Estamos viviendo un momento de renovación en los modos de producción y distribución de productos audiovisuales, es una evidencia. La clave, también es evidente, se debe a internet. Y no estamos hablando de producciones amateurs, coyunturales, fanfilms, chascarrillos, cortos, tropezones... estamos hablando de largometrajes hechos por profesionales, con un acabado profesional. Películas realizadas mediante crowdsourcing, con financiación colectiva.
¿Esto va a acabar con la producción y distribución estándar, en salas de cine y con grandes estrellas? Pues por ahora ni de coña; es una industria demasiado asentada, con unos pilares demasiado firmes como para venirse abajo a la primera de cambio, pero sin duda ultimamente están notado unos pequeños temblores. La insistencia en la espectacularidad de los blockbusters y la generalización del 3D parecen dos armas frente a lo único que no pueden ofrecer los productos de bajo coste. Una buena historia es tan cara de producir como una mala, pero los efectos especiales, aun con la democratización de los programas digitales, aún necesitan una fuerte inversión (sino compárense las recreaciones en 3D de una gran producción americana, pongamos por caso Game of Thrones, y los de una producción similar española). Con la llegada de la televisión el cine explotó lo que el pequeño electrodoméstico no podía ofrecer: color y tamaño, naciendo y desarrollándose así invenciones como el technicolor o el cinemascope. Hoy en día, las armas que pueden ofrecer las pequeñas producciones, además de buenas historias, es la empatía, la especialización: como no necesitan recuperar una inversión multimillonaria, pueden centrarse en un sector del mercado, en un espectador específico. La distribución vía web hará que llegue a todo el que quiera acceder a tu producto inmediatamente.
Una paradoja: en esta era de perfección tecnológica y de una definición y resolución de imagen tan alta que ya parece superar la percepción visual humana, lo que vemos con claridad meridiana ya no nos parece real. Durante años hemos esperado una foto bien enfocada de un ovni, de bigfoot, de Nessy... si ahora apareciese una, sabríamos que es falsa precisamente por su gran resolución. Antes teníamos que ver para creer, ahora tenemos que creer para ver. Resulta más creíble el pixelado y el desenfoque de un video grabado con el móvil y colgado en youtube, que cualquier superproducción de Hollywood. Y como resulta más creíble, también resulta más verosímil: la verdad ya no se ve, se intuye.
Grandes superproducciones se valen de este recurso, como adaptándose al zeitgeist. Se usa el fuera de campo, la elipsis, la textura granulada y los temblores y barridos de cámara no profesional. En Señales, de M. Night Shyamalan, durante buena parte del metraje apenas vemos a los extraterrestres, y cuando los vemos es en penumbra o a través de la grabación de un videoaficionado transmitido por un informativo televisivo, o sea, a través de un doble filtro (triple para nosotros los espectadores), y por tanto doblemente verosímil. Ya no es el viejo truco de insinuar en lugar de mostrar para que nuestra imaginación rellene los huecos; es una nueva estrategia: es mostrar claramente los huecos, y que nuestros sentidos pongan el resto. Para ello es necesario un bagaje, es necesario conocer unos códigos previos. Ya no somos espectadores vírgenes, y por lo tanto ya no aceptamos imágenes impolutas, inmaculadas, puras.
Cloverfield es más “radical”: una película de alto presupuesto que busca, intencionadamente, la baja resolución para lograr una alta credibilidad: grabada cámara “doméstica” en mano, en “tiempo real”, hasta su último acto apenas intuímos a los “monstruos”, sólo los vemos en los márgenes de la pantalla, como por el rabillo del ojo. Los personajes, al igual que los espectadores, no son protagonistas de los acontecimientos, son víctimas colaterales, son parte de la masa anónima, y eso crea más empatía que ponerse en la piel del presidente de los Estados Unidos comandando en su caza la revelión contra los invasores.
Esta técnica de oscurecer la percepción, bajar la calidad de la imagen, aumentar el grano, le viene de perlas a las pequeñas producciones, que no tienen que simularla como en Cloverfield. Hablemos de The Tunnel, una película interesante por varios motivos. Uno, su producción mediante crowdsourcing, y dos, su distribución (de Paramount, tampoco son tres colegas en un garaje) directamente a través de la red, de forma gratuíta (o también, si uno lo prefiere, en formato DVD, con sus extras correspondientes). Estos dos detalles son interesantes por sí mismos, por las posibilidades que representan, por la alternativa que ejemplifican. Uno sólo puede alegrarse de que proyectos así lleguen a buen puerto. Son iniciativas que confirman vocaciones, que crean feedback en el espectador, que crean movimiento a su paso. Y eso sólo puede ser positivo.
Hay otra tercera razón por la cual la película es interesante, y aquí ya entramos en lo subjetivo de un servidor, y es que no está nada mal. El film utiliza el recurso del falso documental para aprovechar sus carencias y convertirlas en virtudes: la baja fidelidad como herramienta y como estilo. No juegan aquí con la idea de documento encontrado (como en la Bruja de Blair o la mendionada Cloverfield); aquí nos encontramos con un documental montado a posteriori, con insertos de entrevistas a los supervivientes y una multiplicidad de puntos de vista: dos cámaras que llevan los protagonistas encima, mas imágenes televisivas y de cámaras de seguridad. Todo en baja resoludión, todo granulado, todo ambiguo. Este acabado le viene de perlas al thriller de terror, y en ese género se encuadra esta película: bajo el suelo de Sydney hay una red de túneles que se construyeron para una ampliación del metro, y que durante la segunda guerra mundial se utilizaron como búnker. En la actualidad el gobierno quiere usarlos como inmensos depósitos de agua, pero el proyecto se detiene sin dar explicaciones a los medios. Una cuadrilla de periodistas televisivos, encabezados por una reportera que ve su puesto en peligro si no logra un notición, se meten clandestinamente en los túneles a investigar... y claro, pasan cosas. Cosas nada agradables.
Hay una cuarta razón por la que resulta un visionado interesante, y es ver como el documento se crea en tiempo real, es decir, como asistimos a una especie de making off de un documental. Vemos como el cámara tiene que grabar tomas de recurso, como el sonidista tiene que grabar sonido ambiente... todo lo que después montarían para hacer el reportaje que nunca llegarán a terminar. Vemos la falsedad tras lo que normalmente damos por verdadero, vemos la impostura, los estilemas, las costuras de lo que normalmente asumimos como verdadero, y que no es más que una construcción, no es más que una convención: la forma de documental no es más que una forma más de la ficción. Y en esa aparente paradoja se mueve esta película, entre dos fotogramas, al comienzo y al final: primero se nos advierte que lo que vamos a ver ocurrió realmente, y al final, como en toda película, se nos recuerda que todo es ficción, que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Y quizás esa sea el única posibilidad que nos quede de documentar la realidad sin filtros: la coincidencia, la pura estadística, el azar.
2 comentarios:
Cuando veía "Cloverfield" me preguntaba cómo sería la película sin el efecto de cámara en mano, y por qué le aportaba tanto.
Llegué a la conclusión que sin ese efecto se convertiría casi en una película convencional, quitando la cámara subjetiva.
Supongo que a fin de cuentas todo es "forma", como Max Ophüls también tiene su valor sólo por su forma.
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