miércoles, 29 de octubre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [48]

Gita comenzó a pasarse por el almacén a la menor excusa, y yo me convertí en el proveedor oficial de jardinería. Un día comimos juntos, y pronto, de forma natural, se convirtió en tradición. Helena se puso celosa de nuestra relación y comenzó a evitarnos. En el coche, cuando conducía ella, ponía la radio y no decía palabra en todo el trayecto; cuando conducía otro, se sentaba atrás, con los brazos cruzados, mirando por la ventanilla sin decir palabra. Un alivio.
Un sábado que conducía Gita, cuando nos quedamos los dos solos, me preguntó si me apetecía tomar algo, y al instante le respondí que sí. Dos cosas tienen en común todas las parejas que he tenido: iniciativa y un adorable pliegue en el antebrazo, a un par de centímetro del interior del codo.
Subimos un momento a su piso para que se quitase el traje de faena. Los mozos de almacén, por suerte, bajo la funda vestimos como personas normales. El piso olía a mil aromas mezclados que serpenteaban a nuestro alrededor, acercándose y alejándose al menor cambio de temperatura o presión, al menor movimiento que se produjese dentro de aquel cubo hermético. Hasta para una persona tan poco olfativa como yo, resultaba agobiante como una perfumería. Mientras Gita se cambiaba en el dormitorio yo curioseé los libros en las estanterías. Greatest Hits de salón de lector poco avezado. Una pequeña decepción.
Junto a la ventana había un frondoso rosal cargado de flores color canela. Me acerqué y comprobé que su aroma era uno de los muchos que habían pasado por mi pituitaria: un olor a ajenjo y melocotón, a pimienta y a miel. Los pétalos, vistos de cerca, pasaban del carmín intenso en la base, a un amarillo pálido que quemaba los bordes. Unos pétalos carnosos, pesados, surcados de venas.
Enfrascado en las rosas me sorprendió Gita, que me dijo que la planta también se llamaba Gita. Casi me asustó que llamase a su rosal como a ella misma, pero ella me corrigió: la que se llamaba Gita no era la planta, sino la rosa. Mme. Gita, para ser más precisos. La había creado su madre, botánica, cruzando la Baby Masquerade y la Orpheline de Juillet. Cómo puedo recordar estos detalles y haber olvidado la cara de Gita es uno de esos misterios de la mente que nunca comprenderé.
Le pregunté si podía ir al baño a refrescarme (como en una película de los años cuarenta) y allí descubrí de dónde procedían, al menos, el ochenta por ciento de los olores de la casa: los bordes de la bañera, varias estanterías y repisas y en general toda superficie horizontal, estaban cubiertas, plagadas, tomadas, invadidas por perfumes, cremas, geles, jabones, talcos de colores, aceites, aguas de colonia, ambientadores y demás frascos indescifrables para un ser humano masculino. Me senté para echar un pis (tenía miedo a que se me escapase una gota en esa Shangri-La de la higiene corporal) y, tras tirar de la cadena, me lavé la cara. Y aquí comenzó mi drama: tras secarme la cara me di cuenta de que no recordaba dónde había posado las gafas. Comencé a tantear entre los frascos de las repisas más próximas, con extremo cuidado para no tirar nada. Ningún resultado. Me puse nervioso; repasé las estanterías más meticulosamente; me puse más nervioso; me tranquilicé: quizás había cometido el típico error de principiante, me dije, y comprobé que no tenía las gafas en la cabeza, en un bolsillo, colgadas del cuello de la camiseta. Oficialmente perdí los nervios. La mente me funcionaba a mil por hora, buscando excusas para explicar mi demora: tanto si me estaba masturbando como echando una larga cagada, había perdido casi todos los puntos frente a Gita. Además, había oído la cisterna hacía una eternidad: ¿qué coño me podía haber retenido en el baño cinco minutos?
En estas encontré las gafas sobre unas toallas en una repisa frente al retrete y recordé que al ponerlas allí pensé que estarían seguras. Salgo al salón e improviso que me he quedado fascinado con su colección de perfumes. Gita parece embarazada por el comentario. Me siento a su lado en el sofá y ella me explica que su madre estaba un poco obsesionada con la higiene. En realidad, se sincera, sufría un grave caso de TOC que le imposibilitaba llevar una vida normal, a ella y a todos los de su entorno. Le pregunto por qué habla de ella en pasado, y me responde que murió hace seis años. Le digo que lo siento y ella me da las gracias. Noto que necesita desahogarse y le tiro un poco de la lengua.
Su madre se ocupaba de la higiene de toda la familia: bañó a Gita hasta que ésta cumplió los once años y se cuadró e insistió en bañarse sola. Aún así, su madre le obligaba a hacerlo con la puerta entreabierta. Esto hasta los trece años, cuando el pudor de las nuevas voluptuosidades pudo más que el miedo a su madre. Entonces comenzó una guerra fría. Gita no lo supo al principio, pero su madre le pintaba pequeños puntos con un rotulador en lugares estratégicos (entre los omóplatos, en la corva de la rodilla, detrás de las orejas…) mientras Gita dormía, y a la noche siguiente comprobaba si seguían allí. Si se había lavado bien, si se había frotado con esmero, los puntos tendrían que haber desaparecido.
Una noche su madre la despertó con gritos y la arrastró hasta la bañera, le arrancó el camisón y la abrasó con agua hirviendo, frotándole con un cepillo mientras le gritaba que era una guarra. Después de esto la internaron en un centro psiquiátrico y se murió a los ocho años, apagándose poco a poco sumida en una depresión. Bueno, esto último me lo he inventado, quizás murió de un problema cardíaco congénito, no sé. Tampoco sé cómo Gita se pudo sincerar tanto conmigo. Yo, por mi parte, me pasé el rato echando miradas furtivas a su escote, donde comprobé que no tenía marca de biquini y me pregunté si sería nudista o haría topless o si tendría ese color de piel acaramelado de nacimiento. Todas las posibilidades me parecieron insoportablemente excitantes y crucé las piernas mientras trataba de consolarla con la mirada.
Me pregunta si me apetece una copa y le digo que sí: ¿qué te apetece?, cualquier cosa. Se levanta y se va a la cocina y yo veo en una estantería, justo detrás de donde ella estaba hasta hace unos segundos, una fotografía en la que salen riéndose Gita y una chica pelirroja y otra con el pelo muy corto y otra que se parece a Z. Me acerco y compruebo que efectivamente es Z y la sangre que se me acumulaba en la polla se me reparte por todo el cuerpo y me quedo lívido. [Continuará]

domingo, 26 de octubre de 2008

:eructos de coliflor [5]

1. Iggy Rock: Uno de los Routters mayores, Jaime Gonzalo, y los bilbaínos Discos Crudos, se ha sacado de la manga una magna hagiografía sobre los reyes indiscutibles del Detroit Rock: The Stooges (¿soy el único al que le parece que los MC5 están sobrevalorados?). Ya desde la encuadernación, en tela negra con logo dorado, el volumen pinta bien, a estudio definitivo. Y una vez abierto, ojeado y leído, uno se confirma en lo presentido: es un libro esencial, no sólo para cualquiera mínimamente interesado en el combo de Jim Osterberg, sino para cualquiera interesado en ese ente mutante llamado “Música Rock” (no podía ser menos viniendo del Gonzalo, experto mayor del reino en los de Ann Arbour, y uno de los pocos plumillas patrios que pueden competir de tú a tú con los grandes popes anglosajones y franchutes del periodismo rock, con perdón). Con su habitual prosa entre erudita y magmática, quizás un poco más comedido de lo habitual, Gonzalo nos conduce cual guía sherpa a través de esta enmarañada epopeya vital, plagada de sexo, drogas, comida macrobiótica, autolaceraciones y rock’n’roll (o así). Como en el archiconocido Por Favor Mátame, de McNeil y McCain, aquí el autor deja que el peso de la narración recaiga en los propios protagonistas, y adláteres, cuyas palabras son entresacadas de entrevistas, declaraciones y biografías varias. Las contradicciones, lógicamente, afloran a cada paso: nadie recuerda los hechos de la misma forma (tal como se castigó el cuerpo esta gente, lo raro es que simplemente recuerden algo). El señor Gonzalo se limita (que no es poco) a hilvanar estas declaraciones, a imbricarlas en un discurso homogéneo que nos sitúa en la época y lugar de una forma vívida y descarnada, evitando la idolatría fanática, mostrándose crítico cuando es menester, y desaforadamente entregado cuando no queda más remedio.
El volumen, profusamente ilustrado, se completa con (atención): letras de todas sus canciones, cronología del sonido Detroit desde su prehistoria hasta los 70’s, discografía completa de los interfectos y alguna sorpresa más. Lo que se dice una gozada. Por si no lo he dicho, su título es: The Stooges. Combustión espontánea. Un instante de Eternidad y Poder (1965-2007). Simón dice que ya están tardando.

2. “No es que estuviéramos por delante de nuestra época, es que todos los demás estaban por detrás”. Iggy Pop.

3. Avantgarden: ubu.com/sound es la división sonora de la Ubuweb (una especie de youtube cool y chanante). Estos superhéroes ponen a nuestra disposición una impresionante colección de grabaciones sónicas raritas de encontrar, para oír o bajar, usted elige; grabaciones variopintas, desde las vanguardias históricas hasta spokenwords de renombrados prohombres, de Duchamp a Zorn, de John Cage a Patti Smith. Si no lo sabían, ya lo saben.
4. El chasquido con el que empezó todo: En esta página (www.firstsounds.org) de la organización First Sounds podéis encontrar, además de información sobre los primeros sonidos grabados (de ahí el nombre tan bien escogido), algunas de esas grabaciones disponibles. Fantasmagoría sonora interesante y reveladora. Por si a alguien le quedaba alguna duda, el primero no fue Edison. Ahora sólo queda elucubrar sobre cuál será el último sonido grabado por el hombre; pero a menos que la tierra venga con caja negra, lo tenemos crudo. Yo apuesto por “Era visto”.

:nadie es perfecto [5]


(Sufre de serios problemas de estreñimiento que combate con lavativas diarias de aceite de oliva templado y vaselina)

viernes, 24 de octubre de 2008

:geometría

Inauguramos con este texto el apartado de relatos a la carta. El autor, su seguro servidor de ustedes, se compromete a escribir un cuentito a partir de una frase iniciadora que cualquiera tenga a bien sugerirle. Para esta primera entrega, la frase (en mayúsculas) ha sido remitida por Pilar R.F., de Pontevedra. Ahí va:
SUPE QUE LLOVÍA PORQUE AL LEVANTAR LA VISTA VI A UN HOMBRE QUE LLEVABA UN PARAGUAS ABIERTO. Me quedé así un rato, mirando la calle, descansando los ojos: Doña Teresa decía que hay que descansar la vista cuando se está frente al ordenador, mirar a lo lejos, fijar la vista, enfocar. No recuerdo el porcentaje de tiempo que hay que hacer esto por cada hora de ordenador, pero seguro que son cifras exactas, como las cantidades de las recetas de cocina que nos empeñamos en convertir en aproximaciones, negándonos a claudicar frente al imperativo matemático que lo estructura y lo rige todo.
La calle se llena de manchas oscuras y pronto brilla mojada por una lluvia que todavía no veo. La vecina de arriba se da otro paseo con los zapatos de tacón. Como nuestros pisos tienen la misma estructura puedo coreografiar sus movimientos con facilidad siguiendo el traqueteo de sus tacones. Ahora se para justo sobre mí, frente a su ventana idéntica a la mía. En línea recta mi cabeza y sus pies no están separados más de un metro y medio. Pero raramente la vida se mueve en línea recta, sino que da rodeos como un autobús.
Gonzalo me advirtió de la vecina. Me dijo que se pasaba el día en zapatos de tacón, paseándose por el piso sin parar. Yo le dije que no me importaba, que yo sólo quería el piso para dormir, y lo que hiciesen los vecinos durante el día me traía sin cuidado. Eso fue antes del accidente, claro.
La vecina se pone otra vez en marcha: se va al cuarto de baño; oigo como cierra la puerta, a pesar de que vive sola, y como se sienta en la taza. Tardé meses en identificarla en el rellano por la descripción de Gonzalo. Yo no paraba mucho en casa y ella no sale mucho. Sólo a por el correo y a por el pan, al supermercado dos veces por semana, al cine una o dos veces al mes con su hermana. Las oigo hablando y riéndose cuando vuelven de ver una película. Tiene una voz alegre, cantarina, ligeramente desafinada. Sé que le gusta Clint Eastwood, o al menos sus películas. Oigo como tira de la cadena y yo vuelvo a concentrarme en la película.
Al rato, de reojo, veo como vuelve a pasar alguien por la calle. Han encendido las farolas y la lluvia arrecia a contraluz. Juraría que es el mismo hombre de antes, juraría que busca algo, o espera a alguien. Mira las fachadas de enfrente, mira mi fachada. No creo que pueda verme aquí, con la luz apagada y la cortina corrida, pero instintivamente me encojo y me aparto de la ventana. Ya he perdido el hilo de la película y me rindo a la evidencia de que he desperdiciado cuarenta minutos de mi vida intentando sacar algo en limpio. Pero mejor eso que perder una hora y media. Saco el cd del ordenador y meto otro, uno cualquiera, el primero de la tarrina. El cd da vueltas dentro del ordenador mientras el hombre se pone otra vez en marcha y desaparece calle arriba.
Gonzalo me ha dejado seis tarrinas de 25 cd’s con películas hace tres semanas y no se ha vuelto a pasar por el piso. Me llamaba de vez en cuando, al principio, y me preguntaba qué tal las películas y yo le contaba qué tal la espalda. Desde entonces sólo veo a Viorica, mi fisioterapeuta, que viene todos los días una hora y media, de cinco a seis y media. Anteayer me dijo que se notaba una mejoría en mi espalda y que pronto podríamos pasar a una sesión cada dos días. Lo dijo para animarme, pero casi me echo a llorar.
Hoy, mientras me ayudaba a ponerme el arnés, me pregunta qué tal estoy. La miro a los ojos sin saber que contestar porque no sé en qué nivel de profundidad está interesada. Le respondo que me han salido sabañones, quizás por estar todo el día sentado. Ella no sabe a qué me refiero y le enseño los pies: sabañones, le digo. Me pregunta si tengo cebollas y le digo que alguna habrá en la cocina. Vuelve al rato con un plato hondo con una cebolla cortada en rodajas y me la frota por los pies. Eso debería calmarme. Me dice que hay algo que huele mal en la cocina, como a carne estropeada. Le digo que llevo tres semanas sin agacharme, así que es posible que haya algo podrido bajo algún mueble y no me haya enterado. Tengo olfato de fumador, y pulmones de fumador y dientes de fumador, a pesar de no haber fumado nunca en la vida.
La vecina se ha pasado un momento por la ventana, ha descorrido las cortinas, las ha vuelto a correr y se ha marchado a la cocina a hacer la cena. Al rato ha vuelto el hombre y se ha parado de nuevo ahí enfrente y me lo he vuelto a quedar mirando, formando él y yo, sin él saberlo, una línea recta, un segmento. Por unos segundos no hemos coincidido con la vecina, por unos segundos no hemos formado un triángulo isósceles con el que romper el plano en el que habitamos todos, atrapados, desde que existe la cámara fotográfica. Seguimos tres ritmos distintos, tres órbitas que raramente coinciden, que raramente se eclipsan.
Yo, por mi parte, intento con todos los medios a mi disposición romper el tempo metronómico que pauta mis movimientos, actuando sincopadamente, con acciones y reacciones impredecibles hasta para mí: arrojo unos cubitos de hielo en el retrete y tiro de la cadena, veo la tele reflejada en el espejo, pulso el espaciador del teclado con el dedo meñique, meo a la pata coja. Sólo una vez, como actos vandálicos desordenados: actúo y echo a correr.
Cuando el hombre en la calle cierra el paraguas y sigue su recorrido, oigo a mi vecina acercándose al dormitorio y cerrando la persiana: esta noche ya no podrá ser. Quizás mañana tengamos más suerte.

viernes, 17 de octubre de 2008

:stars [12]

Mi compañero de proyección, Winston Cho, me acompaña al comedor, vacío, dónde nos servimos de un buffet frío. Es un hombre de pocas palabras, quizás porque vive de ellas. Es guionista del estudio, el cargo más importante de todos. No lo dice ni con ironía ni con orgullo, sino con la neutralidad con que uno diría “aparcamiento reservado para minusválidos”. No me explica en qué consiste la grandeza de su cargo y yo, con la laringe todavía resentida, tampoco acierto a preguntarle. Supongo que todo se explicará a su debido tiempo. Y así es.
Paso la noche en una habitación privada. Tiene dos camas pero una está vacía y puedo tirarme pedos toda la noche, algo que echaba terriblemente de menos. Me recreo en mi olor corporal, en mi intimidad recién recuperada.
Por la mañana me despierta una hiperactiva ayudante de producción que me trae mi vestuario para esa mañana: una toalla. Me dice que me presente en el plató 2 antes de desayunar y desaparece de nuevo.
Salgo al pasillo, que hierve de actividad controlada, y pregunto a la primera mujer atractiva con la que me cruzo dónde está el plató 2. Me dice que la siga: vamos en la misma dirección.
El plató dos simula una vivienda suburbana de una nebulosa clase media: podría ser de un trapero, de un profesor de secundaria o de un ortodoncista. La lucha contra la generalidad, como pronto comprendo, es uno de nuestros principales frentes abiertos.
La ayudante de producción que me despertó me presenta al director (Des Truman), un tipo distante (más tímido que altivo, sin embargo) y de escrutadora mirada profesional. Me pide que me desnude de cintura para arriba, lo que hago sin protestar. Me observa los brazos y se detiene en la equimosis verdosa que me adorna la sangría del brazo.
-No tapéis esto- le indica a la ayudante de producción. Ésta me acompaña a un dormitorio infantil de la falsa vivienda habilitado como vestuario. Allí se presenta (Brenda) y, mientras me ayuda a desvestirme y a ponerme un albornoz, me hace una rápida y completa composición de lugar: escena de ducha; rutinaria; oigo un ruido y escucho con atención; me cubro con una toalla y salgo. No debería costarnos más tiempo rodarla de lo que le ha llevado explicármela; y podré desayunar.
Cubierto sólo con el albornoz, me acompaña hasta el cuarto de baño, donde un reducido equipo me espera para rodar la escena. Des me lleva a un aparte y me explica que lo único que quiere de mí es naturalidad, que me duche como si no hubiese nadie mirando. También me dice que sólo queda la cola de la bobina, no más de dos minutos, así que tendrá que salir bien a la primera. Noto como mi miembro, todavía dolorido por la sonda, mengua hasta ocultarse como un pajarillo entre el vello púbico.
Ya en la ducha, desnudo, esperando a que el agua se temple, Des me dice, para redondear la situación, que me cogerán en desnudo frontal un segundo, justo cuando abra la mampara para escuchar. Un segundo en pantalla pero toda la eternidad en Internet convertido en fotografía. Eso me da que pensar: cada segundo de lo que hacemos puede ser eterno.
Sea como fuere, mientras me giro para comprobar la temperatura del agua con la mano derecha, me masajeo la polla con la izquierda para alcanzar un volumen menos vergonzante. Y rodamos.
La verdad es que necesito una ducha, así que me limito a ducharme, pensando, eso sí, en actuar con naturalidad: un pensamiento oculto como una corriente de agua subterránea. Cuando me sueno con fuerza los mocos reblandecidos por el agua, oigo un histérico “corten”. Des abre la mampara y, controlando ostensiblemente los nervios, me corrige:
-No tan natural.
Tenemos que eliminar, me explica, todo fluido corporal que no sea narrativo; y mis mocos no aportan nada al devenir de la historia. O al menos eso cree. Respiramos hondo, me recuerda que tiene que salir bien a la primera (aclaración que no entiendo, pues NO ha salido bien a la primera) y volvemos a rodar.
Me enjabono imprecisamente, pendiente del ángulo que muestro a cámara: un tres cuartos que resalta mis tríceps y me disimula la tripita incipiente. De pronto, creo oír algo; sí: dirijo mi oído derecho, el bueno, hacia la fuente del sonido. Abro la mampara para asegurarme: o sí, esto marcha: mi cuerpo húmedo, brillante, sexy. Me excito a mí mismo, me pongo cachondo: mi pene se llena de venas infladas, marcadas; cuelga orgulloso y pesado como una bolsa llena a rebosar de fruta fresca. Una gota de almíbar pende de su extremo, ingrávida, eterna, gloriosa. No sé que pensarán ustedes, pero esto es lo que yo llamo una escena perfecta.

jueves, 16 de octubre de 2008

:dos resoluciones

Las dos resoluciones a sendos crímenes presentados ante ustedes, el jurado, el pasado 31 de julio:
1- La solución a los crímenes del castillo de DelaCourt se haya oculta tras dos paradojas. La primera, que el mismo asesino propusiera mostrar los pertrechos para descubrir al asesino, que finalmente fue descubierto y que, sí, era Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau. Su idea no era la de mostrar su miembro viril a todos los presentes, como tantas veces había hecho con anterioridad, no. Su plan era el de presentarse a sí mismo no sólo como inocente, sino como el primer interesado en descubrir al culpable. Su fallo: la segunda paradoja. Tan inocente se quiso mostrar que no convenció a nadie: todos los presentes, entre sus vestimentas, ocultaban un arma defensiva (un candelabro de plata, un abrecartas, un tenedor de trinchar…) lo cual, teniendo en cuenta la serie de catastróficos crímenes que se venían perpetrando en las últimas horas en el castillo de DelaCourt, no sólo era normal y comprensible, sino prácticamente inexcusable. El único que no iba armado, a excepción de su cachiporra de carne, era Mr. Emnerstonn-Cormac DeFaux Bleau. Así fue como la falta de un arma del delito apuntó al culpable.

2- Si al primer crimen aquí presentado todos supieron darle solución al instante, lo contrario ocurrió con la misteriosa muerte de Mr. Gattlin, que nadie supo resolver. Efectivamente, si los culpables (o en este caso uno de los culpables) no hubiesen confesado, el crimen seguiría a día de hoy irresuelto.
También hay una paradoja envuelta entre la maraña de pequeños actos que conformaron el drama: el arma del delito fue un utensilio habitualmente usado por los investigadores de la policía y del Cuerpo de Bomberos de su Majestad, y que tan inútil les había resultado en esta investigación concreta: una lupa.
Los culpables: los dos niños que intentaron robar el libro de Henry Millar atraídos por la fama de licencioso malditismo que envolvía el volumen. A la tarde siguiente del infructuoso hurto, los dos infantes, Patrick Longstrum y Terrence Hunter, de 12 y 13 años respectivamente, con ánimo de venganza se apostaron frente a la librería Mackintosh, sita en el número 1 de Beech Street, cerrada como todos los domingos, armados con la antedicha lente de aumento propiedad de Nicholas W. Hunter, filatélico de pro y, a la sazón, padre de Terrence. Proyectando el reconcentrado rayo solar de esa calurosa sobremesa de agosto sobre un manojo de facturas de la librería a través del cristal del escaparate, Patrick y Terrence querían dar un escarmiento al antipático librero con un correctivo en forma de pequeño fuego. Como el tamaño de un fuego depende de lo que uno queme, y como en una librería combustible vegetal es lo único que no falta, pronto la llama se les fue de las manos y huyeron como alma que lleva el diablo.
No fue hasta el día siguiente en que supieron de la accidental muerte de Mr. Gattlin por los titulares de los tabloides, con lo que su travesura agravada a delito contra la propiedad se había transformado por ensalmo en homicidio involuntario. Patrick, no pudiendo soportar los remordimientos, se personó a los dos días en la comisaría de policía de Regent Street y confesó los hechos. Tras las investigaciones pertinentes y el juicio de rigor, se condenó a Patrick y a Terrence a 8 años de reclusión en un centro reformatorio, de los que sólo llegaron a cumplir 6. Patrick regenta en la actualidad una librería especializada en ciencias naturales, y Terrence, como su padre, se dedica a la cría de caballos de carreras. Ninguno de los dos ha confesado a día de hoy quien sujetaba la lupa aquel fatídico domingo.

miércoles, 15 de octubre de 2008

:eructos de coliflor [4]

1. Qué daño han hecho los teléfonos móviles a las películas de terror! Todas, sin remisión, se ven obligadas a justificar en el primer acto el aislamiento que supone no tener línea: ya sea por falta de cobertura en un entorno aislado, ya sea que se han quedado sin batería, que el celular se les ha roto, se lo han robado, lo han perdido… Parece que nadie se ha planteado la posibilidad de un protagonista sin móvil, porque ya sabemos que el cine no busca lo real, sino lo verosímil; y a estas alturas ya no resulta verosímil la idea de un ser humano sin teléfono móvil. Los primeros en comprender lo desasosegante de esta situación han sido los japoneses, que ya han construido varias películas de terror sustentadas sobre esa premisa: en un país donde la humanidad convive aglomerada, casi hacinada, donde es imposible sentirse (físicamente) aislado, donde es imposible encontrar un rincón sin cobertura, la muerte es precedida por el tintineo de un politono.
2. A Jeffrey Brown lo conocemos por estas latitudes sobre todo por su trilogía de las ex-novias y demás tebeos autobiográficos que Ediciones la Cúpula ha tenido el acierto y el buen gusto de editar en unos coquetos volúmenes, no especialmente lujosos pero muy recomendables. Pero el bueno de Jeffrey es un autor más polifacético de lo que estas muestras podrían hacer suponer: no sólo ha publicado comics abiertamente humorísticos sino que, oh sorpresa, también ha hecho sus pinitos en el cómic superheroico mainstream. En el 2004 se marcó un simpático, breve, original y extraordinariamente bien ilustrado minicómic sobre Lobezno, titulado Wolverine: Dying Time. Como por evidentes motivos legales esta curiosidad no podrá ser editada de un modo oficial, unos buenos amigos se han tomado la molestia de escanearlo y colgarlo aquí (http://dyingtime.googlepages.com/WolverineDyingTime.html), para que cualquiera se lo lea, se lo hojee o se lo baje por la patilla (nunca mejor dicho); en cualquier caso, para que lo disfrute. Simón dice…
3. Sin destripar demasiado dicha historieta, dejemos constancia aquí de lo floreciente que se haya últimamente un subgénero que nos apasiona a algunos (¿eh, Under?): las de zombies. A los últimos (reconocidos o no) remakes de flins clásicos, a las 28 secuelas después, a la segunda (o tercera) juventud de George A., a la rentable franquicia de los Marvel Zombies, se le han unido en los últimos meses ediciones hispanas de pestilentes tochos con zetas en el título. Primeramente, la patria Apocalipsis Z, del exitoso blogger Manuel “Cuajarón” Loureiro. Un libro, y unas circunstancias, sobradamente conocidos como para explayarme aquí. Sólo apuntar que a un servidor le resultó un volumen reiterativo, aburridillo (le sobran la mitad de las páginas) y, lo siento, mal escrito. Un par de pasajes interesantes y poco más. A pesar de ser un Serie-Z de manual (perdón por el chiste) ha tenido el suficiente éxito como para que otras editoriales se lancen a la caza del muerto viviente. Así hemos podido disfrutar de la traducción de Guerra Mundial Z, de Max Brooks: este sí, un libro original, adictivo, poliédrico y exhaustivo. Un clásico Zombie instantáneo. Y recientemente, la edición del libro de culto Zombie: Guía de supervivencia, también del hijo de Mel. Este libro es exactamente lo que uno podría suponer por su título: una guía de supervivencia ante ataque zombie. Entre el humor negro y el apunte inquietante, trufado de frases lapidarias, este coqueto librillo supone la mitad teórica del díptico que conforma con Guerra Mundial Z, que sería la práctica. Con una prosa seca y antirretórica (muy de manual, vaya), se toma tan jocosamente en serio a sí mismo que uno no puede evitar tomárselo también un poco en serio: como fábula, como metáfora, como imagen especular, da que pensar. Leído a ratos, entre medias de otros libros, he de reconocer que me ha calado más hondo de lo que creía, y que me he sorprendido en mitad de un Pierre Michon esperando a que un zombie pillara desprevenido a Van Gogh.
Sólo nos queda, puestos a soñar, que la HBO se saque de la manga una serie zombie. Ays, ¿no sería hermoso?

4. De “Nosotros tres”, de Jean Echenoz: “Los transeúntes, por la acera de enfrente, iban y venían con sus ideas, su bolsita gelatinosa de pensamientos temblando como una flor translúcida en lo alto de su cabeza, sacudiéndose al ritmo de sus pasos”. Pues eso.

martes, 14 de octubre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [47]

La última de la lista es Z, suma y resto, compendio y resumen de todas las anteriores: una imagen y una presencia ligeras, como el vaciado de todo lo que sobra en mi vida y en el mundo, un cofre de carne y hueso con todo lo que necesito. Durante meses evité buscarla, pero la entreveía en cada persona de pelo largo que se paseaba por mi visión periférica. Y después con pelo corto: podía habérselo cortado, pensaba, y en ese momento comprendí que ya era una obsesión. Se convirtió en una arritmia, en un dolor de estómago. Acabé por volver asiduamente al bar donde trabajaba, pero ya no trabajaba allí. Había desaparecido. ¿Se habría ido a Francia? Daba igual, le había perdido el rastro y, en la práctica, podría estar en Marsella o en el piso de al lado: seguíamos circuitos independientes. Estaba fuera de mi vida.
La primera pista la encontré a través de Gita Gonzales.
Por aquella época entré a trabajar como chico de almacén de un conocido centro comercial cuyo logotipo es un triángulo isósceles verde. Formábamos los chicos de almacén un grupo unido y bien avenido basado en tres simples postulados: robar lo máximo posible, fumar el mayor número posible de porros, trabajar lo mínimo posible. Cualquiera que abrazase este tríptico era bien recibido; cualquiera que lo rechazase, aunque sólo fuera en parte, era mirado con sospecha y tratado con recelo. Éramos el terror de la sucursal, éramos los chicos malos, éramos la gangrena corroyendo el corazón mismo del capitalismo. Aunque para nosotros todo se reducía a pasar las ocho horas de jornada laboral lo mejor y más rápidamente posible.
Nuestras bacanales drogotas en la rampa trasera del almacén se hicieron famosas entre ciertos círculos, y pronto algunas balas perdidas de traje comenzaron a pulular por la zona en sus descansos para el café y el cigarrillo. Como quien no quiere la cosa aceptaban una calada furtiva de nuestros cigarrillos de la risa, para sobrellevar la jornada con mejor ánimo y semblante. No podíamos culparlos; después de todo, nosotros permanecíamos ocultos en el alcantarillado, vivíamos entre bambalinas: eran ellos los que ponían la cara y la sonrisa como actores de una representación teatral insoportablemente larga, monótona y aburrida. Y eso merece un respeto.
Una de las trajeadas asiduas era Gita, que siempre se pasaba por allí con una tal Helena. Leí su nombre en la chapa de su solapa y le pregunté de dónde venía (el nombre, no ella: ella venía de la sección de jardinería). No era un diminutivo de nada, me informó su inseparable Helena antes de que Gita pudiese abrir la boca. Es un nombre indú. Su madre es de origen indio, aunque nació en Londres, donde conoció a su marido, el padre de Gita, que es portugués. De ahí el exótico nombre de Gita Gonzales. Helena, como se encargó de recalcar con absurdo orgullo, se escribía con hache. Lo único mudo que tenía, como pronto pude averiguar. También averigüé pronto que las dos vivían en la misma ciudad que yo y que, como yo, tenían que hacer una hora de viaje de ida y otra de vuelta para venir a trabajar. Me preguntaron si quería unirme a la rueda de tres coches (los dos suyos y otro de una tal Begoña o Verónica, no recuerdo bien, de la sección de revistas). Les dije que encantado, aunque me acababa de comprar un bono mensual para el tren. Lo que uno hace por la simple posibilidad de frotar la punta de la polla. Toda la historia de la humanidad, todas las panorámicas y detalles, todos los avances y retrocesos, las luces y las sombras, TODO, por quince minutos de roce.
Por fortuna, salvo cuando conducía ella, Helena era la primera en bajarse del coche. Poco después se bajaba Begoña-Verónica y nos quedábamos Gita y yo solos unos cinco minutos. Cinco minutos cada dos días. No era mucho, pero por aquel entonces me parecía suficiente. Las primeras semanas nuestra relación avanzaba lenta: nos costó días pasar de las conversaciones sobre intendencia, atajos y calles con dirección única, a los standards sobre el tiempo y el trabajo: desconcertantemente variable el primero, insoportablemente invariable el segundo, convenimos. Con timidez, como a hurtadillas, encontramos nuestro primer punto en común: ninguno de los dos soportábamos a Helena. Fue un alivio. La atmósfera del interior del coche pareció despresurizarse y a partir de ese día todo fue más liviano y límpido. Nuestras miradas comenzaron a encontrarse con complicidad, y eso siempre es el principio de algo y el final de otro algo. [Continuará]

domingo, 5 de octubre de 2008

:pornooooooo!

Si señores: mi primera entrada porno. Si veo que aumentan las visitas, prometo más. Que ustedes lo disfruten.

sábado, 4 de octubre de 2008

:eructos de coliflor [3]

1. Sueños húmedos: mis adorados Redd Kross, en su monumental disco Third Eye (1990) sacaron en portada a una chica ligerita de ropa que, con los años, acabaría por convertirse en una prestigiosa cineasta y en una de las mujeres más sexis del planeta (esa nariz trompetera, esa mirada vacuna, ese mohín de aburrimiento, buff…). Ya lo han adivinado: Sofía Coppola. Su presencia, que duda cabe, ha aumentade el valor de este disco como objeto de culto, sobre todo en edición vinilo (ejem). ¿Y cómo acabó la hija menor de Francis Ford haciendo el monas en la portada de un disco? Pues parece ser que eran amigos y compañeros de correrías (los hermanos McDonald y los hermanos Coppola, con Roman el hermanísimo) por aquellos años pre-pelotazo grunge. Pero la pregunta es ésta (tomen aire si lo están leyendo en voz alta): ¿si tan amigos eran, por qué Sofía no les incluye una mísera cancioncilla en una de sus multiventas bandas sonoras originales para que así puedan acceder al gran público y vender los millones de discos que se merecen y convertirse en multiplatino y darle una patada a esta industria musical cada vez más aburrida, anodina y sin clase que padecemos desde hace no sé cuanto? Vale, quizás las tonadillas electrizantes, energetizantes y supervitaminadas de los Kruzz Rojaa no sean las más apropiadas para la mórbida languidez de los flins de la italoamericana. Pero por soñar.
2. Al bueno de Scott McCloud lo conocimos por estos lares como autor de la desconcertante y desprejuiciada Zot!, y después como erudito y estudioso del noveno arte en esa maravilla que es Entender el Cómic (Astiberri, y no como lo tradujeron en un primer momento los de Ediciones-B: Cómo se hace un cómic). Menos esencial para un servidor le pareció su continuación, La revolución de los cómics, un tocho quizás demasiado denso, aunque igual de agudo en sus apreciaciones y con un punto polémico que es de agradecer en un medio tan adormilado como el de las viñetas. McCloud cierra esta trilogía, por el momento, con Hacer Comics. Siguiendo su particular estilo metalingüístico, como complemento al quinto capítulo de dicho libro, en el que nos habla de los web comics se marca, como no podía ser de otra forma, un web cómic. El resultado, 16 páginas esclarecedoras y amenas, como es habitual en él, que están a nuestra disposición traducidas en la página web de los buenos de Astiberri. Es decir, aquí: www.astiberri.com/hacercomics/
3. Si fuese un personaje de Curro Jiménez me llamarían afrancesado, pero no puedo evitarlo: el libro de esta semana también es de un autor francés (más o menos: hijo de belga e italiano), Patrick Modiano: En el café de la juventud perdida (de Anagrama, y si no incluyo la portada es para que no parezca que me llevo comisión). Se nos informa en contraportada que es un libro sobre el poder de la memoria y la búsqueda de la identidad, que es como no decir nada porque el 90% de las novelas tratan sobre el poder de la memoria y la búsqueda de la identidad. La cosa es que tiene forma de librillo de misterio, que en cada uno de sus capítulos un narrador distinto nos cuenta una parte de la historia total, que está ambientada en el París de los años 60 de Godard, Debord y compañía, y que se lee con fruición e interés y que a mí me gustó mucho y por eso os lo recomiendo.
4. Todos llevamos un superhéroe dentro, que se nos transparenta cual pentimento a la mínima oportunidad: ayudar a una viejecita a cruzar la calle, indicar la dirección a un turista, ayudar a bajar un cochecito de bebé por unas escaleras, mirar con desaprobación a un ratero que se escapa corriendo calle arriba… Mi último acto heróico: ayudar a una despistadísima señora a encontrar la puerta de la oficina de Winterthur (efectivamente, doblando la esquina). Lo dicho, todos somos superhéroes, aunque no nos dediquen interminables series de comics, ni superproducciones hollywoodienses, ni muñecos articulados, ni los niños se disfracen de nosotros en carnavales. Somos anónimos, como los alcohólicos; no ambicionamos ni la gloria ni el estrellato. Somos actores de reparto en este teatro de polichinelas al que llamamos mundo (ay); pero somos, efectivamente, los que hacemos que todo marche bien, a su hora y más o menos limpio. Si es que somos la hostia.

jueves, 2 de octubre de 2008

:Youtube kills the T.V. stars


No sé si, como dijo Nietzsche, la ignorancia otorga la felicidad, pero lo que tengo claro es que demasiada información está causando estragos en mis mermadas reservas de nostalgia. Si por “información” entendemos, claro está, las reposiciones televisivas a deshora, los blogs sobre series de antaño o, la madre de todos los desmadres: Youtube. Lo que en un principio parecía la bicoca para cualquier teleadicto con un mínimo de memoria histórica, ha acabado por convertirse, al menos para un servidor, en un jarro de agua fría emocional. Tenía que haberlo supuesto: las recientes reposiciones destrempantes y desmitificadoras de El Equipo-A, El Coche Fantástico, McGiver, V, El Gran Héroe Americano y un largo etcétera, ya deberían habernos bajado de nuestra burra de un bofetón: la ficción televisiva no va a peor, queridos compañeros generacionales, porque tal presupuesto es imposible una vez se ha tocado fondo. No nos engañemos: hemos perdido años y dioptrías a base de ramplonería y mínimo común denominador, a base de efectos especiales de cartón piedra y argumentos de vergüenza ajena que, en muchos casos, plagiaban películas de éxito que tampoco eran gran cosa.
Somos la Generación Perdida entre las “míticas series inglesas” y Los Soprano, habitantes de ese erial catódico que ocupó los años 80 y buena parte de los 90. Afortunadamente, cualquier tiempo pasado ya pasó.
Y todo esto por: mi último descubrimiento / fustigamiento. Rebuscando por la internet me he dado de bruces con Whiz Kids (parece ser que traducido como La pandilla de la computadora o Los chicos computarizados en los países de habla hispana; y como la muy genérica y desconcertante Xente Maravillosa para nosotros los gallegos), serie de culto personal que la mayoría de mis congéneres, afortunados ellos, han olvidado como si su pase por la parrilla televisiva no hubiese sido más que un sueño de sobremesa de un servidor. Pues no: la serie existió. Brevemente, eso sí, apenas una temporada, 18 míseros episodios que en mi memoria (que lo masifica todo cual casa de Gran Hermano) parecieron durar años, acompañándome como guía y fiel compañero durante toda mi infancia. Aquellos “chicos mayores” tan enrollados que resolvían crímenes utilizando una tecnología de última generación que sería la envidia de una NASA, han resultado ser una pandilla de críos repelentes y estereotipados con un Spectrum tuneado. Una copia ramplonísima de Juegos de Guerra, para entendernos. Especialmente sangrante es el caso del protagonista (o lo que mis ablandadas meninges entendían como tal), un gafoso Matthew Laborteaux a medio camino entre Peter Parker y un Juan Manuel de Prada adolescente y estilizado. Terrorífico.
A partir de ahora prefiero apartarme de estas malas compañías y de cualquier cofre de DVDs y aferrarme cual clavo ardiendo a la idea de que algo bueno tuvo que pasarnos. Pero soy humano y me asaltan las dudas y las tentaciones de googlear: ¿No sería un truño Luz de Luna? ¿Sería un coñazo Canción Triste de Hill Street? ¿Alguien se acuerda de Los Cuentos del Mono de Oro? Por favor, que nadie me diga que Nils Olgerson era un tostón. No lo podría soportar.

miércoles, 1 de octubre de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [46]

Pero quizás siempre ha sido la misma canción con distintos arreglos. Desde el principio, una y otra vez, siempre la misma.
A continuación, una lista de lo que recuerdo esta tarde. Intento que guarden un orden cronológico pero es complicado, ya que la escritura sólo va en una dirección y la memoria en todas. Pero podría ser así:
La primera vez que la vi sólo éramos unos niños; ella se bajó del autobús, cerca de la playa, y yo seguí en el autobús aunque desearía haberme bajado. Recuerdo: su cabellera oscura y ondulada, su piel bronceada y sus ojos verdes. La recuerdo porque desde ese instante la busco en todas las demás, y todas me recuerdan a ella porque son ella y no son ella al mismo tiempo. Aunque hubiese tenido la oportunidad de decirle algo en ese instante, nunca le habría dicho que me había enamorado porque ni yo mismo me di cuenta hasta varios años después. Todavía era lento de reflejos.
Después fuimos compañeros de clase, y aunque no eran la misma persona, con el tiempo acabaron por compartir rasgos en mi memoria. La visión original fue tan fugaz que no podía sustentar por si sola toda una cosmogonía. Así que su primer satélite llegó empezado el curso y se fue cuando aún no había terminado. Me la imaginaba con una vida compleja y sofisticada, pues yo siempre había ido al mismo colegio y siempre había vivido en la misma casa. Se llamaba Carolina y era tan guapa que sólo podía mirarla de reojo.
Jugando al escondite, era la prima de alguien que vino a pasar unos días. No sé cómo logré estar en su mismo equipo, y nos escondimos detrás de un seto y le miro los huesos de las rodillas y el vello translúcido de los muslos y nos miramos a los ojos y nos reímos nerviosos porque oímos a los otros acercarse buscándonos.
En el instituto tenía los ojos azules y siempre estaba sonriendo. Un día se pone a llorar en clase y sale corriendo del aula. Todos se miran perplejos y especulan; menos yo, que quisiera consolarla sin importar lo que le pase.
Luego era morena y tenía el pelo largo y liso y un mohín perpetuo alrededor de los labios. Tenía los ojos negros y grandes y me fijo en ella por primera vez en una visita guiada. No puedo entender dónde había estado hasta ese momento. Paso todas las clases de ese trimestre ignorándola concienzudamente, mientras el resto del tiempo planeo cómo decirle que la quiero tanto que me duele sin asustarla, pero no se me ocurre cómo.
En la cafetería de la facultad se llama Olga. Ahora es rubia y tiene los ojos claros y los pechos pequeños como mandarinas que entreveo cada vez que se inclina. Siento que si pudiese verle los pezones tendría el valor para decirle lo que siento por ella, pero nunca se los vi. Sí la vi un día besándose con un chico. Memorizo sus rasgos porque en mis fantasías necesito más referencias para odiar que para amar: un rostro lleno de tics, con los músculos de la cara duros como el bronce. No entiendo cómo alguien puede besar algo así. Recuerdo su nariz respingona y el dibujo de su nuca cuando llevaba cola de caballo.
Una de mis compañeras en mi primer trabajo. Gafas redondas y cara pecosa, me muestro receloso porque siempre lleva pantalones y temo que tenga las piernas feas. Pero en una cena de grupo se pone un vestido y tiene unas piernas bonitas y se sienta a mi lado aunque la mesa está medio vacía y se ríe de mis chistes. Finalizo el contrato y sólo la vuelvo a ver una vez, en un centro comercial, del brazo de un chico. Simulamos que no nos vemos.
Delante del cine, mirando una marquesina. Un pequeño vestido verde, el pelo negro y corto, botas militares. La miro de reojo mientras simulo interés por la cartelera. Juraría que es francesa, aunque no la oigo decir ni una sola palabra. Se va calle abajo, con paso de turista, y yo sufro con cada paso y no sé qué hacer, así que doy vueltas sobre mí mismo como un animal.
Esperando con un perro en un portal, mientras alguien le habla por el telefonillo. Lleva unos pantalones cortos blancos.
En el coche de al lado en un paso de peatones. Habla por el manos libres; parece a punto de llorar.
A contraluz en la terraza de una discoteca. Me digo que nunca me enamoraría de alguien que se maquilla con purpurina, pero me paso medio verano pensando en ella.
Viendo La Gran Ilusión en el cine, ella se sienta a mi lado, con la luz ya apagada. Dejo mi brazo deliberadamente en el apoyabrazos, pero ella ni lo roza. Sin verla siquiera ya me he enamorado de ella: por su volumen en la penumbra y por haber elegido ver esa película en vez de hacer cualquier otra cosa. Cuando acaba la película pestañeamos adaptándonos a la luz y nos sonreímos, todavía maravillados, como si nos acabásemos de despertar después de haber pasado la noche juntos. Busco su referencia en la sección “Te vi” de los periódicos en los siguientes meses, pero acabo por desistir. [Continuará]