jueves, 31 de enero de 2013

:Monsieur Carrère




Admiro a Emmanuel Carrère.
La primera vez que me topé con su nombre fue en la biografía que escribió de Philip K. Dick.  Sólo por eso ya tendría un lugar de honor en mi altar pagano particular, pues la veneración que profeso al barbudo de Chicago es grande y profunda.  Con el tiempo Dick se ha convertido en el paradigma de la ciencia ficción seria y es de los pocos escritores del género que se suelen incluir en listados de literatura general.  La paranoia de su etapa más psicodélica entronca con cierto zeitgeist que gusta a la intelligentsia, qué se le va a hacer; deben de verlo como una especie de Thomas Pynchon de Serie-B.  Pero cuando yo lo descubrí en mi tierna adolescencia esto todavía no era así, o no tanto, o no en España, o yo no me había enterado.  Sólo era un escritor muy raro que escribía libros casi crípticos (estoy hablando de la época de Radio Libre Albemut, Valis y similares) que me resultaban adictivos por alguna extraña razón.  Con el tiempo he ido perdiendo la paciencia como lector, así que probablemente si me topase con sus libros ahora no hubiese pasado del primero; pero por suerte lo descubrí en el momento justo en que necesitas sentirte parte de una élite secreta, en un célula de elegidos para conservar ciertos conocimientos arcanos.  Ahora puede parecer absurdo, pero en aquella época pre-internet y antes de las reediciones masivas de la obra de Dick, encontrar material suyo, en provincias, era complicado.  Libros de segunda mano en ediciones de los 60-70, amarillentos y con olor a humedad, saldos de la editorial Ultramar que te encontrabas en los lugares más insospechados... En un tomo de sus relatos completos me encontré la dirección postal de la Philip K. Dick Foundation y me carteé con ellos, que además de mantener vivo su legado, vendían merchandising muy curioso, como manuscritos facsímiles y cosas así.  


En resumen, Dick supuso para mí el paso de la literatura juvenil a la adulta, ese engranaje sin el cual ahora quizás no sería un adicto a la lectura.  Cualquier información que encontraba sobre su persona era como una piedra Rosetta.  Recuerdo con especial emoción el cómic que le dedicaba ese otro dios en la tierra que es Robert Crumb, pura magia destilada en viñetas, que leí y releí enfermizamente, con los ojos fuera de las órbitas, la quijada floja y una gota de sudor en la frente.  Y después está la biografía de Emmanuel Carrère, claro.  Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, grandioso título y grandioso libro.  Entonces caí en el error de pensar que el mérito del mismo estaba en la persona a la que se le dedicaba el libro, y no al autor, al que le otorgaba el mérito de tener buen gusto, pero poco más.  Craso error.  Los franceses, tan afectos a la cultura popular americana, a su jazz, a su cine de derribo, también parecían sentir cariño por su literatura de género.  Carrère era, simplemente, un francés.


Ya en la era de internet es más sencillo establecer relaciones; de hecho google las hace por ti.  Y quién me iba a decir a mí que aquel biógrafo francés también era el guionista y director de La moustache, una de las películas que más me había descolocado en los últimos años.  Descolocado en el buen sentido.  Con una premisa genial y un desarrollo alejado de los tópicos y del artificio, Carrère realizó una película fascinante sobre, bueno, sobre lo que van todas las películas y todas las ficciones: sobre la identidad.  El arranque es uno de mis highlights en conversaciones sobre cine.  Cuando localizo, cual ave de presa, a algún despistado que no la conoce se lo cuento y todos, sin excepción, se quedan boquiabiertos ante la genialidad: un tipo que siempre ha tenido bigote decide un día afeitárselo.  Para su sorpresa, ni su mujer ni sus amigos se dan cuenta; es más, cuando él les dice que se ha afeitado el bigote, ellos ni siquiera recuerdan que lo hubiese tenido nunca.  Eso es lo que yo llamo un buen principio.
Así que Carrère era, además de biógrafo, autor (como si fuesen términos antagónicos).  Y además novelista, como supe poco después, con, al menos, dos obras fascinantes: El adversario y De vidas ajenas.  Sé que tiene más por ahí, incluso traducidas al español, pero tampoco tengo ganas de agotarlo, prefiero saber que a la mina todavía le queda alguna veta por explotar.  Pero esas dos novelas son extraordinarias, en todos los sentidos; emocionantes, conmovedoras y escritas con un talento mayúsculo.  Carrère es muy grande.


La última vez que me topo con su nombre, por ahora, también me descoloca.  Co-guioniza varios episodios de la primera temporada de Les Revenants, serie de televisión francesa que está dando mucho que hablar, tanto que me da pereza extenderme sobre el tema.  La cosa, por decirlo brevemente, va de un pueblo de montaña donde, de pronto, comienzan a volver una serie de personas que habían muerto, con los problemas morales, logísticos y de conciencia que esto supone para familiares, amigos, enemigos y para los propios no-muertos.  La serie ahonda, poco a poco, con un ritmo moroso, en esas relaciones entrecruzadas, en ese microcosmos viciado que se resquebraja horadado por estas presencias que han vuelto sin que nadie se lo haya pedido.


La serie es buena y recomendable, y además supone un acercamiento al fantástico con una mirada diferente a las que ya estamos acostumbrados, las de las televisiones americana y británica.  Segunda temporada en el horizonte, y otra demostración de que Emmanuel Carrère es un tipo con mucho, mucho talento. 

jueves, 17 de enero de 2013

:El índice de Tapacubos de Abbott (ITA), Chris Bachelder


"Mientras Abbott se dirige a casa atravesando en coche el valle de Pioneer, su estado de ánimo mejora cuando ve un reluciente tapacubos apoyado en un arce, y después otro en una estropeada valla de madera.  Parecen brillantes medallas concedidas a la raza humana.  Las probabilidades de que un conductor encuentre un tapacubos perdido son muy pocas, evidentemente, y precisamente por eso el hecho de dejarlos apoyados resulta tan conmovedor.  Esos peatones anónimos los han dejado apoyados porque saben que, si ellos perdieran un tapacubos, les gustaría que otro se lo dejara apoyado.  Esa es la base de toda filosofía moral.  Después, mientras se aproxima a su casa, Abbott advierte que su vecino ha vuelto tras un viaje de una semana con un coche nuevo.  Advierte, además, que a las ruedas del lado del conductor les falta el tapacubos.  El coche, tan elegante hace pocos días, ahora parece destartalado.  Considerando la posibilidad de que hay un fallo en el diseño, Abbott da la vuelta para estudiar el lado del copiloto, y ve que esos tapacubos tampoco están.  Con independencia de lo que quiera creer, Abbott sabe que estadísticamente resulta muy poco plausible que se hayan caído los cuatro tapacubos de ese coche nuevo.  Detiene el vehículo justo tras pasar por delante del camino de entrada del vecino, vuelve la cabeza y se queda mirando esa nada negra del centro de los neumáticos.  Siente que se halla inmerso en un drama de fuerzas morales enfrentadas, como las que encontramos en Hawthorne.  Abbott se pregunta si será descabellado pretender vivir y educar hijos en un país en el que la cifra de tapacubos apoyados (TA) supera la cifra de tapacubos robados (TR).  Imagina una lista de las naciones industrializadas, clasificadas con arreglo a un índice de tapacubos: la proporción TA:TR, el resultado de calcular la media de tapacubos apoyados por cada tapacubos robado.  Un índice de 2 sería la prueba de una gran altura moral.  La verdad es que cualquier cosa por encima de 1 sería un indicador de virtud, pues apuntaría a que predominan los sentimientos más nobles de los ciudadanos, aunque fuera por un estrecho margen.  Abbott imagina que los Estados Unidos de América no tendrá un índice mayor del 0'5 observado esa tarde, sin duda.  Seguro que en Suecia se da la mejor proporción.  En Suecia o en Noruega."
A propósito de Abbott, de Chris Bachelder (Libros del Asteroide)