Mi compañero de proyección, Winston Cho, me acompaña al comedor, vacío, dónde nos servimos de un buffet frío. Es un hombre de pocas palabras, quizás porque vive de ellas. Es guionista del estudio, el cargo más importante de todos. No lo dice ni con ironía ni con orgullo, sino con la neutralidad con que uno diría “aparcamiento reservado para minusválidos”. No me explica en qué consiste la grandeza de su cargo y yo, con la laringe todavía resentida, tampoco acierto a preguntarle. Supongo que todo se explicará a su debido tiempo. Y así es.
Paso la noche en una habitación privada. Tiene dos camas pero una está vacía y puedo tirarme pedos toda la noche, algo que echaba terriblemente de menos. Me recreo en mi olor corporal, en mi intimidad recién recuperada.
Por la mañana me despierta una hiperactiva ayudante de producción que me trae mi vestuario para esa mañana: una toalla. Me dice que me presente en el plató 2 antes de desayunar y desaparece de nuevo.
Salgo al pasillo, que hierve de actividad controlada, y pregunto a la primera mujer atractiva con la que me cruzo dónde está el plató 2. Me dice que la siga: vamos en la misma dirección.
El plató dos simula una vivienda suburbana de una nebulosa clase media: podría ser de un trapero, de un profesor de secundaria o de un ortodoncista. La lucha contra la generalidad, como pronto comprendo, es uno de nuestros principales frentes abiertos.
La ayudante de producción que me despertó me presenta al director (Des Truman), un tipo distante (más tímido que altivo, sin embargo) y de escrutadora mirada profesional. Me pide que me desnude de cintura para arriba, lo que hago sin protestar. Me observa los brazos y se detiene en la equimosis verdosa que me adorna la sangría del brazo.
-No tapéis esto- le indica a la ayudante de producción. Ésta me acompaña a un dormitorio infantil de la falsa vivienda habilitado como vestuario. Allí se presenta (Brenda) y, mientras me ayuda a desvestirme y a ponerme un albornoz, me hace una rápida y completa composición de lugar: escena de ducha; rutinaria; oigo un ruido y escucho con atención; me cubro con una toalla y salgo. No debería costarnos más tiempo rodarla de lo que le ha llevado explicármela; y podré desayunar.
Cubierto sólo con el albornoz, me acompaña hasta el cuarto de baño, donde un reducido equipo me espera para rodar la escena. Des me lleva a un aparte y me explica que lo único que quiere de mí es naturalidad, que me duche como si no hubiese nadie mirando. También me dice que sólo queda la cola de la bobina, no más de dos minutos, así que tendrá que salir bien a la primera. Noto como mi miembro, todavía dolorido por la sonda, mengua hasta ocultarse como un pajarillo entre el vello púbico.
Ya en la ducha, desnudo, esperando a que el agua se temple, Des me dice, para redondear la situación, que me cogerán en desnudo frontal un segundo, justo cuando abra la mampara para escuchar. Un segundo en pantalla pero toda la eternidad en Internet convertido en fotografía. Eso me da que pensar: cada segundo de lo que hacemos puede ser eterno.
Sea como fuere, mientras me giro para comprobar la temperatura del agua con la mano derecha, me masajeo la polla con la izquierda para alcanzar un volumen menos vergonzante. Y rodamos.
La verdad es que necesito una ducha, así que me limito a ducharme, pensando, eso sí, en actuar con naturalidad: un pensamiento oculto como una corriente de agua subterránea. Cuando me sueno con fuerza los mocos reblandecidos por el agua, oigo un histérico “corten”. Des abre la mampara y, controlando ostensiblemente los nervios, me corrige:
-No tan natural.
Tenemos que eliminar, me explica, todo fluido corporal que no sea narrativo; y mis mocos no aportan nada al devenir de la historia. O al menos eso cree. Respiramos hondo, me recuerda que tiene que salir bien a la primera (aclaración que no entiendo, pues NO ha salido bien a la primera) y volvemos a rodar.
Me enjabono imprecisamente, pendiente del ángulo que muestro a cámara: un tres cuartos que resalta mis tríceps y me disimula la tripita incipiente. De pronto, creo oír algo; sí: dirijo mi oído derecho, el bueno, hacia la fuente del sonido. Abro la mampara para asegurarme: o sí, esto marcha: mi cuerpo húmedo, brillante, sexy. Me excito a mí mismo, me pongo cachondo: mi pene se llena de venas infladas, marcadas; cuelga orgulloso y pesado como una bolsa llena a rebosar de fruta fresca. Una gota de almíbar pende de su extremo, ingrávida, eterna, gloriosa. No sé que pensarán ustedes, pero esto es lo que yo llamo una escena perfecta.
viernes, 17 de octubre de 2008
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