Tanto
el título de este libro (Batman Serenata nocturna) como el subtítulo (El origen
del caballero oscuro) son bastante capciosos, buscando un público más
generalista que el que, probablemente, se sentiría atraído por algo titulado
"Bill Finger, la biografía", que iría más acorde con el contenido. A mí me valdría, que conste, pero entiendo la
argucia editorial y no me parece que estén dando gato por liebre, pues sin duda
la vida de Bill Finger está estrecha e indisolublemente ligada al origen (y
desarrollo) del Caballero oscuro.
Sobre
el origen de Batman, a lo que alude el subtitulo, pues este breve y ligero tomo
le puede dedicar veinte de sus doscientas páginas, más o menos. David Hernando, autor del libro, editor de DC
en España e Italia durante un lustro, y estudioso y amante del tema, desentraña
los tejemanejes que dieron origen al mito, encontrando, creo que sin
pretenderlo, a un villano extraordinario, el mejor que se pasea por estas
páginas, muy por encima del Joker o de cualquiera de los otros coloridos
enemigos del Hombre Murciélago: Bob Kane, el supuesto padre de la
criatura.
Como
un personaje de una novela de Patricia Highsmith, Kane ansía ascender en la
escala social para conseguir fama y fortuna, y para ello se mete en el mundo
del cómic, lo cual no deja de ser una boutade bastante quijotesca, sobre todo
porque ni siquiera está dotado para ello: dibujante mediocre, muy mediocre, se
dedica a calcar viñetas de sus autores favoritos, a las que le añade un par de detalles
para evitar el plagio sangrante. Ese es
su modus operandi, ese es su legado.
Con
el fulgurante éxito de Superman, que hace cambiar la dirección del mundo
editorial orientándolo hacia los justicieros superpoderosos, el avispado de
Kane se ofrece a los editores de la cabecera para realizar otra propuesta en
esa línea superheróica, y quedan para el lunes (están a viernes), día en que
les llevará un cómic terminado protagonizado por un nuevo aventurero
enmascarado. Ese es su verdadero
talento: la rapidez de reflejos, a la que añade la ausencia de escrúpulos, lo
que lo convierte en un personaje apasionante; como persona, eso sí, debía de
ser execrable.
Como
sus dotes creadoras son limitadillas, hace lo que mejor sabe hacer: calcar una
viñeta de Alex Raymond y ponerle un antifaz y unas alas. Y aquí entra en escena Bill Finger,
protagonista de la función, un tipo amedrentado y pusilánime pero lleno de
ideas con las que llenar miles de historias que dan vueltas en su cabeza. Es, a diferencia de Kane, un narrador nato;
es un artista, un guionista de los pies a la cabeza, y la sola idea de poder
echarle una mano a su amiguete Kane en la creación de un personaje, le parece
ya un adelanto con respecto a su trabajo actual de dependiente en una zapatería. Le propone así a Kane una serie de cambios
que serán, en definitiva, los que conformen y den naturaleza al Batman que
conocemos todavía hoy: la máscara de murciélago, el traje gris, la capa, el
murciélago en el pecho, y su carácter oscuro y detectivesco, ausente por
completo en el boceto de Kane, que aún barajaba otros nombres como Birdman, en
una burda copia sin gracia ni sentido de Superman.
Vale,
Finger escribe la historia, Kane la maldibuja y la firma, y la lleva a tiempo a
los editores, que quedan encantados y le proponen realizar una serie. Kane tiene que realizar a partir de ese
momento maniobras en la sombra para mostrarse como único autor de Batman,
engañando a los editores por un lado y a Finger y los dibujantes que se
encargan de realizar en realidad el cómic por el otro (entre los que destaca
Jerry Robinson), en unos equilibrios constantes que darían para una novela
apasionante. Pero Hernando prefiere
centrar su atención en el talentoso y virtuoso Finger, lo cual es comprensible.
Kane,
pillado en varios renuncios pero siguiendo con su farsa como si no pasara nada,
consigue firmar un acuerdo de esos que solo se hacen en Estados Unidos, en el
que se asegura, además de un pastizal obsceno, el crédito absoluto de cualquier
cómic del hombre murciélago, algo absurdo con el paso de los años y las
décadas, con cambios de estilo evidentes en el dibujo y las tramas. Los estudiosos y los fans acérrimos saben, no
es un secreto, quien está detrás de esas páginas, pero para la opinión pública
el único autor de Batman es el que firma todos los números: Bob Kane.
El
libro sigue entonces con el proceso histórico de editores y amigos para
reivindicar la paternidad de Finger, que continúa tras su muerte. No hay justicia poética ni un final que
coloque a cada uno en su lugar. Sí hay
pequeñas victorias, acreditaciones a posteriori, estudios académicos que
cuentan "la verdad", pagos atrasados de royalties a los
descendientes, y demás. Pero no nos
engañemos: cualquier producto relacionado con Batman sigue teniendo una única
acreditación, Bob Kane, y libros como este, bien documentados y con unas firmes
bases sobre las que cimentar sus apreciaciones, poco pueden hacer para cambiar
esa injuria histórica. Al final Bob Kane
tenía razón: la verdad no sirve de nada contra los contratos; su gran obra
maestra no fue Batman, de cuyo origen y desarrollo no fue más que un espectador
privilegiado, sino la firma de ese dichoso contrato: ahí sí que lo dio
todo. Su mejor personaje no fue ni
Batman, ni el Joker (obra de Robinson, por cierto) ni ninguno de los otros enemigos
o compañeros del justiciero enmascarado; su mejor personaje fue él mismo, una
especie de dandy mujeriego, un ególatra al que le gustaba ir a los estrenos a
dejarse ver, y que hablaba de sí mismo en tercera persona (impagable la carta
que cierra el libro: el cinismo de este hombre no parecía tener límites: cada
aseveración que hace tiene una doble lectura entre hilarante y bochornosa,
dependiendo del humor con que te lo tomes).
No
es de extrañar que la ilustración de portada de este libro sea de Paco Roca,
que ya en su El invierno del dibujante se puso del lado de los autores de
Bruguera que intentaron alcanzar una dignidad que la industria les negó. El mundo del cómic americano aquí descrito,
aunque manejando mucho más dinero, con lo que eso supone, era muy similar: una
industria que exprimía la creatividad de los autores a cambio de calderilla, y
que los machacó y los ninguneó cuando intentaron asociarse en un sindicato para
obtener lo que por justicia, y por cojones, les pertenecía: el crédito de sus
creaciones, y un porcentaje justo de los abultados beneficios. Solo unos cuantos avispados, como Bob Kane,
lograron hacerse ricos en esa pocilga. Y
encima sin hacer más que un par de dibujillos.
Su mérito tiene, no se le puede negar.
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