Ángel, ojos permanentemente legañosos,
pequeñas verrugas en la cara que comenzaron como manchas, ascendió en la
jerarquía de una empresa donde la fuerza de carácter era un plus, a base de
mantener una mirada torva aunque por dentro estaba permanentemente al borde del
llanto. Mediante silencios
significativos y rumores iniciados por él, se granjeó un perfil técnico y un
pasado como “cooperante”, en abstracto.
Se decía que tenía una exmujer italiana, lo que le confería cierto
barniz “exótico” y vivido. Parecía un
veterano de alguna guerra química, con su piel reptiliana, sus escleróticas
amarillas, una tos profunda que removía mucosas en su interior como mareas de
flema.
Su exmujer enseñaba las encías al reírse, abusaba
del laísmo y leía en voz alta todo lo que le llamaba la atención, algo que
Ángel no soportaba. Estaban leyendo sendos libros en el sofá, ella una odisea
sangrienta de Pierre-Jean D’Haene, él una de ésas de Asimov en las que los
personajes se pasan todo la novela hablando, de dos en dos, en laboratorios y
despachos. Como un coro, los comentarios
en voz alta de ella comenzaron a puntuar y fundirse como un eco con lo que
Ángel leía, asfaltando una tercera vía, construyendo un mensaje cifrado difícil
de ignorar, un código morse que repiqueteaba en su cerebro como una tortura
china: un aneurisma sintáctico en que científicos de un futuro próximo (temporalmente
más próximo que cuando la novela fue escrita pero, paradójicamente, más lejano
en espíritu e intenciones) luchan contra la entropía de un universo paralelo
que amenaza con llevarse el suyo por delante con una certera cuchillada en el
cuello. Si no se atrevía con un
cuchillo, siempre podía asfixiarla, aunque Cortina Rasgada le había demostrado
que no era tan fácil como imaginaba: no era, ni mucho menos, el recurso de los
homicidas pusilánimes.
Mató a su exmujer –en realidad a su mujer- con
un cojín que ella misma había cosido.
Aún después de remitir los estertores, Ángel tardó su buena media hora
en retirarle el cojín de la cara, primero porque no tenía claro cuánto tiempo
tarda una persona en morir asfixiada, segundo porque no estaba seguro de que
ella no estuviera fingiendo, y por último, aunque no menos importante, porque
no se atrevía a enfrentarse a su mirada, si es que todavía estaba viva. Observó con detenimiento su pecho, que
todavía parecía subir y bajar levemente con la respiración; pero al rato empezó
a pensar que el aleteo en las sombras de la blusa podían deberse a un temblor
en sus pupilas por el esfuerzo cardiovascular y la tensión. Sí lo era, y sí estaba muerta.
De pronto se sintió como un personaje de
Dennis Cooper, sólo que más gordo, viejo y heterosexual, un tipo con un pasado
turbio, con un asesinato en su cuenta, pero con el que podía vivir, como el que
se ha tatuado un pequeño molinillo de viento en el tobillo.
La casa, sin su “exmujer”, era ahora
extremadamente silenciosa. Ángel podía
oír el ruido de sus mocos cuando los arrojaba contra la pared, o contra el
parquet o contra los muebles. Hasta
podía apreciar los matices de la sonoridad, dependiendo de la sequedad del
moco, de la compactación, del ángulo de choque, del objetivo del impacto,
etc. A parte de eso, poco más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario