martes, 19 de agosto de 2008

:stars [11]

[Continuación] Paso una serie imprecisa de días en un plácido duermevela, un parpadeo de luces y sombras como si me hubiese quedado adormilado contra la ventanilla de un tren. Me despierto sentado en la penumbra de una sala de proyección, el cuerpo ingrávido y la mente a la altura del esternón, reptando poco a poco hasta su posición habitual detrás de las cejas. Sustituyo el parpadeo neuronal por el del celuloide pasando a veinticuatro fotogramas por segundo en la pequeña pantalla que se recorta con precisión frente a mí. Rótulos numerados separan cada secuencia, que parecen comenzar in medias res. Alguien chasquea la lengua como signo de desaprobación a mi lado. Giro lentamente la cabeza y veo que en la butaca contigua está sentado un tipo con un pequeño ordenador portátil en las rodillas. Toma notas mirando alternativamente la pantalla del ordenador y la de cine con unas manos largas y nudosas como dos viudas negras. De reojo ve que lo estoy mirando y me dice que le parece increíble que el programa subraye en rojo la palabra “pene”. “¿Qué diferencia hay entre un pene y un riñón?”
Pene. En ese momento recuerdo el catéter y tanteo con cuidado mi entrepierna. Con gran alivio compruebo que ya me han extraído la sonda. De pronto noto un picor y una desazón que no puede ser sólo física. El tipo a mi lado bosteza y pide que vuelvan a proyectar desde el principio. Mientras acaban la operación me guiña un ojo y me dice que voy a ser una estrella. Intento preguntarle qué quiere decir pero las cuerdas vocales no me responden y sólo puedo emitir un grave estertor que suena como el pedo de un muerto. Como si el tipo me leyese la mente, me pregunta: “¿Y qué diferencia hay entre un pedo y un eructo?” Tomando mi rostro de incredulidad como interlocución, concluye: “Pues adivina cuál subraya en rojo el puto programa”. Al parecer, me explica, una línea roja rodea todos los órganos comprendidos entre el ombligo y la arruga inguinal, con sus funciones fisiológicas correspondientes, marcándolos como tabú. Uno puede comer pero no cagar, beber pero no mear, correr pero no correrse, etc. Y esta zona, sin embargo, no sólo es la protagonista, sino también la principal destinataria de la totalidad de sus producciones. Por eso decidieron llamar al estudio Red Line.
Y Red Line Productions es lo que puede leerse al principio de la bobina. Con un sonido deficiente Samantha llora en brazos de un tipo que le acaricia el cabello; en primer plano su expresión demuda de paternalismo a pura lascivia. Muy de cine mudo. Tras un corte cuatro tipos viajan en coche. Hablan de una invasión inminente de naturaleza desconocida cuando la cámara se centra en tres chicas sentadas en la cuneta junto a su coche, con la capota abierta y el motor humeante. Un primerísimo plano de una de ellas muestra que tiene los ojos de distinto color; más aún: uno de ellos tiene la pupila felina. Tras otro corte un tipo está pintando un retrato de una chica desnuda que posa frente a él, con un libro en el regazo. Él le pide que lea mientras la pinta. El libro que lee se titula “El desprecio de Katharine”, aunque en el retrato lo sustituye por “Madame Bovary”. Lee un párrafo donde el marido de Katharine se acuesta con una compañera de trabajo, a la sazón mujer del jefe de Katharine. A estas alturas ya sólo echo de menos a un tipo con parche para redondear mi desconcierto. Como si un semidiós del recochineo rigiese mi destino, de pronto aparezco yo en pantalla: inconsciente en una habitación de hospital; Samantha me clava una vía en el brazo y un chorro de sangre le mancha el uniforme. Parece conocerme: es decir, su personaje parece conocer al mío. Me habla con cariño a pesar de estar en coma (dice), y me coloca el flequillo con los ojos empañados.
Una puerta se abre a nuestras espaldas, distrayéndome de la proyección. Una voz conocida saluda a mi compañero de visionado. Me giro y veo que es Frank Capra Jr.
“¿Podrás hacer algo con todo esto?”, le pregunta.
“Algo saldrá”, le contesta. [Continuará]

miércoles, 13 de agosto de 2008

:el futuro


En el futuro, el futuro sigue siendo un misterio. La historia sigue siendo un trazo que avanza a cada instante, imparable e impredecible. Sí es posible, como mi presencia aquí demuestra, el viaje al pasado. Pero un viaje íntimo, dentro de la propia mente del viajero: sólo es posible retrotraerse dentro de los límites del propio cuerpo. La máquina del tiempo tiene la forma del cráneo humano y su maquinaria es una enmarañada madeja neuronal. La diferencia entre los viajes temporales y los meros recuerdos radica en la posibilidad de dejar mensajes como éste entre las células de tu pasado; información del futuro que modifica el pasado, creando tantos devenires, tantas líneas temporales, en teoría, como habitantes hay en el planeta: 11 mil millones de futuros. No todas las máquinas, no todos los cerebros, soportan esta tensión. Algunos se vuelven locos; es el riesgo que corremos los viajeros.
Tras la era de la supremacía bélica, le siguió la hegemonía de la industria médica, que alargó nuestras vidas hasta los doscientos años de media (en el hemisferio norte: superado el sentimiento de culpa post-colonial, todo el hemisferio sur acabó convirtiéndose en lo que ya era: abono y proteína barata). A ésta le siguió, como es natural, un desarrollo inusitado de la industria cosmética: los cuerpos se mantenían vivos, ahora había que conservarlos hermosos. Todavía, en 2176, vivimos imbuidos de ese espíritu: la belleza.
Avances que la imaginación ya preveía y exigía desde hacía siglos se alcanzaron gracias a la búsqueda de esta belleza huidiza. La regeneración celular consiste en la eliminación de cada partícula integrante del cuerpo, que luego es reconstruido de nuevo, átomo a átomo. Las células nuevas mantienen la misma apariencia, posición y relación que las antiguas, pero una nueva energía de recién nacido las alienta, una electricidad poderosa las mantiene más unidas que antes. Uno renace en su propio cuerpo como en un pequeño Big Bang. Duplicando la cabina y modificando las coordenadas de regreso, logramos la ansiada teletransportación. Efectivamente, una forma depurada de exfoliante.
Para los apóstoles de la inviolabilidad del cuerpo, los exegetas del sagrado A.D.N., tengo malas noticias: en el futuro, en vuestro futuro, la genética estará al nivel de la repostería o del prêt-à-porter. Uno no sólo puede elegir el sexo propio o de sus descendientes, el color de los ojos, la raza, la altura, la constitución o de qué morirá. El cuerpo es maleable y reversible, y uno puede introducir tantos cambios en él como se le antojen: puedes añadir perfume a tu información genética para desprender un ligero aroma a Channel, a Calvin Klein o a Kenzo; encarnar diseños exclusivos de firmas punteras con logotipos escarificados; confiar tu fisonomía a un artista como el que encarga una casa a un arquitecto. El cuerpo hace tiempo que ha pasado templo a centro comercial.
Tampoco el cerebro es un bunker. Sistemas de transmisión de la información plagan la superficie del planeta; información que atraviesa el espacio en sintonía con las ondas cerebrales y que uno ya no distingue de sus propios pensamientos. Ya no se puede separar la inspiración del spot, el arrebato del chisme, el recuerdo del folletín. De esta forma, con un único cerebro compartido y un cuerpo intercambiable, imposible de encontrarse uno mismo frente al espejo o en la oscuridad de la alcoba, es como llegamos a un verdadero comunismo: a través de la cosmética y la publicidad.

sábado, 9 de agosto de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [42]


Me hago el interesante y decido no ir al día siguiente, aunque me lo paso encerrado en mi habitación haciendo que leo mientras pienso en ella todo el tiempo. Al día siguiente tengo que hacer un esfuerzo para no presentarme a primera hora de la mañana en el hotel. Me paseo al mediodía por delante y echo un vistazo a través del ventanal: hay otra camarera. Espero hasta la tarde y vuelvo: está Z y entro. Me sonríe con aire de reconocimiento y el corazón me palpita como en un amago de infarto. Me siento en el mismo taburete; el resto del bar está vacío. No tengo mucho que contar, pero afortunadamente ella sí: ha estudiado hostelería, especialidad de maître. Empezó en ese hotel haciendo unas prácticas en recepción, y acabaron contratándola. Entró un tipo recomendado y a ella la pasaron al bar. No está nada contenta, aunque nadie lo diría por su expresión. Ahora estudia quinto de francés en la escuela de idiomas. Yo de pronto nos veo recostados en la cama, ella leyéndome los comics de Sfar en francés que me compré en un calentón. Y hablamos de Colette, y de Garrel, y de Tardi, y de Godard, y de Rohmer, y de todos los franceses que amamos. Ella me dice que quiere irse a trabajar al extranjero y ya puedo anticipar la angustia de la separación, que hará nuestro amor más resistente y nuestra relación más fuerte. Qué tonto soy.
Por mi parte, no hago nada ni tengo ningún plan ni ningún sueño. Soy como el espejo que está detrás de ella, pero sin cagadas de mosca. Ella no me cree, y yo le dejo que me dé forma a su gusto.
Me dice su nombre y yo le digo el mío. Formalmente, ya no somos unos desconocidos.
Me presento al día siguiente y al siguiente. Hay más clientes que se reparten su atención, pero me siento un privilegiado: después de cada refriega vuelve a mi rincón y se queja en voz baja. Soy su confidente; casi tengo una erección.
Al día siguiente le han quitado el esparadrapo de la nariz y está charlando con un tipo sentado en un taburete. Por la expresión corporal y palabras sueltas que me llegan se nota que se conocen. Me siento a una mesa y me muestro taciturno cuando me atiende. Todavía se ríe de algo que ha dicho el tipo. Ella le posa la mano en el antebrazo, sobre la barra, y es como ácido recorriéndome la espalda. Memorizo su cara huesuda y su cuerpo magro: todo mi odio concentrado, todo mi dolor y mi soledad.
Como un mártir, tomo la decisión de no volver al hotel. No volver a ver a Z.
Al que sí volví a ver es al tipo magro. Los miércoles iba con mi equipo de futbito a echar un partidillo a la cancha de nuestro antiguo instituto. Teníamos que saltar una verja y empalmar los cables de la iluminación. Lo hacíamos con la connivencia de Arturo, el portero, que vivía en una casa justo al lado del instituto. Jugábamos una liguilla extraoficial entre distintos grupos de colegas, con cigarrillos en los descansos y ronda de cañas al final.
Un día, en el equipo contrario, un nuevo fichaje, el amigo de un amigo supliendo a un lesionado. Era él, claro, lo reconocí en cuanto lo vi y me lo adjudiqué como par. Se llama Fernando. Lo tanteé con dureza desde el primer choque, sin que él pareciese acusarlo. No era especialmente bueno, y mis compañeros no entendían porque me empeñaba en hacerle marcaje al hombre y dejaba campar a sus anchas a Rogelio (“Rogelinho”), la estrella de su equipo. Yo, cabezón, ni les contesté.
En la segunda parte aprovecho que lleva el balón controlado por mi banda y dejo una pierna atrás para zancadillearle a la altura de las rodillas. Pero él me dribla y cuando intento reaccionar la pierna de apoyo se me queda clavada y siento un chasquido en el tobillo: mi esguince crónico ataca de nuevo. Me caigo al suelo roto de dolor, encogido en posición fetal agarrándome al tobillo. Mis llantos son como el pitido final: se ha acabado el partido. En mi estado soy incapaz de saltar la verja, así que tienen que ir a avisar a Arturo para que la abra. Nos mira simulando sorpresa, pero nadie se atreve a decir nada en voz alta y romper el acuerdo tácito que nos vincula todos los miércoles de nueve a diez.
Alguien me tiene que llevar a urgencias pero todos se hacen los locos y acaba acompañándome Fernando. Se siente culpable por la jugada, pero yo le digo que no tiene la culpa, que es una vieja lesión. Al final resulta que es un buen tipo. Mientras esperamos a que me atiendan llama por teléfono a su novia (o a alguien llamada Mónica de la que se despide con un beso y un “y yo también”) para decirle que va a llegar tarde a cenar.
Mientras me vendan, entre latigazos de dolor, me siento feliz. [Continuará]

jueves, 7 de agosto de 2008

:breviario


Los elementos de este texto son estrictamente verdaderos tomados de forma aislada, de uno en uno; no así el orden ni la cadencia, por lo que podríamos concluir que todo es falso, o sin la consistencia de la realidad. Si el lector se siente perdido y confuso acerca del sentido del texto, no ha de preocuparse: no tiene sentido alguno. Estructuralmente se divide en dos partes, pero podrían haber sido más, o ninguna:
1. Ella me dice por teléfono que el bar se ha llenado de la gente de la boda de mañana. Hoy es la pre-boda, mañana la boda y el domingo la post-boda: tres días de fiesta y el resto de nuestras vidas para digerirlo.
La boda se resume en cuatrocientas fotografías: fotografías del fotógrafo, fotografías de cámaras digitales, fotografías de móviles, fotografías de polaroids que han dejado en el centro de cada mesa.
Algo que nos ha permitido la fotografía: vernos con los ojos cerrados.
Llegamos a casa rendidos. Todos los demás siguen de fiesta pero nosotros hemos decidido acostarnos temprano porque mañana nos espera otro día largo. Estoy tan cansado que me cuesta conciliar el sueño. Me despierto un par de horas después, y a través de los tapones oigo sus ronquidos. Estoy tan cansado que no logro ni enfadarme, sólo acierto a incorporarme en la cama y acostarme cabeza abajo. Desde allí la vibración de sus ronquidos es casi imperceptible, y me parece plausible la idea de volver a conciliar el sueño. De pronto ella se da media vuelta y noto como tantea buscándome a su lado. Me acaricia las piernas y sigue durmiendo sin, aparentemente, notar nada extraño.
Sueño mi sueño recurrente, mi sueño de miope: sueño que veo todo con la precisión de una pintura pre-renacentista, cada brizna de hierva, cada hoja de cada frutal, cada partícula con total claridad, límpida, como reflejada en un espejo. Nada está lejos de mis ojos.
El tiempo antes de conocerla parece ahora un verano extraordinariamente largo y cálido, con los colores desvaídos y azulados de viejas fotografías puestas al sol. Parecen tiempos anteriores a todo olor y a todo pecado, días y años líquidos que apenas puedo recordar y que a cada instante se van alejando más, con una total ausencia de sonido. Parecen tiempos de mitología, donde cada detalle era símbolo y enseñanza y preparación. La vida no tenía nada que ver con aquel discurrir de los días. La vida empezó cuando la conocí.
Después de llorar las pecas de su nariz parecen más intensas y sus ojos azules parecen más azules: es más guapa después de llorar.
Cuando subo al tren está casi vacío. Me acomodo y tomo posesión de cuatro asientos, pero el tren para en cada estación y en cada una sube alguien y los huecos comienzan a escasear. Alguien lleva algo suelto dentro de una maleta rígida que de reojo creo reconocer como la funda de una guitarra. Algo dentro se mueve y rueda de una lado a otro en su interior en cada curva que toma el tren, y el ruido es realmente molesto, como si viajásemos en bolera en vez de en tren. Me pongo los auriculares y trato de olvidarme del ruido, pero no logro olvidarme de oírlo.
Vuelvo a casa después de dos días: una boda en el primero, una fiesta de cumpleaños en el segundo. Me siento hinchado y sobrealimentado y con ganas de cagar. Estoy convencido de que en cuanto entre por la puerta de casa me entrará un apretón y aligeraré un kilo y medio de lastre.
Por la noche, en la tele dos chicas que no son de este país follan mecánicamente, sin entusiasmo. Entre plano y plano les han lubricado las vaginas porque alguien ha supuesto que hacerlo frente a la cámara resultaría contraproducente.
Por la mañana curioseo en varias librerías buscando un libro que finalmente encuentro y decido no comprar por ningún motivo en particular.
Volviendo a casa comienza a llover. Abro el paraguas en un paso de peatones y alguien a mi lado me saluda. Tardo un buen rato en reconocerlo, incluso después de saludarlo con familiaridad: es D.; fuimos juntos al colegio y lo último que sé de él es que se está recuperando de un tumor en el hígado. Se ha afeitado la cabeza y parece más viejo y más alto, aunque hace años que no lo veo de cerca. En el colegio, un día, yendo por turnos al lavabo a lavarnos la pintura de las manos, nos cruzamos en el pasillo y me escupe en un ojo. Un escupitajo preciso, contundente, espeso, que se me pega a los párpado y que casi no me deja pestañear mientras lo oigo reírse de vuelta al aula. Nunca le pregunté por qué lo hizo, pero ahora sí le pregunto cómo le va, simulando que no lo sé. Estoy convencido de que nunca ha dedicado ni un solo pensamiento en toda su vida a aquel escupitajo, pero yo no lo he podido olvidar. Aunque él no me lo ha pedido, le tapo con mi paraguas hasta que llegamos a la autoescuela, donde entra para hacer unos trámites. No creo que piense nunca en mí salvo cuando me ve.
Una duda que me acuciaba en mi infancia: cómo podían flotar los barcos llevando un ancla en su interior.
2. El penúltimo día de vacaciones el agua está mejor que nunca: templada y con un fuerte oleaje. Jugamos a salvar las olas, por encima o por debajo. Yo me fío de ella porque tiene más experiencia. Observa la ola, la sopesa con mirada experta, y en el último instante me grita “por encima” o “por debajo”; pero una ola descomunal se nos echa encima inesperadamente y no logro oír lo que me grita, así que me quedo petrificado de puntillas en el agua, sin tiempo para reaccionar, sólo para pensar que quizás esta ola me vaya a matar. La ola me golpea de pleno, llenándome la boca y la nariz de agua. Doy vueltas bajo el agua durante unos interminables segundos, y cuando logro incorporarme no sé ni dónde estoy y una ola residual me golpea desde un lateral y sólo entonces logro abrir los ojos y ver la línea de la playa. Me giro y la veo a ella a unos diez metros, haciéndome gestos con la mano mientras se ríe. Me duele la cabeza como si hubiese parado un camión con ella, pero no puedo evitar reírme también.
Tengo tanta agua dentro de la cabeza que por la noche sueño que mi gato duerme en el bidet.
Al llegar a la caravana veo que mi hermana me ha dejado un mensaje en el móvil: “D. murió”. Pienso qué D. será y pienso en uno, y pienso en otro y pienso en un tercero, y entonces comprendo que sólo puede ser él. La llamo y me lo confirma. Ha tenido una recaída en el cáncer de hígado. Mañana es el entierro; no sabe mucho más. Después sé que casi todos los compañeros del colegio han ido al entierro; sé que en marzo le dijeron que le quedaban cuatro meses y casi han acertado; sé que una monja de la parroquia fue a visitarlo al hospital y que D. la mandó a la mierda y que no quería ver a ninguna monja.
Ahora tengo miedo de cruzarme con su madre por la calle. No sé cómo decirle que lo siento, aunque no lo suficiente para perderme mi último día de vacaciones. Pero lo siento de veras. Es el primero de nosotros que se muere; una vez más, tomándonos la delantera.