sábado, 28 de junio de 2008

:stars [5]

[Continuación] Le echo un vistazo al book digital de mis primeras sesiones de fotos. A parte de disimularme los moratones con photoshop, me han reducido las patas de gallo y limado el hueso nasal. Puedo considerarlo un anticipo de lo que llegaré a ser en el futuro. La conexión a internet está capada; no se nos permite acceder a nuestro correo electrónico, ni a ningún portal de noticias, ni a ningún foro. En realidad sólo podemos acceder a páginas de porno gratuito. A mi lado un tipo se frota la polla metiéndose la mano en el bolsillo. Apago mi ordenador y le dejo un poco de intimidad. Voy a probar algo: lleno un cubo de agua y lo escondo en el último retrete.
Hay gente que comienza a agobiarse por el aislamiento; yo no: no tengo una vida ahí afuera, así que non tengo nada que echar de menos.
Lo comentan cabizbajos, cuchicheando durante la cena. Yo les digo que hemos firmado un contrato, y que el aislamiento aparecía bien claro en el punto 16. Ni siquiera han recurrido al subterfugio de la letra pequeña. Otros me dicen que las comidas son cada vez más escasas, lo que no puedo negar que sea cierto. Tampoco me parece un inconveniente, más bien lo contrario: considero la frugalidad una virtud, pero por desgracia choca frontalmente con mi gula desmedida. Desde que estoy aquí dentro me siento más sano y mis deposiciones tienen un color más hermoso y una mayor consistencia. Además, empiezan a marcárseme un par de abdominales (no, esta vez no son pliegues).
Me parece reconocer a un tipo que rebaña su plato en un extremo de la mesa. Cuando todos se van al cuarto de juegos o a echar unos cigarros al patio me acerco a él. Es un tipo bien entrado en la cincuentena, con la melena canosa recogida en una coleta floja, barba de una semana, mirada perdida y esclerótica amarilla. Le digo que su cara me suena, que si ha salido en algo que yo haya podido ver. Me dice que no cree, que es nuevo en este sector. Viene de la música, y quizás me resulte familiar porque es de la época en que los cantantes salían en las portadas de los discos. Yo no compro discos ni voy a conciertos, le digo. Él tampoco, me dice. Se pone nostálgico y dejo que rememore en voz alta (me gusta conocer al enemigo): ahora ya sólo hay festivales y macro conciertos, se lamenta. Antes tocaba de noche, como colofón, como fin de fiesta, con los juegos de luces resaltando los matices de cada canción y el resto de los músicos sentados reverencialmente entre bambalinas, disfrutando como el resto del público. Ahora le obligan a tocar a primera hora de la tarde, con el sol en lo alto, el sonido defectuoso y un público escaso que salpica la planicie frente al escenario, mientras la mayoría aún se desperezan en sus tiendas de campaña. Han llegado sus años de decadencia comercial, y se ha dado cuenta de que es la única decadencia que existe. Se ha inscrito en este curso para ampliar su campo de posibilidades laborales. En los setenta salió de juerga con Jack Nicholson y le dijo que interpretar era más fácil que mear con cistitis. Todavía conserva algunos contactos de aquella época y cree que no le faltarán ofertas. Estoy seguro de que sí, le digo; si hay algo que se demanda en el mundo audiovisual actual son hippies cincuentones trasnochados con alopecia incipiente, cerebro medio fundido y barriga cervecera. Le lloverán las ofertas. Pobre desgraciado. Salgo afuera a ver como los demás se envenenan mientras el sol se pone al otro lado de las vayas, sobre las colinas del mojave. [Continuará]


viernes, 27 de junio de 2008

:stars [4]

[Continuación] La chica de la litera de arriba (en estos momentos se hace llamar Samantha Killye, pero durante un tiempo se hizo llamar Kyrsten Bunnie, aunque está pensando en cambiárselo por Norah Walton… le digo que tiene un serio problema con los nombres artísticos, que los dos primeros parecen de personaje de película porno de los setenta, y el tercero de congresista republicana) y yo seguimos con nuestras sesiones de sexo nocturno. Cada vez son más salvajes y tengo el cuerpo lleno de moratones, por lo que los maquilladores tienen que esmerarse para las sesiones de fotos. Me quedo tan a gusto que se me ha curado el insomnio crónico y me duermo del tirón toda la noche, hasta que suena la alarma y encienden las luces a las seis. Hoy, justo en el instante antes de dormirme, con los párpados pesados como anclas, me he girado hacia la derecha para coger una postura cómoda y he visto la litera de mi vecino vacía. El pobre parecía Elliott Gould en albino, con lo que no pasaba precisamente desapercibido. Que Dios me perdone, pero no sé como cojones pudo superar la primera criba. Estoy tan exhausto que no le doy mayor importancia.
Un comité me llama por la mañana, tras la sesión de aqua aerobic, a su despacho. Me reciben tres ejecutivos sonrientes con fundas fosforescentes en los dientes, sentados tras una mesa del tamaño de un rinoceronte macho adulto. Sin molestarse en incorporarse me señalan una silla frete a la mesa y, en cuanto me siento, me dicen que me han estado observando de cerca desde hace un tiempo. Casi se me suben las pelotas de la emoción. Me dicen que en el star system actual hay una carencia casi absoluta de homosexuales judíos, y que yo puedo rellenar ese vacío. Ahora entiendo la sesión de fotos leyendo la Mishná en shorts. Les explico que sólo soy un 25% judío, y que además soy heterosexual, lo que los desconcierta. Se reagrupan para tomar unos apuntes y debatir en voz baja unos minutos, tras los que vuelven a recuperar la posición de superioridad que les confiere sus trajes de 8 mil dólares y el tener el único cubículo con aire acondicionado y moqueta en 300 millas a la redonda. Me van a hacer tres preguntas a las que tendré que responder con un lacónico sí o no. Las preguntas son: ¿guardo el pan de molde en la nevera?; ¿tengo más de tres tipos de té en casa?; ¿uso acondicionador? Cuando respondo a las tres preguntas de forma afirmativa, las sonrisas profesionales vuelven a sus rostros y me dicen que siga trabajando así, que están muy orgullosos de mí. Al día siguiente me toca la primera sesión de tres del seminario formativo “Ambigüedad sexual: Keanu Reeves”, cuyos detalles prefiero obviar. Después vendrá, “La excepción sionista: Paul Newman”. [Continuará]


jueves, 26 de junio de 2008

:stars [3]

[Continuación] El encargado de mantenimiento (básicamente desatasca los sumideros de las duchas de una masa compacta de vello y esperma) es Frank Capra Jr., hijo de mítico director. Es un septuagenario sacado de un concurso de parecidos con Hemingway que dedica su tiempo libre a pintar cuadros Pop Art. Me enseña alguno y resultan ser versiones torpes y coloristas de iconos Disney, sólo que no parece haber ninguna ironía ni segunda intención, además de que jura que son diseños propios. Está trabajando en un Pato Donald deslavazado al que ha bautizado como Pato Blanco. Duda de que color pintarle el gorrito de marinero y yo le sugiero que quizás de azul, lo que le parece una idea genial. Mientras sigue pintando me cuenta anécdotas de los viejos tiempos. Resulta que había una versión alternativa de Sucedió una noche en la que Clark Gable era viajante de comercio. Vendía sombreros e iba a todas partes cargado con un baúl lleno hasta los topes. Llegó a rodarse una espectacular escena final en la que un tornado abría el baúl y los sombreros volaban en espirales mientras un despeinado Clark Gable se desvivía por volver a meterlos en el baúl. Costó la friolera de 16 mil dólares (de 1934) pero finalmente se descartó y se reescribió todo el argumento porque Harry Cohn (uno de los dueños de la Columbia) no dio el visto bueno tras un pase previo. Aunque adujo que rompía el clímax romántico, las malas lenguas afirmaban que la verdadera razón era el hipnótico bamboleo de las orejas de Gable.
Sea como fuere, esto sucedió antes de la invención de la máquina del tiempo en 1979. Frank me explica que el gasto energético para ponerla en marcha es tan sumamente elevado que sólo grandes empresas multinacionales (además del gobierno) pueden asumir el gasto. Sólo se puede viajar siete días al futuro, y supone un coste de unos 300 mil dólares. El primer gran estudio cinematográfico que hizo uso de la máquina del tiempo fue la Universal, en 1985, con, irónicamente, Regreso al Futuro. Neil Canton, uno de los productores, no tenía nada clara la línea que el director Robert Zemeckis le estaba dando a la película en la mesa de montaje. Sin contar con la opinión de nadie, pretendía homenajear con su obra al Stalker de su admirado Andrei Tarkovski. Canton, en un último intento desesperado, llevó a Zemeckis al futuro, al día del estreno de la película. Peores que los resultados en taquilla del primer fin de semana fueron las críticas, que tildaban al film de pretencioso, aburrido, incomprensible y un plagio descarado de La hora del lobo de Bergman (?). Zemeckis, desconcertado y destrozado, comprendió en ese instante que su destino no era el ostracismo y las salas de arte y ensayo, sino el anfiteatro del Kodak Theater y los packs de lujo con escenas eliminadas y comentarios del director. En un gesto que le honra, Zemeckis se pasó la siguiente semana en la sala de montaje, reordenando y construyendo la película prácticamente desde cero. El resultado es bien sabido por todos: 210 millones en taquilla (el mayor éxito del año), y un nuevo astro en el firmamento: Michael J. Fox. Si un tipo enano, cabezón, tirando a repelente y justito de atractivo se pudo convertir en una megaestrella, ¿por qué yo no? Ah, los caminos del estrellato son inescrutables. [Continuará]

miércoles, 25 de junio de 2008

:stars [2]

[Continuación] Paso la primera criba con facilidad, junto con otros 49 aspirantes. Un monitor trajeado y amanerado nos dice que el haber pasado a la siguiente fase ya supone un triunfo, pero nadie le cree. Esto es el equivalente a extra sin frase en Friends. Nos instalan en un barracón prefabricado, mixto, austero, terriblemente caluroso. Sólo con apretar un poco para cagar ya estoy empapado de sudor. Recuerda al decorado de un campo de concentración de una película de los cincuenta: se impone el compañerismo, el optimismo y la esperanza. Ya llegará la cruda realidad. Por lo de ahora ya se intuyen los traidores y las primeras bajas. El horario es estricto: entrenamiento físico de 6:00 a 8:00; ducha, desayuno y descanso hasta las 9:00; de 9:00 a 13:00 seminarios formativos; almuerzo hasta las 13:30; clases de interpretación corporal hasta las 15:00; de 15:00 a 18:30 interpretación vocal; de 18:30 a 20:00 pruebas de cámara o sesiones fotográficas; cena ligera hasta las 21:00, y una hora libre hasta que apagan las luces y cierran el agua a las 22:00.
En la litera de encima se acuesta una rubia menuda de pechos desproporcionados que, antes de que apaguen las luces, asoma la cabeza y me mira detenidamente con sus ojos azules, sin pestañear, en silencio, durante unos segundos eternos. Después desaparece y al rato la oigo roncar como un pequeño felino.
A la mañana siguiente, después del desayuno nos dividen por seminarios, según nuestras necesidades más perentorias. Existen seminarios como “Contrabando de marfil: Julia Roberts”, “Decadencia rentable: Robert de Niro” o “Ambigüedad sexual: Keanu Reeves. A mi me mandan a (la primera en la frente): “Depilación selectiva: Chuck Norris”. Nuestro tutor, un profesional capilar de contrastada maestría (logra que Nicolas Cage parezca casi humano) llamado Ren García, nos hace partícipes de los diez principios capitales del universo capilar, una especie de diez mandamientos de la depilación. Cuando nombra el cuarto me mira directamente: “No ha existido, ni probablemente existirá en toda la historia del cine, ninguna estrella con la espalda peluda”. Efectivamente, como desarrolla más tarde, con pelo en la espalda sólo se puede ser un villano carismático o el contrapunto cómico/tierno. Pone como ejemplos a la mona Cheeta (creo que es un chiste pero nadie se atreve a reírse), y a Chuck Norris. ¿Cuál es la diferencia entre el Chuck de Operación Dragón y el Chuck de Desaparecido en combate? Simplemente, la espalda depilada. Nos ha dejado sin argumentos. Al final aplaudimos y salimos comentando la jugada con admiración. En un aparte me recomienda una cera depilatoria y se ofrece voluntario para dejarme la espalda suave como el culito de un filipino (sic). Me dice que puede ser muy doloroso si no se sabe hacer, y que Ren es el diminutivo de Renato, aunque no logro establecer una unión lógica entre ambos comentarios.Por la noche, cuando apagan la luz, la rubia baja y se mete en mi camastro. Sin mediar palabra me baja los calzoncillos y se mete mi polla en la boca. Me la chupa con tanto entusiasmo y hace tanto que no me corro que en cuestión de segundos siento que me sobreviene un chorro ingobernable. Ella debe de sentir un espasmo que a mi me resulta imperceptible y se aparta en el último instante sin que tenga que prevenirla. Mira la primera gota que surca el cielo con una hermosa parábola ascendente como si mirara una estrella fugaz cruzando el firmamento. Casi puedo sentir como pide un deseo mientras la sigue con la mirada: ella también quiere ser una estrella, aunque sea fugaz, aunque sólo ilumine la pantalla y el mundo unos segundos para luego desaparecer, dejando tras de sí la admiración de lo perfecto y lo efímero, porque sólo hay perfección en lo efímero. O algo así. El resto de la corrida se me desparrama en la barriga justo cuando recuerdo que a estas horas ya han cerrado las duchas. [Continuará]

martes, 24 de junio de 2008

:stars [1]

Todos los exámenes serán orales: están buscando al nuevo Leonardo DiCaprio, no al nuevo Alan Poe. Formamos en el gimnasio, una cajetilla de tabaco del tamaño de Maryland, que huele a desinfectante y a crema depilatoria. Somos un grupo variopinto; los arios perfectos tienden a agruparse de forma natural y a mirar con condescendencia a los demás. Quizás se ha olvidado de Jack Black y de Denzel Washington y de Ben Stiller. Entra el grupo de monitores, comandados por un tipo moldeado en plexiglás que me suena de algún episodio de CSI New York. Me asombra cuando abre la boca, como si una fotografía se pusiese de pronto a hablar. Nos van a dividir en grupos de 40 para realizar la primera criba. Cuando escuchemos nuestros nombres debemos seguir al monitor que nos haya nombrado. Por un momento me entra el pánico: no recuerdo el nombre artístico que he dado pues hasta el último momento he estado dudando entre Dustin Brewell, Pete Nowland, Bruce Niper y Tom Ballack. Estoy casi seguro de que descarté Bruce Niper porque no sonaba lo suficientemente heterosexual; Tom Ballack me sonaba a cowboy y Dustin Brewell (mi segundo nombre y el apellido de soltera de mi abuela materna) sonaba demasiado judío. Por descarte estoy casi seguro de que me apunté como Pete Nowland, pero de pronto siento pánico de nuevo: existe la posibilidad de que alguna otra persona haya dado el mismo nombre. Tardo quince minutos en descubrir, alibiado, que no; me llaman para el grupo 8 y sigo a mi monitora, una cuarentona con más botox que células musculares. Nos conduce a un pequeño gimnasio completamente acolchado donde nos alineamos en cuatro filas, por orden alfabético. La primera prueba consiste en responder a un breve cuestionario. Debemos adelantarnos cuando oigamos nuestro nombre y contestar de cara a los demás. La primera es una tal Amber Alba, un esqueleto siliconado en mayas fuxia. Teniendo en cuenta que la cámara añade ocho quilos, estaría perfecta como superviviente de Auschwitz. La primera pregunta me sorprende, pero no a Amber, con lo que me alegro de no ser el primero: describa someramente su orina: color, consistencia, olor, regularidad. Amber, sin inmutarse, responde con voz clara y armónica que orina una media de 16 veces al día, que su orina suele ser de color Coca Cola, espesa como mocos y con olor a bilis. Se gira y da un paso atrás, reintegrándose en su fila. En ese momento comprendo que lo importante no es la respuesta, sino la actitud. Cuando me toca respondo con mi mejor sonrisa torcida combinada con mi mirada más gélida que meo una vez los días pares y dos los impares, que mi orina tiene el color y la consistencia de la salsa carbonara y que nunca he sido tan cerdo como para olérmela, pero que supongo que olerá a zumo de pomelo recién exprimido. Oigo un murmullo a mi espalda cuando vuelvo a mi posición. [Continuará]

jueves, 19 de junio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [36]

20 de noviembre - Y sin embargo no ha habido manera. En cuanto apagué la luz me desvelé, como si el interruptor, además de cortar la corriente eléctrica que viaja hasta la lámpara, conectase alguna zona de mi cerebro que me impide conciliar el sueño. Que extraña máquina es el cuerpo humano. Trato de que no cunda el pánico, busco una posición cómoda, relajo los miembros y cierro los ojos despacio, sintiendo los párpados ligeros como alas de mariposas. Pero de pronto oigo el zumbido de una mosca y toda mi relajación zen se va al carajo. Escucho el zumbido unos segundos, agazapado en la cama, para corroborar que es de una mosca; sí lo es. Enciendo la luz y salgo al pasillo. Silencio. Busco entre los cadáveres de moscas a una que se esté haciendo la muerta, pero no hay manera; son demasiado astutas o demasiado tontas, no lo sé, pero está claro que sus mentes trabajan en una frecuencia distinta a la mía. Me vuelvo a acostar y a apagar la luz. Como en un chiste, a los pocos segundos vuelve a oírse el zumbido, y en cuanto enciendo la luz vuelve a desaparecer. Este ciclo se repite tres veces, hasta que doy con una solución: apago la luz y espero a que se inicie el zumbido sentado en la cama, armado con una zapatilla. En cuanto comienza de nuevo me dirijo hacia él, agachado, en silencio, como un cazador furtivo. Aguanto la respiración mientras siento que me estoy acercando al origen del ruido: puedo apreciar sus modulaciones, el vibrato sutil e intenso. Cuando estoy justo encima le suelto un zapatillazo sin concesiones, que da justo en el blanco: un crujido apunta en esa dirección y el posterior silencio me lo confirma. Enciendo lo luz para una comprobación final: veo medio cadáver aplastado de la mosca en el suelo, y la otra mitad en la suela de la zapatilla, y casi me entran ganas de llorar de alegría. Me vuelvo a acostar rodeado de un silencio denso y vivo, vuelvo a relajarme pero... no logro dormir: sólo unos ratos sueltos entre miradas al despertador, pero sueños ligeros, insignificantes, como escupitajos desde un barco.
Me levanto temprano por puro aburrimiento. Deambulo por la casa como un zombi, flotando, siendo especialmente consciente de los músculos de mi cara, como si tuviese una máscara pegada. Salgo a comprar el pan por recordar el mundo exterior. En la panadería argentina me atiende una chica: es atractiva pero ligeramente ternesca, lo que me deja frío. Cuando me sonríe al darme el cambio veo que le falta un diente, lo que la elimina definitivamente de mis fantasías.
Lo que llega a mis ojos parece extraño y lento, como si la luz se moviese mediante nebulosas y no mediante ondas. A media tarde me llama David. Tengo el teléfono justo a mi lado y veo que sólo lo deja sonar cinco segundos antes de colgar. Es tiempo suficiente para que me pregunte quién es David, como si un extraño se hubiera infiltrado en mi agenda del móvil. Después caigo en la cuenta: hace años que no nos vemos, pero estuvimos juntos en un par de asignaturas de la carrera. No sé que querrá, pero el truco de la llamada perdida no servirá conmigo, el Rey de las llamadas perdidas. Si quiere algo, que me vuelva a llamar, yo no pienso dar ningún paso. De hecho cada vez me estoy aislando más; hasta yo puedo notarlo. Mantener las amistades es como una partida de Risk: no puedes mantener muchos frentes abiertos sin que alguno termine por resentirse.
El resto de la tarde pasa en un febril duermevela. Un sudor frió me empapa la ropa. No tengo hambre ni ganas de comer. Me tomo una pastilla entera. Me quedan dos.

domingo, 15 de junio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [35]

[Continuación] El característico soniquete de Windows me recibe como himno de tierra conocida. Pruebo a reproducir un video que aparece en medio de la pantalla, justo entre las caras sonrientes de Begoña y mi hermana. Es una grabación temblorosa y mal enfocada de Begoña apoyada en la barandilla de un barco. Tiene la nariz quemada y habla pero no se le entiende nada porque el viento rompe el sonido con un estruendo flameante. Pulso pausa y voy a la cocina. Es mi única oportunidad, así que respiro hondo y trato de sonar casual. Interrumpo la conversación para comunicarles que ya he arreglado el problema del sonido. Era complicadillo, añado con gesto técnico, pero creo que ya está; si quieren pueden ir a verlo (este es el momento crítico). Se hace el silencio en la cocina, probablemente un segundo y alguna centésima, pero para mí son como diez tensos segundos, transcurridos los cuales, mi hermana se encoge de hombros y me dice que no hace falta, que ya lo verán después. Gracias. Y siguen con su conversación. No se me ocurre, allí plantado, ninguna otra excusa para sacarlas de la cocina. Me siento como un yonkie pidiendo para pincharme poniendo como excusa que es para coger un autobús. Me siento rastrero y sucio y patético, y al mismo tiempo me muero de ganas de lanzarme al cajón. Todo lo importante tiene que estar ahí; todas las medicinas de la diabetes, por ejemplo. Visto que no van a salir de la habitación, decido retirarme discretamente con los restos de dignidad que todavía me quedan. Apago el maldito ordenador y los altavoces (a ver si le doy un pequeño susto) y me pongo la cazadora empapada. Vuelvo a la cocina y le digo a mi hermana que me tengo que ir. Ella me dice que espere un momento y saca un pudding de la nevera y lo envuelve en papel de aluminio y lo mete en una bolsa y me lo da. Con la bolsa en la mano me despido con un par de besos de Begoña (que siempre aprovecha estos momentos para analizarte de arriba abajo con mirada maliciosa) y rechazo el ofrecimiento de un paraguas.
De nuevo en la calle llueve fino como un spray, con una lluvia templada y desagradable. El peso del pudding me incomoda. Desde que a mi hermana se le ha dado por la repostería inglesa no saco nada de provecho. Sé que esta masa densa con manzana, nueces y melocotón en almíbar se pondrá rancia en la nevera y acabaré tirándola a la basura dentro de un mes, así que decido tirarlo ahora en el primer contenedor que veo. En el último momento, con la tapa ya levantada, me cuesta, y no puedo evitar un pellizco de culpabilidad, pero después me siento aliviado y ligero (literal y figuradamente).
Por no hacer el viaje en balde me paso por una pastelería que hace unos pasteles de yema que me encantan, pero tras hacer cola diez minutos me dicen que hoy no le quedan, que me pase mañana. Le digo que volveré y salgo corriendo hacia la estación. Pierdo el tren y tengo que esperar una hora y diez minutos al siguiente. El kiosco está cerrado, así que hojeo el periódico en la cafetería, temblando de frío mientras me tomo un descafeinado templado y amargo. Cuando por fin llega el tren está medio vacío y puedo sentarme de frente a la marcha. No noto gran diferencia. Afuera ya es noche cerrada y las ventanillas reflejan el interior sobre un fondo negro, nuestras caras pálidas y macilentas, nuestras miradas muertas. Un espectáculo lamentable. Busco por todos los rincones a una chica atractiva que, con su tensión sexual, me haga más llevadero el viaje; pero no hay manera.
En casa se respira una atmósfera de espera, de tiempo muerto. Hay poca gente por las calles, y todos caminan solos y en silencio. Se pone a llover cuando ya estoy en mi calle, pero me niego a echar una carrera. El resultado: llego a casa empapado. En cuando enciendo la luz un puñado de moscas se arremolinan hacia la bombilla. He dejado la puerta del cuarto de baño abierta y una nueva generación de insectos ha nacido y colonizado la casa en estas horas que he estado fuera. O por lo menos el piso de abajo. Me entra un escalofrío mezcla de asco y de frío. Vacío de forma desaforada el spray matamoscas, haciendo especial hincapié en el baño y en el agujero-nido, que después tapo con una bola de papel higiénico. Abro las ventanas para que se vaya el olor a veneno y me paseo rematando a las moscas con pisadas sutiles que le rompen el tórax sin aplastarlas contra el suelo, con unos chasquidos que me acaban sonando a gloria. El final del día: me doy una ducha larga y caliente, me como una tortilla francesa, me tomo media pastilla (me quedan tres) y me acuesto. Estoy tan cansado que espero dormir como un tronco.

sábado, 14 de junio de 2008

: P.I. Paranoia

Vuelvo una y otra vez al Hotel Europa en busca de mi reloj de oro; lugar húmedo y lleno de olores y vapores mecidos por vientos caprichosos que hacen que los estrechos pasillos parezcan senderos de una isla bajo niebla perpetua. Acodados en el bar del hotel, en confidencia etílica me susurra que prefiere pecar por omisión que por exceso, que lo segundo es más difícil de justificar que lo primero y que la vida, si vives lo suficiente, acaba por convertirse en una continua justificación. Con el tiempo su vejiga ha terminado por hacer las funciones de una agenda, y nunca pasa a un nuevo tema sin antes echar un pis. He tenido suerte de encontrarlo. Al volver del aseo me confiesa que ha tomado el hábito de sacarse los mocos y arrojarlos contra el ventilador; cualquier cosa antes que salir de la habitación. Cuando la desidia comienza a hacerse fuerte y amenaza con tomar el poder, como un veneno lento, cuando la recapitulación y la reflexión parecen plausibles, desliza los dedos por el papel de la pared, imaginando que es el interior de un cuerpo, lo que hay debajo de la piel, imaginando las terminaciones nerviosas; y que las letras y las palabras y las caras de las personas son indistinguibles a simple vista, como puntadas de una costura. Paranoia de Investigador Privado, me susurra, a media noche, en el bar del hotel. Todos estamos jodidos. Yo he perdido mi reloj y no puedo volver a casa sin él; él está pasando la última noche pagada en el hotel: por la mañana tendrá que irse. Le propongo un trato: dos semanas de alquiler a cambio de que encuentre mi reloj. Está lo suficientemente borracho para aceptar: mi reloj de oro vendido a un prestamista pagaría dos meses en la mejor habitación de este cuchitril, tasado por lo bajo. Le pago tres rondas atrasadas en concepto de adelanto y él saca su cuaderno. Me hace ocho preguntas:
  1. Cuántas personas me han visto meando siendo adulto.
  2. Con qué identifico el olor de mi primer esperma.
  3. Qué día de la semana estrenaría una peluca.
  4. Cuánto tiempo estimo que necesita un cadáver para dejar de oler a muerto.
  5. Esbozo del accidente en el que moriré.
  6. Qué creo que piensa realmente el Subdirector regional de recursos humanos sobre el problema de soriasis de la esposa de su hermano mayor.
  7. A dónde creo que se van las putas de vacaciones.
  8. Quién es Colin Brewer.

La única pregunta a la que puedo responder con precisión y exactitud y sin temor a equivocarme es la última, que a su vez me mueve a hacerle una pregunta: ¿Cómo sabe mi nombre? La respuesta es evidente: está grabado en el reverso de mi reloj.


jueves, 12 de junio de 2008

:sweet dreams

Los gatos se pelean afuera y por la mañana se lamen las heridas al sol, acostados en los tejados, con las orejas desgarradas y los ojos lagrimeando. Y yo llevo dos noches soñando que me meto en una pelea. Yo, que sólo me he peleado una vez en mi vida, a los doce años y a empujones y tirones de ropa, sueño que doy puñetazos y rompo narices y reviento pómulos y despellejo frentes y astillo dientes con mis nudillos. En el sueño recuerdo un viejo consejo: no uses el nudillo del índice para pegar, sólo los otros tres. El del índice no está bien asentado en la muñeca y si golpeas fuerte se te puede dislocar. Y nunca, nunca, metas el pulgar dentro del puño.
La primera noche me meto en una refriega en la que sé que llevo la razón, y me quito la camisa para darle una paliza a un tipo mucho más grande que yo. Pero estoy musculado y bien definido, y no tengo miedo al dolor, lo que sé que me da ventaja. Estoy fuera de mí, y le parto la crisma al grandullón y no paro ni cuando está en el suelo, sin sentido y con la cara reventada. La segunda noche me meto en una pelea que no me incumbe, ya envalentonado en una especie de continuidad. Parecen conocer mi reputación por la noche anterior y casi tengo que perseguir a un par de tipos, que trastabillean y al final se caen al suelo y los apalizo sin compasión ni defensa.
Así como antes de follar ya había soñado que follaba, y la verdad, se parece bastante, tengo que decir que ya sé lo que es romper narices, reventar pómulos, despellejar frentes y astillar dientes con mis nudillos. Y es mejor que los sueños húmedos, porque no tienes que limpiarte después los calzoncillos.

miércoles, 11 de junio de 2008

:Takuma Sato

Hola:
Últimamente, según M., estoy “taciturno”. Es su forma de decir que me hace falta una ducha. Me llama D. y me convence para que me vaya unos días fuera. Es tan convincente que al final parece idea mía. Ya lo conoces: se esconde detrás de palabras, se define a sí mismo continuamente, a diario, con un exhibicionismo gramatical casi lascivo. La última vez, cuando me dio las llaves, se describió como un ser eminentemente bípedo, anfibio y ambidiestro. No tiene ninguna alergia conocida. Pasaré la próxima semana en su casa de la playa, por lo que tengo que pedir a F. que me acerque en coche. Es F. una hembra con un peinado Louise Brooks, ojos verdes y principio de esteatopigia. En la jerga de la trouppe, es la perfecta mata granos. Habla constantemente, como si no soportase el silencio, mirando al retrovisor, observando su reflejo y mi reflejo alternativamente. Por la noche se pone un aparato en los dientes que lleva siempre en el bolso. Por los laterales, campesinos rocían la interminable explanada embarrada, ocre, reseca y agrietada, con productos antihongos. Huele a queso azul aun con las ventanillas cerradas. Por el manos libres S. parece desesperado: están buscando a una bajista asiática para su grupo de pop satánico; querían a una japonesa, pero ahora ya les vale hasta una filipina, cualquier cosa de color amarillo y ojos rasgados. No sabe que yo voy también en el coche, y F. no encuentra el momento para introducir la información porque S. no para de hablar y cuando termina su monólogo cuelga sin que ni a F. ni a mi nos haya quedado claro si ha sido un lamento, un pataleo o la letra de su nueva canción. F. me pide que le coja las gafas de sol en el bolso, y mientras se las pone se pregunta en voz alta, mirando al retrovisor, por qué los fascistas llevan gafas de sol. No sé ellos, pero yo aprovecho las mías para mirarle una rotura en las medias y mi mente viaja hasta su entrepierna, por ahora una generalidad de pliegues y repliegues de carne en penumbra, olorosa y húmeda. Cuando se distrae se lleva las manos a las caderas, tratando de ocultar sus defectos. Sé que si quiero tener algo con ella tendré que hacer especial hincapié alabando esa zona (me funcionó contigo y tus dientes). Me pregunta a dónde me gustaría viajar, y dice que a ella a Japón, que debe de ser “más extraño que caminar por el fondo del mar más profundo”. Demasiado florida para mi gusto, pero no niego que tengo una semierección desde que me subí al coche. Yo le digo que estuve en el aeropuerto Wakkanai de Hokkaido esperando un trasbordo, y que había las mismas tiendas que en los demás aeropuertos del mundo. Ese es su último intento de conversación hasta que llegamos a la casa de D.
La piscina está cubierta con un plástico lleno de hojas podridas y charcos verdes. Te encantaría. F. desaparece y la oigo hablando por el móvil mientras abro las ventanas para que se airee. Huele a humedad y a moho y un poco a carne podrida. Cuando salgo, veo que F. ha sacado mi mochila y las bolsas de comida del maletero y las ha apilado en el suelo. Le pregunto si quiere tomar algo antes de irse, pero me dice que tiene prisa y se mete en el coche sin darme tiempo a añadir nada más, ni siquiera un gracias. Se despide con un gesto rápido con la ventanilla cerrada y me quedo solo. Enciendo la tele para oír algo de fondo mientras meto la comida en la alacenas y en la nevera. Hay un cacho de salami podrido, cubierto por una pelusa gris como de ratón, y lo cojo con dos dedos y lo tiro afuera, lo más lejos que puedo. He traído una bolsa llena de botellas de alcohol, pero ahora ya no me apetece emborracharme. Abro el grifo y dejo correr el agua unos segundos antes de llenar un vaso. Salgo a la entrada. A lo lejos se intuye el mar, entre los tejados de unos adosados y un pinar medio quemado. Debajo del mar todo tiene que ir más despacio, más lento. Si viviera bajo el mar podría vivir mil años sin apenas envejecer, con el cuerpo curtido por la sal, cubierto de lapas y algas, como una roca desgastada por la corriente. Esta semana durará siete años; un año cada día. Esta semana viviré en la casa de otra persona, durmiendo en su cama, soñando sus sueños, pensando sus pensamientos. Rodeado de silencio. Hoy es el primer día de verano. No en el calendario, sino en el aire. Noto los calcetines gruesos y mi piel busca frío desesperadamente, y huele a verano en lo más profundo de la nariz, donde ya es cerebro. Da igual lo que haga: con el suficiente tiempo y perspectiva todo acaba igualándose y equilibrándose y aplanándose como la superficie del mar. Busco cobertura para el móvil por toda la casa, porque necesito llamarte, y sólo la encuentro en el piso de arriba, una especie de aboardillado con manchas de humedad, un sofá rinconero y una nevera pequeña llena de cubiteras vacías. En el último momento no me atrevo a llamarte y me quedo sentado en el sofá, mirando las tres rayas de cobertura durante no sé cuanto tiempo.

P.D.: De madrugada un perro entra en la parcela y se lleva el salami. Se oye el mar rompiendo contra las rocas, como un rugido, como si todo estuviese lleno de animales salvajes. Vaya a donde vaya, te echo de menos. Ya no sé a dónde puedo escapar.


domingo, 8 de junio de 2008

:cellular love

Ella oyó su politono, se volvió con curiosidad y se miraron entre la multitud: fue un amor a primera vista. Esa misma noche se intercambiaron los números y él le llamó a ella dos días después. Las siguientes fueron semanas de llamadas y SMS’s, cada vez más íntimas, cada vez más largas. Fue una época de morse con llamadas perdidas y de fotos por MMS. Ella se puso una foto de él de salvapantallas; él una de los dos. Ese mes la factura del móvil fue abultadísima, así que lo hablaron y decidieron tomar medidas. Ella se cambió de compañía para que les saliese más barato; él se pasó de tarjeta a contrato para que les saliera más barato y, finalmente, tras meditarlo y consultarlo, se duaron. Las llamadas eran prácticamente gratuitas, sólo tenían que pagar tres céntimos de establecimiento de llamada y podían hablar durante horas y horas sin preocuparse del dinero. Pero cada vez las llamadas eran más cortas y espaciadas, más llenas de silencios y de palabras frías y desapasionadas. Todo sonaba a excusa y a despedida. Igual que la primera vez, en esta ocasión también fue ella la que dio el primer paso: entre dos clases, sin pensárselo, le mandó un breve SMS en el que le decía, sin ambigüedades ni dobles sentidos, que se había acabado. Él se pasó días y días llamándola y mandándole mensajes, pero ella siempre estaba apagada o fuera de cobertura y no le contestaba los mensajes, que primero leía y después borraba sin siquiera abrir. Días después empezó a saltarle el buzón de voz y, finalmente, tras dejar de llamarla durante un tiempo, volvió a intentarlo con más insistencia, pero ella le cortaba las llamadas. Probó entonces a llamarla con el móvil de un amigo y ella por fin respondió, pero al reconocer su voz le dijo que se había acabado, que no había nada más que hablar, y que si seguía insistiendo cambiaría de número. Él se resignó, cambió el salvapantallas por una foto de su perro jugando en la playa, cambió los tonos de llamada y mensaje recibido que tanto le recordaban a ella, y volvió a su antigua tarifa de de 4 a 4 con 3 favoritos: su madre y dos amigos.

:corruptor ortográfico

Samuel Richman, empleado de Liberty Press (Ontario, Canadá), simula leer manuscritos buscando errores ortográficos, cuando en realidad sólo busca una palabra, entre las miles y miles que conforman cada original, para substraerla y sustituirla por otra que ha elegido previamente al azar. La búsqueda es ardua y él supone que más compleja y extenuante que la concepción del propio manuscrito, ya que la sustitución no ha de suponer la menor variación en el conjunto de la obra, ni en su significado ni en su forma, resultando imperceptible para cualquiera que no sea él mismo, incluyendo al propio autor.
Su obra maestra hasta el momento es la sustitución de la palabra “península” por “tartán” en la página 197 de “Luctuoso Amanecer” de Charles Petti Robsom, sin que nadie, ni la editora Francis Vega ni el mismo Charles Petti Robsom se hayan percatado después de cuatro ediciones, la última de ellas revisada y con prólogo de Arthur Pitt.

sábado, 7 de junio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [34]

[Coninuación] Desde el pasillo las oigo hablando todavía. Me meto en el baño y cierro la puerta. Abro el mueble del espejo. Dentro hay un poco de todo: crema hidratante, agua oxigenada (alcohol no), mercromina, algodón, gasas, unas pinzas de depilar, un cepillo de dientes sin abrir, un spray para las aftas, paracetamol, emoal, una crema exfoliante anti puntos negros, una crema para las manos, colirio, desodorante en rolón, desodorante en spray, enjuague bucal, cuchillas de afeitar, cera depilatoria, un cortaúñas, pasta de dientes, etc, etc, etc. Pero ningún fármaco, ningún tranquilizante, ningún antidepresivo, ningún ansiolítico. Los debe de guardar en otra parte, porque de lo que no me cabe duda es que los está usando. Además de su reciente cambio de humor y de la mirada legañosa y dilatada que tiene, me extrañaría que superase un proceso de separación de su pareja de toda la vida, con cuarenta años, sin su ayuda. De pronto me doy cuenta de que he sido un imbécil; por supuesto, las guarda en la mesilla de noche. ¿Dónde si no pondría unas pastillas para dormir?
Salgo de nuevo al pasillo, en silencio, escuchando las voces desde la cocina. Entro en el dormitorio de mi hermana y enciendo la luz conteniendo el aliento, con precaución. Dejo la puerta entornada para apreciar la menor variación en el tono de la conversación en la cocina que me pueda alertar; mi presencia aquí sería más difícil de explicar que en el cuarto de baño, así que voy tramando una excusa todavía informe mientras me acerco a una de las mesillas de noche. En el cajón de arriba: relojes, gafas, pulseras, cremas, cartas... en el de el medio, libros de autoayuda y temas esotéricos y similares (el poder de ciertas piedras, el poder de ciertas formas geométricas, flores de bach...). En el cajón de abajo, álbumes de fotos y sobres con negativos. Oigo la voz de mi hermana más cerca, y me da un vuelco al corazón. Permanezco en silencio, sin poder moverme ni pensar en nada. Confío mi dignidad y mi supervivencia a mi capacidad de improvisación, pero no es necesario: oigo a mi hermana abrir una alacena en la cocina y volver a la mesa, mientras Begoña se ríe a carcajadas y mi hermana la imita contagiada. Espero unos segundos más, pensando que debería haber dejado el ordenador encendido como posible e hipotética coartada. Rodeo la cama de matrimonio y me dirijo a la otra mesilla. Un elemento me hace albergar optimismo: una botella de agua mineral descansa entre la mesilla y la cama; si hay pastillas en alguna parte, tiene que ser aquí. En el cajón de arriba, trastos varios. En el de en medio, ropa interior fina y un pequeño vibrador cromado (horror). En el de abajo, por fin, el alijo. Nervioso, rebusco entre las cajas de medicamentos, con cuyo simple contacto me tranquilizo y excito al mismo tiempo: paracetamol, aspirinas de todo tipo, pastillas anticonceptivas (al día, lo que me extraña), vitaminas, ampollas anticaída del pelo, una crema decolorante, crema fortalecedora de uñas, crema para el contorno de los ojos, crema para el prurito vaginal, pastillas para la irritación de garganta... Nada, en definitiva, que me sirva. Tengo que contenerme para no cerrar el cajón con fuerza. Trato de tranquilizarme, respiro lenta y profundamente. Sólo queda un lugar posible: la mesa de la cocina. Me parece plausible: quizás se toma las pastillas después de las comidas. Urdo un plan para sacarlas de la cocina. Salgo del dormitorio y entro a hurtadillas en la habitación de invitados donde vuelvo a encender el ordenador. [Continuará]


jueves, 5 de junio de 2008

:nadie es perfecto [4]

(Salía de casa sin estar vestido del todo)

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [33]

[Continuación] Ya desde el umbral oigo a mi hermana hablando con otra persona en la cocina: Begoña. Es su amiga inseparable desde que mi hermana se ha separado (no tengo noticias de que se haya divorciado, pero tampoco le he preguntado). No tengo muy claro si ha salido ganando o perdiendo con el cambio. Geno era un tipo tirando a simple, sin frente, excesivamente jovial para mi gusto, cebado, cariado, compacto y con el centro de gravedad a ras del suelo. La mayoría de estas cualidades habría que achacárselas a mi hermana, una repostera obsesiva que, al ser diabética, nunca prueba nada de lo que cocina. No teníamos ningún tema de conversación común, así que sólo lo conozco como se puede conocer a un pájaro. Y Begoña... es una cuarentona, solterona, adicta al chocolate y lectora sólo y exclusivamente de Isabel Allende. Demasiado vulgar para ser lesbiana, aunque me gusta pensar que tiene un lío con mi hermana, sólo por darle un poco de chispa a mi vida.
Las oigo hablando en un galimatías de polisílabos sobreponiéndose que se cortan en seco en cuanto entro en la cocina. Me reciben con una cara de mayonesa cortada. Me dan ganas de gritar que he venido expresamente para hacerle un favor, pero me limito a saludar con una sonrisa forzada y a darle dos besos a Begoña. Mi hermana me ofrece un café y me corta una poción de pudding. Me dice que estoy empapado, qué donde he aparcado el coche. Le digo, aprovechando que me estoy sentando y mirando hacia abajo, que he venido en tren porque le hacía falta el coche a Z. Ella me dice que no era necesario que viniese hoy, en ese caso, pero yo le digo que estaré ocupado el resto de la semana, y que no me importa coger el tren. Me tomo el café con el pudding, pesado y macizo como adobe, mientras ellas siguen hablando de lo suyo, bajando un tono el volumen y la agudez en honor del invitado, pero sin molestarse en incluirme en la conversación. Por mí perfecto. Le digo a mi hermana que voy a echarle un vistazo al ordenador, y ella asiente sin dejar de hablar.
El pasillo y la habitación de invitados están llenos de fotos de mi hermana y Begoña en distintos hoteles, parques temáticos plastificados en el tercer mundo a modo de reductos de semilujo del primer mundo. Todos parecen el mismo, con la misma decoración, los mismos empleados con los mismos uniformes, el mismo sol, las mismas palmeras, la misma arena blanca, las mismas sonrisas. Enciendo el ordenador y como fondo de pantalla tiene otra foto de mi hermana y Begoña sonriendo con pareo sentadas en una tumbona en una playa privada. Entro en el panel de control, en el Dispositivos de sonido y audio, en propiedades avanzadas, y quito la opción de silencio. Pruebo a reproducir la música que viene de ejemplo y, después de encender los altavoces, se oye. Ni me molestaré en explicarle a mi hermana lo que he hecho porque sé que se le olvidará a los pocos minutos. Los cerebros no están capacitados para asimilarlo todo. Por ejemplo, yo soy incapaz de interiorizar la diferencia entre un diptongo y un hiato, a pesar de que lo entiendo perfectamente cuando alguien me lo explica. Apago el ordenador y voy hasta el baño a buscar tranquilizantes, la verdadera razón por la que he venido hasta aquí. [Continuará]


miércoles, 4 de junio de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [32]

[Continuación] Me arrepiento de no haber comprado algo para leer en la estación; una revista o un periódico, algo a lo que mirar. Así que observo desganado el paisaje y a la gente que pasa tambaleante por el pasillo hacia los baños o a la máquina de chucherías. También miro al chaval de enfrente, y nos cruzamos la mirada un par de veces y no tengo ni idea de que pensará de mí. Cuando nos acercamos a mi estación suena su móvil y contesta: es su madre, por el contexto, que le pregunta cuándo llega. Él le responde que en unos minutos, y ella queda en ir a recogerlo. Se queda sin cobertura en un túnel antes de poder despedirse, y cuelga el teléfono en silencio y no sé por qué, pero me entra una tristeza enorme. Alguna gente comienza a levantarse y a hacer colas frente a las puertas. El chaval y yo esperamos a que el tren se pare antes de levantarnos, aunque me temo que por distintos motivos. En la estación apenas hay gente esperando para subir. Los movimientos migratorios son asimétricos y descompensados. Dejo atrás la estación, con el ruido del motor del tren, la megafonía y el traqueteo de maletas. Mi hermana no estará en casa hasta una hora después, así que me acerco a un bar a comer algo y a hacer tiempo.
Me meto en un bar que conozco de otras veces. Sé que los bocadillos son grandes y baratos, y que siempre hay la suficiente clientela como para pasar desapercibido; odio comer solo, nunca sé a dónde mirar. Cojo un periódico y me siento enfrente de la tele. Pido un bocadillo de lomo con queso y una caña. La camarera (la hija de los dueños), los dueños y varios clientes acodados en la barra no dejan de reírse. Creo que he llegado en mitad de un chiste y me siento como un aguafiestas. Paso las páginas del periódico sin prestar atención, apenas mirando por encima los titulares, que se me olvidan en cuando paso la página. Me tomo un café con leche y pago. Aún siguen los ecos del chiste, las miradas cómplices y las risas ahogadas. Suerte que no tengo el día paranoico, sino me lo empezaría a tomar como algo personal.
Afuera ha comenzado a llover ligeramente. Me gustaría volver al momento de la mañana en que dudé si traer paraguas o no, pero me tengo que conformar con subirme el cuello de la cazadora y caminar pegado a las casas. Mi hermana ya habrá llegado a su casa, así que hacia allí me dirijo. Recuerdo el edificio porque en el bajo hay una inmobiliaria, y el truco mnemotécnico para acordarme de su piso, el 2ºB, es que, visualmente, se parece a un 23, el número de Michael Jordan; con lo cual, en mi mente, mi hermana y Michael Jordan conviven más estrechamente de lo que ninguno de los dos podría imaginar. Mi hermana me abre sin que haga falta que le diga quien soy, y arriba ha dejado la puerta entornada. Golpeo un par de veces, me limpio los zapatos y entro. [Continuará]

domingo, 1 de junio de 2008

:citas

Están sentados aquí enfrente. Por su actitud me da que es una de sus primeras citas. Hay cierto intento de cortejo torpe, cierto distanciamiento que no logran romper. Él no para de hablar y hablar, y yo no puedo evitar oírlo. Le dice que es un gran lector, que lo último que se ha leído es El Médico de Noah Gordon. Jajaja. Ella parece aburrida con su monólogo, y él no parece darse cuenta. Me dan ganas de acercarme y decirle: la estás perdiendo, chaval. De pronto se pone a hablar de series de televisión, y le cuenta el final de la cuarta temporada de House. Me tapo los oídos pero oigo algo y ya me está jodiendo, así que me voy al baño. Al volver me cruzo con la chica, que va también al baño. Me dan ganas de aconsejarle que escape ahora que aun está a tiempo. Pero qué sé yo.

:nadie es perfecto [3]

(A veces mata a una mosca en vez de abrir la ventana para que salga)

:los archivos del Doctor Schwab-Smidt (230/46)

Expediente (230/46): “La evolución no ha terminado; la lucha contra los monos por la supremacía continúa; es una guerrilla subrepticia, una confabulación. Los monos están en todas partes. Ellos introdujeron el lupus, la salmonelosis, la cefalea crónica, la gripe española, la muerte súbita e iniciaron la Guerra Fría. Están detrás del asesinato de Kennedy (Robert) y de la decadencia de la música pop desde 1974. Mataron a mi madre con leucemia para advertirme de que me estaba acercando demasiado a la verdad. Controlan la eurocámara y la mayoría de los medios de comunicación, y por lo tanto el pensamiento humano desde 1968: hasta el más disidente, sin saberlo, no hace más que seguir sus órdenes. Desde las sombras han influido decisivamente con su censura desde mediados del siglo XIX. Sócrates se acercó a la verdad y lo mataron; Julio César lo intuyó y lo mataron; Alan Poe lo sabía y lo mataron. Kafka lo elude de forma evidente, con su pensamiento preclaro plasma irónicamente la ausencia de monos; los monos no lo entendieron: los monos no tienen sentido del humor. Los monos están en todas partes, escondidos. Allí donde no mires, está lleno de monos.”
(Extracto de la introducción al corpus teórica de 17 volúmenes abigarradamente manuscritos por R. E.; Austin,Tx., 1941).