miércoles, 30 de enero de 2008

:a leer [2]

Aquí van un par de cositas más que os recomiendo sin paliativos. Es más, si os las comprais y no os gustan haré que las respectivas editoriales os devuelvan el dinero (o les daré la brasa con mails hasta que lo hagan o me manden a la mierda, lo que pase primero). Venga, Simón dice "a leer".


Segunda maravilla de Blutch publicada en nuestro país, aunque en las antípodas del también recomendable,y recomendado, La Voluptuosidad. Recopilación en un modesto pero resultón tomo de los dos álbumes franceses que el genio Blutch dedicó a su personaje Blotch. Ambos son dibujantes, ambos trabajan como ilustradores para Fluide Glacial... pero los parecidos se acaban ahí. Blotch, el personaje, es un miserable, ruin, racista, cínico, machista, cobarde, envidioso y, por si no ha quedado claro, uno de los personajes más memorables de la moderna BD. Blutch, el autor, es un portento que aquí nos desborda con su habitual tsunami de talento para el dibujo y para crear situaciones hilarantes en cinco páginas. Es Blutch uno de esos escasos autores con una facilidad natural para el dibujo casi insultante, con un estilo a medio camino entre la escuela francobelga más expresiva y algún outsider americano (Eisner, Mazzuchelli...).
El juego metalingüístico entre el Blutch autor y el Blotch personaje no es un mero capricho, sino que le permite al primero relativizar la grandeza y trascendencia del medio tebeístico con la distancia, temporal e irónica, que separa ambas realidades. El Blotch personaje vive en un París de principios del siglo XX donde su obra obtiene el reconocimiento de las altas esferas por ser lo que ellos entienden como del gusto del pueblo llano, al apelar, sobre todo, a los más bajos instintos. La ramplonería que desprenden sus viñetas y que lo convierte en un creador de relativo éxito, podrían fácilmente extrapolarse a otros tiempos y a otros medios sin dificultad. Blutch grita a quien quiera oírlo que el Emperador está desnudo, pero teniendo la valentía de interpretar él mismo al monarca.



Una joya que se lee en dos sentadas. Si os digo que es un libro de divulgación científica (sobre las vicisitudes que rodearon los intentos de lograr una medición exacta de la longitud en alta mar) muchos os echaréis a temblar entre sudores fríos. Craso error: lectura ágil y sumamente entretenida, hace apasionante una parte fundamental (y bastante desconocida) de la historia de occidente. De la misma autora y editorial, también muy recomendable Los Planetas, una increíble (por lo creíble) biografía de nuestro sistema solar (no de los flipados poperos granadinos).

Al noruego Jason lo conocíamos por estos lares por obras como ¡Chhht! y Espera, impregnadas ambas de una poética personal que las hace al mismo tiempo densas en contenido e inexplicablemente livianas en la forma. Aquí abandona su poderoso blanco y negro por el color, obteniendo un resultado menos abstracto, menos caligráfico, pero logrando que su personal visión del noveno arte no sólo no se vea traicionada con el cambio, sino que se amplíe exponencialmente. Sigue emocionando y conmocionando con una obra noir muy sui generis, enrarecida como una película de Hitchcock a cámara lenta. Su dibujo de línea clara y sus animales antropomorfos le confiere un cierto aire infantil en un primer y erróneo vistazo, que hace aun más doloroso el proceso.
Obra profundamente nostálgica (a lo que ayudan esos colores planos y velados por el paso del tiempo, reminiscentes de Chris Ware) sólo salpicada con pequeñísimas y escasas pinceladas de humor, nos habla de la pérdida, de esos instantes inalcanzables a los que, irremisiblemente, tratamos de volver una y otra vez. Reflejos, repeticiones, variaciones que crean una retícula, una tela de araña de viñetas que atrapa a los personajes y, con ellos, a un lector desprevenido que sólo puede pasar las páginas febrilmente hasta encontrarse con un final, no por esperado menos desolador. Un círculo perfecto.
Si te quedas con ganas de más, Astiberri acaba de publicar el también recomendable No me dejes nunca (traducción inverosímil del original Hemingway). Una estructura más polarizada entre el slide of life y el género negro, y que bien podría resumirse como: qué pasaría si la vanguardia parisina de entreguerras protagonizase Atraco Perfecto de Kubrick. Efectivamente, muy raro.

:casting

Sólo se puede escribir sobre televisión desde el sofá. Cualquier dato que me haga incorporarme para verificarlo será descartado, así que cuando mi vecino le ponga clave a su wifi, mi única fuente de información serán tres Teleindiscretas mohosas que tengo a mi lado (en portada, respectivamente, Jeannette Rodríguez y Carlos Mata, Dirk Benedict y Joaquín Prat momificado en su característico latiguillo del Precio Justo... si no tuviesen fecha de portada, podría calcularse su vigencia mediante el carbono-14). Sea como sea, con el Programa de Ana Rosa como fondo de pantalla mental, comienzo a reflexionar sobre el hecho televisivo actual. Cualquiera que vea la tele un par de horas al día se habrá percatado de todo lo que voy a referir a continuación. Esta columna es, por tanto, para el resto de ustedes.

No tengo muy claro si nos encontramos en el atrio de una nueva era televisiva, o si el medio ha acabado por convertirse en una autopista con una serie de áreas de servicio en las que, sistemática e irremisiblemente, nos vemos obligados a detenernos para aliviar nuestras necesidades. Alguien avispado le negará toda novedad al invento; después de todo, el único interés del festival de Eurovisión era, es y seguirá siendo las votaciones. Pero de un tiempo a esta parte es indiscutible que un nuevo formato se está haciendo fuerte en la barricada catódica: el Programa-Casting, con dos mutaciones que estudiamos a continuación:

1. Casting al cuadrado: efectivamente, estos formatos consisten en la teledifusión de castings en los que ciudadanos anónimos luchan por acceder a un programa que es, a su vez, otro largo casting en si mismo. Son los castings de OT, los castings de Factor-X, los castings de Fama, a bailar... Que los castings son necesarios dentro del entramado de la producción es un hecho casi probado. Que sea necesario verlos en prime-time ya es más discutible, y sin embargo se están apoderando de esa franja privilegiada. No olvidemos que suelen coincidir con la hora de la cena, donde nuestra capacidad de atención y asimilación, ya de por sí exigua, se ve todavía más mermada, relegando la televisión a chusco muzak. Pero entre tanto casting y ensayo general, sólo nos están escatimando el que sin duda tiene verdadero interés: el casting de Gran Hermano. Sin excusas seudo-artísticas de por medio, por fuerza tienen que ofrecer un fresco preclaro del zeitgeist televisivo, es decir: la nada más absoluta.

2. El jurado es la estrella: en un ejercicio de metalingüismo y endogamia, en un zapping dentro de un zapping, la televisión se retroalimenta y unos tipos se parapetan frente a un escenario/pantalla, y zappean analógica y literalmente sobre los cuerpos de unos candidatos a figura televisiva. A este tipo pertenecen joyas como el pionero OT (en su versión Tele-5), Factor-X, o los clónicos Tú si que vales y Tienes talento (actualizaciones de El Semáforo, no nos engañemos). En la forma recuerdan poderosamente a los festivales de navidad del colegio, y en el fondo parecen lo que son: un despropósito. En la era del Youtube, donde nuestra capacidad de asimilación narrativa parece haberse reducido a los 20 segundos de un spot, las epopeyas entre bambalinas que aquí nos concentran (avecrem dramático), narran historias de redenciones, caídas en desgracia, egos heridos, superaciones personales, batallas contra las incapacidades naturales... con sus tres actos, sus giros (in)esperados, sus lágrimas, sus risas, sus historias de amor... todo en apenas un par de minutos, y a otra cosa mariposa. Quién necesita tres meses de devaneos, lágrimas e inseguridades si los podemos concentrar en 120 segundos. ¿Quince minutos de fama? Que más quisieran: tal como se cotiza el minuto televisivo, eso sólo está al alcance de titanes y semidioses de la talla de un Paquirrín, una Carla Bruni o del hermano de Marichalar. Todavía hay categorías.

Si por algo se caracterizan estos y aquellos engendros es porque han posibilitado el amanecer de una nueva figura mediática, un nuevo espejo en el que mirarse. Ahora ya no soñamos con emular las andanzas de un McGiver o un Mr. T, sino con soltar insultos de soslayo como Risto Mejide. No es de extrañar: superados los sueños preadolescentes de salvar al mundo, y los adolescentes de salvar al mundo trincándote, de paso, a la chica, ya sólo nos queda el poder real, aunque exiguo, de decidir que ver en la tele mientras cenamos; aunque sólo sea para cagarnos en sus muertos. Lo excitante del asunto parece radicar en el doble caudal que nos permite aliviar el tsunami de opiniones y exabruptos que nos desbordan: podemos juzgar a los artistas y podemos juzgar a los jueces. Como en el fútbol de toda la vida, vaya. Si a semejante feedback le añadimos la posibilidad de interactuar mediante SMS, ya nos encontramos con que estamos viviendo en la televisión del futuro y nosotros sin saberlo. El delirio, oigan.

En estos tiempos de falsa corrección política no es de extrañar que cualquiera que exude un poco de falsa incorrección política se convierta en genio y figura. Pero no engañan a nadie: cuando el pilotito rojo de la cámara se enciende, cualquier atisbo de realidad queda automáticamente barrido del plató. Que gasten el mismo nombre que en el D.N.I. no quiere decir que no sean personajes. Como en cualquier otra sit com, aquí también está el ingenuo de buen corazón, el tonto de buen corazón y el malo de buen corazón. Estos figuras tienen, quizás, su rostro más emblemático (además de en el incorrecto de las gafas ahumadas) en el porcino Miki Puig, que ya tuvo sus quince minutos de vergüenza ajena contoneándose con laxitud, y con pareo, al ritmo de “Bonito es”. Pero hay más, muchos más, de cuyos nombres no me acuerdo pero que reconocería si me los cruzase por la calle (que supongo que es a lo que se reduce ser famoso a día de hoy: ser reconocido, no conocido). Sí, son las nuevas estrellas, quedando los presentadores relegados a ortodoncias intercambiables, y los concursantes a mera excusa para poner el invento en marcha. No se explica de otro modo que bolsillos tan saneados como los de Sardá o David Summers se presten a estas soplapolleces, con lo bien que les va con sus soplapolleces de siempre.