martes, 2 de septiembre de 2014

:Ripley en Gotham

Tanto el título de este libro (Batman Serenata nocturna) como el subtítulo (El origen del caballero oscuro) son bastante capciosos, buscando un público más generalista que el que, probablemente, se sentiría atraído por algo titulado "Bill Finger, la biografía", que iría más acorde con el contenido.  A mí me valdría, que conste, pero entiendo la argucia editorial y no me parece que estén dando gato por liebre, pues sin duda la vida de Bill Finger está estrecha e indisolublemente ligada al origen (y desarrollo) del Caballero oscuro.


Sobre el origen de Batman, a lo que alude el subtitulo, pues este breve y ligero tomo le puede dedicar veinte de sus doscientas páginas, más o menos.  David Hernando, autor del libro, editor de DC en España e Italia durante un lustro, y estudioso y amante del tema, desentraña los tejemanejes que dieron origen al mito, encontrando, creo que sin pretenderlo, a un villano extraordinario, el mejor que se pasea por estas páginas, muy por encima del Joker o de cualquiera de los otros coloridos enemigos del Hombre Murciélago: Bob Kane, el supuesto padre de la criatura. 
Como un personaje de una novela de Patricia Highsmith, Kane ansía ascender en la escala social para conseguir fama y fortuna, y para ello se mete en el mundo del cómic, lo cual no deja de ser una boutade bastante quijotesca, sobre todo porque ni siquiera está dotado para ello: dibujante mediocre, muy mediocre, se dedica a calcar viñetas de sus autores favoritos, a las que le añade un par de detalles para evitar el plagio sangrante.  Ese es su modus operandi, ese es su legado. 
Con el fulgurante éxito de Superman, que hace cambiar la dirección del mundo editorial orientándolo hacia los justicieros superpoderosos, el avispado de Kane se ofrece a los editores de la cabecera para realizar otra propuesta en esa línea superheróica, y quedan para el lunes (están a viernes), día en que les llevará un cómic terminado protagonizado por un nuevo aventurero enmascarado.  Ese es su verdadero talento: la rapidez de reflejos, a la que añade la ausencia de escrúpulos, lo que lo convierte en un personaje apasionante; como persona, eso sí, debía de ser execrable. 


Como sus dotes creadoras son limitadillas, hace lo que mejor sabe hacer: calcar una viñeta de Alex Raymond y ponerle un antifaz y unas alas.  Y aquí entra en escena Bill Finger, protagonista de la función, un tipo amedrentado y pusilánime pero lleno de ideas con las que llenar miles de historias que dan vueltas en su cabeza.  Es, a diferencia de Kane, un narrador nato; es un artista, un guionista de los pies a la cabeza, y la sola idea de poder echarle una mano a su amiguete Kane en la creación de un personaje, le parece ya un adelanto con respecto a su trabajo actual de dependiente en una zapatería.  Le propone así a Kane una serie de cambios que serán, en definitiva, los que conformen y den naturaleza al Batman que conocemos todavía hoy: la máscara de murciélago, el traje gris, la capa, el murciélago en el pecho, y su carácter oscuro y detectivesco, ausente por completo en el boceto de Kane, que aún barajaba otros nombres como Birdman, en una burda copia sin gracia ni sentido de Superman.
Vale, Finger escribe la historia, Kane la maldibuja y la firma, y la lleva a tiempo a los editores, que quedan encantados y le proponen realizar una serie.  Kane tiene que realizar a partir de ese momento maniobras en la sombra para mostrarse como único autor de Batman, engañando a los editores por un lado y a Finger y los dibujantes que se encargan de realizar en realidad el cómic por el otro (entre los que destaca Jerry Robinson), en unos equilibrios constantes que darían para una novela apasionante.  Pero Hernando prefiere centrar su atención en el talentoso y virtuoso Finger, lo cual es comprensible.


Kane, pillado en varios renuncios pero siguiendo con su farsa como si no pasara nada, consigue firmar un acuerdo de esos que solo se hacen en Estados Unidos, en el que se asegura, además de un pastizal obsceno, el crédito absoluto de cualquier cómic del hombre murciélago, algo absurdo con el paso de los años y las décadas, con cambios de estilo evidentes en el dibujo y las tramas.  Los estudiosos y los fans acérrimos saben, no es un secreto, quien está detrás de esas páginas, pero para la opinión pública el único autor de Batman es el que firma todos los números: Bob Kane.
El libro sigue entonces con el proceso histórico de editores y amigos para reivindicar la paternidad de Finger, que continúa tras su muerte.  No hay justicia poética ni un final que coloque a cada uno en su lugar.  Sí hay pequeñas victorias, acreditaciones a posteriori, estudios académicos que cuentan "la verdad", pagos atrasados de royalties a los descendientes, y demás.  Pero no nos engañemos: cualquier producto relacionado con Batman sigue teniendo una única acreditación, Bob Kane, y libros como este, bien documentados y con unas firmes bases sobre las que cimentar sus apreciaciones, poco pueden hacer para cambiar esa injuria histórica.  Al final Bob Kane tenía razón: la verdad no sirve de nada contra los contratos; su gran obra maestra no fue Batman, de cuyo origen y desarrollo no fue más que un espectador privilegiado, sino la firma de ese dichoso contrato: ahí sí que lo dio todo.  Su mejor personaje no fue ni Batman, ni el Joker (obra de Robinson, por cierto) ni ninguno de los otros enemigos o compañeros del justiciero enmascarado; su mejor personaje fue él mismo, una especie de dandy mujeriego, un ególatra al que le gustaba ir a los estrenos a dejarse ver, y que hablaba de sí mismo en tercera persona (impagable la carta que cierra el libro: el cinismo de este hombre no parecía tener límites: cada aseveración que hace tiene una doble lectura entre hilarante y bochornosa, dependiendo del humor con que te lo tomes).
No es de extrañar que la ilustración de portada de este libro sea de Paco Roca, que ya en su El invierno del dibujante se puso del lado de los autores de Bruguera que intentaron alcanzar una dignidad que la industria les negó.  El mundo del cómic americano aquí descrito, aunque manejando mucho más dinero, con lo que eso supone, era muy similar: una industria que exprimía la creatividad de los autores a cambio de calderilla, y que los machacó y los ninguneó cuando intentaron asociarse en un sindicato para obtener lo que por justicia, y por cojones, les pertenecía: el crédito de sus creaciones, y un porcentaje justo de los abultados beneficios.  Solo unos cuantos avispados, como Bob Kane, lograron hacerse ricos en esa pocilga.  Y encima sin hacer más que un par de dibujillos.  Su mérito tiene, no se le puede negar.