Todo movimiento artístico tiene su etapa de esplendor, su era dorada, bien definida. Menos claros son los comienzos y los finales, los tanteos iniciales y los estertores, porque allí los estilemas se mezclan con impurezas: aún no están bien definidos en los comienzos, y se acaban convirtiendo en manierismos en la época de decadencia. Esto no resta interés a ninguna etapa: en todas hay hallazgos y de todas se puede aprender.
El pop rock psicodélico de los sesenta sigue esta estructura. La era de esplendor está bien clara: 1967 es el verano del amor, el epicentro de la Era de Acuario, el año en que todos los discos presentan portadas coloridas, en que todo parece empapado en L.S.D., en que las jams se hacen interminables, en que la psicodelia es lo que vende. 1968, en comparación, resulta un año de bajón, de resaca. Todo parece más serio, más circunspecto, más afilado, como agujas hipodérmicas. Los que habían iniciado el movimiento ya están a otra cosa (todo se movía muy rápido entonces), buscando de nuevo las raices. Y 1969 cierra el ciclo: el mal rollo, Vietnam como pesadilla, las guitarras distorsionándose hasta el límite conformando el proto-heavy... y la puntilla la dan los Rolling Stones con su festival de Altamont: al mismo tiempo que el mainstream exprime las últimas gotas del hippismo en Woodstock, en Altamont los Stones (muy a su pesar) y los Ángeles del Infierno finiquitan el asunto con una puñalada en el corazón. El viaje del She's like a Rainbow al Gimme Shelter apenas dura dos años.
Pero volvamos atrás. 1966 anuncia sotto voce lo que explotará de forma palmaria al año siguiente. Comparemos las portadas de los Beatles de esos años como sinécdoque: Revolver de 1966, con sus formas intrincadas, casi vegetales, representan un desplazamiento con respecto a la realidad, con esa unión de fotografias y dibujos cohabitando y parasitándose, nos hablan de una percepción alterada, nos hablan de psicodelia... pero en blanco y negro, como quien no quiere la cosa. En su interior, juegos como el Yellow Submarine o cosas tan serias como el Tomorrow Never Knows, que bien podría ser la cima de la psicodelia. En comparación, la portada colorista y florida del Sargent Pepper parece irónica, casi impostada. Su interior, con la música fluyendo de una canción a otra sin espacios en blanco entremedias, conforman una sinfonía, una suite sin descanso para los bailarines. La duración no es un tema baladí en la psicodelia (después abundaremos en ello), pero el conjunto parece demasiado calculado, demasiado engolado... quizás la época de esplendor coincida con el aburrimiento, quizás el cénit marque el principio de la decadencia, o quizás los Beatles, en aquella época verdaderamente prodigiosa, eran mainstream y vanguardia al mismo tiempo y ya tenían la cabeza puesta en el siguiente reto creativo.
Si seguimos el viaje hacia atrás podemos encontrar las raíces de la psicodelia donde buenamente queramos, porque locos experimentadores, pirados con un sintetizador prehistórico, una pandereta y un magnetofón los ha habido practicamente desde siempre, colocados como piojos o no. Pero para la música pop estableceremos el año 1965 como el año cero de la psicodelia, y para defender esta tesis pondremos como ejemplo los dos discos más importantes (en la música pop) de ese año: el Highway 61 Revisited de Dylan, y el Rubber Soul de los Beatles.
Si entendemos el meollo de la psicodelia como una superación de las limitaciones del yo, una expansión de la consciencia, un primer paso debe de ser, obligatoriamente, definir y acotar ese yo: la autoconsciencia. Dylan y los Beatles son como dos mitades de un todo, pero no parecen darse cuenta de ello hasta que se conocen personalmente en 1964. El ecuentro, tal como se documenta, es frío, los protagonistas mantienen las distancias, la pose. Pero una cosa les queda clara: los Beatles tienen el favor del público masivo, son estrellas del pop, y Dylan tiene el respeto; y ambos lo quieren todo: Dylan quiere ser una estrella, y los Beatles quieren ser respetados como artistas. En la multitudinaria gira que cada uno por su cuenta hacen en 1965, ambos se encuentran con un público vociferante: a los Beatles los (y sobre todo las) fans les obacionan a tal volumen que ellos ni se ollen tocar, y en los conciertos de Dylan parece haberse convertido en costumbre abuchearlo como al Judas que se ha vendido al demonio del pop por unas monedas de plata. Ambos, por tanto, se encuentran actuando frente a un muro, frente a un público sordo que lo único que quiere es estar frente a ellos y formar parte del rito. Ambos, Beatles y Dylan, adquieren así la autoconsciencia: no sólo frente a los demás, sino sobre todo contra los demás.
Los títulos de los discos que prensan ese año son significativos: Highway 61 es la autopista que atraviesa la tradición musical americana. Nombrarla es traer al presente a todos los espíritus del pasado. Pero mientras la Autopista 61 es una capa de hormigón sobre un camino, la modernidad aplanando y regurjitando el pasado, el revisitarla, el Revisited del título, nos habla más de un viaje interior, de una evocación desde el yo del paisaje real.
Los Beatles, asustados de su propia fama sin precedentes, piden socorro en su anterior disco (Help!, obviamente), pero en el Rubber Soul dan un paso más: conscientes de la carcel de la fama, saben que sólo son un producto (de lujo, pero un producto), son la mercancía que todo el mundo quiere, que todo el mundo compra al peso (las almas no pesan, la carne sí); son tan condenadamente famosos que por primera vez ya no necesitan ni poner su nombre en la portada del disco, pues sería redundante.
El anterior disco de Dylan, Bring it all back home, muestra ya los dientes del rock, pero tímidamente, todavía deja una cara B para el folk. En el Highway decide dejar el pasado atrás, y dar el salto definitivo: quien quiera, que le siga. Paradógicamente, muchos de los que lo consideraban un nuevo mesias, protestan ahora por la dirección en que los lleva; menudo mesias sería, si les guiase por caminos conocidos. Dylan decide que este disco tendrá ya una entidad unitaria, busca un sonido que escucha en su mente, un sonido metálico y líquido, restallante y fluído, y no cejará hasta oírlo fuera de su cabeza. Por primera vez el L.P. adquiere entidad propia, no es ya una recopilación de singles y alguna canción de relleno. Esto rompe muchas normas pop: las canciones ya no tienen que tener una duración estándar de entre dos y tres minutos (de hecho, Dylan luchó para que su single Like a Rolling Stone no se mutilara para radiarlo, sino que se emitiera íntegro, con sus casi seis minutos, algo impensable hasta ese momento; el éxito en las listas le dio la razón), y como siguiente paso lógico encontramos las composiciones interminables, las jams, los drones que imitan en su repetición o en su libertad formal el viaje psicodélico. El germen de todo eso está aquí.
Las drogas y la música popular siempre han ido de la mano, y resulta interesante cotejar la música imperante en una época con la droga de moda en esa misma época. Los ácidos hicieron mucho por la música psicodélica, por ese ensimismamiento, por esas visiones que parecen salidas de una pintura de el Bosco, por esa música que parece retroalimentarse y crecer como formas fractales. Dylan, sin necesidad de ácidos, pero puesto hasta las cejas, introduce en la música pop rasgos de estilo de la generación beat de su amigo Ginsberg: una lírica que va más allá de la canción típica de amor o de la canción protesta del folk, unas letras poderosas y apocalípticas, a medio camino entre el surrealismo y oscuros versos de una Biblia apócrifa, a los que añade la ténica del copy/paste de Burroughs. Un gran fresco de imágenes inéditas, flameantes, cambiantes, formas imposibles de aprehender como las formas amébicas de los light shows psicodélicos. Dylan no necesita parafernalia para que su público flipe: le basta con sus palabras.
La música que le acompaña, por supuesto, tiene que ir en consonancia. Tiene que ser algo nuevo, y explícitamente le pide a Mike Bloomfield, guitarra solista, que no se le ocurra tocar esa mierda de escalas blues, que haga algo inédito. Y sus punteos así lo son. El resto de músicos siguen como pueden a Dylan, que tira para adelante sin dar muchas (o ninguna) explicación. El resultado, si se escuchan los descartes de la grabación, la mayoría de las veces acababa en la pura cacofonía. La lucha de Dylan era precisamente esa: encontrar la música entre el ruído, encontrar el orden en el caos. El resultado tiene tanto del rock'n'roll de Little Richard como del free jazz de Ornette Coleman o Albert Ayler. Música libre, con un pie en la tradición y otra en el vacío.
La camisa que luce Dylan en la portada, por lo demás bastante sobria, antecede también la estética psicodélica; pero en este caso le llevan la delantera los Beatles. Según cuenta la leyenda, el fotógrafo Albert Freeman les estaba proyectando sobre una cartulina las fotos candidatas para la portada del disco a los fav four, cuando la cartulina se inclinó hacia atrás y las caras se alargaron, distorsionándose. A los chicos les encantó, y le pidieron a Freeman que consiguiese ese efecto para la portada final. Así, si nos creemos la historia, encontramos el origen de una de las marcas de estilo de la estética psicodélica: las imágenes distorsionadas con ojos de pez y demás filtros y objetivos para obtener esas imágenes amnióticas y fluídas (la era de Acuario, recuerden). La tipografía burbujeante del título, obra de Charles Front, abunda en esa sensación, y también creará escuela.
El disco de Dylan sale en agosto del 65. Los Beatles lo escuchan y se quedan anonadados. Comprenden que el de Minnesota, el solito, los ha adelantado por la derecha sin apenas despeinarse (es un decir). Los de Liverpool se ponen serios, se ajustan los machos, se dejan de giras y demás distracciones y se encierran en el estudio para parir un disco completo, por primera vez sin interrupciones, por primera vez sin canciones ajenas, por primera vez un disco con entidad propia, no una sucesión de singles y tonadillas. Como influencia de Dylan también intentan ir un paso más en lo lírico, se ponen circunspectos y tan reflexivos como un veinteañero pueda serlo.
En el sonido, introducen un par de recursos que tendrán mucha repercusión en la psicodelia plena. Paul utiliza un pedal Fuzz para distorsionar su bajo en alguna canción, y George trae al estudio un sitar para acompañar Norwegian Wood: distorsión e influencias orientales, papá y mamá de la psicodelia. Añaden, además, truquillos de estudio: al grabar en cuatro pistas pueden permitirse el lujo de añadir overdubs, y la curiosidad les anima a jugar con las cintas para acelerarlas y lograr nuevos sonidos.
El resultado es todavía discreto, todavía asumible por el oyente pop masivo, pero claramente experimental en su raiz. En sólo unos meses el público estará preparado para sonoridades más radicales, más exóticas, más avanzadas. En sólo unos meses crecerán flores por todas partes y sí, la psicodelia será la moda imperante.
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