes y descuartices a un bebé, pero ojito con traicionar a la familia) apuntan en esa dirección. Pues tururú.
La parábola del Hijo Pródigo ya nos lo anuncia clara y meridianamente: el mundo premia a los infieles, a los indecisos, a los volátiles, a los “no sabe/no contesta”. El mundo avanza a golpe de zapping.

viernes, 13 de marzo de 2009

:los ketchup

A ver: de un cómic sin, a priori, concesiones comerciales evidentes (dibujo frío, trama intelectualizada, personajes de nueva creación), superventas sólo a largo plazo y a pesar de si mismo, se ha construido una película que es puro espectáculo, puro blockbuster. De un cómic experimental se ha hecho un film absolutamente estándar. El valor del cómic estaba en su construcción minuciosa, en sus juegos metalingüísticos, no tanto en la trama, puro McGuffin en la parte inicial, melodrama constructivista el resto. La película sólo puede quedarse en la epidermis, en la representación en carne y hueso (digital) de las estampitas, no pudiendo profundizar hasta el armazón, lo verdaderamente valioso del cómic: el meollo del asunto es una estructura autosustentante, una especie de manual de instrucciones de un manual de instrucciones. La película, decíamos, imposibilitada de raíz para llegar a lo fundamental, se convierte en un espectáculo fetichista, un Dónde está Wally en el que el aficionado se entretiene en buscar los equivalentes fílmicos de sus viñetas favoritas. Pero para los que no conocen el tebeo (la mayoría de los espectadores, para que nos vamos a engañar), ¿qué supone este flin? Pues una peli de superhéroes ligeramente más “profunda” de lo habitual. Por habitual entiéndase: Daredevil, Los 4 Fantásticos, Spidermanes, etc. Y por profunda entiéndase: personajes malencarados que hablan más de lo habitual, y citas cultas (lo que entendieron los que se quedaron con la superficie del cómic, los que lo entendieron mal). Ficción superheroica, en fin, para adolescentes de 17 años en vez de para adolescentes de 13, y es que el fandom estaba comenzando a dejar de reciclarse y a envejecer.
Me alegra sobremanera leer este comentario en la crítica del maestro Jordi Costa (El País, 6 de marzo): “Series con el complejo andamiaje de Perdidos no serían posibles sin la previa existencia de Watchmen”, porque confirma lo que yo venía rumiando desde hace unos años: que Perdidos es la versión audiovisual de Watchmen. Entiéndanme la boutade: Lost es un heredero espiritual, la única traslación posible del original caligráfico y arquitectónico de papel a un medio dinámico, fluido. Traslada coordenadas espaciales a instantes temporales, y sin recurrir a las cansinas cámaras lentas y rampas que nos tenemos que tragar desde Matrix. Qué falta de imaginación, por dios. Y de criterio: el equivalente fílmico a un viñeta no es una imagen detenida (o ralentizada), sino un instante transcendente, un nudo gordiano.
¿Era, pues, necesaria esta adaptación? Si por necesaria queremos decir “tremendamente rentable”, entonces la respuesta es un clamoroso SÍ. Para eso han fabricado esta especie de “John Mclain meets Forrest Gump”, en el que todo huele a rentabilidad asegurada (esa banda sonora cargada de hits… sólo me alegro por Dylan, que va a sacar una buena tajada de la tontería). Yo abogo por dos adaptaciones imposibles:
1. Partiendo de que la grandeza de Watchmen sólo es entendible dentro de la idiosincrasia de la historieta, pasaría de adaptarlo a otro medio (ni película, ni ballet sobre hielo, ni canción pop, ni tercetos encadenados) y lo adaptaría otra vez al cómic. Yo pagaría lo que me pidiesen por un Watchmen de Chris Ware (uno de los herederos de la exhaustiva narrativa y la cristalización temporal sublimadas en Watchmen), por poner un ejemplo.
2. Hablando de mundos distópicos: me encantaría una versión fílmica perpetrada por Roger Corman en los años 90 (ese período de tiempo que, visto con perspectiva, es el epítome de lo kistch hecho década), con un presupuesto de 300 mil dólares y con un final con una sepia y una maqueta de Nueva York. Por lo menos no sería un tostón de tres horas.
[Para un par de críticas como dios manda, pinchen aquí o aquí].

martes, 10 de marzo de 2009

:Paco Rubiales

Que hablen más de uno cuando se muere que cuando estaba vivo y coleando no es extraño: morirse es la mejor campaña publicitaria que uno imaginarse pueda, ya que sales en todos los medios (diestros y siniestros, amigos y enemigos) simultáneamente (como si un meteorito se acercase amenazadoramente a la Tierra, o Almodóvar estrenase una película nueva).
Esto es una obviedad, pero uno no puede elegir el motivo por el que lo van a recordar. En este mundo de chascarrillos y banalidades elevadas a la categoría de genialidad, a uno lo acaban recordando por una boutade mediática: lo peregrino grabado se introduce en ese bucle/picadora de carne que es la televisión y adláteres y elimina todo lo demás: una imagen (tonta) vale más que mil palabras. Así, a Cela se le recuerda por chupar agua por el culo, a Arrabal por que vaticinó que el milenarismo iba a llegar, a Umbral porque venía a hablar de su libro, a Fernán Gómez por mandar a la mierda a un fulano, y a Pepe Rubianes porque le sudaba la polla la unidad de España. Por lo menos la muerte es algo objetivo e incontestable (sí, sé que Arrabal todavía está vivo, pero les aseguro que será recordado por su melopea).
Y que Pepe Rubianes se halla muerto, sí, me ha hecho recalar un ratito en su figura y que pusiese su nombre en un par de buscadores.
Aquí les dejo con la primera parte de una de sus actuaciones (para verla completa, aquí), una auténtica maravilla de más de una hora donde demuestra todas sus cualidades: una presencia escénica magnética, acentuada por una precisa dicción de escuela clásica (qué diferencia con todos esos monologuistas gafapasta que parece que tengan un calcetín en la boca), y acertada y personal gestualidad; una sana iconoclastia que no deja títere con cabeza (empezando por él mismo); una cultura que va más allá de las series que los ochenta (de nuevo, que diferencia con los gafapasta); una ironía que penetra en la llaga que más duele; un surrealismo a pequeña escala, doméstico, como de andar por casa; un antifascismo y anticlericalismo militantes. Pero por encima de todo, yo destacaría dos elementos:
1. El asombroso poder de la palabra hablada: conmueve ver como maneja al público sólo con su voz (con lo qué dice, pero también con el cómo lo dice); cómo a estas alturas de la película puede llegar a “escandalizar” (es decir, hacer que suelten risitas nerviosas) un respetable mayoritariamente “progre” y afín a la causa (véase la reacción del gallinero a la descripción que hace Rubianes de los Obispos).
2. La digresión como método y como discurso: el texto se convierte en un discurrir laberíntico por la cabeza del autor, una estructura que parece casual e improvisada, pero que se sabe meditada y estudiada. Libre, como también lo fue Pepe. Hay una identificación entre autor y obra que, unido a un perfecto dominio técnico, dan como resultado lo que, al menos yo, considero ser un artista. Pero será recordado, mayormente, por que la unidad de España le sudaba la polla. Coño, y a mí.
[Para saber por qué este post se titula así, tendrán que verse todos los vídeos. Me lo agradecerán]

jueves, 5 de marzo de 2009

:willkommen #5

:manuscrito hallado en una botella (de licor café)[56]

29 de noviembre - Cuando ayer salí de casa y me metí a la carrera en el coche de Damián, nada me podía hacer suponer que ese día iba a terminar con un fuerte temporal y follando, aunque de lo primero ya nos advirtió una locutora radiofónica. Nosotros miramos el cielo azul a través del techo acristalado del coche y nos encogimos de hombros.

Las instituciones pertinentes, sin embargo, sí se tomaron la advertencia en serio, pues el parking estaba lleno de operarios desmontando toda la parafernalia publicitaria del exterior del pabellón (carteles, carpas, postes…) y metiéndolas en camiones, lo que le daba al lugar un aspecto de circo que deja la ciudad que me puso de mejor humor (detesto el circo).

El grupo estaba esperándonos al completo. Benito, muy serio, nos dice que hoy tenemos que ponernos las pilas: de arriba le EXIGEN más subscripciones. Murmullos de protesta. Por mi parte, noto su ansiedad de intermediario, de engranaje en tensión perpetua por aparentar la dejadez del empleado raso cuando está entre empleados rasos, y una misantropía calculada cuando está entre gerifaltes, sin ser, nunca, ni de los unos ni de los otros. Sometido como está constantemente a aprobación y examen, por un momento aparco mi desprecio hacia él y sólo siento lástima. Pero se me pasa rápido: Rafaela me saluda con un breve hola acompañado de una sonrisa; nada espectacular, lo sé, pero no dejo de fijarme en que a Damián ni le ha mirado.

El optimismo vago e infundado con el que había llegado se difumina en cuestión de minutos, cuando todo el cansancio y el hastío que soy capaz de soportar se me caen encima y el cuerpo entero me palpita como una herida envenenada, desde la cabeza a los pies. Para redondear la situación, Benito se me acerca y me dice que no puedo mantener esa actitud tan pasiva, que no puedo esperar a que la gente se me acerque, que YO tengo que acercarme a ELLOS. Tengo que, palabras textuales, ofrecerme a todas las personas que pasen cerca de mi posición. Su lógica matemática es difícil de refutar: si hablando con X personas consigo X subscripciones, hablando con 10X personas, etc, etc. Me lo debo de quedar mirando como si no acabase de entender lo que acaba de decir, porque me da un pequeño empujón hacia el primer transeúnte que pasa a nuestro lado. Le suelto mi discurso en su versión más florida y rimbombante, pero declina mi oferta antes de que termine la primera frase subjuntiva. Miro de reojo a Benito, que me insiste con un movimiento percutante de máquina de coser para que siga en esa línea. Esboza una mueca que intuyo trata de ser una sonrisa alentadora, pero que parece más un espasmo de desesperación. Me lanzo a otro transeúnte, y a otro, y a otro, y vuelvo a mirar a Benito y ya no está, y giro sobre mí mismo buscándolo pero ya se ha ido, y aquí es cuando me derrumbo. No puedo más. Me meto en los servicios y entro en uno de los cubículos y me siento sobre la tapa del retrete y me pongo a llorar.

Esto me dura unos veinte minutos. Después, cabizbajo, encorvado, con la cabeza entre las manos, oyendo el jolgorio amortiguado del exterior y las entradas y salidas ocasionales a los servicios, me quedo allí una hora, dos horas, tres horas, sintiendo ese tiempo como robado, aunque no sé a quién. Lo más parecido a dormir que he hecho desde no sé cuándo.

Cerca la hora de comer echo un pis, tiro de la cisterna, me lavo la cara y salgo como si no hubiese pasado nada. Interpelo a los transeúntes mientras vuelvo a mi posición, dónde ya me está esperando todo el grupo cotejando resultados. Nadie me ha echado de menos. Me invento cinco subscripciones y nos vamos a comer.