Las dos resoluciones a sendos crímenes presentados ante ustedes, el jurado, el pasado 31 de julio:
1- La solución a los crímenes del castillo de DelaCourt se haya oculta tras dos paradojas. La primera, que el mismo asesino propusiera mostrar los pertrechos para descubrir al asesino, que finalmente fue descubierto y que, sí, era Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau. Su idea no era la de mostrar su miembro viril a todos los presentes, como tantas veces había hecho con anterioridad, no. Su plan era el de presentarse a sí mismo no sólo como inocente, sino como el primer interesado en descubrir al culpable. Su fallo: la segunda paradoja. Tan inocente se quiso mostrar que no convenció a nadie: todos los presentes, entre sus vestimentas, ocultaban un arma defensiva (un candelabro de plata, un abrecartas, un tenedor de trinchar…) lo cual, teniendo en cuenta la serie de catastróficos crímenes que se venían perpetrando en las últimas horas en el castillo de DelaCourt, no sólo era normal y comprensible, sino prácticamente inexcusable. El único que no iba armado, a excepción de su cachiporra de carne, era Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau. Así fue como la falta de un arma del delito apuntó al culpable.
2- Si al primer crimen aquí presentado todos supieron darle solución al instante, lo contrario ocurrió con la misteriosa muerte de Mr. Gattlin, que nadie supo resolver. Efectivamente, si los culpables (o en este caso uno de los culpables) no hubiesen confesado, el crimen seguiría a día de hoy irresuelto.
También hay una paradoja envuelta entre la maraña de pequeños actos que conformaron el drama: el arma del delito fue un utensilio habitualmente usado por los investigadores de la policía y del Cuerpo de Bomberos de su Majestad, y que tan inútil les había resultado en esta investigación concreta: una lupa.
Los culpables: los dos niños que intentaron robar el libro de Henry Millar atraídos por la fama de licencioso malditismo que envolvía el volumen. A la tarde siguiente del infructuoso hurto, los dos infantes, Patrick Longstrum y Terrence Hunter, de 12 y 13 años respectivamente, con ánimo de venganza se apostaron frente a la librería Mackintosh, sita en el número 1 de Beech Street, cerrada como todos los domingos, armados con la antedicha lente de aumento propiedad de Nicholas W. Hunter, filatélico de pro y, a la sazón, padre de Terrence. Proyectando el reconcentrado rayo solar de esa calurosa sobremesa de agosto sobre un manojo de facturas de la librería a través del cristal del escaparate, Patrick y Terrence querían dar un escarmiento al antipático librero con un correctivo en forma de pequeño fuego. Como el tamaño de un fuego depende de lo que uno queme, y como en una librería combustible vegetal es lo único que no falta, pronto la llama se les fue de las manos y huyeron como alma que lleva el diablo.
No fue hasta el día siguiente en que supieron de la accidental muerte de Mr. Gattlin por los titulares de los tabloides, con lo que su travesura agravada a delito contra la propiedad se había transformado por ensalmo en homicidio involuntario. Patrick, no pudiendo soportar los remordimientos, se personó a los dos días en la comisaría de policía de Regent Street y confesó los hechos. Tras las investigaciones pertinentes y el juicio de rigor, se condenó a Patrick y a Terrence a 8 años de reclusión en un centro reformatorio, de los que sólo llegaron a cumplir 6. Patrick regenta en la actualidad una librería especializada en ciencias naturales, y Terrence, como su padre, se dedica a la cría de caballos de carreras. Ninguno de los dos ha confesado a día de hoy quien sujetaba la lupa aquel fatídico domingo.
jueves, 16 de octubre de 2008
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