viernes, 19 de agosto de 2011

:un paquete de clavos


Viajo en el tiempo con mis pecados. Primero me confieso: invento sobre la marcha faltas que no he cometido, y que después cometo al pie de la letra. Viajo al pasado a través de los pecados que ya he purgado, ya he redimido, a través de mis faltas que ya han sido perdonadas. Rezo lo que el Padre me ha ordenado rezar, medito sobre lo que él me ha pedido que medite. Todos mis pecados son perdonados menos uno: la mentira. Le miento porque mis faltas todavía no han sido cometidas. Serán cometidas después; es decir: antes.

Le cuento al Padre como robo un paquete de clavos en la ferretería. Me pregunta por qué lo hago, qué necesidad tengo yo de los clavos, como si la necesidad fuese un atenuante. Yo me muestro soberbio: no tengo ninguna necesidad de robar los clavos, no tengo ningún motivo para querer tenerlos. Pero le cuento como escondo el paquete de papel marrón en mi mano, el peso metálico en mi bolsillo, descuadrándome la cintura del pantalón. Le cuento como simulo curiosear en la sección de pesca y le pregunto al ferretero por unas cucharillas para pescar truchas. El precio se me va del presupuesto, le digo, y lo recalco con un golpe en los bolsillos, tentando mi suerte al atraer su atención hacia el bulto de mi pantalón. No parece sospechar nada: uso saludos arcaizantes y frases llenas de barroquismos, bolutas y adornos, por lo que me cree lo suficientemente educado como para no robar en su tienda. No sabe exactamente quién soy: cree que soy el hijo de mi tía, el hijo de la hermana de mi madre. Me recreo un rato en los carretes de sedales y me marcho cuando entran un par de paisanos que más que a comprar pasan a charlar.

Me voy hasta el río, justo a antes de los rápidos, donde el caudal se ensancha calmo como un animal aguantando la respiración. Zapateros rompen la telilla verde del agua. Abro el paquete de clavos cerrado con un lazo de tremilla. Desenvuelvo el papel doble y cojo uno de los clavos en la mano, con su punta piramidal, las ondulaciones del metal, la cabeza con las muescas cuadriculadas. Lo tiro al agua con un pequeño chapoteo, sólo una gota que salta donde cae el clavo, y después las ondas extendiendose por la superficie del río. El clavo se hunde en el agua y llega hasta el fondo de limo fino, tamizado, y levanta una pequeña boluta de polvo. Tiro todos los clavos, uno a uno, hasta que mucho tiempo después, el paquete está vacío. Hago una bola con el papel, lo ato cuidadosamente con la tremilla y lo entierro debajo del musgo, entre las raices llenas de insectos negros y brillantes solo cuando les da la luz.

Cumplo la penitencia que me ordena el Padre y voy hasta la ferretería. Al fondo del pasillo de las herramientas me acuclillo y cojo un paquete de clavos de la balda más baja y me lo guardo en el bolsillo. Le pregunto al ferretero sobre las cucharillas para pescar truchas y me explica pacientemente los tipos, los modelos, las variedades y los precios. Con una mueca, un chasquido de la lengua y un gesto de tocarme los bolsillos, le digo que el precio se escapa un poco de mi presupuesto. El ferretero me pregunta si por el contrario tengo pensado pagar eso que llevo en el bolsillo. Me pongo rojo como un tomate, saco el paquete de clavos del bolsillo y lo dejo sobre el mostrador. No soy capaz de mirarle a la cara mientras salgo de la ferretería, en silencio.

Desde entonces, nada a vuelto a ser igual. Lo advierte bien claro en mi Manual de viajes en el tiempo: nunca cambies el pasado.


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