Viene produciéndose, de un tiempo a esta parte, un proceso de legitimización del cómic. Premios fuera del mundo de la viñeta, presencia en museos de bellas artes y en librerías genéricas, mini-espacios en televisión sin recurrir a lo anecdótico ni a la nostalgia... un acceso, tímido, como de primo del pueblo, al mundo de las artes serias (serias como transcendentes, pero también como grabes) y en los medios generales. En múltiples foros se quiere equiparar el cómic a medios consolidados entre las intelligentsia como el cine o la novela, en un proceso similar al que éstos tuvieron que sufrir en sus tiempos. La novela fue durante siglos un género literario menor, desprestigiado, ramplón, mero entretenimiento para las clases bajas y/o incultas. El cine nació como curiosidad científica y pronto pasó a ser un espectáculo de feria que apelaba al mínimo común denominador de un público, de nuevo, supuestamente poco cultivado: chistes gruesos, persecuciones, romances estereotipados... La novela, aún teniendo ejemplos magistrales como para parar un tren en siglos anteriores, no alcanzó su legitimidad hasta el XIX, pasando de los panfletos por entregas a los tomos encuadernados, pasando del quiosco a la librería. El proceso en el cine, como todo lo que ocurrió en el siglo XX, fue mucho más rápido: en apenas treinta años se pasó de la barraca de feria y los sótanos de los fotógrafos, a los festivales internacionales, los premios, el glamour y los libros teóricos de intelectuales franceses. Para ello se tuvo que pasar del mudo al sonoro, de las películas de una bobina a las de cinco: se pasó del corto al largometraje. Tanto en novela como en cine, fue necesario el empaque físico en un producto homogéneo, compacto, único: de las novelas río, de las novelas digresión, de las novelas episódicas, se pasó a la novela moderna: unidad de tiempo y/o espacio, trama con principio, desarrollo y final. Lo mismo en el cine: se pasa de los cortos episódicos (con una parada fundamental y fundacional en el cine mudo de los veinte, con tipos como Griffith o Lang) al largometraje en tres actos (o cuatro, según el teórico que consulte usted), unidad de trama, concreción temporal, etc, etc. El drama de toda la vida, desde Aristóteles (que lo teorizó en su Poética) hasta hoy.
El viaje del quiosco a la librería lo está haciendo el cómic en estos momentos. En un primer nivel, físico, se está pasando de los cuadernillos de grapa a los tomos con lomo. En un segundo nivel, narrativo, los autores saben de estas futuras recopilaciones y estructuran sus historias en función de ese número de páginas. El ritmo se ralentiza porque la unidad temporal / espacial ahora ya no son las 24 páginas del tebeo mensual, sino las 128 del recopilatorio semestral. Esta ralentización lleva consigo un cambio estructural mucho más profundo: los cómics son ahora más literarios, más cinematográficos. Se aproximan al drama aristotélico, perdiendo con ello mucha de su idiosincrasia. Comparen, si no, el culebrón río de Chris Calremont en su etapa dorada en los X-Men con los trabajos actuales de gente como Ed Brubaker, Mark Millar o Brian Michael Bendis. Sin poner en cuestión la calidad de estos últimos, ¿no parecen sus comics minuciosos storyboards para futuras películas? Había algo en el comic-book de toda la vida que lo hacía único: poseía un ritmo propio y un discurso intransferible a cualquier otro medio, salvo, quizás, a una serie televisiva. Y es curioso que ahora que está floreciendo el serial catódico, que estamos viviendo (o eso nos dicen) una segunda o tercera edad dorada de la serie de televisión, es curioso, decía, que el cómic se lance de cabeza a la obra cerrada, al tocho, a la novela gráfica. La gente está dispuesta a engancharse a una serie de televisión semanal y a seguirla durante 5 años a través de todos sus vericuetos narrativos, pero no está dispuesta a hacer un esfuerzo similar con los comics. Así que ahora los comics son libros. Y el público, cada vez más maduro (esto es: viejo) por la falta de un relevo generacional, está encantado: no tiene que pasarse semanalmente por su librería a mendigar novedades como un yonkie, y lucen mejor en las estanterías, que duda cabe.
El viaje del quiosco a la librería lo está haciendo el cómic en estos momentos. En un primer nivel, físico, se está pasando de los cuadernillos de grapa a los tomos con lomo. En un segundo nivel, narrativo, los autores saben de estas futuras recopilaciones y estructuran sus historias en función de ese número de páginas. El ritmo se ralentiza porque la unidad temporal / espacial ahora ya no son las 24 páginas del tebeo mensual, sino las 128 del recopilatorio semestral. Esta ralentización lleva consigo un cambio estructural mucho más profundo: los cómics son ahora más literarios, más cinematográficos. Se aproximan al drama aristotélico, perdiendo con ello mucha de su idiosincrasia. Comparen, si no, el culebrón río de Chris Calremont en su etapa dorada en los X-Men con los trabajos actuales de gente como Ed Brubaker, Mark Millar o Brian Michael Bendis. Sin poner en cuestión la calidad de estos últimos, ¿no parecen sus comics minuciosos storyboards para futuras películas? Había algo en el comic-book de toda la vida que lo hacía único: poseía un ritmo propio y un discurso intransferible a cualquier otro medio, salvo, quizás, a una serie televisiva. Y es curioso que ahora que está floreciendo el serial catódico, que estamos viviendo (o eso nos dicen) una segunda o tercera edad dorada de la serie de televisión, es curioso, decía, que el cómic se lance de cabeza a la obra cerrada, al tocho, a la novela gráfica. La gente está dispuesta a engancharse a una serie de televisión semanal y a seguirla durante 5 años a través de todos sus vericuetos narrativos, pero no está dispuesta a hacer un esfuerzo similar con los comics. Así que ahora los comics son libros. Y el público, cada vez más maduro (esto es: viejo) por la falta de un relevo generacional, está encantado: no tiene que pasarse semanalmente por su librería a mendigar novedades como un yonkie, y lucen mejor en las estanterías, que duda cabe.
Pero este empaque surge, en primer lugar, como una necesidad económica, pues produce mayores beneficios y menores gastos. Lo mismo ocurrió con el cine: se pasó al largometraje, en primer lugar, por motivos económicos: tener al público una hora y media en el cine era más ventajoso que veinte minutos, y rodar un largo era más barato que cinco cortos. En un primer paso, para parir largometrajes de la nada, se recurre a la literatura y al teatro para buscar argumentos o, en el cine cómico, creando una trama (normalmente sentimental) básica, en la que se engarzan gags sin aparente relación, muchas veces extraídos y mejorados de cortometrajes anteriores. Así hay que entender mucha de la filmografía de Chaplin, de Keaton o de los Hermanos Marx (estos últimos partiendo del voudeville). No es hasta que se asimila la duración, el ritmo, el tempo del largometraje, y se pasa a la estructura dramática de tres actos, que se alcanza el clasicismo. A nivel estructural, no tiene nada que ver Tiempos modernos con La fiera de mi niña, por ejemplo, aunque ambas sean obras maestras.
Con el cómic ocurre algo similar: primero ha nacido la novela gráfica como elemento físico que como elemento narrativo (exceptuando obras pioneras como las de Eisner, que además acuñó el término de “novela gráfica”). Y así se denominan novelas gráficas a simples recopilaciones de tebeos, a retapados. Salvando las distancias, sería como llamar largometraje a una maratón de cortos, o novela a una recopilación de relatos de Poe. Esto puede ser un libro, señores, incluso un libro gordo, pero no es una novela, porque no constituye una unidad narrativa. Al grito de “cuanto más gordo mejor”, se busca una legitimización no por la sofistificación de la propuesta, ni por la temática, ni por su “calidad artística” (sea lo que sea esta abstracción), sino por el formato: un paquete manejable y vistoso, un tocho que se mantenga de pie sin apoyo.
Artistas actuales han comenzado a asimilar esa carrera de larga distancia que supone la novela gráfica: disponer de cientos de páginas para plasmar su historia, desde el principio al final. Historias que se pueden prepublicar en revistas o no, pero que se saben de antemano cerradas. Pero eso lo dejaremos para el siguiente episodio.
Con el cómic ocurre algo similar: primero ha nacido la novela gráfica como elemento físico que como elemento narrativo (exceptuando obras pioneras como las de Eisner, que además acuñó el término de “novela gráfica”). Y así se denominan novelas gráficas a simples recopilaciones de tebeos, a retapados. Salvando las distancias, sería como llamar largometraje a una maratón de cortos, o novela a una recopilación de relatos de Poe. Esto puede ser un libro, señores, incluso un libro gordo, pero no es una novela, porque no constituye una unidad narrativa. Al grito de “cuanto más gordo mejor”, se busca una legitimización no por la sofistificación de la propuesta, ni por la temática, ni por su “calidad artística” (sea lo que sea esta abstracción), sino por el formato: un paquete manejable y vistoso, un tocho que se mantenga de pie sin apoyo.
Artistas actuales han comenzado a asimilar esa carrera de larga distancia que supone la novela gráfica: disponer de cientos de páginas para plasmar su historia, desde el principio al final. Historias que se pueden prepublicar en revistas o no, pero que se saben de antemano cerradas. Pero eso lo dejaremos para el siguiente episodio.
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