Una carretera recta, que se pierde en el horizonte, donde hay flotando un globo aerostático de colores: esa es la imagen que se ve en el aparato que te mide las dioptrías.
Un buen rato antes llego al primer piso, dónde antes de que pueda buscar la sala de espera 2 (siguiendo instrucciones detalladas) me asalta un bedel que me lleva de la mano hasta una sala de espera, donde además de gente esperando hay una enfermera que me arranca el papel de la mano y me dice que me va a fastidiar la tarde: me sienta en una silla y me echa unas gotas en los ojos para dilatarme las pupilas. No sólo me fastidiará la tarde, también el día siguiente; ¿antes tardaban tanto en contraerse las pupilas o es cosa de la edad? ¿O han mejorado las gotas? De todas formas no me quejo, me dejo llevar de la sala de espera 2 a otra sala de espera más pequeña, la sala VIP, en realidad unas sillas a lo largo del pasillo, antesala de ese templo en sagrada penumbra que es la consulta del oftalmólogo.
Espero sin rechistar, he venido aquí a que me traten como a un niño, y voy a ser un niño bueno. Entro cuando me lo indica la enfermera en la primera sala (el clímax se hace esperar) donde me dejan un rato esperando sentado en un aparato, tanto tiempo que me da tiempo a quitarme las gafas y a volver a ponérmelas por puro aburrimiento. Desde la consulta de al lado oigo como le dicen a alguien tiene cataratas en los dos ojos; los pormenores de los pasos a seguir los dicen en voz más baja y se me escapan.
Entra la enfermera como un ciclón y me pide que me quite las gafas y apolle la barbilla en una barra ad hoc, y me debe de considerar lo suficientemente inteligente como para no pedirme que mantenga los ojos abiertos. Y ahí es donde veo esa imagen que se va concretando, se va definiendo, se va enfocando: una carretera en medio de una esplanada infinita, una carretera recta como trazada con escuadra, una carretera que llega a la línea del horizonte y sobre la que flota un globo aerostático. El tipo que ideó esta imagen es un genio. Me sigue sorprendiendo cuando hacen la misma jugada con el otro ojo.
De nuevo en la sala de espera VIP, esperando mi momento sacrificial, ya perdiendo la cuenta de los pasos previos, sin saber que hora es (hay tantos carteles de apague su móvil que he tenido que apagarlo). Desde la sala de espera normal oigo a la enfermera echándole la bronca a un viejo, o alguien con voz de viejo. Parece que no ha seguido al pie de la letra las indicaciones de la receta. “Es que pensé...” comienza el anciano, pero le corta la enfermera: “¿Para qué piensa en vez de leer?”
Llega mi turno, la espera se ha acabado. El trámite es rápido, el grueso del proceso ya se ha realizado sin yo saberlo. Me colocan cristales en las gafas ortopédicas hasta llegar a las dioptrías que me han medido y me señala un par de es (del plural de la letra E) mayúsculas para ver hacia donde están abiertas. Siempre me he preguntado que criterio siguen para elegir las es, si siempre eligen las mismas o dejan un rayito de fantasía e improvisación para cada día, para matar un poco la monotonía. Yo respondo con celeridad, como un niño bueno. Mi vista es fina y afilada, mi vista es perfecta tras esos gruesos cristales.
Ves en estereo, me dice; un chiste que imagino hace miles de veces y cuya gracia radica en que cada vez parezca la primera y la última. Yo sonrío cortés: aliviado de haber terminado con todo, apenas puedo oír lo que me dicen el médico y la enfermera, que intercalan información sin solaparse ni interrumpirse, en un ballet muy bien aprendido, muy bien ensayado. Me dan las recetas de los cristales nuevos y una para las gotas dilatadoras. Me dicen exactamente a qué hora tendré que echármelas una tarde de dentro de dos o tres años, cuando me toque la próxima revisión. Tres años. Probablemente entonces ya se me habrá olvidado todo y yo también tendré que oír lo de “¿Para qué piensa en vez de leer?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario