lunes, 2 de febrero de 2009

:manuscrito hallado en una botella (de licor café)[53]




7 de noviembre - Escribir por la noche se ha convertido en el equivalente a dormir, como para otros es el equivalente a soñar; la única forma de separar los días. Y el día de hoy ha sido extraño y beodo. En el último amanecer me había quedado amodorrado aquí mismo, en la mesa de la cocina, ansiando una ducha y, sobre todo, la fuerzas necesarias para tomarme una ducha. Me cambié la ropa interior, la camisa y la corbata y me puse otra vez el mismo traje, mi único traje. Damián me recoge sentado de medio lado en su Lancia y nos vamos a Eurodisney a vivir otro día de magia, colores y comida gratis.

Otra vez nos están esperando todos, que parecen tener algún tipo de fobia a llegar simplemente a la hora, con la salvedad de Benito. Nos introducimos en el corro, que está a medio tramar un plan: alabar el peinado de Benito, como si se hubiese hecho algo nuevo pelo. Desconcertar al jefe es el único consuelo que nos queda.

A los pocos minutos llega Benito, y Rafaela, una de las chicas, se le acerca y le susurra que le gusta lo que se ha hecho en el pelo. Puedo ver el gesto descompuesto de Benito durante un segundo, tras el que carraspea figuradamente, como si se ajustase interiormente la corbata, y nos dice que ha estado hablando con los jefes y están descontentos con los resultados. Han rebajado a diez subscripciones el límite que debemos superar cada día. Por debajo de eso, no nos garantiza el sueldo íntegro. La gente protesta pero Benito se disculpa con vaguedades y balones fuera. Yo no tengo ni energías para enfadarme; a estas alturas ya sólo quiero que pasen rápido estos dos días para recuperar mi libertad. Incapaz también de mentir, le miro el pelo a Benito y asiento admirado, mientras Damián le pone el brazo sobre el hombro y le dice que ese peinado le queda mucho mejor.

La jornada se me hizo más liviana que la de ayer. Desde el principio decidí cambiar mi modus operandi: nada de permanecer quieto en el mismo lugar, por mucho que las órdenes directas así nos lo indiquen; y nada de agobios. Le cogí un buen fajo de folletos a Benito y los repartí con alegría y despreocupación. Los resultados no fueron muy brillantes, pero hice un par de subscripciones antes del mediodía que mantuvieron mi nivel de entusiasmo ligeramente por encima de la reserva, lo cual ya es mucho. Me siento especialmente orgulloso de la primera subscripción: viendo que el target al que yo creía iba dirigido el tinglado no respondía positivamente, decidí diversificar. Así abordé a un sexagenario despistado, con una cara que parecía un culo con cejas, pero que resultó ser un profesional del ramo (de algún tipo indeterminado, pero profesional), que no sólo se mostró interesado en lo que yo le decía, sino que quiso pagarme en efectivo, sin intermediarios bancarios. Ante esta variante inesperada decidí llamar a Benito, que se personó a los pocos minutos y se llevó la minuta. Antes de irse me echó una mirada de reojo que yo quise entender como de cierto respeto, pero pudo ser por cualquier otro motivo. A lo mejor me miró el pelo. Y yo sólo podía pensar en quién me iba a abonar el dinero de la llamad (antes de las cuatro y a otra compañía: no es ninguna nimiedad).

Me pasé la mañana así, dando sorbos de vino, oliendo copas de vino, mirando a trasluz copas de vino. Borracho le empecé a encontrar el punto a toda esta parafernalia. Se respiraba un compadreo en el ambiente la mar de cálido, un pillaje de baja intensidad sin consecuencias negativas ni daños colaterales (sólo alguna discreta rabada por los rincones). El hilo musical, de pronto, me pareció una oda pop al caradurismo, y ya sólo podía sonreír hasta que me dolía la cara.

De esta guisa me presenté a la hora de comer en mi puesto. Juraría que nadie se dio cuenta de mi estado, así que probablemente todos lo notaron. Le dije a Damián que no pensaba gastarme ni un duro en comer, que mi plan era irme por los stands a picar. Se apuntó, y me dijo que me limpiara los restos de tintorro de las comisuras. Con un par de vasos de cerveza nos metimos entre el gentío de las tapas. Ambos convenimos en que la tortilla de microondas no estaba tan mal como a priori podría parecer, y repetimos hasta donde nos dejaron. Nos plantamos frente a un cortador de jamón como si aquello fuese un concierto para violín y esperamos nuestro turno para degustar una lasca salada y entreverada que alabamos con sonoras onomatopeyas.

La tarde: ídem. Más tiempo en el baño que en los pabellones. Cuatro subscripciones mas dos en el aire (pero que a efectos de contabilidad tuve en cuenta), e intercambio de números de móvil con un representante de vinos de Toro, que no sé por qué razón llegó a la conclusión de que yo era un mayorista de bebidas alcohólicas. No hice mucho esfuerzo en sacarlo de su error, y probé todos sus “caldos”.

Hacia el final de la tarde, una paloma se cuela en el pabellón y nos sobrevuela entre risas y palmadas. Los de seguridad hacen amago de pillarla cuando se posa en un pasillo, pero al sentirse arrinconada remonta otra vez el vuelo y desaparece entre unas vigas y unos carteles publicitarios. Durante un instante, viéndola sobrevolar nuestras cabezas, todo ha adquirido un sentido claro y enfocado, como en una pintura prerenacentista. Hasta espíritu santo teníamos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es casi agotador, sin estar, de ninguna manera, agotado...
Necesitamos una nieva espiral!