jueves, 7 de agosto de 2008
:breviario
Los elementos de este texto son estrictamente verdaderos tomados de forma aislada, de uno en uno; no así el orden ni la cadencia, por lo que podríamos concluir que todo es falso, o sin la consistencia de la realidad. Si el lector se siente perdido y confuso acerca del sentido del texto, no ha de preocuparse: no tiene sentido alguno. Estructuralmente se divide en dos partes, pero podrían haber sido más, o ninguna:
1. Ella me dice por teléfono que el bar se ha llenado de la gente de la boda de mañana. Hoy es la pre-boda, mañana la boda y el domingo la post-boda: tres días de fiesta y el resto de nuestras vidas para digerirlo.
La boda se resume en cuatrocientas fotografías: fotografías del fotógrafo, fotografías de cámaras digitales, fotografías de móviles, fotografías de polaroids que han dejado en el centro de cada mesa.
Algo que nos ha permitido la fotografía: vernos con los ojos cerrados.
Llegamos a casa rendidos. Todos los demás siguen de fiesta pero nosotros hemos decidido acostarnos temprano porque mañana nos espera otro día largo. Estoy tan cansado que me cuesta conciliar el sueño. Me despierto un par de horas después, y a través de los tapones oigo sus ronquidos. Estoy tan cansado que no logro ni enfadarme, sólo acierto a incorporarme en la cama y acostarme cabeza abajo. Desde allí la vibración de sus ronquidos es casi imperceptible, y me parece plausible la idea de volver a conciliar el sueño. De pronto ella se da media vuelta y noto como tantea buscándome a su lado. Me acaricia las piernas y sigue durmiendo sin, aparentemente, notar nada extraño.
Sueño mi sueño recurrente, mi sueño de miope: sueño que veo todo con la precisión de una pintura pre-renacentista, cada brizna de hierva, cada hoja de cada frutal, cada partícula con total claridad, límpida, como reflejada en un espejo. Nada está lejos de mis ojos.
El tiempo antes de conocerla parece ahora un verano extraordinariamente largo y cálido, con los colores desvaídos y azulados de viejas fotografías puestas al sol. Parecen tiempos anteriores a todo olor y a todo pecado, días y años líquidos que apenas puedo recordar y que a cada instante se van alejando más, con una total ausencia de sonido. Parecen tiempos de mitología, donde cada detalle era símbolo y enseñanza y preparación. La vida no tenía nada que ver con aquel discurrir de los días. La vida empezó cuando la conocí.
Después de llorar las pecas de su nariz parecen más intensas y sus ojos azules parecen más azules: es más guapa después de llorar.
Cuando subo al tren está casi vacío. Me acomodo y tomo posesión de cuatro asientos, pero el tren para en cada estación y en cada una sube alguien y los huecos comienzan a escasear. Alguien lleva algo suelto dentro de una maleta rígida que de reojo creo reconocer como la funda de una guitarra. Algo dentro se mueve y rueda de una lado a otro en su interior en cada curva que toma el tren, y el ruido es realmente molesto, como si viajásemos en bolera en vez de en tren. Me pongo los auriculares y trato de olvidarme del ruido, pero no logro olvidarme de oírlo.
Vuelvo a casa después de dos días: una boda en el primero, una fiesta de cumpleaños en el segundo. Me siento hinchado y sobrealimentado y con ganas de cagar. Estoy convencido de que en cuanto entre por la puerta de casa me entrará un apretón y aligeraré un kilo y medio de lastre.
Por la noche, en la tele dos chicas que no son de este país follan mecánicamente, sin entusiasmo. Entre plano y plano les han lubricado las vaginas porque alguien ha supuesto que hacerlo frente a la cámara resultaría contraproducente.
Por la mañana curioseo en varias librerías buscando un libro que finalmente encuentro y decido no comprar por ningún motivo en particular.
Volviendo a casa comienza a llover. Abro el paraguas en un paso de peatones y alguien a mi lado me saluda. Tardo un buen rato en reconocerlo, incluso después de saludarlo con familiaridad: es D.; fuimos juntos al colegio y lo último que sé de él es que se está recuperando de un tumor en el hígado. Se ha afeitado la cabeza y parece más viejo y más alto, aunque hace años que no lo veo de cerca. En el colegio, un día, yendo por turnos al lavabo a lavarnos la pintura de las manos, nos cruzamos en el pasillo y me escupe en un ojo. Un escupitajo preciso, contundente, espeso, que se me pega a los párpado y que casi no me deja pestañear mientras lo oigo reírse de vuelta al aula. Nunca le pregunté por qué lo hizo, pero ahora sí le pregunto cómo le va, simulando que no lo sé. Estoy convencido de que nunca ha dedicado ni un solo pensamiento en toda su vida a aquel escupitajo, pero yo no lo he podido olvidar. Aunque él no me lo ha pedido, le tapo con mi paraguas hasta que llegamos a la autoescuela, donde entra para hacer unos trámites. No creo que piense nunca en mí salvo cuando me ve.
Una duda que me acuciaba en mi infancia: cómo podían flotar los barcos llevando un ancla en su interior.
2. El penúltimo día de vacaciones el agua está mejor que nunca: templada y con un fuerte oleaje. Jugamos a salvar las olas, por encima o por debajo. Yo me fío de ella porque tiene más experiencia. Observa la ola, la sopesa con mirada experta, y en el último instante me grita “por encima” o “por debajo”; pero una ola descomunal se nos echa encima inesperadamente y no logro oír lo que me grita, así que me quedo petrificado de puntillas en el agua, sin tiempo para reaccionar, sólo para pensar que quizás esta ola me vaya a matar. La ola me golpea de pleno, llenándome la boca y la nariz de agua. Doy vueltas bajo el agua durante unos interminables segundos, y cuando logro incorporarme no sé ni dónde estoy y una ola residual me golpea desde un lateral y sólo entonces logro abrir los ojos y ver la línea de la playa. Me giro y la veo a ella a unos diez metros, haciéndome gestos con la mano mientras se ríe. Me duele la cabeza como si hubiese parado un camión con ella, pero no puedo evitar reírme también.
Tengo tanta agua dentro de la cabeza que por la noche sueño que mi gato duerme en el bidet.
Al llegar a la caravana veo que mi hermana me ha dejado un mensaje en el móvil: “D. murió”. Pienso qué D. será y pienso en uno, y pienso en otro y pienso en un tercero, y entonces comprendo que sólo puede ser él. La llamo y me lo confirma. Ha tenido una recaída en el cáncer de hígado. Mañana es el entierro; no sabe mucho más. Después sé que casi todos los compañeros del colegio han ido al entierro; sé que en marzo le dijeron que le quedaban cuatro meses y casi han acertado; sé que una monja de la parroquia fue a visitarlo al hospital y que D. la mandó a la mierda y que no quería ver a ninguna monja.
Ahora tengo miedo de cruzarme con su madre por la calle. No sé cómo decirle que lo siento, aunque no lo suficiente para perderme mi último día de vacaciones. Pero lo siento de veras. Es el primero de nosotros que se muere; una vez más, tomándonos la delantera.
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