Las instituciones pertinentes, sin embargo, sí se tomaron la advertencia en serio, pues el parking estaba lleno de operarios desmontando toda la parafernalia publicitaria del exterior del pabellón (carteles, carpas, postes…) y metiéndolas en camiones, lo que le daba al lugar un aspecto de circo que deja la ciudad que me puso de mejor humor (detesto el circo).
El grupo estaba esperándonos al completo. Benito, muy serio, nos dice que hoy tenemos que ponernos las pilas: de arriba le EXIGEN más subscripciones. Murmullos de protesta. Por mi parte, noto su ansiedad de intermediario, de engranaje en tensión perpetua por aparentar la dejadez del empleado raso cuando está entre empleados rasos, y una misantropía calculada cuando está entre gerifaltes, sin ser, nunca, ni de los unos ni de los otros. Sometido como está constantemente a aprobación y examen, por un momento aparco mi desprecio hacia él y sólo siento lástima. Pero se me pasa rápido: Rafaela me saluda con un breve hola acompañado de una sonrisa; nada espectacular, lo sé, pero no dejo de fijarme en que a Damián ni le ha mirado.
El optimismo vago e infundado con el que había llegado se difumina en cuestión de minutos, cuando todo el cansancio y el hastío que soy capaz de soportar se me caen encima y el cuerpo entero me palpita como una herida envenenada, desde la cabeza a los pies. Para redondear la situación, Benito se me acerca y me dice que no puedo mantener esa actitud tan pasiva, que no puedo esperar a que la gente se me acerque, que YO tengo que acercarme a ELLOS. Tengo que, palabras textuales, ofrecerme a todas las personas que pasen cerca de mi posición. Su lógica matemática es difícil de refutar: si hablando con X personas consigo X subscripciones, hablando con 10X personas, etc, etc. Me lo debo de quedar mirando como si no acabase de entender lo que acaba de decir, porque me da un pequeño empujón hacia el primer transeúnte que pasa a nuestro lado. Le suelto mi discurso en su versión más florida y rimbombante, pero declina mi oferta antes de que termine la primera frase subjuntiva. Miro de reojo a Benito, que me insiste con un movimiento percutante de máquina de coser para que siga en esa línea. Esboza una mueca que intuyo trata de ser una sonrisa alentadora, pero que parece más un espasmo de desesperación. Me lanzo a otro transeúnte, y a otro, y a otro, y vuelvo a mirar a Benito y ya no está, y giro sobre mí mismo buscándolo pero ya se ha ido, y aquí es cuando me derrumbo. No puedo más. Me meto en los servicios y entro en uno de los cubículos y me siento sobre la tapa del retrete y me pongo a llorar.
Esto me dura unos veinte minutos. Después, cabizbajo, encorvado, con la cabeza entre las manos, oyendo el jolgorio amortiguado del exterior y las entradas y salidas ocasionales a los servicios, me quedo allí una hora, dos horas, tres horas, sintiendo ese tiempo como robado, aunque no sé a quién. Lo más parecido a dormir que he hecho desde no sé cuándo.
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