Antes de nada, quisiera
recalcar lo de “desordenadas”. No tengo
la suficiente fuerza de voluntad para organizar cronológica, sistemática o
genéricamente todos estos recuerdos. Así
que, antes de comenzar la primera batalla, ya doy por perdida la guerra,
lanzándome a escribir sobre la marcha, sin método ni plan; si al final el
conjunto adquiere cierta forma comprensible, cierta homogeneidad, deberé de
reconocer que ha sido por puro azar.
Sí quisiera, eso sí, empezar
por el principio: como muchos otros lectores de tebeos, puntuales o
compulsivos, empecé a “leer” mirando los dibujos, inventándome las historias, o
suponiéndolas. No sé si esta es la fase
de lector que uno más disfruta, pero sin duda es en la que más implicado está
uno con la narración. Uno, por una mera cuestión
de escala, se sumerge, se embebe en las páginas que discurren de izquierda a
derecha como un gran fresco imposible de abarcar con la mirada. Pasar las hojas, entonces, es un acto de fe,
un instante de vacilación y de vértigo hasta que posas la mirada en la
siguiente viñeta, en la siguiente página, y todo se vuelve a poner en marcha.
Aun después de haber
aprendido a leer convencionalmente, seguí recurriendo a mi método comprensivo
en numerosas ocasiones, por adaptarse más a mi espíritu dinámico: las palabras,
cargadas de sílabas, no hacían más que frenarme en mi ansia de narración, de
aventuras, de gags, de batallas… Los dibujos iban a una velocidad, y los
bocadillos a otra, y estos últimos tenían las de perder y se convertían en
lastre del que había que deshacerse.
En un sentido estricto,
pues, creo que fui un lector tardío: hasta los cinco o seis años no comencé a
detenerme en las palabras, pero desde entonces pocas veces me he separado de
ellas.
A excepción de estas
primeras lecturas -y de algunos otros tebeos desaparecidos, prestados, robados
o leídos en bibliotecas-, el resto, decía, están bien atesoradas, y por tanto
su presencia física es prueba y testimonio de mi tiempo, de mi memoria. Algunos tebeos no han dejado rastro en mis
recuerdos, pero otros evocan una época llena de sonidos, de vivencias, de
personas, de ajetreos, de posturas inverosímiles, de meriendas. Ojeándolos puedo retrotraerme al instante en
que los leí por primera vez, como si fueran páginas de mi diario, un diario que
nunca llegué a escribir porque supongo que estaba demasiado ocupado leyendo.
Muchos de estos primeros
tebeos están guardados bajo mi antigua cama, en mi antiguo dormitorio en la
casa de mis padres; también se amontonan en el desván, en estanterías
metálicas, en estanterías de madera y dentro de armarios. Buena parte del piso superior de la casa de
mis padres está colonizada por superhéroes.
Un día, no debía de tener yo
más de diez o doce años, no sé por qué, nuestra vecina, que trabajaba en una
boutique y que, por lo demás, no mostraba demasiado cariño por nosotros, nos
dio unas bolsas milagrosas. Supongo que
serían para guardar ropa en los armarios, por su forma plana y por una
cremallera de plástico que hacía de cierre hermético; pero a mí me parecieron
perfectas para otra cosa: antes de oír hablar de las bolsas para comics ni de
las cajas bajas en ácido, yo ya tenía claro que el material del que estaban
fabricados mis tebeos era perecedero y, cuantas más trabas pudiera yo poner a
su desgaste natural, mejor. Así que me
agencié la mayoría de aquellas bolsas y fui metiendo en ellas mis tebeos,
separándolos en pequeños montones siguiendo complicados métodos clasificatorios
(entonces sí era un tipo serio). Todo
esto, remetido y amontonado en cajas que iban llegando a mis manos, se fue
acumulando bajo mi cama.
Me producía una gratificante
sensación dormir sobre este tesoro, y no sólo por la convicción de que si se
rompía una pata de la cama mientras dormía yo ni me enteraría; no, era algo
más: la sensación de tener toda esa felicidad encapsulada tan cerca de mí,
todas esas horas de diversión cristalizada, enquistada, real, amontonadas
debajo de mi colchón.
Y allí siguen. Así que me he propuesto (vale, algo de método
sí hay en mis movimientos) ir hurtando una bolsa de vez en cuando y echarle un
vistazo a lo que hay dentro, desprecintarlo y oler el pasado, a ver que
recuerdos me evoca. Ojear esos tebeos,
quizás leer alguno. Escribir lo que
pase.
Son éstas unas memorias más
sentimentales que analíticas, y por tanto creo que sólo pueden interesar a
otros compañeros de armas.
El otro día me traje la primera bolsa de comics a
casa y está esperando, sobre la mesa, a que la abra. Vamos allá.
4 comentarios:
A la espectativa! (y demandando material fotográfico)
Últimamente yo también tuve que hacer limpieza y encontré material que creía perdido para siempre. Casi todo ya sin las portadas y con las grapas oxidadas.
Parece mentira lo bien que recoradaba las viñetas. Hasta los errores de coloreado y las manchas de merienda. Auténticas magadalenas de Proust!
yo tuve la brillante idea de meter todo en bolsas y a su vez en cajas cuando me mudé, hubo que sudar cada peseta que valían aquellos comics...
Ay, ay... ¡Quién tiene un libro tiene un tesoro!... Yo me acabo de mudar y, al margen de haber maldecido el momento en que me enseñaron a leer y a empaquetar libros en cajas, está guay, por fin, ver todos los libros juntos en un mismo espacio. Es como ver el rompecabezas que es tu cabeza completo...
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