miércoles, 20 de junio de 2012

:vivo, Martínez.


Ángel, ojos permanentemente legañosos, pequeñas verrugas en la cara que comenzaron como manchas, ascendió en la jerarquía de una empresa donde la fuerza de carácter era un plus, a base de mantener una mirada torva aunque por dentro estaba permanentemente al borde del llanto.  Mediante silencios significativos y rumores iniciados por él, se granjeó un perfil técnico y un pasado como “cooperante”, en abstracto.  Se decía que tenía una exmujer italiana, lo que le confería cierto barniz “exótico” y vivido.  Parecía un veterano de alguna guerra química, con su piel reptiliana, sus escleróticas amarillas, una tos profunda que removía mucosas en su interior como mareas de flema. 
Su exmujer enseñaba las encías al reírse, abusaba del laísmo y leía en voz alta todo lo que le llamaba la atención, algo que Ángel no soportaba. Estaban leyendo sendos libros en el sofá, ella una odisea sangrienta de Pierre-Jean D’Haene, él una de ésas de Asimov en las que los personajes se pasan todo la novela hablando, de dos en dos, en laboratorios y despachos.  Como un coro, los comentarios en voz alta de ella comenzaron a puntuar y fundirse como un eco con lo que Ángel leía, asfaltando una tercera vía, construyendo un mensaje cifrado difícil de ignorar, un código morse que repiqueteaba en su cerebro como una tortura china: un aneurisma sintáctico en que científicos de un futuro próximo (temporalmente más próximo que cuando la novela fue escrita pero, paradójicamente, más lejano en espíritu e intenciones) luchan contra la entropía de un universo paralelo que amenaza con llevarse el suyo por delante con una certera cuchillada en el cuello.  Si no se atrevía con un cuchillo, siempre podía asfixiarla, aunque Cortina Rasgada le había demostrado que no era tan fácil como imaginaba: no era, ni mucho menos, el recurso de los homicidas pusilánimes. 
Mató a su exmujer –en realidad a su mujer- con un cojín que ella misma había cosido.  Aún después de remitir los estertores, Ángel tardó su buena media hora en retirarle el cojín de la cara, primero porque no tenía claro cuánto tiempo tarda una persona en morir asfixiada, segundo porque no estaba seguro de que ella no estuviera fingiendo, y por último, aunque no menos importante, porque no se atrevía a enfrentarse a su mirada, si es que todavía estaba viva.  Observó con detenimiento su pecho, que todavía parecía subir y bajar levemente con la respiración; pero al rato empezó a pensar que el aleteo en las sombras de la blusa podían deberse a un temblor en sus pupilas por el esfuerzo cardiovascular y la tensión.  Sí lo era, y sí estaba muerta. 
De pronto se sintió como un personaje de Dennis Cooper, sólo que más gordo, viejo y heterosexual, un tipo con un pasado turbio, con un asesinato en su cuenta, pero con el que podía vivir, como el que se ha tatuado un pequeño molinillo de viento en el tobillo.
La casa, sin su “exmujer”, era ahora extremadamente silenciosa.  Ángel podía oír el ruido de sus mocos cuando los arrojaba contra la pared, o contra el parquet o contra los muebles.  Hasta podía apreciar los matices de la sonoridad, dependiendo de la sequedad del moco, de la compactación, del ángulo de choque, del objetivo del impacto, etc.  A parte de eso, poco más.     

No hay comentarios: