sábado, 27 de diciembre de 2008

:astonishing america

En su extraordinario libro CHEWING AMERICA (Hoax Press) sobre bizarradas y extrañeces al norte del río Ponchos, Lawrence Napier (Dalhart, Texas) nos habla de este curioso caso acontecido en la coqueta ciudad costera de Biddeford (Connecticut) en 1952. A saber: en una época y en un estado en el que el adulterio era delito penado (si eras mujer), una serie de nacimientos inesperados entre las parroquianas dio mucho que hablar en la región. Las malas lenguas encontraron un extraño parecido entre todos los infantes y un tal Oscar Detty, marino retirado y pichabraba reconocido, jubilado y ocioso por aquel entonces. Con la denuncia de uno de los cornudos maridos se inició el juicio, en el que se encargó al Dr. Kurtzmann que presentase pruebas médicas que indicasen que los pequeños eran hijos de Detty. Como las pruebas de paternidad a nivel genético aún estaban en pañales, con perdón del chiste, el Dr. Kurtzmann se rompió la cabeza hasta que descubrió, en un reconocimiento rutinario, que Detty sufría de astiomosis, una extraña inflamación congénita del nervio óptico que causa un ligero daltonismo y cierta ceguera perimetral. Esto no supone ningún problema, a no ser que uno sea piloto de caza o de Fórmula 1. De hecho, la mayoría de la gente que padece este mal, muere sin ser consciente de haberlo tenido. ¿Por qué era importante este descubrimiento? Por dos motivos: uno, que es hereditario; y dos, que es muy extraño: lo sufre una persona de cada millón, aproximadamente. Por lo tanto, si los vástagos tenían astiomosis, casi con total seguridad eran hijos de Detty. Para determinarlo, el Dr. Kurtzmann ideo la plantilla que reproducimos aquí al lado, el único test para bastardos del que se tiene constancia.
Si usted, querido y paciente lector, ve girar el círculo central en el sentido de las agujas del reloj… no es que sea un hijo bastardo del señor Detty, pero probablemente sí tenga astiomosis. Pero lo dicho, no se preocupe (a no ser que se llame usted Fernando Alonso). El final de la historia: (ojo, spoiler) las pruebas aportadas por el test no fueron aceptadas en el juicio, y el caso fue sobreseído. Pero a la opinión pública, tan sabia ella, no le cupo la menor duda de que la chavalada era descendencia del díscolo Detty. Tampoco era muy difícil de imaginar, siendo todos pelirrojos como demonios (y como Detty). La disfuncional prole se reúne anualmente todos los 18 de febrero (fecha del fallo del juicio) en la así llamada Red-Haired Bastards Annual Meeting. Humor no les falta a los muy bastardos.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

:fun fun fun

Desde Espantajería D.C. les queremos desear una feliz Navidad y todo eso. Como en la casilla del IRPF, aquí también les dejo un par de opciones para elegir. Lo dicho.

domingo, 21 de diciembre de 2008

:momentos musicales #2

Buenas, aquí les dejo un divertido videoclip de mis adorados Redd Kross. Con esta maravillosa tonadilla abren su Phaseshifter, uno de los mejores discos de los 90s (quien opine diferente debería pensar en extirparse las dos bellotas que tiene por tímpanos). En el vídeo sale un jovencísimo Jason Lee, demostrando que los hermanos McDonald siempre han tenido buenas amistades. Que ustedes lo disfruten.

:manuscrito hallado en una botella (de licor café)[51]

Abordo a mi primer cliente sin tener muy claro qué voy a decirle, así que le suelto una diatriba inconexa sobre un club de vinos con una sonrisa forzada, que él rechaza con un gesto, sin siquiera mirarme directamente. Lo mismo sucede durante las dos primeras horas, en las que voy puliendo mi discurso a base de pasearme arriba y abajo por la moqueta, hasta convertirlo en una ráfaga de información que suena ligeramente profesional pero que sigue sin convencer a nadie, yo el primero. Cansado del paisaje y del espejo deformante que resulta ser Beatriz, me escapo un poco de los límites que me han marcado, olisqueando por los stands con mis papeles sujetos de forma casual a la espalda, como si fuera un curioso más. Sólo de vez en cuando interpelo a alguien que me parezca un cliente plausible (hombre, de entre 40 y 60 años, con aspecto de profesional de algún tipo y gesto despierto), pero apenas logro que presten atención a lo que les digo, inmersos como están en una vorágine de muestras gratuitas y azafatas; es como ofrecer mis servicios como gigoló en mitad de una orgía.
Hasta que llevo una buena hora con este método no logro que un individuo se pare realmente a escucharme. El corazón me late con fuerza en el pecho mientras lo ametrallo con mi discurso, pero al final el tipo muestra cierta reserva y decide “pensárselo mejor”. Le doy uno de los folletos y le digo que si opta por suscribirse me busque por ese pabellón, aún sabiendo, él y yo, que todo esto no es más que una pantomima: las excusas están codificadas en nuestro A.D.N. desde que somos monos articulados. Todo esto se me antoja falso y absurdo, con los engranajes a la vista. En la terminología del gremio, creo que me falta rematar.
Al mediodía Benito llega a nuestra posición seguido del resto del equipo. Con todos a su alrededor nos dice que tenemos media hora para comer y nos dispersamos. Damián y yo nos vamos a una zona de restaurantes que ha visto en su pabellón. La mayoría están completos o sólo aceptan clientes con reserva o a profesionales del sector (miran nuestras tarjetas de visitantes en las solapas de la chaqueta como si fueran manchas sospechosas). De entre lo poco que queda optamos por la reconstrucción en cartón piedra y vinilo de una tapería del sur. Damián prefiere comer de pie, y se señala el culo. Pedimos un par de cañas, él un bocadillo vegetal y yo uno de calamares. Mientras esperamos por la comida me dice, malhumorado, que sólo ha conseguido una subscripción y dos apalabramientos. No tengo ni idea de cómo, pero acabo por decirle que yo no tengo ninguna subscripción sólo para consolarle. Con su traje azul eléctrico, brillante como un relámpago bajo los fluorescentes, parece frágil como un cristal de hielo en este universo enmoquetado, acondicionado y sobresaturado. Yo sólo estoy de paso por este horror vacui, pero él debe de vivir aquí el resto de su vida, lo que me resulta aterrador.
Me dice que tiene las hemorroides fatal, que cada vez que hace de vientre es como cagar un serrucho. Unos coágulos de sangre oscura y espesa coronan todas sus cagadas, y hasta ha tenido que ponerse una compresa en el calzoncillo. De alas, añade. Su plan es estar un par de días sin ir al baño, a base de arroz y Fortasec, para que le de tiempo a las heridas a cicatrizar. El problema de la continencia, y el punto flaco del plan, es que con dos días en barbecho sus deposiciones se volverán más duras y rugosas, lo que irá en detrimento de la salud de su maltrecho esfínter a la hora de aligerarlas. Un círculo vicioso del que le va a ser difícil escapar sin ayuda médica. Pero aunque no muestra el menor reparo en contarme hasta el último y sanguinolento detalle de su culo roto, no está dispuesto a que un galeno le eche una ojeada.
Cuando la camarera nos sirve, Damián la agarra del brazo para llamar su atención. Abre su bocadillo y le pregunta si eso es lo que él ha pedido. Ella le dice que sí: un vegetal. Damián enumera los ingredientes en voz alta: atún, mayonesa, huevo cocido y palitos de cangrejo. Lo único que tiene de vegetal este bocadillo, dictamina, es el pan. Le devuelve el plato a la camarera y le dice que le traiga un vegetal de verdad. Cuando estamos solos otra vez le digo que tampoco tiene que ponerse así, las circunstancias son especiales y tampoco debemos ponernos exquisitos. Sin ir más lejos mis calamares son transgénicos, están aceitosos y más duros que un adoquín, y no he protestado. Ese es mi problema, me dice, que nunca protesto. Como dándole la razón, me como mi bocadillo en silencio, y cuando estoy acabando le traen el suyo: un plato arrojado sobre nuestra mesa como una amenaza de muerte en forma de dos rebanadas de pan de molde con una hoja de lechuga y dos rodajas de tomate en medio. La broma nos sale por nueve euros cincuenta, cuando estamos rodeados de miles de personas que se están poniendo tibios gratis. De hecho, creo, esa es la naturaleza exacta de todo este circo.[Continuará]

jueves, 18 de diciembre de 2008

:jazz covers

La prestigiosa revista sueca sobre jazz “Cool Note” celebrará sus treinta años en los quioscos con una serie de listados de “lo mejor de”, a razón de uno por mes durante todo el año 2009. En el número de enero, las cien mejores portadas de la historia del jazz, según sus redactores, colaboradores y simpatizantes, entre los que se encuentran maestros como Dagmar Söderkjelm, quizás el tipo que más sabe sobre jazz de New Orleans en el viejo continente, y nuevas luminarias como Lukass Fischer (fantástico su libro sobre Albert Ayler). El resultado, el mes de enero en los mejores quioscos con fondo de importación; como anticipo, aquí abajo les dejo las cinco más votadas, de arriba a abajo. Subjetiva y discutible como todas las listas (más teniendo en cuenta la cantidad y calidad de portadas a considerar), pero muy definitoria, aventuro, sobre la idiosincrasia sueca: ¿es cosa mía o todas las portadas desprenden una frialdad apenas rota con puntos de color incandescente? Fantásticas portadas, en cualquier caso.




miércoles, 17 de diciembre de 2008

:descargue en paz

Óscar Giménez Remero (Palencia, 1926-Madrid, 2008), genio oculto (y ocultado) de la narrativa hispana debido a su afición por los bullates y lo de que ellos sale. Convirtió la escatología en una de las bellas artes con escritos delirantes (y rococós) como Zampo Heces, convertido por el propio autor en sainete de un acto. Al estreno clandestino de esta obra (1962) asiste Raúl Peña, que se inspira en él para co-escribir una versión light titulada Zampo y yo, que a su vez acabará convirtiéndose en la famosa película del payaso y la niña dentuda. Toda la mala leche y el olor a pedo, por supuesto, se quedan en el original de Giménez Remero, con diálogos como el siguiente:

Zampo: María José, ¿se puede tener otitis en el ojo del culo?
María José: No, Zampo, lo que tu tienes son almorranas.
Zampo: Ya decía yo que los supositorios de colirio no me aliviaban nada.
La niña se sigue llamando María José en la primera versión del guión de Luis Lucía y Leonardo Martín, hasta que el propio Remero, por intermediación de su amigo Raúl Peña, convence a director y productores para que le cambien el nombre por el de Ana Belén (Ana por ano, y Belén por su esposa: sí señores, Doña Agapimú se llama como el ojo del culo de una venerable y viuda octogenaria de la calle Serrano). El nombre enraíza y acaba por convertirse en el apelativo definitivo y definitorio de María del Pilar Cuesta Acosta, resultando fundamental en el devenir de la escatología patria: no les quepa la menor duda de que cagallones XL como La puerta de Alcalá no sonarían igual interpretadas por Víctor Manuel y María José.
Como happy end, el bueno de Giménez Remero alcanza la cumbre del chiste de pedos y cacas con su participación (no acreditada) en la revisión del guión de Sevilla Connection (José Ramón Larraz, 1992), protagonizada por los hermanos Cadaval: exponente supremo del zine-zurullo, al que solo le faltó el acompañamiento del watersiano Olorama para trascender a cotas inalcanzables del mal gusto. Lo dicho: Rest In Shit.

lunes, 15 de diciembre de 2008

:stars [13]

Los días pasan así, entre toma y toma a las que uno roba momentos perdidos para comer algo o dormir un rato. No se pierde el tiempo: me graban durmiendo, un plano secuencia sin la menor relación con el cinéma vérité o con Warhol: sólo es para matar dos pájaros de un tiro. Se positiva todo lo que se rueda, y nunca se desecha ni un solo fotograma positivado: todo encuentra su lugar y su razón de ser, aunque sea a posteriori. Estamos inmersos en una explotation absoluta y continua que lo abarca todo, tiempo y espacio: el propio nombre de la productora nació a rebufo de la película de Terrence Malick, ya que la primera película de la productora (Poets and Soldiers) estaba ambientada en la guerra de Vietnam. Una jungla del sudeste asiático recreada en las colinas de Hollywood y en el desierto de Joshua Tree (?). Como Capra Jr. me explica, si Kubrick pudo hacerlo en las afueras de Londres, por qué ellos no podrían hacerlo en las afueras de Los Ángeles. No percibí ironía en sus palabras. La película es un continuum de referencias cruzadas, plasmadas con una desvergüenza que acaba por hacer cómplice al espectador. Se siente de una forma tan palpable el placer de rodar que uno no puede más que rendirse a la alocada trama. De hecho, la historia de los soldados que parecen licenciados en filología sólo cubre los 20 primeros minutos, tras los que la película se despeña por un flashback que acaba por conformar casi la totalidad del metraje, y que incluye exorcismos, viajes temporales, dos escenas lésbicas, un juicio (que se ve claramente que está rodado en un garaje), una persecución cabalgando olas sobre tablas de windsurf (con tomas generales desde la playa durante un campeonato de windsurf y primeros planos con croma y un cubo de agua), y cuatro amputaciones, una de ellas genital.
El propio Capra Jr. es una explotation de su padre: su mayor éxito como director, y el mayor éxito de la productora, es It’s a Wonderfull Death [Acertadamente titulada en nuestro país como “¡Qué bello es morir!” (N. del T.)], una película de zombies con tintes antihomofóbicos y, en el fondo, un alegato de la madurez: todos los muertos cerebrales son adolescentes; tan real que da miedo.
La productora funciona como un maelstrom, como un Big-Bang pseudo clandestino de actividad febril: en el comedor nunca coincides con más de cinco personas, pues todos los demás forman pequeños equipos repartidos por los platós y en exteriores, rodando sin parar. De hecho, si no se rueda más es porque no hay más cámaras. En las escenas de exteriores no se piden permisos de rodaje: elevaría el coste y retrasaría el ritmo de producción. Se sigue el principio de Rohmer (para qué pedir permisos de rodaje si nadie se entera de que estás rodando), pero con una planificación más propia del atraco a un banco.
Capra se acerca al rodaje de una escena en la que mi partenaire Gladis Pipe (una morenita explosiva mezcla de sangre australiana y colombiana con la que, todos coinciden, desprendo una sensualidad especial) y un servidor estamos improvisando sobre un tema conocido. Como en una sesión jazzística, el guionista nos proporciona una frase, un estribillo que nos sirve de base sobre la que realizar variaciones que, en la mayoría de los casos, nos lleva a lugares inesperados, a cadáveres exquisitos que es necesario reconstruir en las salas de montaje (a los montadores les llaman “Los Boris”, en alusión al más conocido intérprete del monstruo de Frankenstein).
Hoy interpretamos una escena postcoital en la que departimos sobre el futuro del hermano del personaje que interpreta Gladis: intuimos que está inmerso en un turbio asunto de tráfico de estupefacientes, pero no sé si soy yo el que ignora el verdadero meollo del tejemaneje, o sólo lo ignora mi personaje, o ambos. No logramos trascender la generalidad hasta que Gladis alude a un problema de tiroides de su hermano, que le proporciona una fuerza desmedida, pero también un hambre descontrolada. Veo de reojo como Keith, el guionista que nos acompaña esta tarde, sonríe satisfecho: toma nota mental para el desarrollo del argumento de la película. Quizás dé para una trilogía.
Capra Jr. me aborda en un descanso y me lleva a un aparte. Me felicita por la escena y me dice que están muy satisfechos con mi trabajo. Bloody Bar Mitzvah, con mi primer papel protagonista, se está vendiendo muy bien. Están preparando la primera superproducción (con guión terminado, con decorados construidos ex profeso, con ensayos, con catering...), y quieren contar conmigo para uno de los papeles protagonistas. Casi tengo un orgasmo (lo más parecido a una relación homosexual que he tenido en mi vida) cuando me pregunta si estoy interesado. Sí, grito, por supuesto que sí, y le abrazo y lloro de alegría y él se ríe contagiado de mi entusiasmo. La preproducción empieza la semana que viene. [Continuará]

domingo, 14 de diciembre de 2008

:momentos musicales #1


Para iniciar esta sección,los Flying Burrito de Gram Parsons, que estoy escuchando enfermizamente de un tiempo a esta parte. Esta es una de mis canciones favoritas del grupo, una mezcla perfecta entre country y psicodelia light de la época (lo que explica que no vendieran una mierda; la historia de siempre: demasiado tradicionales para unos, demasiado modernetes para otros). El vídeo no tiene desperdicio: los trajes de Bill Belew (el mismo que diseñó los del Elvis de Las Vegas), el afro del gran Chris Hillman, esos solos, esas armonías, la complicidad entre los dos genios, un Gram Parsons jovencillo y aún no macilento por las sustancias tóxicas...La mejor Cosmic American Music! Y quien tenga prejuicios contra el country, puede elegir entre escucharse la discografía completa de Hank Williams del tirón o chuparme la polla. Ustedes verán.

viernes, 12 de diciembre de 2008

:oceanic

Hoy tengo que coger un vuelo con Spanair, la segunda compañía aérea más segura del mundo después de Oceanic (datos reales). Sé que volar a ocho mil metros de altura a ochocientos quilómetros por hora dentro de un puro metálico no es algo natural, pero tampoco lo es deslizarse a ciento treinta quilómetros por hora dentro de una caja metálica sobre una superficie de cemento.
Los japoneses, como siempre, tienen una visión diferente sobre el asunto.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

:Sabía usted qué…


en la localidad de Socuéllamos (Ciudad Real) existe un Arnold Swardseneger Museum, cuya principal reliquia y atracción turística es el lunar extirpado al mito austríaco, y que se conserva en formol (el lunar, no el mito)?

martes, 9 de diciembre de 2008

:eructos de coliflor [6]

Los amantes de “lo Zombie” (que diría maese Adsence) estamos de enhorabuena: primero atenderemos a la más rabiosa actualidad (nunca mejor dicho) y después revisitaremos un clásico moderno, ambos en formatos no demasiado habituados a la ficción con muertos andantes.
1. Mientras este humilde y desinformado escribano suspiraba no hace demasiadas semanas por un serial televisivo zombie, a poder ser de la HBO, ya se estaban emitiendo los primeros episodios de DEAD SET, una miniserie británica de cinco episodios: poco más de dos horas de ficción con olor a podrido y que, vistos del tirón, nos han dejado jadeando de placer. La serie empieza con fuerza y con un planteamiento bastante original: una plaga zombie se extiende por Gran Bretaña una noche de expulsiones del Gran Hermano inglés. Mientras afuera se desata el apocalipsis, en el interior de la casa los concursantes no se enteran de nada… hasta que se enteran. El resto de la serie esquiva los tópicos y lugares comunes del subgénero con estilo y cinismo, manteniendo un buen ritmo con la simple inercia de este extraordinario comienzo, con tres subtramas que luchan por converger en un último episodio memorable, un final desgarrador que nos ha dejado temblando y con el culo apretado. Vale que alguna regla no escrita dice que las pelis de zombies deben acabar con un final descorazonador, como las porno deben acabar con una corrida, pero aquí Charlie Brooker y los suyos se han superado. Da miedito, están avisados. Otro dato: pertenece a la subdivisión “zombies que corren”, mucho más terrorífica, dónde va a parar, que la de “zombies que andan”.
Aunque las series españolas son TODAS baratas, falsas, maniqueas y derivativas… pagaría por disfrutar de una versión patria de DEAD SET, sobre todo por refocilarme viendo morir de forma violenta a Mercedes Milá (de forma ficticia, se entiende). Y ya puestos, me imagino y me relamo con la posibilidad de una horda de zombies correteando por los pasillos de Tele 5 y llevándose por delante a Jordi González y su cohorte de mamarrachos-comentaristas. Ays, soñar es gratis.
2. El otro serial zombie tiene forma de narración que se sirve de ilustraciones y textos para su despliegue; o sea, de tebeo: LOS MUERTOS VIVIENTES de Robert Kirkman (autor de la también georgearomérica Marvel Zombies) es ya un clásico moderno, no creo que se lo vaya a descubrir a estas alturas a nadie, publicados ya 7 tomos recopilatorios en nuestro país. De nuevo llego tarde al guateque: mis experiencias con Kirkman hasta ahora no habían sido muy gratificantes, así que me ha costado darle una oportunidad a su serie por antonomasia. Es un guionista demasiado verborreico para mi gusto, demasiado explicativo, como si no confiase en la pericia de sus dibujantes para explicar la historia; o quizás rendidamente enamorado de su propia prosa (del montón, por otro lado). Escuela Stan Lee, vaya. Y la verdad es que esto comienza un poco así, a base de monólogos reiterativos y diálogos absurdamente prolijos que lastran ligeramente el ritmo, que por otro lado tiende a lo frenético; pero con el paso de los capítulos, no tengo claro si esta tendencia se atenúa o simplemente me he acostumbrado a ella, pero el resultado es que me rindo incondicionalmente a la serie.
La historia, ya en el prólogo del autor, se nos presenta larga: una saga épica que seguirá a nuestro protagonista (Rick) y a sus adláteres en su epopeya post-apocalíptica zombie (las palabras más hermosas en cualquier lengua) sin el corsé de la historia autoconclusiva. Más cercano, pues, al serial televisivo que a la película. El autor tiene el tiempo y el talento para plantear situaciones que se alejan de lo manido, otras que rayan en lo inédito, algún que otro quiebro en la lógica zombie que saben a gloria al fan veterano y, sobre todo, nos dibuja un mundo poblado por personajes ambiguos y tridimensionales. Todo ello en un blanco y negro que huele a Serie-B, en unos tomos muy coquetos y relativamente baratos que usted, querido amigo, no debería perderse. Ah, subdivisión “zombies que andan”.
3. Ambos ejemplos serializados nos hacen preguntarnos si la ficción en tres actos (verbigracia: las películas) está en crisis. Si vuelve el folletín y los seriales seré el primero en congratularme.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

:hípica


Decía el filósofo griego Carnéades de Cirene (214 a.C.- 129 a.C.) que los príncipes no alcanzan verdadera destreza en ninguna disciplina, salvo en la equitación, porque mientras que todos los cortesanos se dejan vencer en cualquier competición con ellos, los potros tiran a tierra con idéntica falta de miramientos a los hijos de los reyes y a los del vulgo.

domingo, 30 de noviembre de 2008

:jefes negros

Los jefes (más o menos) negros están de moda en las series de televisión norteamericanas. A Fringe (1), Little Britain U.S.A. (2) y My Own Worst Enemy (3) se le suma ahora Obama (4), que acaba de fichar por cuatro temporadas de La Casa Blanca (blanco roto, se entiende), con posibilidad de renovación por otras cuatro si se mantiene la audiencia esperada.

viernes, 28 de noviembre de 2008

:pantalones de comunión


Gracias a Emergentes y Sumergidos he dado con este par de tunantes, los Venga Monjas. En la youtube podeis encontrar un buen puñado de sus videos, a cual más desconcertante. Dan risa sobretodo cuando no se ponen tontetes con sus chistes privados. Éste aquí colgado da entre risa y miedín... y es que el pelado de barbas está de frenopático forense. Que ustedes lo pasen bien.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [50]


26 de noviembre - Hoy ha sido un día largo y descorazonador. Me cuesta afrontar la idea de que mañana será igual o peor. Una cosa me ha quedado clara desde el primer momento: no he nacido para vendedor. Desprenden éstos un orgullo, una autosuficiencia que ni poseo ni sé simular. Me temo que no puedo sentirme orgulloso de lo que es casual, aleatorio o transitorio.
Por la mañana, mientras esperaba la hora para salir, comenzó a llover, primero con fuerza y después lenta y desapasionadamente; una lluvia aburrida en todos los sentidos. Damián (que conoce el estado comatoso de mi coche) me llama y me dice que pasará a recogerme, lo cual agradezco. Aparece a los diez minutos y nos acercamos hasta el palacio de exposiciones con las noticias matinales de fondo. Los alrededores están llenos de coches y camiones y tenemos que aparcar a un buen kilómetro. Por suerte ha dejado de llover.
A la luz del día mi traje aparece arrugado como un escroto, y la camisa tiene feas manchas amarillas de humedad, como si alguien la hubiese usado para limpiar la cabina de una sex shop. El efecto bofetada se incrementa al comparar el conjunto con la impoluta vestimenta de Damián, que se siente cómodo y natural en su traje azul eléctrico: se ha quitado la chaqueta mientras conducía para no arrugarla (detalle uno), sabe hacerse el nudo de la corbata (dos), y cuando se pone la chaqueta se da unos sutiles pero enérgicos tirones de las mangas para colocárselo todo en su sitio (y tres). A su lado parece que voy con un chándal ligeramente sofisticado.
Me saco la corbata del bolsillo y le pido que me haga el nudo. Se la pone por encima de los hombros y, tras un segundo de reflexión, comienza a retorcerla y plegarla con una serie de movimientos que nunca podré llegar a memorizar. Hay que ser realistas.
Llegamos a la puerta convenida cinco minutos antes de la hora, pero ya nos están esperando todos: las cuatro chicas, los otros dos comerciales, y Benito. Cogemos sus explicaciones in medias res, pero tiene la deferencia de hacernos un resumen para ponernos al día y continúa en el punto dónde lo había dejado: nos repartiremos por parejas mixtas en los dos pabellones, intentando abarcar el mayor perímetro posible. Nos entrega un fajo de subscripciones y un bolígrafo para rellenarlas. Nuestra tarea consiste en captar subscriptores para un club de vinos: boletín trimestral, oferta de suscripción durante la feria con vinos y dos libros de regalo, y bla bla bla. Lo importante –no, lo fundamental- es que nos faciliten el número de tarjeta de crédito; el resto (nombre, dirección, teléfono) resulta superfluo, de lo cual colijo que necesitan cerrar el trimestre con ciertos beneficios, a costa de quien sea y como sea. Benito nos arenga como un entrenador borracho pero (todavía) optimista. Nos da unos pases de invitado (unas tarjetas que debemos llevar colgado de la solapa mientras permanezcamos en el interior del complejo) y entramos.
Es el interior un espacio enmoquetado inabarcable, inconcebible por una mente humana cuerda, viéndose obligados a dividirlo en secciones con paneles y tabiques falsos. Suena por megafonía un hilo musical de greatest hits de entre hace cinco y diez veranos, interrumpido por anuncios de aperturas y presentaciones que despiertan y mueven a un público que ya a primera hora parece aburrido y adormilado. A esa hora del primer día la mayoría de los visitantes son jubilados, que se pasean de un stand a otro recogiendo folletos y muestras gratuitas, mezclados con representantes y comerciales que se están dando un paseo para espiar a la competencia. Público de segundo categoría, pienso con el cinismo y la superioridad moral acorde a mi nuevo cargo.
Nos juntamos los nueve en el centro del pabellón A y Benito nos divide por parejas. Damían, no tengo ni idea de cómo, logra que lo emparejen con Lucía (cómo los prestidigitadores, la mayoría de sus movimientos resultan invisibles, y hace que una técnica sumamente elaborada parezca magia), y los manda con otros dos al pabellón B. A mí empareja con una tal Beatriz: morena, bajita pero con buen tipo, con unos ojos graciosos e inteligentes (aunque de una inteligencia pragmática y despiadada)... pero lo que se dice guapa, pues no. Un aliciente menos.
Nos arrastra Benito hasta uno de los pasillos principales y nos sitúa estratégicamente, uno a cada extremo. Traza un círculo imaginario con la mirada, el área que debemos dominar. El resto, en principio, lo deja a nuestro libre albedrío.
Cuando nos quedamos solos, Beatriz y yo, cada uno en un extremo del corredor, nos miramos con cierta timidez, como dos niños demasiado crecidos ya para creerse sus propios juegos. Este paréntesis dura unos segundos, lo que tarda en cruzarse el primer jubilado con Beatriz: ella lo aborda y le suelta una perorata que no puede estar improvisando sobre la marcha. Hasta yo puedo ver que el tipo no está prestando atención a lo que ella dice, limitándose a escanearla de arriba abajo con una sonrisa complaciente y beoda. Cuando ella acaba su monólogo, él se despide con una palmadita en el hombro, y ella se lanza a por el siguiente transeúnte. Comprendo pronto que esto es una competición, que el número de posibles subscriptores es finito y limitado, y que si nos sitúan de dos en dos es, principalmente, para que nos vigilemos mutuamente y nos sirva de acicate. De repente, ciento cincuenta euros me parecen una nimiedad. Vaya mierda de fin de semana. [Continuará]

jueves, 20 de noviembre de 2008

:cumpleaño


Hoy, además de hacer 33 años que nos dejó Paquito el Chocolatero, celebramos una efeméride más importante: la de este su humildérrimo blog. Un año ya. Qué lejano queda aquel 20 de noviembre de 2007 en que todo esto echó a rodar. Trescientos sesenta y cinco días en que nos han salido pelos donde antes no había, canas donde antes había pelos, michelines donde antes había músculo terso y lozano... una pena, vaya. Qué joven e ingenuo era un servidor, y que ternura da leer esas primeras entradas. Este rinconcito de amor y golosinas en forma de blog nació con un mamotreto de cinco folios sin ilustraciones de acompañamiento que, me temo, nadie leyó en su momento. Y en su momento eso sólo me pareció miopía por parte de ustedes, mis queridos lectores, que no eran capaces de ver el maná que les caía de forma gratuita desde el cibercielo. Visto hoy, con un mínimo de objetividad, es un señor ladrillo que no se lo salta un gitano, con perdón. Tardé unas cuantas entradas en pillarle el punto a la idiosincrasia blogera (aún cojea, como algún inteligente lector ha apuntado, en la inclusión de links: todavía hierve en mis venas sangre analógica), pero poco a poco creo que ha ido cogiendo forma y ahora es como un hijo tonto: me ocupa más tiempo del que me gustaría, pero le he acabado cogiendo cariño y a las amistades les hace gracia. Así que lo indultaremos por el momento. Un saludo a todos; son ustedes maravillosos.

martes, 18 de noviembre de 2008

:lucha de clases

Maese Lois me da el chivatazo de este video y aquí lo cuelgo. Impresionante como simple documento videográfico, y acertado como metáfora de la situación económica actual. Del barco de Chanquete, ¡no nos moverán!

domingo, 16 de noviembre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [49]

Me paso el resto de la velada, que finalmente pasamos apalancados en su piso, con una estúpida y rígida sonrisa social por la presencia de Z en la foto, que rompe inesperada, repentinamente, la intimidad y cualquier promesa de erección. No sólo siento como si nos pudiese ver, sino que desearía que pudiera hacerlo.
Rendidos a la evidencia de que no saldremos del piso, Gita decide cambiarse de nuevo y esta vez se pone un caftán con diseños de amebas y remates en pedrería. Se saca con una socarrona sonrisa un poco de hachís y demás adminículos necesarios para preparar un porro de una cajita de boj, y me pide que líe uno mientras ella prepara un té. Desde la cocina me pregunta que té prefiero y me suelta una retahíla de colores, sabores y aromas. A mí el té me sabe todo a agua hervida, así que le contesto que el mismo que ella. Mientras lío el petardo voy atando cabos: el caftán, las estanterías llenas de piedras, el disco de Ravi Shankar de fondo, la colección de tés, la cajita con tabaco aromático...estaba a punto de liarme con una hippie.
No tengo nada en contra de este entrañable colectivo; no más que en contra de cualquier otro, en todo caso. De hecho comparto con ellos la admiración por cierta etapa de Grateful Dead, y el respeto por el concepto de “amor libre”, que como idea me parece estupenda si se combina con una férrea política de depilación selectiva. A este respecto, Gita era para mí un misterio, con las gruesas medias del uniforme antes y el caftán hasta los tobillos ahora.
Mi mente, como un tren en un cambia raíles, se dirige ahora a toda máquina hacia la foto de Z, que me mira con sus ojos rojos por el flash como si fuera a arroyarla. Tengo que acercarme para cerciorarme de que es ella: nunca la había visto en dos dimensiones, tan maquillada ni riéndose a carcajadas, pero no cabe duda de que es Z. No me podía creer que la hubiera vuelto a encontrar, y ahora que había cogido el extremo de la madeja, no pensaba soltarlo. Pero fui incapaz de preguntarle esa noche a Gita por ella; es decir, ni sabría cómo sacar el tema ni me parecería correcto sacarlo: la mezcla de indecisión y moralidad que se empeña e aguarme la fiesta desde siempre. Así que me tomo el té (que me sabe a agua hervida ligeramente azucarada) y nos fumamos el canuto y aunque no nos enrollamos recibo mensajes como para mantenerme el optimismo sin llegar al delirio; de hecho, Gita se me empezaba a mostrar como ese tipo de persona que en primera instancia resulta exuberante y con el tiempo simplemente un plasta.
Ella insiste en acercarme hasta casa en el coche, pero yo la disuado y me marcho andando. Lo prefiero así, para airear el humo que me enturbia y ralentiza las sinapsis. Nos damos dos besos, uno a cada lado de la boca, rozándonos las comisuras como una promesa de sexo futuro. En ese momento tomo la decisión, y caminando a casa me reafirmo: seguiré con Gita hasta donde pueda, hasta averiguar qué sabe de Z. Lo siento como un punto de no retorno en mi proceso autocomprensión: por si me quedaba alguna duda, soy un cabrón. Lo disfrazo, eso sí, con ropajes de cultura popular, y me veo a mi mismo como Keith Richards en Altamont sodomizando a la generación de las flores; como Bob Dylan en Newport volándole la cabeza a los pazguatos de jersey de cuello cisne y chaqueta de pana a base de feedback. Soy un cruce entre el Agente Flint e Iggy Pop.
De vuelta en el presente, ya está a punto de amanecer. Escribiendo se me ha pasado la noche inesperadamente liviana y tranquila. Me entran unos retortijones y me voy al baño y cago un monstruo que hasta me hace sangrar un poco el culo. Si estuviese dormido: ¿a dónde habrían ido esas ganas de cagar? Echo de menos mi antigua vida nocturna: mi ritual de acostarme, mis posturas favoritas para dormir, levantarme a echar un pis a media noche y volver a arroparme, refocilándome en la pereza de mi cuerpo; echo de menos estirarme hasta que me crujan todas las articulaciones, parapetarme tras el edredón hasta que los ojos se me acostumbren a la luz de la mañana, amasar despreocupadamente las legañas, apagar el despertador y seguir unos minutos en cama, sintiendo los latidos del corazón y cómo las tramas de los sueños se desdibujan y diluyen como volutas de humo. Echo de menos soñar, también.
Me afeito concienzudamente (fosas nasales incluidas) y me ducho y plancho un poco (o plancho mal) el traje. La camisa huele a humedad. Todavía queda un buen rato para acercarme al palacio de exposiciones, así que desayuno con calma, con cuidado de no mancharme y miro por la ventana y espero a que sea la hora.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

:¿Sabía usted que...


si escribe “maricón” en su móvil con la función de teclado predictivo activada le aparecerá el nombre de un famoso político español?

viernes, 7 de noviembre de 2008

: servidor se fija en Ángel Sefija

Acerca de la publicación del quinto tomo recopilatorio de Ángel Sefija (Astiberri):
Las obras del señor Entrialgo me resultan mucho más disfrutables en recopilaciones que seriadas, en pantagruélicos atracones que picoteando entre comidas. Gana una dimensión aglutinadora que no se aprecia en entregas sueltas donde uno sólo espera saciar el prurito del gag, y no siempre se consigue (porque no siempre se busca).
La personalidad del autor, que se nos antoja compleja, se va repartiendo desde hace años entre sus múltiples series y personajes emblema, unos en primera persona y otros en tercera. Con ese look que ha ido evolucionando con el tiempo de bajista de grupo power-pop a profesor enrollado de Conocimiento del Medio, dudo que su grado de pichabravismo llegue a los niveles roccosifrédicos de El Demonio Rojo, o que sea tan cerril como Higueras, o tan dionisíaco como Herminio. Más parecen estos personajes compendios de anecdotarios propios y ajenos llevados al paroxismo, recreaciones y puestas en escena de fantasías confesables y chistes privados. Por acumulación adquieren cada uno su tono y ocupan un lugar propio e inintercambiable en esa gran ópera pop que es la obra de Mauro tomada en su conjunto.
Más próximos a la idiosincrasia del autor parecen los personajes de Drugos y Ángel Sefija. El primero parece una extrapolación distorsionada, un pelín exagerada, de la personalidad acumuladora/coleccionista del autor, plasmada con el físico del calvo de La Pareja Basura. Pero es Ángel, según nuestra tesis, quien personifica en mayor grado al autor: no cabe duda de que para que Ángel se fije, primero Mauro tiene que fijarse. Al contrario que los demás personajes, de Ángel, aparte del nombre, nada sabemos. Ni siquiera es el protagonista de su propia tira: su presencia en la primera viñeta sólo nos sirve de intermediario entre el autor y nosotros, como esos personajes de las pinturas barrocas que aparecen en primer plano, apelando al espectador y haciéndose a un lado para dejarnos ver la escena. La existencia de Ángel no es más que la plasmación de la mirada del autor: es más un pronombre que un sustantivo. Pero por si a alguien le queda alguna duda de que Ángel y Mauro son la misma persona, sólo vasta con fijarse en que el primero no es más que el segundo con barba postiza.
De un dibujo limitado (está claro que no es un virtuoso), pero tremendamente expresivo (esos levantamientos de cejas) y personal. Si el estilo es el resultado de una limitación técnica, no cabe duda de que Mauro hace lustros que ha canalizado esas limitaciones en una manera de hacer única, personal e inconfundible.
Dos detalles lo alejan de la transcripción literal de la realidad, situándolo muy por encima de esa caterva de imitadores/seguidores que se limitan a transcribir chascarrillos, chistes populares y salidas de tono etílicas: una precisión quirúrgica del lenguaje y una meticulosa construcción del discurso; hay un despojamiento total de todo elemento superfluo, tanto en el dibujo como en el texto: hay una búsqueda de lo esencial, de lo caligráfico, logrando que dibujo y texto sean uno e inseparables: cómic total. No sobra ni un solo adjetivo, ni un solo trazo. Una sencillez que no hay que confundir con simplicidad, sino todo lo contrario.

miércoles, 29 de octubre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [48]

Gita comenzó a pasarse por el almacén a la menor excusa, y yo me convertí en el proveedor oficial de jardinería. Un día comimos juntos, y pronto, de forma natural, se convirtió en tradición. Helena se puso celosa de nuestra relación y comenzó a evitarnos. En el coche, cuando conducía ella, ponía la radio y no decía palabra en todo el trayecto; cuando conducía otro, se sentaba atrás, con los brazos cruzados, mirando por la ventanilla sin decir palabra. Un alivio.
Un sábado que conducía Gita, cuando nos quedamos los dos solos, me preguntó si me apetecía tomar algo, y al instante le respondí que sí. Dos cosas tienen en común todas las parejas que he tenido: iniciativa y un adorable pliegue en el antebrazo, a un par de centímetro del interior del codo.
Subimos un momento a su piso para que se quitase el traje de faena. Los mozos de almacén, por suerte, bajo la funda vestimos como personas normales. El piso olía a mil aromas mezclados que serpenteaban a nuestro alrededor, acercándose y alejándose al menor cambio de temperatura o presión, al menor movimiento que se produjese dentro de aquel cubo hermético. Hasta para una persona tan poco olfativa como yo, resultaba agobiante como una perfumería. Mientras Gita se cambiaba en el dormitorio yo curioseé los libros en las estanterías. Greatest Hits de salón de lector poco avezado. Una pequeña decepción.
Junto a la ventana había un frondoso rosal cargado de flores color canela. Me acerqué y comprobé que su aroma era uno de los muchos que habían pasado por mi pituitaria: un olor a ajenjo y melocotón, a pimienta y a miel. Los pétalos, vistos de cerca, pasaban del carmín intenso en la base, a un amarillo pálido que quemaba los bordes. Unos pétalos carnosos, pesados, surcados de venas.
Enfrascado en las rosas me sorprendió Gita, que me dijo que la planta también se llamaba Gita. Casi me asustó que llamase a su rosal como a ella misma, pero ella me corrigió: la que se llamaba Gita no era la planta, sino la rosa. Mme. Gita, para ser más precisos. La había creado su madre, botánica, cruzando la Baby Masquerade y la Orpheline de Juillet. Cómo puedo recordar estos detalles y haber olvidado la cara de Gita es uno de esos misterios de la mente que nunca comprenderé.
Le pregunté si podía ir al baño a refrescarme (como en una película de los años cuarenta) y allí descubrí de dónde procedían, al menos, el ochenta por ciento de los olores de la casa: los bordes de la bañera, varias estanterías y repisas y en general toda superficie horizontal, estaban cubiertas, plagadas, tomadas, invadidas por perfumes, cremas, geles, jabones, talcos de colores, aceites, aguas de colonia, ambientadores y demás frascos indescifrables para un ser humano masculino. Me senté para echar un pis (tenía miedo a que se me escapase una gota en esa Shangri-La de la higiene corporal) y, tras tirar de la cadena, me lavé la cara. Y aquí comenzó mi drama: tras secarme la cara me di cuenta de que no recordaba dónde había posado las gafas. Comencé a tantear entre los frascos de las repisas más próximas, con extremo cuidado para no tirar nada. Ningún resultado. Me puse nervioso; repasé las estanterías más meticulosamente; me puse más nervioso; me tranquilicé: quizás había cometido el típico error de principiante, me dije, y comprobé que no tenía las gafas en la cabeza, en un bolsillo, colgadas del cuello de la camiseta. Oficialmente perdí los nervios. La mente me funcionaba a mil por hora, buscando excusas para explicar mi demora: tanto si me estaba masturbando como echando una larga cagada, había perdido casi todos los puntos frente a Gita. Además, había oído la cisterna hacía una eternidad: ¿qué coño me podía haber retenido en el baño cinco minutos?
En estas encontré las gafas sobre unas toallas en una repisa frente al retrete y recordé que al ponerlas allí pensé que estarían seguras. Salgo al salón e improviso que me he quedado fascinado con su colección de perfumes. Gita parece embarazada por el comentario. Me siento a su lado en el sofá y ella me explica que su madre estaba un poco obsesionada con la higiene. En realidad, se sincera, sufría un grave caso de TOC que le imposibilitaba llevar una vida normal, a ella y a todos los de su entorno. Le pregunto por qué habla de ella en pasado, y me responde que murió hace seis años. Le digo que lo siento y ella me da las gracias. Noto que necesita desahogarse y le tiro un poco de la lengua.
Su madre se ocupaba de la higiene de toda la familia: bañó a Gita hasta que ésta cumplió los once años y se cuadró e insistió en bañarse sola. Aún así, su madre le obligaba a hacerlo con la puerta entreabierta. Esto hasta los trece años, cuando el pudor de las nuevas voluptuosidades pudo más que el miedo a su madre. Entonces comenzó una guerra fría. Gita no lo supo al principio, pero su madre le pintaba pequeños puntos con un rotulador en lugares estratégicos (entre los omóplatos, en la corva de la rodilla, detrás de las orejas…) mientras Gita dormía, y a la noche siguiente comprobaba si seguían allí. Si se había lavado bien, si se había frotado con esmero, los puntos tendrían que haber desaparecido.
Una noche su madre la despertó con gritos y la arrastró hasta la bañera, le arrancó el camisón y la abrasó con agua hirviendo, frotándole con un cepillo mientras le gritaba que era una guarra. Después de esto la internaron en un centro psiquiátrico y se murió a los ocho años, apagándose poco a poco sumida en una depresión. Bueno, esto último me lo he inventado, quizás murió de un problema cardíaco congénito, no sé. Tampoco sé cómo Gita se pudo sincerar tanto conmigo. Yo, por mi parte, me pasé el rato echando miradas furtivas a su escote, donde comprobé que no tenía marca de biquini y me pregunté si sería nudista o haría topless o si tendría ese color de piel acaramelado de nacimiento. Todas las posibilidades me parecieron insoportablemente excitantes y crucé las piernas mientras trataba de consolarla con la mirada.
Me pregunta si me apetece una copa y le digo que sí: ¿qué te apetece?, cualquier cosa. Se levanta y se va a la cocina y yo veo en una estantería, justo detrás de donde ella estaba hasta hace unos segundos, una fotografía en la que salen riéndose Gita y una chica pelirroja y otra con el pelo muy corto y otra que se parece a Z. Me acerco y compruebo que efectivamente es Z y la sangre que se me acumulaba en la polla se me reparte por todo el cuerpo y me quedo lívido. [Continuará]

domingo, 26 de octubre de 2008

:eructos de coliflor [5]

1. Iggy Rock: Uno de los Routters mayores, Jaime Gonzalo, y los bilbaínos Discos Crudos, se ha sacado de la manga una magna hagiografía sobre los reyes indiscutibles del Detroit Rock: The Stooges (¿soy el único al que le parece que los MC5 están sobrevalorados?). Ya desde la encuadernación, en tela negra con logo dorado, el volumen pinta bien, a estudio definitivo. Y una vez abierto, ojeado y leído, uno se confirma en lo presentido: es un libro esencial, no sólo para cualquiera mínimamente interesado en el combo de Jim Osterberg, sino para cualquiera interesado en ese ente mutante llamado “Música Rock” (no podía ser menos viniendo del Gonzalo, experto mayor del reino en los de Ann Arbour, y uno de los pocos plumillas patrios que pueden competir de tú a tú con los grandes popes anglosajones y franchutes del periodismo rock, con perdón). Con su habitual prosa entre erudita y magmática, quizás un poco más comedido de lo habitual, Gonzalo nos conduce cual guía sherpa a través de esta enmarañada epopeya vital, plagada de sexo, drogas, comida macrobiótica, autolaceraciones y rock’n’roll (o así). Como en el archiconocido Por Favor Mátame, de McNeil y McCain, aquí el autor deja que el peso de la narración recaiga en los propios protagonistas, y adláteres, cuyas palabras son entresacadas de entrevistas, declaraciones y biografías varias. Las contradicciones, lógicamente, afloran a cada paso: nadie recuerda los hechos de la misma forma (tal como se castigó el cuerpo esta gente, lo raro es que simplemente recuerden algo). El señor Gonzalo se limita (que no es poco) a hilvanar estas declaraciones, a imbricarlas en un discurso homogéneo que nos sitúa en la época y lugar de una forma vívida y descarnada, evitando la idolatría fanática, mostrándose crítico cuando es menester, y desaforadamente entregado cuando no queda más remedio.
El volumen, profusamente ilustrado, se completa con (atención): letras de todas sus canciones, cronología del sonido Detroit desde su prehistoria hasta los 70’s, discografía completa de los interfectos y alguna sorpresa más. Lo que se dice una gozada. Por si no lo he dicho, su título es: The Stooges. Combustión espontánea. Un instante de Eternidad y Poder (1965-2007). Simón dice que ya están tardando.

2. “No es que estuviéramos por delante de nuestra época, es que todos los demás estaban por detrás”. Iggy Pop.

3. Avantgarden: ubu.com/sound es la división sonora de la Ubuweb (una especie de youtube cool y chanante). Estos superhéroes ponen a nuestra disposición una impresionante colección de grabaciones sónicas raritas de encontrar, para oír o bajar, usted elige; grabaciones variopintas, desde las vanguardias históricas hasta spokenwords de renombrados prohombres, de Duchamp a Zorn, de John Cage a Patti Smith. Si no lo sabían, ya lo saben.
4. El chasquido con el que empezó todo: En esta página (www.firstsounds.org) de la organización First Sounds podéis encontrar, además de información sobre los primeros sonidos grabados (de ahí el nombre tan bien escogido), algunas de esas grabaciones disponibles. Fantasmagoría sonora interesante y reveladora. Por si a alguien le quedaba alguna duda, el primero no fue Edison. Ahora sólo queda elucubrar sobre cuál será el último sonido grabado por el hombre; pero a menos que la tierra venga con caja negra, lo tenemos crudo. Yo apuesto por “Era visto”.

:nadie es perfecto [5]


(Sufre de serios problemas de estreñimiento que combate con lavativas diarias de aceite de oliva templado y vaselina)

viernes, 24 de octubre de 2008

:geometría

Inauguramos con este texto el apartado de relatos a la carta. El autor, su seguro servidor de ustedes, se compromete a escribir un cuentito a partir de una frase iniciadora que cualquiera tenga a bien sugerirle. Para esta primera entrega, la frase (en mayúsculas) ha sido remitida por Pilar R.F., de Pontevedra. Ahí va:
SUPE QUE LLOVÍA PORQUE AL LEVANTAR LA VISTA VI A UN HOMBRE QUE LLEVABA UN PARAGUAS ABIERTO. Me quedé así un rato, mirando la calle, descansando los ojos: Doña Teresa decía que hay que descansar la vista cuando se está frente al ordenador, mirar a lo lejos, fijar la vista, enfocar. No recuerdo el porcentaje de tiempo que hay que hacer esto por cada hora de ordenador, pero seguro que son cifras exactas, como las cantidades de las recetas de cocina que nos empeñamos en convertir en aproximaciones, negándonos a claudicar frente al imperativo matemático que lo estructura y lo rige todo.
La calle se llena de manchas oscuras y pronto brilla mojada por una lluvia que todavía no veo. La vecina de arriba se da otro paseo con los zapatos de tacón. Como nuestros pisos tienen la misma estructura puedo coreografiar sus movimientos con facilidad siguiendo el traqueteo de sus tacones. Ahora se para justo sobre mí, frente a su ventana idéntica a la mía. En línea recta mi cabeza y sus pies no están separados más de un metro y medio. Pero raramente la vida se mueve en línea recta, sino que da rodeos como un autobús.
Gonzalo me advirtió de la vecina. Me dijo que se pasaba el día en zapatos de tacón, paseándose por el piso sin parar. Yo le dije que no me importaba, que yo sólo quería el piso para dormir, y lo que hiciesen los vecinos durante el día me traía sin cuidado. Eso fue antes del accidente, claro.
La vecina se pone otra vez en marcha: se va al cuarto de baño; oigo como cierra la puerta, a pesar de que vive sola, y como se sienta en la taza. Tardé meses en identificarla en el rellano por la descripción de Gonzalo. Yo no paraba mucho en casa y ella no sale mucho. Sólo a por el correo y a por el pan, al supermercado dos veces por semana, al cine una o dos veces al mes con su hermana. Las oigo hablando y riéndose cuando vuelven de ver una película. Tiene una voz alegre, cantarina, ligeramente desafinada. Sé que le gusta Clint Eastwood, o al menos sus películas. Oigo como tira de la cadena y yo vuelvo a concentrarme en la película.
Al rato, de reojo, veo como vuelve a pasar alguien por la calle. Han encendido las farolas y la lluvia arrecia a contraluz. Juraría que es el mismo hombre de antes, juraría que busca algo, o espera a alguien. Mira las fachadas de enfrente, mira mi fachada. No creo que pueda verme aquí, con la luz apagada y la cortina corrida, pero instintivamente me encojo y me aparto de la ventana. Ya he perdido el hilo de la película y me rindo a la evidencia de que he desperdiciado cuarenta minutos de mi vida intentando sacar algo en limpio. Pero mejor eso que perder una hora y media. Saco el cd del ordenador y meto otro, uno cualquiera, el primero de la tarrina. El cd da vueltas dentro del ordenador mientras el hombre se pone otra vez en marcha y desaparece calle arriba.
Gonzalo me ha dejado seis tarrinas de 25 cd’s con películas hace tres semanas y no se ha vuelto a pasar por el piso. Me llamaba de vez en cuando, al principio, y me preguntaba qué tal las películas y yo le contaba qué tal la espalda. Desde entonces sólo veo a Viorica, mi fisioterapeuta, que viene todos los días una hora y media, de cinco a seis y media. Anteayer me dijo que se notaba una mejoría en mi espalda y que pronto podríamos pasar a una sesión cada dos días. Lo dijo para animarme, pero casi me echo a llorar.
Hoy, mientras me ayudaba a ponerme el arnés, me pregunta qué tal estoy. La miro a los ojos sin saber que contestar porque no sé en qué nivel de profundidad está interesada. Le respondo que me han salido sabañones, quizás por estar todo el día sentado. Ella no sabe a qué me refiero y le enseño los pies: sabañones, le digo. Me pregunta si tengo cebollas y le digo que alguna habrá en la cocina. Vuelve al rato con un plato hondo con una cebolla cortada en rodajas y me la frota por los pies. Eso debería calmarme. Me dice que hay algo que huele mal en la cocina, como a carne estropeada. Le digo que llevo tres semanas sin agacharme, así que es posible que haya algo podrido bajo algún mueble y no me haya enterado. Tengo olfato de fumador, y pulmones de fumador y dientes de fumador, a pesar de no haber fumado nunca en la vida.
La vecina se ha pasado un momento por la ventana, ha descorrido las cortinas, las ha vuelto a correr y se ha marchado a la cocina a hacer la cena. Al rato ha vuelto el hombre y se ha parado de nuevo ahí enfrente y me lo he vuelto a quedar mirando, formando él y yo, sin él saberlo, una línea recta, un segmento. Por unos segundos no hemos coincidido con la vecina, por unos segundos no hemos formado un triángulo isósceles con el que romper el plano en el que habitamos todos, atrapados, desde que existe la cámara fotográfica. Seguimos tres ritmos distintos, tres órbitas que raramente coinciden, que raramente se eclipsan.
Yo, por mi parte, intento con todos los medios a mi disposición romper el tempo metronómico que pauta mis movimientos, actuando sincopadamente, con acciones y reacciones impredecibles hasta para mí: arrojo unos cubitos de hielo en el retrete y tiro de la cadena, veo la tele reflejada en el espejo, pulso el espaciador del teclado con el dedo meñique, meo a la pata coja. Sólo una vez, como actos vandálicos desordenados: actúo y echo a correr.
Cuando el hombre en la calle cierra el paraguas y sigue su recorrido, oigo a mi vecina acercándose al dormitorio y cerrando la persiana: esta noche ya no podrá ser. Quizás mañana tengamos más suerte.

viernes, 17 de octubre de 2008

:stars [12]

Mi compañero de proyección, Winston Cho, me acompaña al comedor, vacío, dónde nos servimos de un buffet frío. Es un hombre de pocas palabras, quizás porque vive de ellas. Es guionista del estudio, el cargo más importante de todos. No lo dice ni con ironía ni con orgullo, sino con la neutralidad con que uno diría “aparcamiento reservado para minusválidos”. No me explica en qué consiste la grandeza de su cargo y yo, con la laringe todavía resentida, tampoco acierto a preguntarle. Supongo que todo se explicará a su debido tiempo. Y así es.
Paso la noche en una habitación privada. Tiene dos camas pero una está vacía y puedo tirarme pedos toda la noche, algo que echaba terriblemente de menos. Me recreo en mi olor corporal, en mi intimidad recién recuperada.
Por la mañana me despierta una hiperactiva ayudante de producción que me trae mi vestuario para esa mañana: una toalla. Me dice que me presente en el plató 2 antes de desayunar y desaparece de nuevo.
Salgo al pasillo, que hierve de actividad controlada, y pregunto a la primera mujer atractiva con la que me cruzo dónde está el plató 2. Me dice que la siga: vamos en la misma dirección.
El plató dos simula una vivienda suburbana de una nebulosa clase media: podría ser de un trapero, de un profesor de secundaria o de un ortodoncista. La lucha contra la generalidad, como pronto comprendo, es uno de nuestros principales frentes abiertos.
La ayudante de producción que me despertó me presenta al director (Des Truman), un tipo distante (más tímido que altivo, sin embargo) y de escrutadora mirada profesional. Me pide que me desnude de cintura para arriba, lo que hago sin protestar. Me observa los brazos y se detiene en la equimosis verdosa que me adorna la sangría del brazo.
-No tapéis esto- le indica a la ayudante de producción. Ésta me acompaña a un dormitorio infantil de la falsa vivienda habilitado como vestuario. Allí se presenta (Brenda) y, mientras me ayuda a desvestirme y a ponerme un albornoz, me hace una rápida y completa composición de lugar: escena de ducha; rutinaria; oigo un ruido y escucho con atención; me cubro con una toalla y salgo. No debería costarnos más tiempo rodarla de lo que le ha llevado explicármela; y podré desayunar.
Cubierto sólo con el albornoz, me acompaña hasta el cuarto de baño, donde un reducido equipo me espera para rodar la escena. Des me lleva a un aparte y me explica que lo único que quiere de mí es naturalidad, que me duche como si no hubiese nadie mirando. También me dice que sólo queda la cola de la bobina, no más de dos minutos, así que tendrá que salir bien a la primera. Noto como mi miembro, todavía dolorido por la sonda, mengua hasta ocultarse como un pajarillo entre el vello púbico.
Ya en la ducha, desnudo, esperando a que el agua se temple, Des me dice, para redondear la situación, que me cogerán en desnudo frontal un segundo, justo cuando abra la mampara para escuchar. Un segundo en pantalla pero toda la eternidad en Internet convertido en fotografía. Eso me da que pensar: cada segundo de lo que hacemos puede ser eterno.
Sea como fuere, mientras me giro para comprobar la temperatura del agua con la mano derecha, me masajeo la polla con la izquierda para alcanzar un volumen menos vergonzante. Y rodamos.
La verdad es que necesito una ducha, así que me limito a ducharme, pensando, eso sí, en actuar con naturalidad: un pensamiento oculto como una corriente de agua subterránea. Cuando me sueno con fuerza los mocos reblandecidos por el agua, oigo un histérico “corten”. Des abre la mampara y, controlando ostensiblemente los nervios, me corrige:
-No tan natural.
Tenemos que eliminar, me explica, todo fluido corporal que no sea narrativo; y mis mocos no aportan nada al devenir de la historia. O al menos eso cree. Respiramos hondo, me recuerda que tiene que salir bien a la primera (aclaración que no entiendo, pues NO ha salido bien a la primera) y volvemos a rodar.
Me enjabono imprecisamente, pendiente del ángulo que muestro a cámara: un tres cuartos que resalta mis tríceps y me disimula la tripita incipiente. De pronto, creo oír algo; sí: dirijo mi oído derecho, el bueno, hacia la fuente del sonido. Abro la mampara para asegurarme: o sí, esto marcha: mi cuerpo húmedo, brillante, sexy. Me excito a mí mismo, me pongo cachondo: mi pene se llena de venas infladas, marcadas; cuelga orgulloso y pesado como una bolsa llena a rebosar de fruta fresca. Una gota de almíbar pende de su extremo, ingrávida, eterna, gloriosa. No sé que pensarán ustedes, pero esto es lo que yo llamo una escena perfecta.

jueves, 16 de octubre de 2008

:dos resoluciones

Las dos resoluciones a sendos crímenes presentados ante ustedes, el jurado, el pasado 31 de julio:
1- La solución a los crímenes del castillo de DelaCourt se haya oculta tras dos paradojas. La primera, que el mismo asesino propusiera mostrar los pertrechos para descubrir al asesino, que finalmente fue descubierto y que, sí, era Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau. Su idea no era la de mostrar su miembro viril a todos los presentes, como tantas veces había hecho con anterioridad, no. Su plan era el de presentarse a sí mismo no sólo como inocente, sino como el primer interesado en descubrir al culpable. Su fallo: la segunda paradoja. Tan inocente se quiso mostrar que no convenció a nadie: todos los presentes, entre sus vestimentas, ocultaban un arma defensiva (un candelabro de plata, un abrecartas, un tenedor de trinchar…) lo cual, teniendo en cuenta la serie de catastróficos crímenes que se venían perpetrando en las últimas horas en el castillo de DelaCourt, no sólo era normal y comprensible, sino prácticamente inexcusable. El único que no iba armado, a excepción de su cachiporra de carne, era Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau. Así fue como la falta de un arma del delito apuntó al culpable.

2- Si al primer crimen aquí presentado todos supieron darle solución al instante, lo contrario ocurrió con la misteriosa muerte de Mr. Gattlin, que nadie supo resolver. Efectivamente, si los culpables (o en este caso uno de los culpables) no hubiesen confesado, el crimen seguiría a día de hoy irresuelto.
También hay una paradoja envuelta entre la maraña de pequeños actos que conformaron el drama: el arma del delito fue un utensilio habitualmente usado por los investigadores de la policía y del Cuerpo de Bomberos de su Majestad, y que tan inútil les había resultado en esta investigación concreta: una lupa.
Los culpables: los dos niños que intentaron robar el libro de Henry Millar atraídos por la fama de licencioso malditismo que envolvía el volumen. A la tarde siguiente del infructuoso hurto, los dos infantes, Patrick Longstrum y Terrence Hunter, de 12 y 13 años respectivamente, con ánimo de venganza se apostaron frente a la librería Mackintosh, sita en el número 1 de Beech Street, cerrada como todos los domingos, armados con la antedicha lente de aumento propiedad de Nicholas W. Hunter, filatélico de pro y, a la sazón, padre de Terrence. Proyectando el reconcentrado rayo solar de esa calurosa sobremesa de agosto sobre un manojo de facturas de la librería a través del cristal del escaparate, Patrick y Terrence querían dar un escarmiento al antipático librero con un correctivo en forma de pequeño fuego. Como el tamaño de un fuego depende de lo que uno queme, y como en una librería combustible vegetal es lo único que no falta, pronto la llama se les fue de las manos y huyeron como alma que lleva el diablo.
No fue hasta el día siguiente en que supieron de la accidental muerte de Mr. Gattlin por los titulares de los tabloides, con lo que su travesura agravada a delito contra la propiedad se había transformado por ensalmo en homicidio involuntario. Patrick, no pudiendo soportar los remordimientos, se personó a los dos días en la comisaría de policía de Regent Street y confesó los hechos. Tras las investigaciones pertinentes y el juicio de rigor, se condenó a Patrick y a Terrence a 8 años de reclusión en un centro reformatorio, de los que sólo llegaron a cumplir 6. Patrick regenta en la actualidad una librería especializada en ciencias naturales, y Terrence, como su padre, se dedica a la cría de caballos de carreras. Ninguno de los dos ha confesado a día de hoy quien sujetaba la lupa aquel fatídico domingo.

miércoles, 15 de octubre de 2008

:eructos de coliflor [4]

1. Qué daño han hecho los teléfonos móviles a las películas de terror! Todas, sin remisión, se ven obligadas a justificar en el primer acto el aislamiento que supone no tener línea: ya sea por falta de cobertura en un entorno aislado, ya sea que se han quedado sin batería, que el celular se les ha roto, se lo han robado, lo han perdido… Parece que nadie se ha planteado la posibilidad de un protagonista sin móvil, porque ya sabemos que el cine no busca lo real, sino lo verosímil; y a estas alturas ya no resulta verosímil la idea de un ser humano sin teléfono móvil. Los primeros en comprender lo desasosegante de esta situación han sido los japoneses, que ya han construido varias películas de terror sustentadas sobre esa premisa: en un país donde la humanidad convive aglomerada, casi hacinada, donde es imposible sentirse (físicamente) aislado, donde es imposible encontrar un rincón sin cobertura, la muerte es precedida por el tintineo de un politono.
2. A Jeffrey Brown lo conocemos por estas latitudes sobre todo por su trilogía de las ex-novias y demás tebeos autobiográficos que Ediciones la Cúpula ha tenido el acierto y el buen gusto de editar en unos coquetos volúmenes, no especialmente lujosos pero muy recomendables. Pero el bueno de Jeffrey es un autor más polifacético de lo que estas muestras podrían hacer suponer: no sólo ha publicado comics abiertamente humorísticos sino que, oh sorpresa, también ha hecho sus pinitos en el cómic superheroico mainstream. En el 2004 se marcó un simpático, breve, original y extraordinariamente bien ilustrado minicómic sobre Lobezno, titulado Wolverine: Dying Time. Como por evidentes motivos legales esta curiosidad no podrá ser editada de un modo oficial, unos buenos amigos se han tomado la molestia de escanearlo y colgarlo aquí (http://dyingtime.googlepages.com/WolverineDyingTime.html), para que cualquiera se lo lea, se lo hojee o se lo baje por la patilla (nunca mejor dicho); en cualquier caso, para que lo disfrute. Simón dice…
3. Sin destripar demasiado dicha historieta, dejemos constancia aquí de lo floreciente que se haya últimamente un subgénero que nos apasiona a algunos (¿eh, Under?): las de zombies. A los últimos (reconocidos o no) remakes de flins clásicos, a las 28 secuelas después, a la segunda (o tercera) juventud de George A., a la rentable franquicia de los Marvel Zombies, se le han unido en los últimos meses ediciones hispanas de pestilentes tochos con zetas en el título. Primeramente, la patria Apocalipsis Z, del exitoso blogger Manuel “Cuajarón” Loureiro. Un libro, y unas circunstancias, sobradamente conocidos como para explayarme aquí. Sólo apuntar que a un servidor le resultó un volumen reiterativo, aburridillo (le sobran la mitad de las páginas) y, lo siento, mal escrito. Un par de pasajes interesantes y poco más. A pesar de ser un Serie-Z de manual (perdón por el chiste) ha tenido el suficiente éxito como para que otras editoriales se lancen a la caza del muerto viviente. Así hemos podido disfrutar de la traducción de Guerra Mundial Z, de Max Brooks: este sí, un libro original, adictivo, poliédrico y exhaustivo. Un clásico Zombie instantáneo. Y recientemente, la edición del libro de culto Zombie: Guía de supervivencia, también del hijo de Mel. Este libro es exactamente lo que uno podría suponer por su título: una guía de supervivencia ante ataque zombie. Entre el humor negro y el apunte inquietante, trufado de frases lapidarias, este coqueto librillo supone la mitad teórica del díptico que conforma con Guerra Mundial Z, que sería la práctica. Con una prosa seca y antirretórica (muy de manual, vaya), se toma tan jocosamente en serio a sí mismo que uno no puede evitar tomárselo también un poco en serio: como fábula, como metáfora, como imagen especular, da que pensar. Leído a ratos, entre medias de otros libros, he de reconocer que me ha calado más hondo de lo que creía, y que me he sorprendido en mitad de un Pierre Michon esperando a que un zombie pillara desprevenido a Van Gogh.
Sólo nos queda, puestos a soñar, que la HBO se saque de la manga una serie zombie. Ays, ¿no sería hermoso?

4. De “Nosotros tres”, de Jean Echenoz: “Los transeúntes, por la acera de enfrente, iban y venían con sus ideas, su bolsita gelatinosa de pensamientos temblando como una flor translúcida en lo alto de su cabeza, sacudiéndose al ritmo de sus pasos”. Pues eso.

martes, 14 de octubre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [47]

La última de la lista es Z, suma y resto, compendio y resumen de todas las anteriores: una imagen y una presencia ligeras, como el vaciado de todo lo que sobra en mi vida y en el mundo, un cofre de carne y hueso con todo lo que necesito. Durante meses evité buscarla, pero la entreveía en cada persona de pelo largo que se paseaba por mi visión periférica. Y después con pelo corto: podía habérselo cortado, pensaba, y en ese momento comprendí que ya era una obsesión. Se convirtió en una arritmia, en un dolor de estómago. Acabé por volver asiduamente al bar donde trabajaba, pero ya no trabajaba allí. Había desaparecido. ¿Se habría ido a Francia? Daba igual, le había perdido el rastro y, en la práctica, podría estar en Marsella o en el piso de al lado: seguíamos circuitos independientes. Estaba fuera de mi vida.
La primera pista la encontré a través de Gita Gonzales.
Por aquella época entré a trabajar como chico de almacén de un conocido centro comercial cuyo logotipo es un triángulo isósceles verde. Formábamos los chicos de almacén un grupo unido y bien avenido basado en tres simples postulados: robar lo máximo posible, fumar el mayor número posible de porros, trabajar lo mínimo posible. Cualquiera que abrazase este tríptico era bien recibido; cualquiera que lo rechazase, aunque sólo fuera en parte, era mirado con sospecha y tratado con recelo. Éramos el terror de la sucursal, éramos los chicos malos, éramos la gangrena corroyendo el corazón mismo del capitalismo. Aunque para nosotros todo se reducía a pasar las ocho horas de jornada laboral lo mejor y más rápidamente posible.
Nuestras bacanales drogotas en la rampa trasera del almacén se hicieron famosas entre ciertos círculos, y pronto algunas balas perdidas de traje comenzaron a pulular por la zona en sus descansos para el café y el cigarrillo. Como quien no quiere la cosa aceptaban una calada furtiva de nuestros cigarrillos de la risa, para sobrellevar la jornada con mejor ánimo y semblante. No podíamos culparlos; después de todo, nosotros permanecíamos ocultos en el alcantarillado, vivíamos entre bambalinas: eran ellos los que ponían la cara y la sonrisa como actores de una representación teatral insoportablemente larga, monótona y aburrida. Y eso merece un respeto.
Una de las trajeadas asiduas era Gita, que siempre se pasaba por allí con una tal Helena. Leí su nombre en la chapa de su solapa y le pregunté de dónde venía (el nombre, no ella: ella venía de la sección de jardinería). No era un diminutivo de nada, me informó su inseparable Helena antes de que Gita pudiese abrir la boca. Es un nombre indú. Su madre es de origen indio, aunque nació en Londres, donde conoció a su marido, el padre de Gita, que es portugués. De ahí el exótico nombre de Gita Gonzales. Helena, como se encargó de recalcar con absurdo orgullo, se escribía con hache. Lo único mudo que tenía, como pronto pude averiguar. También averigüé pronto que las dos vivían en la misma ciudad que yo y que, como yo, tenían que hacer una hora de viaje de ida y otra de vuelta para venir a trabajar. Me preguntaron si quería unirme a la rueda de tres coches (los dos suyos y otro de una tal Begoña o Verónica, no recuerdo bien, de la sección de revistas). Les dije que encantado, aunque me acababa de comprar un bono mensual para el tren. Lo que uno hace por la simple posibilidad de frotar la punta de la polla. Toda la historia de la humanidad, todas las panorámicas y detalles, todos los avances y retrocesos, las luces y las sombras, TODO, por quince minutos de roce.
Por fortuna, salvo cuando conducía ella, Helena era la primera en bajarse del coche. Poco después se bajaba Begoña-Verónica y nos quedábamos Gita y yo solos unos cinco minutos. Cinco minutos cada dos días. No era mucho, pero por aquel entonces me parecía suficiente. Las primeras semanas nuestra relación avanzaba lenta: nos costó días pasar de las conversaciones sobre intendencia, atajos y calles con dirección única, a los standards sobre el tiempo y el trabajo: desconcertantemente variable el primero, insoportablemente invariable el segundo, convenimos. Con timidez, como a hurtadillas, encontramos nuestro primer punto en común: ninguno de los dos soportábamos a Helena. Fue un alivio. La atmósfera del interior del coche pareció despresurizarse y a partir de ese día todo fue más liviano y límpido. Nuestras miradas comenzaron a encontrarse con complicidad, y eso siempre es el principio de algo y el final de otro algo. [Continuará]