La última de la lista es Z, suma y resto, compendio y resumen de todas las anteriores: una imagen y una presencia ligeras, como el vaciado de todo lo que sobra en mi vida y en el mundo, un cofre de carne y hueso con todo lo que necesito. Durante meses evité buscarla, pero la entreveía en cada persona de pelo largo que se paseaba por mi visión periférica. Y después con pelo corto: podía habérselo cortado, pensaba, y en ese momento comprendí que ya era una obsesión. Se convirtió en una arritmia, en un dolor de estómago. Acabé por volver asiduamente al bar donde trabajaba, pero ya no trabajaba allí. Había desaparecido. ¿Se habría ido a Francia? Daba igual, le había perdido el rastro y, en la práctica, podría estar en Marsella o en el piso de al lado: seguíamos circuitos independientes. Estaba fuera de mi vida.
La primera pista la encontré a través de Gita Gonzales.
Por aquella época entré a trabajar como chico de almacén de un conocido centro comercial cuyo logotipo es un triángulo isósceles verde. Formábamos los chicos de almacén un grupo unido y bien avenido basado en tres simples postulados: robar lo máximo posible, fumar el mayor número posible de porros, trabajar lo mínimo posible. Cualquiera que abrazase este tríptico era bien recibido; cualquiera que lo rechazase, aunque sólo fuera en parte, era mirado con sospecha y tratado con recelo. Éramos el terror de la sucursal, éramos los chicos malos, éramos la gangrena corroyendo el corazón mismo del capitalismo. Aunque para nosotros todo se reducía a pasar las ocho horas de jornada laboral lo mejor y más rápidamente posible.
Nuestras bacanales drogotas en la rampa trasera del almacén se hicieron famosas entre ciertos círculos, y pronto algunas balas perdidas de traje comenzaron a pulular por la zona en sus descansos para el café y el cigarrillo. Como quien no quiere la cosa aceptaban una calada furtiva de nuestros cigarrillos de la risa, para sobrellevar la jornada con mejor ánimo y semblante. No podíamos culparlos; después de todo, nosotros permanecíamos ocultos en el alcantarillado, vivíamos entre bambalinas: eran ellos los que ponían la cara y la sonrisa como actores de una representación teatral insoportablemente larga, monótona y aburrida. Y eso merece un respeto.
Una de las trajeadas asiduas era Gita, que siempre se pasaba por allí con una tal Helena. Leí su nombre en la chapa de su solapa y le pregunté de dónde venía (el nombre, no ella: ella venía de la sección de jardinería). No era un diminutivo de nada, me informó su inseparable Helena antes de que Gita pudiese abrir la boca. Es un nombre indú. Su madre es de origen indio, aunque nació en Londres, donde conoció a su marido, el padre de Gita, que es portugués. De ahí el exótico nombre de Gita Gonzales. Helena, como se encargó de recalcar con absurdo orgullo, se escribía con hache. Lo único mudo que tenía, como pronto pude averiguar. También averigüé pronto que las dos vivían en la misma ciudad que yo y que, como yo, tenían que hacer una hora de viaje de ida y otra de vuelta para venir a trabajar. Me preguntaron si quería unirme a la rueda de tres coches (los dos suyos y otro de una tal Begoña o Verónica, no recuerdo bien, de la sección de revistas). Les dije que encantado, aunque me acababa de comprar un bono mensual para el tren. Lo que uno hace por la simple posibilidad de frotar la punta de la polla. Toda la historia de la humanidad, todas las panorámicas y detalles, todos los avances y retrocesos, las luces y las sombras, TODO, por quince minutos de roce.
Por fortuna, salvo cuando conducía ella, Helena era la primera en bajarse del coche. Poco después se bajaba Begoña-Verónica y nos quedábamos Gita y yo solos unos cinco minutos. Cinco minutos cada dos días. No era mucho, pero por aquel entonces me parecía suficiente. Las primeras semanas nuestra relación avanzaba lenta: nos costó días pasar de las conversaciones sobre intendencia, atajos y calles con dirección única, a los standards sobre el tiempo y el trabajo: desconcertantemente variable el primero, insoportablemente invariable el segundo, convenimos. Con timidez, como a hurtadillas, encontramos nuestro primer punto en común: ninguno de los dos soportábamos a Helena. Fue un alivio. La atmósfera del interior del coche pareció despresurizarse y a partir de ese día todo fue más liviano y límpido. Nuestras miradas comenzaron a encontrarse con complicidad, y eso siempre es el principio de algo y el final de otro algo. [Continuará]
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3 comentarios:
Precioso relato... nacerá el amor? comenzará algo nuevo? dejará los porros? es leroy un buen sitio para currar? por qué Helena en lugar de Elena que es mucho más bonito y con más fuerza y personalidad...? queremos respuestas, las queremos ya!
atentamente
pi
Hola! Tungsteno ya tiene myspace!!
http://www.myspace.com/wtungsteno
y si quieres una premiere de dos de nuestros temas escuchalos en el space de nuestro guitarrista
http://www.myspace.com/vitolof
te recomiendo "Ven hacia mi" Saludos!!!
Qué bello comienzo!
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