viernes, 30 de noviembre de 2007

:a leer

Tres cosillas que he leído últimamente y que quizás te puedan gustar lo suficiente como para compensar el dispendio. Ahí van.




:estocolmo


Acabo de volver de Estocolmo, donde he pasado unos días con unos colegas (fotos proximamente). Cuatro apuntes, por si te pueden servir de ayuda.

1. En los billetes de 20 coronas sale Nils Olgerson (y una vieja que supongo será Selma Lagerlof).
2. Vi a Coque Maya con sus padres dirigiéndose hacia una boca de metro, cargado con bolsas de regalos. Y esto, que diria
Paul Thomas Anderson, no puede ser una casualidad.
3. Hay merchandaising de Pipi Langstrup en todas partes. Creo que es el equivalente sueco del Quijote en Castilla la Mancha. Me quedé con la duda de si habrá una Ruta de Pipi, y eso que TODO EL MUNDO habla inglés.
4. Si eres español, todos creerán que eres italiano. Asúmelo.

:si puedes


:Si puedes, no veas REC. Una película facilona, previsible, falsa hasta la náusea, llena de atajos narrativos y con un final absurdamente explicativo e innecesario. Atención a la frase final, un subrayado por parte de los responsables de esta memez que se deben de creer que los espectadores somos retrasados. Y hombre, si pagamos por ver esto, algo de razón no les falta.

:Si puedes, ve OLD JOY. Una auténtica maravilla, con una historia mínima pero apasionante, hipnótica, llena de realidad (hasta los flares parecen estar justificados). Como curiosidad para melómanos, la banda sonora (discreta pero ajustada a la historia) es de Yo la tengo, y uno de los protagonistas es Will Oldham.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

martes, 20 de noviembre de 2007

:la carne

«UNA PARÁBOLA DIVIDIDA EN CUATRO CAPÍTULOS PARA FACILITAR SU DIGESTIÓN»

Capítulo 1º: Los feos son más puntuales.

La noche de las revelaciones. El extraordinario caso de Lucrecia de Valmosant. Siempre hacia abajo. Nadie tiene hambre. El viejo trama algo.

Nos reímos de los “maestros de pasillo” mientras una idea erosiona nuestra consciencia como una corriente subterránea hasta dejarlo todo en el aire y a punto de desmoronarse: nuestra cohorte de amistades sólo nos admiten a causa del dinero que suponen que aportaremos a la causa. Este año, la “Noche de las revelaciones” será ciertamente reveladora, no lo duden: con los años mi olfato es cada vez más preciso; es algo que sólo recuerdo en muy contadas ocasiones y que creo que debería de anotar. Cosas así es fundamental tenerlas siempre presentes.

De la antigua sala de torturas del sótano, convertida recientemente en nueva sala de torturas, comienza a subir un tumulto de risas y balidos y estruendo de cencerros y es entonces, como no podría ser de otro modo, cuando un rebaño de corderos es conducido hasta el salón por los Jóvenes. Los Viejos, impertérritos ante el grotesco espectáculo que se desarrolla ante sus ojos, continúan tomando el té, sin poder disimular su desagrado: lo puedo leer en sus miradas: esto ya se ha hecho antes, y por tanto carece de valor. Y aún más: lo han hecho ellos, y ya entonces apenas tenía valor. El rebaño atraviesa el salón y entra en la cocina con gran estrépito. Al instante, la señorita Please sale corriendo acalorada con la gabardina colgando del brazo: no puedo soportarlo más, señor, me voy de esta situación, clama indignada. Añade adiós y desaparece como llegó hace ya cuatro años: semidesnuda y pobre como un perro.

¿Cómo podrá masturbarse con un solo brazo?, inquiere Mrs. W. Es decir, ¿con qué sujetará el frasco de alcohol? Quizás se introduce la botella por el mismísimo problema, sugiere agudamente Mrs. R. Aguda sugerencia, confiero sin apenas mirarla y sin tiempo para meditar la gravedad del asunto. Para eso se inventó la noche.

-Mrs. R., ¿cree posible tal aberración?

-¿Por qué no? ¿Acaso no recuerda el extraordinario caso de la duquesa de Valmosant?

-Cómo olvidarlo, Mrs. R. Pero no osará comparar. Aquel fue un caso extraordinario y, de todas formas, dista mucho un tarro de esencias, más o menos ergonómico, de un semental adiestrado en las artes amatorias.

-Pues no tanta, no se crea.

-Yo no creo nada-. Y con estas se sube lo que se tiene que subir y se baja lo poco que queda por bajar y se introduce el dedo medio de la mano izquierda en su húmedo e hinchado coño, para gran regocijo de todos los allí presentes, especialmente de la propia Mrs. W.

Una espiral de situaciones más o menos impúdicas parte de ese coño que, a modo de vórtice, parece absorbernos para después deglutirnos, desnudos y sudorosos, en el pequeño campo que se extiende desde el ala oeste de la mansión hasta donde la vista no alcanza y la imaginación prefiere no aventurarse, símbolo de tiempos mejores para nuestra clase. Allí, en torno al anciano roble, escenario de mis juegos de infancia, nuestros invitados son conscientes de lo estereotipado de la ocurrencia y todos, como uno solo, huyen colina abajo. Siempre hacia abajo, ese es su lema.

Cuando regreso a la mansión ya ha anochecido y, para mi consternación, todo el mundo duerme. Si esto es lo que quieren, me digo, esto es lo que obtendrán. Cierro la puerta con sumo cuidado, me desnudo en la oscuridad y me meto delicadamente en mi lecho. Allí me espera una sorpresa.

Por la mañana, ya de mejor humor, bajo trotando hasta el Salón del Desayuno, donde todos me aguardan con el semblante furioso. Alguien empieza a ladrar a modo de reproche, otros descargan sus puños sobre la mesa, gruñendo como bestias; la mayoría no alcanzan más que a sollozar. Levanto un brazo y se hace el silencio en la estancia. Los cuerpos congelados en un gesto de crispación. Unas tripas anónimas rugen al fondo. Despacio, sin atreverme a realizar un movimiento brusco, voy bajando el brazo hasta señalar una puerta. Cuando por fin comprenden, se levantan al unísono y corren en tropel hasta la cocina, donde se reparten las tareas: por ejemplo, Mr. y Mrs. Nofres deben de perseguirse entre sí tirándose puñaditos de harina y pedacitos de magdalena, riéndose como unos tontos, sucesivamente, ad nausean.

A la hora del almuerzo nadie parece tener hambre, pero aún así mi santo padre se ofrece gentil y desinteresadamente para acercarse con el coche hasta el pueblo a solicitar ayuda. Aunque nunca he tenido demasiadas luces, lo que ese viejo asexuado y elegantemente cano trama es tan evidente que no puedo evitar sonrojarme, tal es la vergüenza ajena que siento. Así que, con fingida candidez, propongo acompañarle. Y lo último que recuerdo es un sabor de boca almizclado y a un joven de finos bigotes comiéndome el coño con gula. Después, sólo oscuridad y olvido. Olvido y oscuridad.

Capítulo 2º: La teoría del segundo conductor.

Viaje a la ciudad. La Condesa Tresfuegos nos visita. El chico del cáncer. Cualquiera puede ser el siguiente. Haciendo el “julián”. Dos manos extra.

Una vez las glándulas han realizado su tarea, todo se presenta más claro, más nítido, más diáfano, más límpido. Sorprendo, con la primera luz del amanecer, a mi padre todavía calzándose la segunda babucha, lento como la fotografía de una huída. Cazado in fraganti se ve obligado a darme explicaciones: el Doctor Gregor, viejo amigo de la familia, se haya gravemente enfermo, así que decidió acudir presuroso a su casa de la capital, para interesarse por su escasa y mala salud, y aprovechando la estancia en la ciudad, hacer esas compras larga y artificiosamente aplazadas. Ese era el plan hasta que lo sorprendí en medio de la fuga. Ahora era básicamente el mismo, pero en primera persona del plural y con la mitad de dinero.

La semana anterior nos había hecho una visita la Condesa Tresfuegos y nos hizo partícipes a media voz del grave estado en que se encontraba el Doctor Gregor: hacía cosa de dos meses se le había diagnosticado un cáncer intestinal, que en esos momentos se le había extendido desde el píloro hasta el ano. Parece ser que es por abusar, añadió, de la carne tan hecha.

-¡Ay!, ¿qué me dice? Pero eso tiene que ser mortal por necesidad.

-Y extremadamente doloroso, además.

-¡Qué desgracia!- convenimos.

Tres días después de partir, diez después del párrafo anterior, llegamos a la capital y nos apeamos directamente en la escalinata de la mansión Gregor, evitando el pavimento anegado de meados.

Dentro, disimulando su agrio olor corporal con perfumes y afeites, nos encontramos a la flor y nata de la sociedad de nuestro tiempo. Todos han venido a mostrar sus respetos al moribundo, y a acompañarlo en sus últimos y, por que no decirlo, incómodos momentos. La carne muy pasada no tiene nada que ver en esto y todos lo sabemos; nos miramos unos a otros con las fosas nasales tensas y nuestras miradas, reticentes, parecen decir que cualquiera puede ser el siguiente.

Cuando nos llega el turno mi padre y yo entramos en la estancia del moribundo: el cuarto está en penumbra, y nos lleva su buena media hora acostumbrarnos a la oscuridad y distinguir a nuestro amigo tumbado en la cama: yace sobre un costado, respirando trabajosamente por la boca mientras nos observa sin pestañear. Le hace unas señas a mi padre para que se le acerque y le susurra algo al oído. Mi anciano progenitor se arrodilla como buenamente puede y palpa bajo la cama hasta que encuentra una cuña que coloca bajo las mantas, sin poder contener las arcadas.

-Estás jodido- le dice el Doctor Gregor.

-La artrosis.- contesta mi padre, masajeándose las rodillas.

En la calle nos espera Micho con la carroza preparada.

-Atención –nos advierte-, fíjense bien en todos los detalles porque a la vuelta tendrán que conducir ustedes.

Tanta insolencia, sobre todo viniendo de alguien con una sola ceja, me produce una molesta urticaria entre los nudillos. Pero otras cuestiones ocupan mi mente y jugos: desde que sabía que vendría a la ciudad no había podido dejar de pensar en Cueiro, un atractivo actor al que había conocido meses atrás y al que no había vuelto a ver desde entonces. Hacía tiempo que no me follaban bien, así que decidí ir directamente a su apartamento a darle un repaso y luego quizás encontrarme con mi padre en algún fumadero y hacer nuestras compras. Así se lo comuniqué y el convino en que era una buena idea: estás insoportable, fueron sus palabras textuales.

Llegué al apartamento de Cueiro sin resuello y con las bragas ladeadas. Llamé a la puerta y una joven rubia me abrió instantes después; su expresión bovina se crispó en un gesto de sorpresa y pánico repartidos al cincuenta por ciento en cuanto me vio.

-He-Helena- apenas pudo articular-, eres tú.

Más desconcertada de lo habitual le pregunté si nos conocíamos, o más apropiadamente, si yo la conocía, pues era obvio que ella a mi sí. Como única respuesta me indicó que pasara con un gesto laxo y desmayado, cerrando la puerta de modo teatral tras de mi. Me ofreció asiento en el sofá de dos plazas del salón y acto seguido se dejó caer sobre mi besándome apasionadamente en los labios.

-¡Pero señorita!- protesto sin la menor convicción, pensando ya en las ventajas adicionales de dos manos, diez dedos, más.

-Helena- me inquiere, mirándome a los ojos-, soy yo. ¿Es posible que no me reconozcas? ¿Tanto he cambiado?

-En estos momentos no me reconozco ni a mi misma, cielo. Por lo demás –replico-, tienes un cabello precioso. ¿Por qué no te lo sueltas?

Aparta mis manos de sus pechitos orgullosos y se levanta airada.

-¡Soy yo, Cueiro!- declama con voz impostada.

Tras un ligero desmayo fingido del que me recupero mediante unas pequeñas bofetadas en las mejillas, me mira fijamente a los ojos. La escena, para que se sitúen: yo, tumbada en el sofá, rígida como un cadáver; ella, acechando como un ave carroñera. Observo detenidamente sus ojos, que sin lugar a dudas siguen siendo sus ojos, aunque todo lo demás ya no sea su todo lo demás. Le exijo una explicación y, carraspeando, me relata lo siguiente: sintiéndose frustrado como actor, cansado de hacer de Julián durante tantos años, en tantas obras, (papel que por cierto le viene al dedillo dada su fisionomía: la curvatura de los hombros, la severidad de la nuca, ese rostro atractivo aunque germano...), frustrado, como decía, decide operarse para cambiarse de sexo, cosa que llevó a cabo en el más estricto de los secreto cinco meses atrás, coincidiendo con el seguimiento en toda la prensa del país de la misteriosa desaparición del galán Baltazar Cueiro, a la sazón, él mismo. Desde entonces, añade con cierto orgullo, interpreta a los clásicos en el Burato con gran éxito de crítica y público. Lo único que le duele de todo esto es que el trabajo de encalado que le han hecho en el apartamento deja mucho que desear: los ladrillos empiezan a transparentarse.

-Un hombre no lo hubiera consentido- se queja.

-Ni muerto- convengo.

Tras las explicaciones y con un poco de imaginación y una polla de látex de veintitrés centímetros me hace olvidar su actual estado. Desfogadas ya, los temas de conversación se hacen más variados y, sin venir a cuento, le cuento el motivo que me ha traído a la ciudad y que la deja visiblemente afectada.

-Cariño –inquiero-, ¿acaso conoces al Doctor Gregor?

-¿Qué si lo conozco? Cariño, ¿quién crees que me ha operado?

Debí haberlo supuesto desde el principio: todo formaba parte de un astuto plan para hacerme quedar como una imbécil. Y por ahora lo habían conseguido con creces. Me visto a toda prisa, pero Cueiro me detiene sujetándome la muñeca:

-Pronto recibiréis una visita en la mansión –me advierte en un susurro-. Ten mucho cuidado, Helena, mucho cuidado. No te fíes de nadie.

Como no hay nada que me guste más que un misterio, salgo rauda del apartamento sin esperar más explicaciones ni exigirlas por mi parte.

Capítulo 3º: Discursos edificantes.

Un joven que se parece a Perry Farell. Problemas con las autoridades. Por qué hablan francés los franceses. Como una escopeta de cartuchos. Dos manos derechas y diez litros de saliva. ¡Clítoris de vírgenes! Mala hija.

Debido a una disfunción de la personalidad mi padre necesita comer al menos dos veces por semana algo cazado con sus propias manos, y como los años no perdonan y la noche anterior había llovido copiosamente, decidimos salir muy temprano, antes incluso de amanecer, a coger caracoles.

Hacía dos semanas de mi encuentro con Cueiro y seguía dándole vueltas a su advertencia. No me atrevía decirle nada a mi padre porque las últimas palabras de mi amante resonaban todavía en mis oídos: no te fíes de nadie.

A la hora de desayunar llegamos a la casa con dos buenas cestas de caracoles que mi padre empieza a devorar al instante. Embelesada con el espectáculo de luces y sonidos apenas percibo un ruido a mi izquierda seguido de un destello en la puerta de cristal: en el umbral aparece un apuesto joven, rostro cetrino y aguileño, cabellos oscuros recogidos en una cola de caballo, ropas elegantes aunque ligeramente pasadas de moda, un pene más pequeño que la media (aunque eso no lo supe hasta más tarde) y, en fin, una sonrisa cautivadora aunque mellada. Dudo unos instantes si alertar a mi padre, temerosa de las consecuencias de tal imprudencia: como a los cánidos, y esa no es la única característica que comparten, a mi progenitor no debe molestársele mientras come.

Dejo, pues, que la naturaleza siga su curso, y que el propio extraño se presente él mismo.

-Señor Adams - carraspea tímidamente.

-¿Qué dices, mala hija?- padre levanta la cabeza de la palangana donde devora ya el segundo plato, farfullando y escupiendo trozos de carne y hueso y algo así como arroz cocido.

-Señor Adams –repite el visitante -, perdone el retraso, pero he tenido ciertos problemas con las autoridades que me han mantenido ocupado más de lo previsto.

-Paradójicos tiempos nos han tocado vivir: aparatos electrónicos cada vez más endebles y perecederos, casi diría circunstanciales, y barrotes cada vez más resistentes. Quizás haya una relación directa... –elucubra mi padre, que observa por primera vez al visitante-. Pero acércate para que pueda verte mejor, demonio.

El visitante se aproxima a padre con, diría, cierto pudor en la forma de moverse: cabeza gacha y sombrero sujeto sobre entrepierna.

-Mis ojos ya no son lo que eran, querido, y siempre fueron una mierda.

Lo sujeta por los brazos y lo estudia de cerca, sonriendo mientras asiente complacido.

-Hija, acércate –me ordena-, te presento a un buen amigo, el caballero Rey King.

-Cielos, señor Adams, es incluso más bella de lo que había imaginado- exclama el señor King.

-Me temo –respondo mientras besa mi mano, con un tono de auténtica falsa modestia- que el caballero no tiene demasiada imaginación.

El señor King ríe la ocurrencia mientras recojo los platos sucios y me escabullo a la cocina, donde los arrojo a la basura como hago cada día desde que el último de los criados nos ha abandonado miserablemente. Los dos caballeros me siguen hasta la cocina, charlando.

-¿Qué es eso de ahí, Señor Adams?- señala el Señor King.

-¿Se refiere a los caracoles? –inquiere padre.

-Sí.

-Son caracoles.

-Mmm, Señor Adams, conozco alguna receta a base de caracoles que podrían hacerle morir de placer. Literalmente hablando.

-¿Por ejemplo?

-Bien, veamos... hay una muy buena, sí, con berenjenas, y fucos, y nido de golondrina, y caracoles, claro está, que retrasa la eyaculación de una forma tan exagerada, tan inhumana, que puede estar días enteros dándole al asunto sin llegar a correrse, y cuando por fin lo hace es como una escopeta de cartuchos. Literalmente hablando.

-Eso es sumamente interesante, querido y estimado King, pero a mi me resultaría de tanta utilidad como dos manos derechas y diez litros de saliva. ¿No conoce ninguna otra? ¿Algo más apropiado a mi, digamos, situación?

-Bueno, la verdad es que los caracoles no son un ingrediente muy usual en la Cocina Sexual, a parte de ralentizador no se me ocurre ahora mismo nada -¿repentino cambio de tema?-. Pero dejemos los caracoles y vayamos a lo importante. Le traigo una sorpresa, tal como le prometí.

-¿Y a qué espera? –salta, figuradamente, padre- ¿Para qué toda esta cháchara fútil y sin sentido? ¿Por qué hacerme sufrir de esta manera? ¿Quiere ver llorar a un anciano? ¿Es eso lo que quiere? Por el amor de Dios, corra, apure, no me tenga en vilo ni un instante más, corra, corra, apure, corra...

-Paciencia, querido Adams, la sorpresa está aquí mismo, junto con mi equipaje- dice el Señor King con voz lenta y sosegada, acompañada de gestos hipnotizantes. Sale de la estancia despaciosamente, elegantemente, conmovedoramente, y yo salto sobre mi padre, presa de una incertidumbre que raya en el prurito.

-Padre, socorro, explíqueme. ¡Explíqueme!

-¿Qué es lo que tengo que explicarte?

-Todo. Ustedes dos dialogan e interactúan ante mis ojos y oídos pero no me resultaría más ajeno e incomprensible lo que veo y oigo si ustedes dos fuesen selenitas.

-Pues no podría estar más claro...

-No para mí.

-Obviamente –farfulla- la inteligente era tu hermana.

-Quizás por eso ya no está aquí.

-¡Silencio, mala hija! Como si en estos años te hubiese faltado de algo.

-Si una pudiese vivir de la pérdida de equilibrio y de un insistente comezón en las ingles, sí, podría decir que no me ha faltado de nada.

El Señor King regresa en ese momento, evitándonos el resto de la escena, los aplausos y saludo al público, con dos pequeñas bolsas de viaje, una en cada mano. Biclinium: lecho o reclinatorio romano para dos personas.

-¡Cuánto ha tardado, condenado!

-No se apure (y no hable en verso, por Dios, ¿ya se ha olvidado de Antioquia, vieja arpía?). Aquí lo tiene –revuelve en el interior de una de las bolsas como un cortanieves, y extrae un tarro de cristal que enseña a mi padre. El rostro orgulloso, los ojos húmedos de emoción. Una masa gelatinosa, de color rosáceo, se pega a las paredes del tarro.

-Oh, Santo Dios, son... son...

-Sí, mi querido Adams...

-Clítoris...

-¡Clítoris de vírgenes!

-¡Clítoris de vírgenes!

-¡Clítoris de vírgenes!

-¡Clítoris de vírgenes!

-Efectivamente –sonríe complacido el Señor King-, veo que no ha perdido el olfato: clítoris de vírgenes arrancados con mis propios dientes (no culpen al arquitecto, pero ahora entiendo esa extrañamente atractiva mella). Con esto y un poco de puerro en juliana, caldo de ave, pimienta azul y un toque de especias...

-Sí...

-Le prepararé una sopa, amigo Adams...

-Sí...

-...con la que tendrá...

-Sí...

-...su primer orgasmo en... ¿cuántos años?

-Catorce.

-Santa María Magdalena, en catorce años.

-Querido King –gime padre, secándose las lágrimas y babas acumuladas en el mentón-, si eso que me cuenta es cierto, puede contar con los cinco millones.

-Ejem, ¿y de lo otro que convenimos?

-Por descontado, amigo, cuente también con lo otro.

Padre y yo esperamos en el comedor mientras el Señor King trabaja en la cocina. Padre trata de disimular su nerviosismo, pero el tic que le contrae la parte izquierda del cuerpo con violentos espasmos arrítmicos que casi lo arrojan de su asiento, lo delata. Desde que catorce años atrás, medito, le extirparon el órgano sexual, se ha convertido en un ser amargado, un gusano de fétido humor que sólo se excita viendo a mujeres desnudas (cosa que no le había sucedido con anterioridad a la operación) y cuando le acarician detrás de las rodillas, así, justo aquí.

El Señor King sale (con un delantal, no me resisto a señalar) portando una bandeja que posa cuidadosamente sobre la mesa.

-Un aperitivo frío–dice.

-¿Está usted de guasa? –salta padre- ¿Quiere traer de una maldita vez esa maldita sopa?

-Tranquilícese, querido Adams.

-Ni querido Adams ni mierda con maiz. Traiga de una vez la sopa o usted será el aperitivo frío.

-Los ingredientes –continúa el Señor King como si no hubiese oído la última intervención de padre- es necesario que se cuezan lentamente. Muy lentamente, repito. Además, con el estómago vacío, los efectos de la sopa podrían ser tan intensos como para producirle la muerte.

-Correré el riesgo. Llévese estás menudencias.

-Estas menudencias son para su hija –sentencia.

Visto con posterioridad, o simplemente con un mínimo de perspicacia, supongo que lo que hice a continuación podría tildarse de absoluta estupidez. Pues ustedes perdonen. Ya saben lo que ocurrió a continuación, así que seré breve para ahorrarnos tiempo a todos y no insultar más de la cuenta la inteligencia de ustedes mis lectores: sí, probé los aperitivos. Y sí, al primer mordisco perdí el conocimiento. Otra vez.

Capítulo 4º: Escaparse “bien” o no escaparse.

Como un escupitajo de esperma. Pesadillas rojas. Medias para las varices. “Idiosincracia” y “catatumba”. La teoría de la evolución. Final anticlimático. Buenas noches.

La consciencia me sorprende en posición fetal en un reducido espacio, un diminuto cubículo en el que apenas me puede estirar y que se va iluminando poco a poco. Un ruido chirriante e insistente, como de cojinetes sobre graba mojada se me va introduciendo en la zona parietal. Me incorporo trabajosamente, tratando que mi cuerpo, con la consistencia de un escupitajo de esperma, no se derrame fuera de mis vestimentas por el esfuerzo. Me tambaleo hasta el foco de luz, donde el rostro de Rey King me aguarda con una sonrisa de ventrílocuo.

-Buenas tardes –saluda-; por fin te has despertado.

Trato de responderle pero mis cuerdas vocales parecen haberse ausentado durante mi sueño, y el aire sale a través de mi boca sin emitir más sonido que un asmático silbido. Noto la lengua y el paladar adormecidos, y un sabor de boca como si me acabase de beber un galón de aceite de perro. Esto se parece demasiado a una de mis habituales pesadillas rojas: imposibilidad para decir algo inteligente (en este caso, simplemente algo), banda sonora a medio camino entre Josquin Desprez y Tiny Tim, ausencia de mi sempiterno prurito vaginal, antojo de ciruelas con miel y, lo peor de todo, el final: verme a mi misma desde fuera, como si me estuviese mirando en un espejo de cuerpo entero, pero sabiendo, teniendo la aterradora certeza de que esa soy yo aunque parezca una señora de la limpieza: permanente y mechas rubias, brillo seboso en la nariz y mejillas, puntos negros, bisutería de alpaca, jersey morado de cuello subido con bordados de oro baja una bata azul cielo, chanclas y, que Dios me perdone, calcetines encima de las medias. En ese punto suelo despertarme con un aullido, bañada en sudor.

Sin embargo, para tratarse de un sueño, los acontecimientos se desarrollaban con un ritmo demasiado moroso, lento y monótono. Y demasiado tenaz el olor de las heces resecas y agrietadas en los flancos del jamelgo. Así que, liberada de cualquier peso argumental, sintiéndome por primera vez en mi vida no ya como un personaje secundario, sino como mero atrezzo, simplemente me dejo llevar, sin preocuparme de los futuribles ni de los demás personajes; y sin tratar de imponer mi voluntad ni en estos ni en aquellos.

Cuando llegamos a la ciudad nos instalamos en el anonimato de una modesta pensión. Nuestra habitación es espaciosa, aunque mal iluminada y peor ventilada: sólo tiene un pequeño ventanuco enmudecido que comunica con el pasillo, y a los tres días huele como la jaula de los monos. Rey insiste en este encierro, argumentando que así llegaremos a conocernos mejor. A los veinte minutos creo saber todo lo que necesito sobre él. Es arrogante y vanidoso en todos los aspectos. Está convencido de ser un gran amante, y a mi no me cuesta nada que lo siga creyendo, aunque he pasado mejores ratos comiéndome las uñas. Presume de poseer una basta cultura, aunque dudo que alguien verdaderamente culto se vanagloriase de ello, ni que dijese “idiosincracia” y “catatumba”. Al alguien que lleva la cuenta exacta de los libros que ha leído no le confiaría ni las llaves del retrete, en el caso de que mi retrete tuviese llaves. Su cita favorita: “La vida es una impostura”, y no me cabe duda de que en su caso lo es.

En uno de sus delirios alcohólicos me confesó a medias el motivo de nuestro encierro: ha hecho algo inconveniente, por lo que unos señores malos lo quieren atrapar y matarlo de una manera grotescamente dolorosa. Lo que no entiendo es donde entra su congénita falta de higiene en esa ecuación.

-Cielo –dice.

-Qué –respondo.

-¿Crees que tengo papada?

-No.

-Ni siquiera me has mirado. ¿Crees que tengo el ombligo demasiado arriba?

-No.

-Cielo –se gira sobre un costado y me mira con gravedad -, ¿eres feliz?

-Sí.

-¿Sí?

-No, en realidad no. Pero no me importa. Creo que nunca he sido realmente feliz. Me he engañado toda la vida a mi misma, rebajando mi nivel de exigencia hasta creer que lo era, porque supongo que necesitaba sentirme feliz para sentirme feliz, como otros necesitan sentirse desdichados para sentirse felices.

-Ahá. ¿Y no te parece increíble que una necedad como la teoría de la evolución haya pervivido tantos años? Es decir, si el hombre procede del mono, entonces, ¿cómo es posible que siga habiendo monos? ¿De dónde preceden?

-No sé, supongo que de otros monos.

-Qué ingenua –sonríe-, pero qué ingenua. Dios, como envidio tu estulticia. Que felices sois los ignorantes.

Después de una semana empezamos a salir de la habitación y, por consiguiente, a socializar con el resto de los inquilinos, viajantes y solteronas en su mayoría. En cuanto se oye el tintineo de porcelana y tenedores en el comedor, comenzamos a amontonarnos en el salón contiguo. Ellos leen el periódico, comentando las noticias en voz alta; ellas hacen ganchillo o juegan a las cartas, escuchando los comentarios en silencio. Pero sin convicción, pues todos piensan en lo mismo: comer. Las miradas aviesas, las fosas nasales tensas, tratando de adivinar el menú de hoy por los efluvios que llegan desde la cocina. Cuando se anuncia la hora de la comida todos damos un respingo al unísono y nos conducimos hasta el comedor todo lo rápido que podemos sin evidenciar nuestra premura; atacamos las bandejas eligiendo las mejores porciones intentando disimular la gula. Ya en los postres miro a mi alrededor y no puede evitar preguntarme cuantos comensales estarán intentando tirarse un pedo sin que los demás lo oigamos.

La noche del décimo cuarto día espero a que Rey se quede dormido, ahogado en su ponzoña alcohólica. El proceso es el habitual: tres sacudidas como si se estuviese cayendo; un giro sobre el costado, refunfuñando, e inmediatamente se queda dormido. Enciendo una palmatoria, la pongo encima de la coqueta, frente al espejo, para que la luz se duplique. Me veo reflejada y apenas me reconozco, ni mi cuerpo ni mis actos parecen míos. Recojo algunas prendas de ropa y las guardo apresuradamente en una bolsa de viaje.

-¿A dónde vas? –oigo detrás de mi.

-No sé –respondo.

-¿Piensas volver?

-No.

-Vale –termina, mientras se gira de nuevo en la cama, buscando una postura cómoda.

Salgo al pasillo y camino en la penumbra intentando, no sé muy bien por qué, que las tablas no crujan. Al pasar frente a una de las puertas oigo un ligero murmullo dentro de la habitación. Me detengo y contengo el aliento, pues el menor roce de mi ropa o la propia respiración solapan el sonido. Escucho durante interminables minutos, pero sigo sin poder identificar su naturaleza: a veces parece alguien llorando y al instante siguiente diría que se está riendo. Sin apenas darme cuenta se hace el silencio en el interior de la habitación y ya sólo se oye el tic-tac del reloj del recibidor y unos ronquidos lejanos. Bajo las escaleras y antes de abrir la puerta compruebo que llevo todo mi equipaje.

Un detalle para terminar: releyendo lo escrito no logro recordar en que momento supe que Rey King se llamaba en realidad Halpin Maroño. Aunque no tenga mayor importancia para el discurrir de los acontecimientos aquí expuestos, me gustaría dejar constancia del hecho por el bien, si no de la verosimilitud, sí al menos de la veracidad de lo relatado. Nada más. Gracias por haber llegado hasta aquí, y buenas noches.

FIN-