martes, 29 de abril de 2008

:intermedio

Un amigo me ha dicho que se me está subiendo la fama a la cabeza, que ya llevo demasiados Manuscritos hallados etc. seguidos, y razón no le falta. Si Cristo montó lo que montó con 12 discípulos, que no lograré yo con los 10 que ya tengo, le digo. Pero mira como acabó, replica, de nuevo, con su parte de razón. Así que he decidido meter una cuña publicitaria, un breve paréntesis a modo de palmera en mitad del desierto, sólo para descansar la vista un rato. Es que sólo pienso en ustedes. Por si algún despistado ha llegado hasta aquí, que lo sepa: puede dejarlo justo en este momento; no se va a perder nada trascendental. De hecho, me limitaré a ocupar unas cuantas líneas más para formar una caja que quede bien al lado de la fotografía de aquí al lado. Vale: estoy escribiendo esto en un local parroquial (es una historia muy larga; no soy un fanático religioso. De hecho, desde que reseteé los pecados en la primera comunión lo dejé de lado como el que deja los Playmobil para pasarse a los Geyperman). Un señor mayor ha entrado para hacer unos papeleos. Me ha saludado brevemente y ha ido a echar un pis (el chorro repiquetea a través del tabique como si me meara encima del cráneo). El papeleo no le ha llevado más de diez minutos, pero al terminar ha ido a echar otro abundante pis. Ni ha tirado de la cadena ni se ha lavado las manos (claro que si tuviese que lavárselas cada vez que mea ya se le habrían borrado las huellas dactilares). Le llamaré Hombre Sifón, que es la única palabra que se me ocurre ahora mismo que termine en fon. Y delfín termina en fin, como esta tontería. Fin.

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [23]

[Continuación] De pronto me entra hambre y voy a hurtadillas hasta la cocina. La vida austera de mis padres ha suprimido cualquier alimento que se pueda considerar un capricho. Sólo hay los grupos básicos: pan, leche, carne, pasta, arroz, fruta, galletas... Me tendrán que valer las galletas y un vaso de leche. En la tele ya van acabando las películas porno y comienzan a reponer series de hace dos décadas. Tengo una extraña sensación de déjà vu, pero después me doy cuenta de que simplemente ya he visto este episodio de Dartacán comiendo galletas María con leche. A continuación ponen un episodio de Se ha escrito un crimen, que me trago con otra remesa de galletas. Con el estómago lleno me da por pensar que he debido de ver como cien veces como duermen a alguien con cloroformo en la tele, pero sólo un par de veces como alguien caga. Está claro que hay un cisma entre lo que pasa ahí dentro y lo que pasa aquí fuera, y por alguna razón preferimos lo que pasa ahí dentro. Jessica Fletcher resuelve el caso (la asesina era la amiga simpática de su sobrina) y comienzan con series centroeuropeas. Ha llegado la hora muerta, las cinco de la mañana, en la que nadie que no tenga el cerebro licuado puede ya asimilar nada que tenga dos dimensiones. Cierro los ojos y me los aprieto con los dedos. Veo nieve, como en un canal perdido.
Paso un rato así, oyendo la tele de fondo, cada vez más lejos. Cuando vuelvo a abrir los ojos son las seis y cuarto y estoy más cansado que antes. Pero no logro dormir. Voy al cuarto de baño y me lavo la cara. Tengo los ojos enrojecidos e hinchados como los de un pescado muerto. Me siento un rato en el retrete pero no logro cagar nada; sólo aire. Ya que estoy, hecho una pis. En la tele hay un simulacro de pandilleros: chalecos de tela vaquera, guantes sin dedos y bandanas anudadas en la cabeza. Dios, que ganas de gritar. Recuerdo el cajón de los medicamentos en la cocina y voy a echar un vistazo. Encuentro algo que me puede servir: una caja mediada de Trankimazin. Me tomo un comprimido y vuelvo, como un autómata, a la sala. Ya han empezado con las noticias. Veo la tele como al final de un túnel y los párpados comienzan a resultarme inhumanamente pesados. Pestañeo como a cámara lenta, raspando los globos oculares. Aunque sigo sin tener sueño, de pronto la idea de dormir me resulta factible, lo cual ya es un avance. Al comprender esto, una oleada de placer brota en alguna parte dentro de mí y se extiende por todo mi cuerpo. La vista se me reajusta y parece que aumenta la claridad, como si alguien hubiese encendido una bombilla extra. Me voy a acostar y a dormir, es un hecho irrefutable. Pura química. Camino por el pasillo como sumergido en líquido amniótico, sólo pensando en acurrucarme en la cama. Pero al llegar a mi dormitorio me espera una desagradable sorpresa: la cama está llena de cajas y de montones de libros y de carpetas. Me cago en Dios. [Continuará]

lunes, 28 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [22]

[Continuación] Después de cenar pasamos a la sala a ver la tele. Mi padre zappea unos minutos en concentrado silencio hasta que, de tácito acuerdo, deja un programa de entrevistas y variedades que parece satisfacer a los dos. Me está repitiendo el chorizo de la tortilla. De hecho, nunca ceno carne roja sazonada por esa razón, pero no me atreví a comentar nada porque la tortilla parece ser la especialidad de mi padre. Las patatas estaban crudas para mi gusto y el huevo demasiado cuajado, pero ellos se la comieron con tanto entusiasmo que me pregunto si la tortilla es de su gusto o si su gusto se ha ido adaptando a la tortilla. Sea como fuere, me lamento de haberme olvidado el cepillo de dientes. Voy de todas formas al baño y me doy un lustre de pasta de dientes con el dedo para sacarme el sabor de boca. Me miro en el espejo y me veo desmejorado; me echaría un par de años de más. No sé por qué uno sólo se ve como es realmente en los espejos de los demás. Tengo que hacer algo con los puntos negros, comprar de una vez una crema o un gel o lo que sea. Tiro de la cisterna para disimular y vuelvo a la sala. Fuera de contexto, mis padres parecen hipnotizados por el parpadeo azulado del televisor. Me siento y los observo de reojo. Mi madre se saca restos de comida de entre los dientes con la lengua, y mi padre se saca los mocos y los tira al suelo. Quitando el chándal y la rebeca, no cabe duda de que somos primates.
Un rimbombante intermedio parece despertarlos de su trance. Sin importarles la continuidad ni nada por el estilo, se levantan y se van dándome las buenas noches. Mi madre, más afirmando que preguntando, me dice que si me quedo mañana a comer. Le respondo que sí para que no crean que he venido sólo a por mis cosas, sino también a comer por la cara. Sé que este tipo de actitudes les hace sentirse útiles.
Y ahí estoy yo, solo, a las diez y media de un sábado, con un ardor de estómago agudo y una programación televisiva como para plantearse seriamente el suicidio. Cojo el mando a distancia, me recuesto en el sofá y hago un par de barridos por la parrilla. Me veo una película mediada hasta que recuerdo que ya la he visto y zappeo sin ningún sentido, tartamudeando de cadena en cadena como un mantra averiado. Me dan las doce con la tontería y en los canales locales desaparecen las echadoras de cartas y aparecen las películas porno. Me engancho a una en la que un tipo sentado en un sofá parece estar haciendo un casting o algún tipo de reconocimiento a una chica que se va desnudando poco a poco. La chica se ríe nerviosa, y ambos hablan en alemán o algo parecido a alguien que está detrás de la cámara. No tengo ni idea de por qué, pero la idea me resulta excitante y presiento una paja. Me rebusco en los bolsillos y encuentro un kleenex acartonado de mocos. Me vale. Entreabro la puerta para ver si mis padres se levantan y bajo un poco el volumen. Cuando ya tengo la polla fuera, la chica se saca el sujetador y veo que tiene unas tetillas blancas y vacías como monederos, y algo que no sé si es un tatuaje o una mancha de nacimiento, pero que, en cualquier caso, no ayuda en nada. Puestos ya en faena me la meneo sin entusiasmo pero a buen ritmo, para acabar lo antes posible. Los primeros planos del coño irritado y mal afeitado me hacen replantearme mis objetivos, pero remonto y llego a buen término. Me corro con un chasquido, con una leche espesa como el flan y tan abundante que me desborda el kleenex, poniendo perdido el pantalón y la funda del sofá. Ahora hay que actuar con rapidez, sin dudas: primero cambio de cadena con el único dedo limpio; saco la cabeza al pasillo para comprobar que no hay nadie y echo una carrera hasta el cuarto de baño con la polla en la mano. Tiro el kleenex en el retrete y me lavo las manos y la minga. Humedezco una esquina de una toalla y me froto la mancha del pantalón; luego hago lo mismo con la de la funda. Tiro de la cadena para deshacerme de las pruebas y me tumbo otra vez en el sofá, como si no hubiese pasado nada. Con el imperativo reproductor saciado la noche se me presenta larga. No tengo ni pizca de sueño y oigo a mis padres roncar acompasadamente, como la música de un tiovivo. [Continuará]


sábado, 26 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [21]

[Continuación] Quisiera decir que al hacerse la luz recuperé mis álbumes de fotos, mis juguetes de niño, mis discos de juventud... que mis recuerdos y mi pasado, en definitiva, volvieron a mi con sólo pulsar el interruptor. Pero una vez más la realidad se empeña en ser anticlimática y antinovelesca: en el trastero sólo había mantas, muchas mantas, una cantidad absurda de mantas; un saco y medio de patatas, una ristra de cebollas, y un juego de llantas para el coche. Nada más. Es cierto que lo que aquí resumo en un párrafo excluye todos los sentimientos contradictorios que me embargaron, como el chasco y el pataleo (¿Dónde está mi colección de Masters del Universo? Tranquilo, no adelantemos acontecimientos), pero el sentimiento general, extrañamente, fue una plácida conformidad, una aceptación de la austeridad casi jesuita. Lo sé, resulta irónico pensar ahora en todos estos años rebuscando en mercadillos e internet para hacerme con una versión vintage de mi infancia, para ahora preferir un espacio vacío y diáfano en el que comenzar de nuevo, libre de todo lastre. Qué puedo decir: la vida te da sorpresas.
Cuando llego al piso ya ha vuelto mi madre de la reunión de tupperware. Me pregunta que de donde vengo, y le digo que del trastero. Ella me pregunta si se acabaron las patatas y yo le digo que no sé. Extrañada, me pregunta que a qué he subido entonces. A cambiar la bombilla, respondo desganado y me encierro en el cuarto de baño (fase de pataleo). A la media hora mi madre llama a la puerta y me dice que va a estar la cena. Tortilla. Le digo que ya salgo. Tiro de la cadena para disimular y voy a la cocina.
Mi padre está dando la última vuelta a la tortilla mientras mi madre pone la mesa. Me dice que me ha comprado una fiambrera de tres pisos, pero que no se la mandarán hasta la semana que viene, que ya la cogeré cuando vuelva. Sin que me dé tiempo a intervenir me dice que es igual a la que compró el mes pasado y la saca de la nevera para enseñármela. En ese instante, como en una revelación divina, comprende que me la puedo llevar yo y que ya se quedarán ellos con la nueva. También le han regalado un artilugio para separar las claras de las yemas, y otro para mondar naranjas. Me los puedo llevar, dice, mientras los mete en la fiambrera para que no los pierda. Es inútil discutir.
En los postres les comento como de pasada que no encuentro algunas de MIS cosas. Con toda la naturalidad del mundo mi madre me dice que las tiraron en la mudanza. El hecho de que no me halla interesado por ellas en estos tres años hace que cualquier réplica ahora suene vacía y descolorida, así que me trago una cucharada de natillas y me limito a refunfuñar. Mi madre dice que estaba todo medio podrido y que además sólo eran trastos. Me imagino que para este tipo de casos se inventaron los trasteros, pero me limito a asentir en silencio. La familia parece que sólo sirve para recordarte que siempre serás un niño. De todas formas, analizando los hechos desde una perspectiva científica, tiene lagunas: los Masters de Universo son de plástico del duro, y eso tiene que tardar un par de milenios en pudrirse. [Continuará]


miércoles, 23 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [20]

12 de noviembre - Desde que me estoy tomando las pastillas me despierto con un desagradable regusto químico en el paladar y con un hormigueo en las yemas de los dedos. Pero duermo ocho horas del tirón, algo que no hacía desde que era preadolescente. También he notado que tardo mucho más en correrme. Tengo el prepucio irritado y dolorido, así que me pongo unos calzoncillos holgados.
Sigo con mi fin de semana: el sábado, en el supermercado, hago la compra para mis padres y al final se me olvida comprar lo que iba a buscar en un principio: la bombilla. En la caja se me escurre un bote de tomate Solís que se hace añicos contra el suelo, salpicándole el pantalón a una clienta. Le pido perdón con un susurro, abochornado, y ella coge sus bolsas y se larga mirándose los bajos con desprecio, sin dirigirme la palabra. La cajera nos manda pasar a toda la cola a la caja de al lado, mientras llama por megafonía a otra empleada para que venga a pasar una fregona. No me atrevo ni a mirar quien está en la cola. No podré volver a este supermercado en la vida.
En la puerta me cierra el paso un tipo trajeado. Tardo unos segundos en reconocerlo: es Fernando Gil, un amigo del instituto al que no veía desde hacía años. Me cuesta reconocerlo porque se ha quedado medio calvo y se ha rapado la cabeza al cero. Sin embargo, tiene los hombros, las cejas y las gafas llenas de caspa, algo que no logro explicarme. Parece nervioso y tiene las pupilas como dos agujeros de carcoma. Allí parados, con la puerta automática abriéndose y cerrándose, me pregunta qué tal todo, qué tal mi vida. Le digo que muy bien, que estoy de vacaciones y he venido a visitar a mis padres. De amor bien. Se queda unos segundos callado, supongo que esperando a que le devuelva la cortesía, pero de verdad, no me importa lo más mínimo su vida. Aun así me dice que trabaja en una inmobiliaria en el pueblo, con su suegro, que el negocio va fantástico y que si quiero comprar ahora es el momento y que lo llame. Me da una tarjeta que saca de un tarjetero de plata y le digo que tengo algo de prisa y finto hacia la izquierda y luego a la derecha. Cuando ya voy por la acera oigo que dice que se alegra mucho de verme. Aunque fuimos amigos durante cuatro años, el único recuerdo que me viene a la mente de él es cuando íbamos a tomar café al bar del instituto y pedíamos un vaso de agua y a él siempre se lo llenaban más que a mi. Hay gente así.
Sacando las cosas de las bolsas me acuerdo de que me he olvidado de la bombilla. Mi padre me dice que tiene algunas de repuesto por algún cajón. Como no. Después de rebuscar un rato doy con una y subo otra vez al trastero. Pongo la bombilla en la penumbra y enciendo la luz. [Continuará]

domingo, 20 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [19]

11 de noviembre - Me despierta el timbre de la puerta. Me levanto como a cámara lenta y hago un poco de ejercicio con las mancuernas y me ducho para despejarme. Con el Nesquik a medias recuerdo que hace una hora llamaron a la puerta, probablemente el cartero, y voy a ver qué me ha dejado. A parte de publicidad hay una carta dirigida a esta dirección, pero sin precisar el destinatario. La abro y dentro hay un pequeño pliego en el que se lee una sola palabra: Gracias. Reconozco el remite: es la misma mujer de la carta a Marta Barcia Noya. Todavía queda gente agradecida en el mundo. Empieza a llover con fuerza.
Sigo donde lo dejé ayer: en la sobremesa. Después de comer, mi madre se larga a toda prisa a una reunión de tupperware, mientras mi padre lava los platos. Yo aprovecho y me escurro hasta el dormitorio. Se ha convertido en un almacén, en una habitación impersonal con cosas de mi hermana y cosas mías que hacen que no sea ni su habitación ni la mía. El papel de la pared es como de dormitorio de vieja, y todavía se entrevé la silueta de un crucifijo sobre la cabecera de la cama. Llegados a este punto, tengo que reconocer que no tengo ni idea de qué he venido a buscar, así que comienzo a revolver en los cajones y a poner sobre la cama todo lo que es mío. Cuando la cama está cubierta de libros, carpetas y trastos, me doy cuenta de que faltan cosas. Mis discos, por ejemplo. Le pregunto a mi padre, que está adormilado en el sofá, donde tienen las demás cosas, y me contesta que en el trastero. La llave está en el cajón de la cocina, me dice señalando con la cabeza. No acierto a preguntarle en qué cajón concreto, así que echo una ojeada. Descarto el cajón de las servilletas, el de la cubertería y el de las medicinas y encuentro un juego de llaves en el cajón de objetos varios. Le pregunto a mi padre qué trastero es, y me dice que el 8 y que lleve una linterna, que la bombilla está fundida. Cojo la linterna del cajón de objetos varios y subo hasta el último piso.
Mi padre y yo sólo hablamos lo imprescindible; apenas preguntas y respuestas donde todo lo banal es suprimido. Odio reconocerlo pero cada día nos parecemos más. Intento que mis aficiones, mi ropa, mi forma de hablar sean distintas, pero cuando estoy sólo, fuera del ámbito social, gana la naturaleza y me convierto en su doble. Estornudo igual que él, toso igual que él, bostezo igual que él, me encorvo al comer igual que él, y estoy seguro de que pongo la misma cara al correrme que él. Aggg.
Abro el trastero e intento encender la linterna, pero no funciona. La observo bajo la lámpara del rellano y veo que no es de pilas, sino que tiene una dinamo que se carga al agitar la linterna. La masturbo con brío durante un minuto y la enciendo, pero el resplandor es como el de una cerilla a punto de apagarse. A tientas saco la bombilla del trastero y bajo otra vez al piso. Le digo a mi padre que voy hasta el supermercado, que si quiere algo. Me dice que hay una lista pegada en la nevera. Efectivamente, la hay.
Esto me recuerda que tengo que tirar las bolsas de la basura del jardín. Al levantar la primera ha empezado a chorrear y rezumar un líquido marronáceo y apestoso que me ha puesta perdidas las zapatillas. Cagándome en todo lo divino voy a por otra bolsa y meto la primera en la segunda y la llevo hasta el contenedor, que ya está lleno a reventar. Pongo mi bolsa encima, como quien coloca una bandera en la cima de un ocho mil, y me escabullo hasta casa. Las demás ya las tiraré mañana. No dejo de pensar en el mensaje que me ha mandado Z, pero me niego a contestarle.

viernes, 18 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [18]

10 de noviembre - Las bolsas de basura siguen ahí cuando me levanto. Tengo que acordarme de tirarlas por la noche. El correo, como siempre, es todo publicidad. Sólo las grandes multinacionales parecen saber que me he mudado. Me siento todavía atontado por la pastilla. Vamos a poner un poco de orden en la casa y después en mi cabeza.
Veamos, anteayer (sábado) madrugué para ducharme y afeitarme; todo fue una pérdida de tiempo porque después el coche, entre toses y estertores, tardó media hora en arrancar. Cuando ya había trazado otra ruta mental y un nuevo plan (me decanté por el tren para poder ir leyendo, aunque limitaba enormemente el volumen de lo que podría traerme), el coche arranca con un suspiro casi humano. Sin superar los 80 kilómetros por hora, llego a casa de mis padres casi a la hora de comer. En el telefonillo les suelto un lacónico “soy yo” y subo. Arriba han dejado la puerta entornada y me esperan en la cocina, como si no hiciese más de tres meses que no me ven. En vez de un saludo me comentan el menú, por si no me apetece. Me ofrecen una tortilla como alternativa, que es su modo de decirme que se alegran de verme. Aun se me hace raro ver a mi padre cocinando; desde que se ha jubilado se ha convertido en amo de casa. Tampoco le ha quedado más remedio, ya que mi madre, desde que él se ha jubilado, ha decidido que no le apetece estar en casa, y se pasa el día de acto en acto, de reunión en reunión, de café en café. Me han preparado unas gambas a la plancha porque saben que me gustan, aunque mi padre no les ha cogido el punto y están quemadas por fuera y frías por dentro. No me atrevo a decir nada y me como media docena hasta que mi madre dice que están incomestibles y las tira a la basura entre las protestas de mi padre. Tras el primer plato, un redondo de ternera seco y duro, pero que logramos comer. Me preguntan que qué tal con Z, que cómo no ha venido. Les digo que está liada en el trabajo, y eso me recuerda que tengo que darles “nuestra” nueva dirección.
Me he tomado una pastilla y ya me está entrando el sueño. Creo que seguiré mañana.

jueves, 17 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [17]

7 de noviembre - Salgo a dar un paseo y me encuentro con Ángeles. Hace por lo menos tres meses que no la veía. Es uno de mis amores platónicos desde que coincidimos en un curso de formación de representantes de aspiradoras, que al final dejamos los dos a medias. De pronto me siento despeinado, desconjuntado y como si mi nariz fuera una galaxia de puntos negros. A ella le ha crecido mucho el pelo desde la última vez y le han salido dos canas, una justo a cada lado de la raya. Tendré que concentrarme mucho en esas canas y en sus dientes amarillos de fumadora para no pasarme la próxima semana pensando en ella. Platónicamente hablando. Por lo demás trato de mantenerme a una distancia prudencial, pues llevo una semana sin ducharme. La acompaño a hacer compras al supermercado (papel higiénico y leche de soja) y después dejo que me invite a un café. Charlamos de todo un poco sin profundizar en nada y le digo que tras mi ruptura (recalco esta palabra), mis planes inmediatos son acabar de instalarme, por lo que tendré que ir a casa de mis padres a por unas cuantas cosas. Me sorprende decir esto en voz alta, porque no tenía muy claro si de veras lo pensaba o si sólo era un ronroneo cerebral que, como tantos otros, no va a ninguna parte. Nos despedimos con dos besos fugaces y quedamos en llamarnos (mentira).
Telefoneo a casa y le digo a mi madre que me pasaré mañana a recoger unas cosas. Prefiero decidirlo así, en caliente, porque sino sé que no iré. No me apetece nada ver a mis padres ni el piso nuevo. Vendieron el viejo y se compraron éste, mucho más pequeño, pero con ascensor. Sólo queda una pequeña habitación extra para acumular los trastos de mi hermana y los míos. Cuando coincidimos los dos, por algún arcano motivo que ni me molesto en discutir, siempre me toca a mí dormir en el sofá. Me aseguro de que mi hermana no irá mañana y cuelgo. Mis padres, a pesar de llevar como cincuenta años viviendo en la ciudad, en su fuero interno siguen siendo unos aldeanos: siguen acostándose de día, levantándose de noche y lavándose por partes.
Pongo el despertador temprano para ducharme y afeitarme. Sigo sin poder conciliar el sueño. Empieza a cabrearme.

9 de noviembre - Por fin de vuelta en casa. Estoy cansado para escribir. Me tomo una pastilla y me voy a acostar. Ya escribiré mañana.

: los archivos del Doctor Schwab-Smidt (211/08)

Expediente (211/08): Gregory G. Clinton, de Ontario, se despertó una mañana que no logra precisar (probablemente del año 1961) notando un cambio en su forma de percibir el tiempo; afirma que desde entonces cada segundo de reloj para él equivale a una vida entera, como si su mente viviese “aislada en una eternidad de eones”. Mostrándose incapaz de realizar cualquier acción, por sencilla que ésta sea, ya que su cuerpo parece moverse con la desesperante lentitud de los continentes, se ha ido aislando poco a poco del mundo exterior. Atrapado en esta escala de tiempo geológica, agotada su mente por esta prisión eterna en la que ha tenido tiempo de imaginar y pensar todo lo imaginable y pensable, clama por una muerte que no llegará hasta el final de los tiempos. Cualquier solución que le propongo es recibida con el hastío y la resignación del que ya lo ha dado todo por perdido. “Esto tiene que ser el infierno”, se lamenta.

lunes, 14 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [16]

6 de noviembre - Me despierto con agujetas por todo el cuerpo. Tras ponerme el pijama entre pinchazos, me acerco hasta la ventana a ver el trabajo de ayer: cuatro bolsas de basura llenas de hierbajos, un gallinero destartalado y un somier oxidado. Triste imagen para comenzar el día, pero no tengo fuerzas ni para enfadarme. Me paso el día en casa, recalibrando mi gráfico de coches y deambulando con pasos cortos de viejo achacoso. Alguien está tomando clases de flauta en alguna parte. Oigo desde lejos escalas ascendentes y descendentes toda la tarde; por alguna extraña razón, me resulta relajante.
No tengo energía para cocinar, así que pido un pizza para cenar. Por un segundo casi les doy mi antigua dirección. Mientras espero a que llegue el repartidor me hago una paja pensando en mi ex. El timbre suena cuando aun estoy con lo mío, poniéndome en una situación ciertamente comprometedora: con el pijama mi erección resulta más evidente que una oreja en mitad de la frente. Me pongo una bata y le pago a toda prisa, medio encogido. La pizza me sabe a culpa y a rencor y a vergüenza, pero como no he comido nada en todo el día la devoro hasta los bordes. Con el estómago lleno noto que mi lívido ha menguado hasta casi desaparecer, con lo que mi paja pendiente seguirá esperando desde dónde sea que esperen.

:Isadore Stessel

La utilización de zeppelines por parte del ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial fue más importante de lo que la mayoría pudieran creer. Como dato estadístico, decir que entre los años 1942 y 1944 el personal militar destinado a estos artefactos creció de 430 a 12.400 efectivos. A parte de patrullar las costas norteamericanas, su tarea más reconocida, y donde obtuvieron mayores éxitos, fue en la protección antisubmarina de buques, consiguiendo que ninguno de los 89.000 navíos incluidos en convoyes escoltados por dirigibles resultase hundido por fuego enemigo. Su modus operandi solía ser la utilización de cargas de profundidad contra los submarinos, aprovechando la ventaja que les ofrecía su posición estratégica.
De entre los múltiples enfrentamientos y escaramuzas que se produjeron durante la guerra, solamente un (sí, un) dirigible resultó destruido por un submarino enemigo. Sucedió en la noche del 18 al 19 de julio de 1943: un dirigible K 74 de la división ZP-21 se encontraba patrullando la costa de Florida. Usando el radar, localizó un submarino alemán en superficie que hizo fuego antes de que ellos pudiesen lanzar sus cargas de profundidad. El K 74 recibió serios daños, perdiendo presión de gas y un motor, pero logró amerizar sin pérdida de vidas. La tripulación fue rescatada por lanchas de patrullaje por la mañana, a excepción de Isadore Stessel, quien falleció por el ataque de un tiburón. Puede considerársele, por tanto, como el único tripulante de un zeppelín fallecido en acto de servicio durante la Segunda Guerra Mundial, mereciendo todos nuestros respetos y el ser elevado a nuestro Panteón de Desconocidos Ilustres.

domingo, 13 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [15]

5 de noviembre - Hoy, después de casi una semana lloviznando insistentemente, ha amanecido el día soleado. Echo un pis y me vuelvo para cama. Cuando me levanto a las 12 menos cuarto sigue haciendo sol, así que decido hacer limpieza en el jardín. Me pongo lo más parecido a un uniforme de trabajo que puedo encontrar en mi armario (ropa pasada de moda, básicamente) y salgo afuera con mi reluciente kit de jardinería. Comienzo a cortar las malas hiervas con la tijera podadora cuando de pronto aparece el vecino en su huerta. Me mira sin disimulo durante unos minutos, apoyado en su azada mientras se fuma un Ducado con una media sonrisa. Me incorporo a recuperar el resuello y a secarme el sudor, y le saludo sorprendido, como si lo acabase de ver. Él me devuelve el saludo negando con la cabeza. Entra en su cobertizo y vuelve con una hoz en la mano, que arroja con desgana a mis pies. Me dice que con eso me irá mejor, y se queda a comprobarlo. La verdad es que frente a sus pesadas herramientas de hierro y madera, las mías de plástico amarillas y verdes parecen juguetes. Enarbolo la hoz con una falta de pericia que hasta a mí me resulta evidente, pero poco a poco voy avanzando entre la espesa maleza. Cuando me incorporo, el viejo ya se ha ido. Según mis indagaciones (o sea, cotilleando en la cola del ultramarinos), sé que el pobre se quedó viudo hace 35 años, y como todo viudo de largo recorrido, se ha vuelto completamente loco; en estos casos sólo hay dos opciones: o se decantan por un exceso de orden, o por una extremada dejadez. Él eligió la opción B. Desde que lo vi por primera vez siempre ha llevado la misma ropa, lo que hace que, inconscientemente, siempre respire por la boca cuando lo veo acercarse.
Cuando llego al final del jardín descubro, horrorizado, que como cierre alguien ha puesto el somier de una cama. Me queda trabajo para rato.

:desocupado de Lewis Trondheim

Es ya un tópico pero hay que repetirlo: Trondheim es un autor prolífico donde los haya, como los clásicos dibujantes de agencia. Ya sea como autor completo o como guionista, su obra forma ya un heterogéneo corpus de unas dimensiones mareantes. Échenle si no un vistazo al listado de la solapa posterior de este volumen para comprobarlo. Y son sólo las obras publicadas en castellano. Pero hete aquí que el bueno de Lewis decide tomarse unas pequeñas “vacaciones”, por primera vez en 14 años, entre álbum y álbum, 80 días en los que no dibuja nada y que coinciden con su particular crisis de los cuarenta. El resultado: una autorreflexión sobre la madurez en el autor de cómic que, no podría ser de otra forma, adquiere forma de cómic. Trondheim parte de un presupuesto que pretende demostrar o refutar a base de reflexiones y de contrastar opiniones: el autor de cómic, como la estrella de rock, envejece mal. En tiempo real seguimos a Lewis en sus idas y venidas, que va ilustrando en un cuaderno, en sus visitas a convenciones y a casas de amigos, mientras da vueltas a esta cuestión. Por el tomo aparecen varios de sus compañeros de profesión, debidamente animalizados, como Sfar, Gotlib, Moëbius, Baudoin... compañeros de generación con los que debate sobre el tema, y veteranos de los que espera una revelación, al haber ya pasado por la crisis que él padece. En forma de diario, el álbum se va completando día a día, con una libertad formal envidiable, un dibujo suelto y despreocupado, con ausencia de recuadros en las viñetas, dónde se mezclan e-mails, dibujos tomados del natural, recreaciones de episodios vividos y otros simbólicos (algo también muy querido por Dupuy y Berberian, con cuyo Diario de un álbum guarda este tomo más de una concomitancia).
No llega Trondheim a grandes conclusiones, porque quizás no existan. Cada autor, como cada persona, tiene su método para superar la crisis existencial/creadora. Y la de Trondheim parece ser trabajar sin descanso. El propio Lewis dice que el hecho de ser sincero no quiere decir que se sea interesante. Él es uno de los pocos que resulta, no sólo interesante, sino apasionante cuando se pone a sí mismo como protagonista, alcanzando sus mayores cimas (pienso en Chester Brown, David B. o Carlos Giménez como otras excepciones). Un cómic autorreferencial pero nada complaciente, a priori poco comercial (ojalá me equivoque), que se añade al catálogo ya apabullante de Astiberri.

viernes, 11 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [14]

4 de noviembre - El cartero llama a la puerta, despertándome de mis ensoñaciones matinales. Cuando estoy recogiendo el correo de encima de la alfombra una viejecilla a la que me he cruzado varias veces por la calle empuja tímidamente la puerta y me saluda. Me dice que están (no sé quienes) vendiendo unos calendarios del Domund para recaudar “un dinerito”. Desde mi posición, todavía agachado con las cartas en la mano, veo de soslayo un enorme calendario de pared que la viejecilla despliega ante mis narices. Durante una fracción de segundo veo la foto de una negra a cuatro patas, mirando con lascivia al objetivo, con el culo en pompa. Durante esa fracción de segundo el universo deja de tener sentido, todas las leyes naturales se desmoronan como el engaño de la ilustración que siempre han sido y comprendo que el mundo está abocado a un caos sin solución. Un pestañeo después veo con claridad la foto, donde una pobre adolescente subsahariana con evidentes problemas de desnutrición mira con ojos desorbitados al objetivo, cargando en sus espaldas, como una mochila, a su bebé, cuya cabeza calva confundí con una nalga. Me reconforta comprobar que el mundo aún tiene una oportunidad, que el que no tiene solución soy yo.
Ya incorporado decido comprarle un calendario, más por congeniar con el vecindario que por otra cosa. La viejecilla recibe la noticia con una alegría desproporcionada. O eso creo yo hasta que me dice que cuesta 20 €. Con el culo temblando voy a por la cartera y le pago con un billetazo que la viejecilla hace desaparecer dentro de su bolso con más velocidad de lo que sus manos artríticas podrían hacer suponer.
Cuando me quedo a solas compruebo el correo, que trae sorpresa: me han vuelto a mandar la carta para la tal Marta Barcia Noya. Alguien ha cruzado una raya con un bolígrafo sobre la dirección, pero creo que como tachón ha resultado demasiado sutil. Una cosa hay que reconocerle al servicio de correos: lo que les falta en pericia les sobra en incompetencia. Decido atajar el problema y meto el sobre dentro de otro sobre que dirijo, sin remite, a la remitente. Dentro, una somera nota explicativa y mis mejores deseos de que su mensaje llegue a su destino. Necesitará toda la suerte que pueda acumular.
El resto del día, sin pena ni gloria.

martes, 8 de abril de 2008

:rpaznffi

Ésta de aquí arriba es la "palabra" que me ha tocado escribir para verificar que soy un ser humano la última vez que he querido publicar un mensaje. Una prueba más, quizás la definitiva, de que las máquinas (ver sección de "vídeos", subapartado "La rebelión de las máquinas", para escalofriantes muestras audiovisuales ) están tomando el control del planeta. Hacernos escribir estas "palabras" absurdas es otra forma de humillación más, la última por ahora tras una larga cadena de humillaciones mecánicas (radiocasettes sin auto-reverse, hundir la flota con luces y sonidos, el Laser Disc, el Simon de las narices, vibradores con cabeza de conejo, ajedreces electrónicos...). ¿Qué será lo próximo? ¿Maquinillas de afeitar con MP4? ¿Yogurteras en alta definición? Por supuesto que soy humano, ¿qué otro ser sería tan patético para escribir "rpaznffi" sin que le obligasen a punta de pistola?
Desde aquí abro un concurso para que me mandeis la palabra más absurda que os habéis visto obligados a escribir para demostrar que os tirais pedos disimulando. El jurado, compuesto por un servidor, fallará el resultado entre todos los participantes cuando crea conveniente (o sea, cuando halla dos para elegir), y dictaminará quien es el ganador de una flamante campana extractora con conexión wifi. ¡Que me las quitan de las manos!

domingo, 6 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [13]

1 de noviembre - El veneno para los ratones está intacto. Escucho atentamente en las paredes buscando chillidos o carreras de ratón, cuando me doy cuenta de que los coches hacen un ruido al pasar delante de mi casa, donde hay una tapa de alcantarilla medio floja. No sé si la tapa se ha ido aflojando poco a poco o si nunca me había fijado en el ruido, pero ahora me cuesta abstraerme de él. Es como un latido de corazón, pon-pon, al pasar primero una rueda de delante y después una de atrás. Hay coches que no pasan por encima y se alejan con un ronroneo sordo; pero si uno pasa por encima, de pronto todos los demás, como vagones de tren, parecen seguirlo.
Por la noche me pongo los tapones de los oídos que me he comprado por los gatos, pero estoy desvelado y me levanto a ver la tele. Me engancho a una película erótica que veo con el volumen bajado, triste, muy triste, con un argumento de idas y venidas y polvos mal simulados que no logran provocarme ni una semierección.

2 de noviembre - Me he pasado todo el día en casa, analizando el ruido de los coches, que salvo ejemplares aislados se concentran entre las 8:00 y las 9:30 de la mañana, las 13:30 y las 15:00 del mediodía y entre las 20:00 y las 21:30 de la noche. He hecho un gráfico.
Hoy ha sido un día perdido; hasta el pan era de ayer.

3 de noviembre - Sin saber muy bien por qué, voy al centro comercial, algo que odio, y en autobús, algo que casi odio más, como si tuviese que purgar algún pecado reciente. Sin saber tampoco por qué, me detengo en la zona de jardinería, donde veo un kit de jardinería tremendamente rebajado (lo sé porque hay un cartel alusivo). Después de darle muchas vueltas me lo acabo comprando.
De camino a casa me peso en una farmacia: he cogido cuatro kilos desde la última vez. Me acuesto con hambre y me desvelo y me levanto a escribir esto. Me pongo a pensar en tiempos mejores, cuando conocí a X, mi primera novia. Recuerdo que una amiga suya nos dejaba una habitación de su piso para poder follar y pasábamos toda la noche y la mitad del día en cama, acariciándonos y hablando y durmiendo a ratos. Nos levantábamos ya de noche para comer algo de la nevera y si nos cruzábamos con alguien nos miraba con un sonrisa cómplice y cualquier cosa que dijera parecía cubierta por un velo de cordialidad y alegría. Ya no me acuerdo como terminó aquella relación, como el que se olvida del final de un libro.


: caras

Uno, si no de nacimiento, con el tiempo acaba teniendo cara de lo que es. A los avaros se les queda cara de avaro, a los envidiosos de envidioso, a los curiosos de curioso, a los derrochadores de derrochador, a los altos de alto y a los bajos de bajo. Todo lo que ves y lo que piensas y lo que sientes durante tu vida hace que se contraigan unos músculos y no otros, y se formen arrugas y pliegues en unos lugares y no en otros. Por eso muchos matrimonios acaban pareciéndose como hermanos, porque se pasan demasiados años viendo lo mismo, y pensando lo mismo y acaban sintiendo lo mismo sobre las mismas cosas y teniendo la misma cara. Y por eso a los locos se les queda cara de loco, porque ven cosas que los demás no ven, y piensan cosas que los demás no piensan, y tienen sentimientos extraños que los demás no tienen, y que pliegan sus músculos por lugares diferentes y se arrugan por sitios distintos y por eso a los locos se les queda cara de loco.

viernes, 4 de abril de 2008

:manuscrito hallado en una botella (de licor café) [12]

30 de octubre - He estado dándole vueltas últimamente a la idea de compartir la casa, pero si lo pienso bien, se está tan tranquilo solo. Después de todo, si cierro las puertas de un par de dormitorios y del comedor principal e ignoro que existen, la casa tampoco es tan exageradamente grande. Y el alquiler es tan bajo que si en vez de ingresárselo en la cuenta al casero se lo diese en un platito, parecería una propina. No, descartado.

31 de octubre - No suelo recordar los sueños, pero hoy sí: soñé que estaba en el cuarto de baño, frente al espejo, cortándome los dientes con un aparatito parecido a un cortaúñas. Se me va la mano y me quedan un par de dientes desnivelados, lo que me abochorna y decido quedarme en casa unos días hasta que los dientes me vuelvan a crecer y se igualen. A parte de las evidentes connotaciones freudianas que prefiero ignorar, el sueño me recuerda que tengo que cortarme las uñas de los pies. En eso estoy cuando empiezo a oír dentro de la pared unos pequeños chillidos, como de crías de pájaro. Descarto la idea de una familia de aves viviendo dentro de mis tabiques y comprendo que se trata de ratones. Lo que me faltaba. Miro detenidamente toda la pared, a ver si encuentro alguna salida de escape por donde puedan acceder a mi mundo y, horror, veo un pequeño agujero detrás de la taza del water, igualito que los de Tom y Jerry, quien me lo iba a decir. Compro veneno (el más fuerte, puntualizo) en una ferretería, y echo un montoncito delante del agujero. Son una especie de cagarrutas de color rosa muy poco apetecibles, pero ellos sabrán. Sólo espero que los ratones tengan la decencia moral de arrastrarse a morir dentro de su tabique, porque no me apetece nada ir recogiendo sus cadáveres por toda la casa.