Hola:
Últimamente, según M., estoy “taciturno”. Es su forma de decir que me hace falta una ducha. Me llama D. y me convence para que me vaya unos días fuera. Es tan convincente que al final parece idea mía. Ya lo conoces: se esconde detrás de palabras, se define a sí mismo continuamente, a diario, con un exhibicionismo gramatical casi lascivo. La última vez, cuando me dio las llaves, se describió como un ser eminentemente bípedo, anfibio y ambidiestro. No tiene ninguna alergia conocida. Pasaré la próxima semana en su casa de la playa, por lo que tengo que pedir a F. que me acerque en coche. Es F. una hembra con un peinado Louise Brooks, ojos verdes y principio de esteatopigia. En la jerga de la trouppe, es la perfecta mata granos. Habla constantemente, como si no soportase el silencio, mirando al retrovisor, observando su reflejo y mi reflejo alternativamente. Por la noche se pone un aparato en los dientes que lleva siempre en el bolso. Por los laterales, campesinos rocían la interminable explanada embarrada, ocre, reseca y agrietada, con productos antihongos. Huele a queso azul aun con las ventanillas cerradas. Por el manos libres S. parece desesperado: están buscando a una bajista asiática para su grupo de pop satánico; querían a una japonesa, pero ahora ya les vale hasta una filipina, cualquier cosa de color amarillo y ojos rasgados. No sabe que yo voy también en el coche, y F. no encuentra el momento para introducir la información porque S. no para de hablar y cuando termina su monólogo cuelga sin que ni a F. ni a mi nos haya quedado claro si ha sido un lamento, un pataleo o la letra de su nueva canción. F. me pide que le coja las gafas de sol en el bolso, y mientras se las pone se pregunta en voz alta, mirando al retrovisor, por qué los fascistas llevan gafas de sol. No sé ellos, pero yo aprovecho las mías para mirarle una rotura en las medias y mi mente viaja hasta su entrepierna, por ahora una generalidad de pliegues y repliegues de carne en penumbra, olorosa y húmeda. Cuando se distrae se lleva las manos a las caderas, tratando de ocultar sus defectos. Sé que si quiero tener algo con ella tendré que hacer especial hincapié alabando esa zona (me funcionó contigo y tus dientes). Me pregunta a dónde me gustaría viajar, y dice que a ella a Japón, que debe de ser “más extraño que caminar por el fondo del mar más profundo”. Demasiado florida para mi gusto, pero no niego que tengo una semierección desde que me subí al coche. Yo le digo que estuve en el aeropuerto Wakkanai de Hokkaido esperando un trasbordo, y que había las mismas tiendas que en los demás aeropuertos del mundo. Ese es su último intento de conversación hasta que llegamos a la casa de D.
La piscina está cubierta con un plástico lleno de hojas podridas y charcos verdes. Te encantaría. F. desaparece y la oigo hablando por el móvil mientras abro las ventanas para que se airee. Huele a humedad y a moho y un poco a carne podrida. Cuando salgo, veo que F. ha sacado mi mochila y las bolsas de comida del maletero y las ha apilado en el suelo. Le pregunto si quiere tomar algo antes de irse, pero me dice que tiene prisa y se mete en el coche sin darme tiempo a añadir nada más, ni siquiera un gracias. Se despide con un gesto rápido con la ventanilla cerrada y me quedo solo. Enciendo la tele para oír algo de fondo mientras meto la comida en la alacenas y en la nevera. Hay un cacho de salami podrido, cubierto por una pelusa gris como de ratón, y lo cojo con dos dedos y lo tiro afuera, lo más lejos que puedo. He traído una bolsa llena de botellas de alcohol, pero ahora ya no me apetece emborracharme. Abro el grifo y dejo correr el agua unos segundos antes de llenar un vaso. Salgo a la entrada. A lo lejos se intuye el mar, entre los tejados de unos adosados y un pinar medio quemado. Debajo del mar todo tiene que ir más despacio, más lento. Si viviera bajo el mar podría vivir mil años sin apenas envejecer, con el cuerpo curtido por la sal, cubierto de lapas y algas, como una roca desgastada por la corriente. Esta semana durará siete años; un año cada día. Esta semana viviré en la casa de otra persona, durmiendo en su cama, soñando sus sueños, pensando sus pensamientos. Rodeado de silencio. Hoy es el primer día de verano. No en el calendario, sino en el aire. Noto los calcetines gruesos y mi piel busca frío desesperadamente, y huele a verano en lo más profundo de la nariz, donde ya es cerebro. Da igual lo que haga: con el suficiente tiempo y perspectiva todo acaba igualándose y equilibrándose y aplanándose como la superficie del mar. Busco cobertura para el móvil por toda la casa, porque necesito llamarte, y sólo la encuentro en el piso de arriba, una especie de aboardillado con manchas de humedad, un sofá rinconero y una nevera pequeña llena de cubiteras vacías. En el último momento no me atrevo a llamarte y me quedo sentado en el sofá, mirando las tres rayas de cobertura durante no sé cuanto tiempo.
Últimamente, según M., estoy “taciturno”. Es su forma de decir que me hace falta una ducha. Me llama D. y me convence para que me vaya unos días fuera. Es tan convincente que al final parece idea mía. Ya lo conoces: se esconde detrás de palabras, se define a sí mismo continuamente, a diario, con un exhibicionismo gramatical casi lascivo. La última vez, cuando me dio las llaves, se describió como un ser eminentemente bípedo, anfibio y ambidiestro. No tiene ninguna alergia conocida. Pasaré la próxima semana en su casa de la playa, por lo que tengo que pedir a F. que me acerque en coche. Es F. una hembra con un peinado Louise Brooks, ojos verdes y principio de esteatopigia. En la jerga de la trouppe, es la perfecta mata granos. Habla constantemente, como si no soportase el silencio, mirando al retrovisor, observando su reflejo y mi reflejo alternativamente. Por la noche se pone un aparato en los dientes que lleva siempre en el bolso. Por los laterales, campesinos rocían la interminable explanada embarrada, ocre, reseca y agrietada, con productos antihongos. Huele a queso azul aun con las ventanillas cerradas. Por el manos libres S. parece desesperado: están buscando a una bajista asiática para su grupo de pop satánico; querían a una japonesa, pero ahora ya les vale hasta una filipina, cualquier cosa de color amarillo y ojos rasgados. No sabe que yo voy también en el coche, y F. no encuentra el momento para introducir la información porque S. no para de hablar y cuando termina su monólogo cuelga sin que ni a F. ni a mi nos haya quedado claro si ha sido un lamento, un pataleo o la letra de su nueva canción. F. me pide que le coja las gafas de sol en el bolso, y mientras se las pone se pregunta en voz alta, mirando al retrovisor, por qué los fascistas llevan gafas de sol. No sé ellos, pero yo aprovecho las mías para mirarle una rotura en las medias y mi mente viaja hasta su entrepierna, por ahora una generalidad de pliegues y repliegues de carne en penumbra, olorosa y húmeda. Cuando se distrae se lleva las manos a las caderas, tratando de ocultar sus defectos. Sé que si quiero tener algo con ella tendré que hacer especial hincapié alabando esa zona (me funcionó contigo y tus dientes). Me pregunta a dónde me gustaría viajar, y dice que a ella a Japón, que debe de ser “más extraño que caminar por el fondo del mar más profundo”. Demasiado florida para mi gusto, pero no niego que tengo una semierección desde que me subí al coche. Yo le digo que estuve en el aeropuerto Wakkanai de Hokkaido esperando un trasbordo, y que había las mismas tiendas que en los demás aeropuertos del mundo. Ese es su último intento de conversación hasta que llegamos a la casa de D.
La piscina está cubierta con un plástico lleno de hojas podridas y charcos verdes. Te encantaría. F. desaparece y la oigo hablando por el móvil mientras abro las ventanas para que se airee. Huele a humedad y a moho y un poco a carne podrida. Cuando salgo, veo que F. ha sacado mi mochila y las bolsas de comida del maletero y las ha apilado en el suelo. Le pregunto si quiere tomar algo antes de irse, pero me dice que tiene prisa y se mete en el coche sin darme tiempo a añadir nada más, ni siquiera un gracias. Se despide con un gesto rápido con la ventanilla cerrada y me quedo solo. Enciendo la tele para oír algo de fondo mientras meto la comida en la alacenas y en la nevera. Hay un cacho de salami podrido, cubierto por una pelusa gris como de ratón, y lo cojo con dos dedos y lo tiro afuera, lo más lejos que puedo. He traído una bolsa llena de botellas de alcohol, pero ahora ya no me apetece emborracharme. Abro el grifo y dejo correr el agua unos segundos antes de llenar un vaso. Salgo a la entrada. A lo lejos se intuye el mar, entre los tejados de unos adosados y un pinar medio quemado. Debajo del mar todo tiene que ir más despacio, más lento. Si viviera bajo el mar podría vivir mil años sin apenas envejecer, con el cuerpo curtido por la sal, cubierto de lapas y algas, como una roca desgastada por la corriente. Esta semana durará siete años; un año cada día. Esta semana viviré en la casa de otra persona, durmiendo en su cama, soñando sus sueños, pensando sus pensamientos. Rodeado de silencio. Hoy es el primer día de verano. No en el calendario, sino en el aire. Noto los calcetines gruesos y mi piel busca frío desesperadamente, y huele a verano en lo más profundo de la nariz, donde ya es cerebro. Da igual lo que haga: con el suficiente tiempo y perspectiva todo acaba igualándose y equilibrándose y aplanándose como la superficie del mar. Busco cobertura para el móvil por toda la casa, porque necesito llamarte, y sólo la encuentro en el piso de arriba, una especie de aboardillado con manchas de humedad, un sofá rinconero y una nevera pequeña llena de cubiteras vacías. En el último momento no me atrevo a llamarte y me quedo sentado en el sofá, mirando las tres rayas de cobertura durante no sé cuanto tiempo.
P.D.: De madrugada un perro entra en la parcela y se lleva el salami. Se oye el mar rompiendo contra las rocas, como un rugido, como si todo estuviese lleno de animales salvajes. Vaya a donde vaya, te echo de menos. Ya no sé a dónde puedo escapar.
1 comentario:
¡Cuántas cosas se me vienen a la cabeza! Casi puedo oir/oler el mar desde aquí.
Gracias... por ti.
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